Indomable Angelica (21 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Se dirigió con paso indolente hacia Angélica, que había hecho colocar aparte. Ella tiritaba también en sus vestidos empapados, porque el sol descendía en el horizonte y el viento refrescaba. Sus cabellos, pesados por el agua, caían sobre sus hombros. El capitán la examinó con la misma fría atención que había acogido a los otros náufragos.

Bajo aquel examen, la joven se sintió desasosegada. Se daba cuenta de que la tela de su traje se le adhería, acusando sus formas. Las cejas rubias del pirata se fruncieron y su mirada no fue más que una ranura cruel, mientras una sonrisa perversa entreabría sus labios.

—¿Y qué, jovencito, te gustan los viajes?

Desenvainó bruscamente el sable y apoyó la punta sobre el pecho de Angélica, en la abertura de su camisa que ella intentaba maquinalmente cerrar de nuevo. Sintió ella la picadura del acero sobre su piel pero no se movió.

—¿Valiente?

Apoyó un poco el arma. Los nervios de Angélica le dolían hasta estallar. De repente, la hoja se deslizó por la abertura de su corpiño y con un movimiento seco apartó la tela, descubriendo un seno blanco.

—¡Vaya, una mujer!

Los marineros, testigos de la escena, estallaran en risas y en gritos groseros. Angélica había subido vivamente sobre su pecho descubierto el vestido desgarrado. Sus ojos llameaban. El corsario siguió sonriendo.

—¡Una mujer! Decididamente, es hoy día de comedia en el
Kermes
. Un viejo que se disfraza de negro, un marsellés que se disfraza de héroe y hasta nuestro bravo segundo, Coriano, que se disfraza de tritón.

Las risas estallaron de nuevo y redoblaron ante la cara colérica del llamado Coriano, el de la venda negra. Angélica esperó a que el tumulto se calmase.

—¡Un grosero que se disfraza de gentilhombre francés! —lanzó ella.

El acusó el golpe sin dejar de sonreír.

—¡Vaya! ¡Vaya! Continúan las sorpresas. Una mujer que sabe replicar… ¡Es un artículo tan raro en las Escalas de Levante! La jornada no será tal vez mala para nosotros, señores míos. ¿De dónde sois, bella dama? ¿De Provenza como vuestros compañeros?

Como ella no respondiera, puso el pirata la mano sobre su talle y sin ofenderse por su retroceso, se apoderó del puñal y de su cinturón. Sopesó este último con una sonrisa de comprensión, lo abrió e hizo caer las monedas de oro, una por una, en su mano. Se adelantaron unos hombres brillándoles los ojos. Con una mirada, los hizo retroceder. Siguió registrando el cinturón, sacó la letra de cambio, metida a su vez en una bolsita de tela engomada. Después de haberla leído, pareció perplejo.

—Madame de Plessis-Belliére… —dijo. Luego, diciéndose—: Me presentaré: Marqués d'Escrainville.

La manera con que la saludó revelaba que había recibido cierta educación. Sus títulos de nobleza debían ser auténticos. Ella esperó, por el hecho de su condición social, que le guardaría algunas consideraciones.

—Soy viuda de un mariscal de Francia —dijo— y me trasladaba a Candía donde mi marido tenía intereses.

Tuvo él una sonrisa fría que no afectó a sus ojos.

—Me llaman también el Terror del Mediterráneo —explicó.

Sin embargo, después de pensarlo, la hizo conducir a un camarote que debía reservar a pasajeros distinguidos y sobre todo a las pasajeras. Allí también, entre el desorden de un arca antigua de cuero claveteado, Angélica encontró vestidos femeninos europeos y turcos, velos, joyas falsas, zapatos y babuchas. Vaciló ella en desnudarse. No se sentía segura en aquel barco. Parecíale que unos ojos brillantes la acechaban a través de las tablas desunidas del camarote. Pero la ropa que llevaba puesta la envolvían como en un sudario helado y le castañeteaban los dientes sin que pudiera evitarlo. Al cabo hizo un supremo esfuerzo y se desnudó. Se puso con cierta repulsión un vestido blanco de su talla poco más o menos, anticuado y de limpieza dudosa, con el cual, se dijo, debía de parecer un espantapájaros. Se echó sobre los hombros un chal español y se sintió más a gusto.

Se acurrucó sobre el lecho y permaneció largo rato inmóvil barajando pensamientos tristes. Los cabellos pegajosos le olían a agua de mar como la madera húmeda del camarote. Aquel olor le producía náuseas. Sentíase sola en medio del mar, perdida y abandonada como náufrago sobre una balsa. Había ella roto con sus propias manos cuantas amarras la retenían a su existencia brillante, pero nadie estaba allí para tenderle la mano desde la otra orilla… ¿Dónde volver a anudar el hilo cortado? Suponiendo que aquel gentilhombre pirata accediera a llevarla a Candía ¿qué haría ella allá lejos, sin fortuna? No tenía más que un punto de referencia al que asirse, el de un mercader árabe, Alí Mektub… Luego, recordó que un francés, que ostentaba interinamente su cargo de consulesa, debía estar allí. Podría dirigirse a él. Intentó recordar su nombre: ¿Rocher…? ¿Pocher…? ¿Pachá…? No, no era eso…

Gritos y sollozos de mujer muy cercanos la sacaron de su embotamiento. Unos finos rayos rojos se filtraban por entre las tablas y cuando abrió la puerta, recibió en pleno rostro el reflejo purpúreo del crepúsculo. El sol se hundía en el mar como una bola de fuego. Angélica se llevó la mano a los ojos. A unos pasos de ella, dos hombres de la tripulación sujetaban a una muchacha, una niña casi, que forcejeaba aullando. Uno de aquellos hombres le apresaba los brazos mientras que el otro la acariciaba, febril, con una risotada. Angélica sintió que se le revolvía la sangre.

—¡Dejad a esta pequeña! —gritó.

Y como no aparentasen oírla, fue hacia ellos y arrancó el gorro de lana del que sujetaba a la niña. Privado de su prenda de cabeza que en un marinero forma parte de su ser al igual que los cabellos, el hombre soltó la presa y tendió las manos.

—¡Eh, mi gorro! —gritó.

—Mira lo que hago con él, ¡depravado! —replicó Angélica arrojando el gorro por encima de la borda.

La muchacha se había desprendido rápidamente. Tumbada, a unos pasos, observaba la escena con estupor… Los dos hombres no estaban menos sorprendidos. Después de haber contemplado como insensibles el gorro que flotaba sobre las olas, sus miradas se volvieron hacia Angélica y se dieron con el codo.

—¡Cuidado! —refunfuñó uno de ellos—, es la tunanta que hemos pescado hace poco, la de los escudos de oro. Al parecer, nuestro marqués le ha echado el ojo…

Se alejaron sin insistir. Angélica se volvió hacia la muchacha. Tenía más edad de lo que había creído al principio. Debía frisar en los veinte años, dado su rostro pálido de grandes ojos negros bajo cabellos oscuros, abundantes y rizosos. Pero su cuerpo menudo, dentro de su vestido blanco, era el de una adolescente.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Angélica, sin mucha esperanza de que la comprendiese.

Ante su gran extrañeza, la muchacha respondió:

—Ellis.

Luego se arrodilló, y asiendo la mano de la que la había defendido la besó.

—¿Y qué haces en este barco? —prosiguió preguntando Angélica.

Pero la chiquilla dio de pronto un brinco de gato asustado y huyó en la sombra que caía ahora sobre el navio. Angélica se volvió.

El marqués d'Escrainville la observaba desde la escala de la toldilla, y ella comprendió que aquel hombre estaba allí desde hacía largo rato y que había presenciado toda la escena. Abandonó su puesto de observación y vino hacia ella. Angélica vio, de cerca, su mirada chispeante de odio.

—Ya veo lo que es —dijo—. La señora marquesa se cree todavía entre sus servidores. Se dan órdenes, se presume de gran dama. ¡Yo os haré saber que estáis en un barco de filibusteros, querida!

—¿De veras? ¿Os figuráis acaso que no me he dado ya cuenta? —dijo, burlona.

Los ojos del marqués d'Escrainville se asemejaron al acero en fusión.

—¡Y ahora, ingeniosa! ¿Te crees en los salones de Versalles? ¿Ante hombres que beben las palabras preciosas que tú te dignas dejar caer de tus labios…? ¿Hombres que se arrastran a tus pies…? ¿Que te suplican? ¿Que lloran…? ¡Y tú te ríes, te burlas de ellos! Dices «¡Ah, amiga mía! ¡Si supierais lo aburrido que es, me adora…!» Y luego finges, empleas astucias, preparas tus sonrisas embaucadoras… Calculas fríamente, ¡manejas a tus polichinelas…! Una caricia a éste, una mirada a aquél… Y ese otro que ya no me sirve, le echo a un lado…! ¡Él se desesperará! Qué importa… ¿Quiere morir…? ¡Ah!, ¡qué gracia tiene…! ¡Ja! ¡Ja…! ¡Ah! esas risas de coqueta que me destrozan los oídos, yo las haré callar.

Alzó la mano como si fuese a golpearla. Se había ido excitando a medida que hablaba, temblando con una rabia que le hacía echar espuma. Angélica le miraba, aturdida.

—Baja los ojos —dijo él—, baja los ojos, insolente… Aquí no eres ya la reina. Vas a aprender por fin a obedecer a tu amo… ¡Se acabó el tiempo de las maulerías, de las promesas falsas! ¡Yo te domaré!

Y como ella seguía mirándole apaciblemente, la golpeó en la cara con una violencia inaudita. Angélica lanzó un grito:

—¡Oh! ¡No tenéis derecho!

Él lanzó una risotada.

—Aquí, son míos todos los derechos… Todos los derechos sobre todas las tunantas de tu género, que necesitan aprender a doblar el espinazo… No vas a tardar en comprenderlo. No más tarde de esta noche, hermosa. Vas a saber de una vez para todas lo que eres tú y lo que soy yo. La cogió por los cabellos y la arrojó al camarote, cuya puerta cerró, haciendo girar la llave en la cerradura. Poco después un tintineo de hierro anunció una visita. Ella se incorporó dispuesta a todo.

Pero era solamente el segundo, Coriano, con una linterna en la mano y acompañado de un negrito, portador de una bandeja. Colgó la linterna junto al tragaluz, hizo dejar la bandeja sobre el suelo y luego, paseó una larga mirada con su ojo único sobre la prisionera. Después de lo cual, señalando con su dedo amorcillado, lleno de sortijas, el alimento, la intimó:

—¡Comed!

Cuando se hubo marchado, Angélica no pudo resistir el olor atractivo que desprendía el plato. Había buñuelos de langostinos, una sopa de mariscos y naranjas. Un frasco de buen vino acompañaba la comida. Angélica lo devoró todo. Estaba extenuada, molida de fatiga y de emoción.

Cuando oyó afuera el paso lento del marqués d'Escrainville que se acercaba, creyó que iba a dar alaridos. El pirata hizo girar la llave en la cerradura y entró. Su elevada estatura le obligó a inclinarse un poco por el techo bajo. La claridad rojiza de la linterna le iluminaba, y hubiera resultado apuesto con sus sienes plateadas, su rostro atezado y sus ojos claros, sin aquel rictus cruel que deformaba su boca.

—¿Entonces —preguntó, lanzando una mirada a la bandeja vacía—, la señora Marquesa ha engullido su pasto?

Ella no se dignó responder, volviendo la cara. Él puso la mano sobre su hombro desnudo. Ella se apartó, refugiándose en el rincón estrecho de la pieza, muy al fondo. Buscó con los ojos un arma y no la encontró. Él la acechaba como un gato cruel.

—No —dijo—, no te escaparás… Esta noche no. Esta noche es cuando haremos cuentas y pagarás.

Angélica protestó:

—Pero yo no os he hecho nada.

El rió.

—Si no eres tú, han sido tus hermanas… ¡Vamos! Has hecho demasiado a otros para merecer ser cien veces castigada. Dime, ¿cuántos se han arrastrado a tus pies? Dímelo, ¿cuántos?

Llena de pánico ante el fulgor demente que brillaba en su mirada, ella buscaba con los ojos una salida.

—¿Empiezas a tener miedo, eh? Prefiero eso… ¿Ya no te muestras orgullosa? Vas a suplicarme muy pronto. Sé cómo tengo que proceder.

Desabrochó su tahalí y lo arrojó, igual que su sable, sobre la litera. Hizo lo mismo con su cinturón y con un cínico impudor comenzó a desnudarse. Ella agarró lo que tenía a mano, un pequeño escabel, para tirárselo. Él evitó el proyectil y riendo avanzó hacia la joven y la cogió con sus brazos. Al inclinar su rostro hacia el de Angélica, ella le mordió la mejilla.

—¡Loba! —gritó el pirata.

Con cólera insensata, la agarró e intentó arrojarla al suelo. Hubo una nueva lucha silenciosa y salvaje en la angosta cabina, cuyas paredes de madera resonaban bajo los choques furiosos de sus cuerpos enlazados.

Angélica sintió que se agotaba rápidamente. Se desplomó. Escrainville, jadeante, la mantuvo adherida al suelo con todo su peso. Vigilaba los últimos sobresaltos de cólera de su víctima. Ella no podía más y notaba que se le acababan las fuerzas; ya no podía hacer más que volver la cabeza a derecha y a izquierda para esquivar aquella carátula reidora inclinada sobre ella.

—Calma, hermosa mía… Calma. Así, ya está, ahora eres juiciosa… Déjame mirarte desde más cerca.

Le desgarró el corpiño y con un gruñido de placer puso sus labios sobre ella. Trastornada, se retorcía por seguir zafándose de él; pero Escrainville apretaba su abrazo, separaba las piernas de ella, se adueñaba poco a poco de aquel cuerpo sublevado. En el momento en que iba a poseerla tuvo ella una última sacudida de todo su ser. Él lanzó un juramento y la golpeó salvajemente mientras que la joven aullaba de dolor. Durante unos minutos interminables tuvo ella que sufrir su ciego furor que la devastaba, aceptar el dejarle que se saciase sobre ella con jadeos de animal en su cubil. Cuando él se incorporó, ella estaba roja de vergüenza. La levantó y, luego, después de haber examinado su rostro descompuesto, la rechazó, haciéndola caer pesadamente a sus pies.

—Así me gustan las mujeres —dijo—. No te falta más que llorar.

Volvió a ponerse el traje de paño rojo, y a ceñirse el cinturón. Angélica se sostenía con una mano, y con la otra procuraba taparse con los jirones de su vestido. Sus cabellos rubios colgaban como un velo ante su cara, descubriendo su nuca inclinada.

Escrainville le asestó un último puntapié.

—¡Llora, llora ya!

Ella no lloró hasta que se hubo alejado. Entonces una oleada de lágrimas brillantes inundó su rostro. Se levantó trabajosamente y se sentó al borde de la litera. La dureza de los peligros que había sufrido durante aquellos últimos días, aquellos combates perpetuos con machos en celo, comenzaban a vencer su valor y su resistencia.

Las palabras del veterano galeote en la playa, daban vueltas en su cabeza, como una rueda infernal. «La presa es del cuervo marino, el botín es del pirata, la mujer es de todos».

Violentos sollozos se apoderaron de ella; y permaneció así, hasta que unos roces en la puerta, hacia medianoche, vinieron a sacarla de su desesperación.

—¿Quién está ahí?

—Soy yo, Savary.

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