—¡Un francés, porque sois francés, nadie puede dudarlo oyéndoos hablar…! ¡Miserable! ¡Cómo habéis podido llegar así, a renegar de los vuestros!
El corsario se volvió. Brilló un relámpago tras su máscara.
—Los míos han renegado primero de mí —replicó. Su brazo se tendió duramente hacia la chusma—: He bogado en los bancos del rey en otro tiempo, señor, años y años. Todos los hermosos años de mi juventud. ¡Y no había hecho ningún mal!
—¡Naturalmente…!
El caique se alejó. El duque de Vivonne, con los puños apretados, no se contuvo ya. Dejarse dictar órdenes por un forzado evadido, ¡dejarse insultar por un antiguo galeote! «Y el Rescator allí, vigilándonos y riendo. Se divierte… ¡Sí, se divierte!»
—Monseñor, ¿os fiáis de la palabra de un impío? —preguntó uno de los tenientes, trémulo de indignación.
—Lo cierto es que no os he pedido vuestra opinión, joven imbécil. Un pirata tiene a veces más palabra que un príncipe. ¿Qué os parece Brossardiére?
—Es un trato inesperado, Monseñor, y muy del estilo de ese siniestro bromista. No diría yo tanto si tuviéramos que vérnoslas con el almirante de Argel, Mezzo Morte, o con capitanes berberiscos, en general bastante bellacos.
—Izad el pavés de parada y anunciad el armisticio.
El jabeque se puso en movimiento. Desfiló a unos cuantos cables, sin preocuparse de exponer todo su costado de estribor, pero también con sus doce cañones apuntando.
—Va demasiado de prisa, fallará, es una añagaza —dijo el teniente de Saint-Ronan, agitado.
La fragata enemiga apocó velas de repente, lo cual la frenó, y la desvió sobre su impulso en ángulo recto, justamente a popa de
La Delfina
en apuro; faluchos y caiques de las galeras, echados por fin al agua comenzaban a recoger a los náufragos.
Una gran animación reinaba a bordo de la fragata del Rescator. Respondiendo a las órdenes, los moros amarraron un troceo al pie del palo central, y luego llevaron una cabria. A bordo de
La Real
los oficiales contenían la respiración, los soldados y los marineros permanecían inmóviles, como petrificados.
El Rescator había salido de su quietud desdeñosa. Se le vio hablar largamente con su segundo, indicando por mímica la maniobra a realizar. Luego, a una seña suya, un jenízaro se adelantó y le despojó de su manto y chambergo. Otro le tendió el extremo del troceo, enrollado en varias vueltas. Se cargó el rollo sobre el hombro. Con ágil salto, se lanzó, trepó sobre la roda de proa del jabeque, y con natural soltura dio unos pasos a lo largo del palo del bauprés. Entre tanto, su segundo se dirigía, gritando en su bocina, al capitán de
La Delfina
.
—Recomienda a Tourneuve que deje resbalar el ancla para evitar que el barco gire cuando el jabeque empiece a tirar. Aconséjale que cargue todo el peso posible sobre estribor, y luego vuelva rápidamente a babor en cuanto la galera comience a enderezarse, a fin de que no bascule hacia el otro costado…
—¿Creéis que ese demonio negro tiene el propósito de lanzar su calabrote, a la manera india, para enganchar el costado estribor de
La Delfina
?
—Asi me parece.
—¡Es imposible! Ese calabrote debe tener un peso enorme. Sería preciso una fuerza hercúlea para…
—¡Mirad!
La larga silueta se había estirado bruscamente sobre el azul del cíelo. Silbó el calabrote con su nudo corredizo, y al caer enganchó un saliente a estribor de
La Delfina
, en su mitad. Arrastrado por su impulso el hombre enmascarado había tropezado. Resbaló del bauprés pero se agarró con los brazos y, con agilidad de simio, volvió a montarse sobre el palo y a enderezarse. Se tomó tiempo para comprobar el aferramiento del calabrote. Luego, ya en pie, con el mismo paso indolente, volvió al jabeque.
Estallaron a bordo unos «yuyús». Los moros tiraron al aire sus mosquetes, en señal de alegría. La Brossardiére lanzó un hondo suspiro.
—Un saltimbanqui del Puente-Nuevo no lo habría hecho mejor.
—¡Admirad! ¡Admirad, querido! —dijo Vivonne, con amarga risotada—. Ya tenéis algo exquisito para vuestra pequeña crónica del Mediterráneo. La leyenda de Monseñor el Rescator no dejará de tomar incremento.
Entre tanto, el jabeque orientaba su velamen para retroceder suavemente. Unos marineros negros y turcos corrieron por el puente y encajaraon seis grandes remos para sostener el esfuerzo del empuje del viento.
El troceo se tensó. Todos los hombres que se hallaban aún en la galera siniestrada se agruparon a estribor, pesando sobre la batayola del lado donde estaba enganchado el cable. El costado sumergido surgió bruscamente de las olas con un gran ruido de succión. A un grito de Tourneuve, toda la tripulación se precipitó a la derecha, para restablecer el equilibrio.
Ya enderezada
La Delfina
, se bamboleó violentamente de borda a borda y luego se calmó, estabilizándose. Brotó una última orden como un grito de liberación:
—¡A las bombas, todo el mundo a achicar!
Entonces se elevaron aclamaciones de las otras galeras. Poco después, el caique del navio corsario se despegó de su casco para dirigirse hacia
La Delfina
.
—Llevan con ellos una forja portátil y todo un equipo de herrero. Van a quitar los hierros a los prisioneros.
La operación duró bastante tiempo. Se vieron al fin aparecer los galeotes árabes libertados, seguidos de una decena de turcos escogidos entre los más vigorosos de la chusma. El duque de Vivonne se puso rojo como una amapola a causa de la cólera.
—¡Traidores, piratas, perros infieles! —aulló en su bocina—. No cumplís vuestros compromisos… No habíais hablado de liberar más que a vuestros moros… No tenéis derecho a llevaros esos turcos.
El capitán Jasón respondió:
—Los tomamos como precio de sangre por el moro que habéis hecho ejecutar.
—Monseñor, recobraos, hay que sangraros —propuso La Brossardiére—. Voy a mandar venir al cirujano.
—El cirujano tiene otra cosa que hacer que sangrarme —respondió el joven almirante, sombrío—. Que se cuenten los muertos y los heridos.
A lo lejos, el jabeque del pirata se esfumaba a toda vela.
Angélica cae en sus manos.
El duque de Vivonne bajó a la canoa y alzó la cabeza sonriendo:
—Hasta pronto, muy querida mía. Os cito para dentro de unos días en Malta. Rezad por que mis armas triunfen.
Inclinada sobre la borda, Angélica se esforzó en sonreír. Desprendió su cinturón de seda azul listado de oro y se lo arrojó al joven.
—En prenda de victoria, para vuestra espada.
—¡Gracias! —gritó Vivonne, mientras el caique se alejaba.
Besó la faja y se ocupó en anudarla alrededor de la cazoleta de su espada. Luego volvió a hacer un alegre signo de adiós. Angélica se dijo que era una estúpida en sentirse deprimida por aquella separación. Vivonne había decidido perseguir al Rescator e intentar capturarle en los alrededores de Malta, donde las galeras de los Caballeros de San Juan de Jerusalén podrían prestarle ayuda. Como la galera almirante
La Real
era demasiado pesada y poco manejable para una caza de aquel género, se trasladaba a
La Descarada
dejando a Angélica y su nave al cuidado de La Brossardiére y algunos soldados.
La Real
debía hacer rumbo más lento y por pequeñas etapas, hacia La Valeta, así como
La Delfina
, necesitada de reparar sus averías.
Las galeras de combate se alinearon y luego desaparecieron, esfumadas pronto por la densa cortina de un chubasco que avanzaba desde el suroeste con gran rapidez. Angélica se refugió al abrigo del «tabernáculo» mientras la lluvia caía sobre
La Real
, vivamente sacudida.
—Después de los piratas, va a ser el mar el que os cause molestias —dijo La Brossardiére.
—¿Es una borrasca?
—Aún no, pero no tardará en venir.
Cesó la lluvia. Sin embargo, el cielo siguió gris y el mar muy agitado. La atmósfera era sofocante a pesar del viento húmedo que soplaba de modo irregular.
La conversación de Savary y la del teniente de Millerand que se animaba un poco ahora que Vivonne, por quien sentía furiosa envidia, se había alejado, no evitaron que Angélica se aburriera soberanamente.
—¿Qué he venido a hacer en esta galera? —dijo ella a Savary. Y sonrió tristemente pensando en Versalles, en Moliere y en sus bufonadas.
A la caída de la noche, el señor de La Brossardiére le aconsejó que se encerrase en su camarote, bajo el entrepuente. No tuvo valor para ello y dijo que no bajaría más que si la situación a popa se hiciera insostenible.
Los violentos sobresaltos que hacían cabecear y crujir la galera acabaron por mecerla y a pesar del viento que se había levantado y de los golpes de las olas contra el casco, se sumió en profundo sueño.
Se despertó como de una pesadilla. La oscuridad era de hollín. Permaneció un momento incorporada a medias sobre el lecho, con la impresión de que ocurría algo anormal. La galera seguía cabeceando violentamente, pero el viento parecía haberse calmado.
De pronto comprendió el motivo de su despertar. Era el silencio. Los batintines de los cómitres habían enmudecido. Reinaba el silencio más absoluto a bordo. Hubiérase dicho que la galera desierta no era más que un pecio a merced de las olas.
Un terror pánico sobrecogió a la joven.
—¡Señor de La Brossardiére! —llamó.
Nadie respondió.
Se levantó, manteniéndose en pie con mucho trabajo, y dio tres pasos vacilantes. Tropezó con algo blando y estuvo a punto de caer. Angélica se inclinó. Su mano palpó los bordados de un uniforme. Asió el hombro del cuerpo tendido allí sobre el suelo y lo sacudió vivamente.
—¡Señor de La Brossardiére, despertaos!
Él se dejó con extraña apatía. Febril, la mano de Angélica tanteó, buscando la cara. Aquel contacto helado la echó hacia atrás, aterrada. Se levantó para ir a buscar su saco que tenía siempre al alcance de la mano, junto al lecho. Encontró dentro su linternita de viaje, le dio a la yesca para encenderla. Una endiablada ráfaga de viento la apagó tres veces. Por fin, pudo bajar el cristal teñido de rojo sobre la llama y pasear la luz a su alrededor.
El señor de La Brossardiére estaba tendido en el suelo, encogido sobre el costado. Sus ojos estaban ya vidriosos y una herida atroz sanguinolenta estrellaba su frente. Angélica saltó sobre él y se acercó al umbral. Allí también tropezó contra un cuerpo, atravesado sobre el suelo. Un soldado, muerto también. Alzó suavemente la cortina y miró. En aquella oscuridad, distinguió unos resplandores por el lado de la chusma. Unas siluetas se movían sobre la crujía, pero no eran ya las de los cómitres con los largos látigos. Vio unas formas rojas ir y venir, mientras llegaban hasta ella interjecciones de voces roncas.
Angélica dejó caer la cortina y retrocedió hasta el fondo de la tienda, indiferente a las salpicaduras que en algunos momentos, la mojaban, cuando una ola más fuerte azotaba la popa.
El terror la invadía. Comprendía ahora por qué los batintines habían callado.
El resbalar de un pie descalzo sobre el suelo la hizo erguirse, en acecho. Y Nicolás apareció en el umbral, muy tieso en su atuendo rojo de galeote. Bajo sus cabellos hirsutos, la cara manchada por la barba, tenía la misma mirada y la misma sonrisa terrible que la habían aterrado en otro tiempo, cuando la acechaba tras los cristales de la taberna. Al hablar, sus palabras incoherentes y delirantes prolongaban la pesadilla.
—Marquesa de los Angeles… mi belleza…, mi sueño… ¡Me ves! Por ti he roto mis cadenas… Un golpe al cómitre, otro al vigilante… ¡Ja, ja! ¡Hemos dado golpes por todas partes…! Hacía mucho tiempo que se preparaba esto… Pero has sido tú la que has dado la señal… ¡Verte aquí…! ¡Viva! Como te he visto, grabada en el cielo durante diez años de galeras… ¡Y tú estabas con el otro, eh…! Le besabas, le acariciabas… ¡Te conozco…! Has hecho tu vida mientras yo hacía la mía… Eres tú la que has ganado… Pero no siempre. La rueda da vueltas. Y te ha traído…
Avanzaba tendiendo hacia ella sus muñecas en las que una señal en carne viva mostraba la huella de los hierros que él había desgastado pacientemente desde hacía largos meses. Nicolás Calembredaine había intentado dos evasiones en el curso de sus años de galera. La tercera sería la buena. Él y sus cómplices habían asesinado a toda la tripulación, a los soldados, a los oficiales. Eran dueños de la galera.
—¿No dices nada…? ¿Tienes miedo…? ¡Y, sin embargo, te he tenido en mis brazos y en aquel tiempo no tenías miedo de nada! —Un relámpago desgarró afuera el cielo y el retumbar del trueno repercutió en la noche—. ¿No me reconoces? —insistió el galeote—. No es posible… Estoy seguro de que ya el otro día me reconociste.
Percibió ella el olor a sal y a sudor de sus andrajos y gritó, bruscamente trastornada:
—¡No me toques! ¡No me toques!
—¡Ah! ¿me has reconocido? Dime, ¿quién soy?
—Eres Calembredaine, el bandido.
—No, soy Nicolás, tu amo de la Torre de Nesle…
Una ola repentina rompió contra ellos, casi ahogándolos; y Angélica se vio obligada a agarrarse a la borda para no ser arrastrada al mar por el reflujo. Afuera un crujido siniestro respondió al estruendo enloquecedor del trueno. Un joven galeote apareció en el umbral, asustado.
—Caíd, el mástil del palo mayor se ha partido. ¿Qué hacemos?
Nicolás sacudía sus ropas empapadas, lanzando juramentos.
—¡Qué hatajo de imbéciles! —aulló—. Si no sabíais lo que hay que hacer, ¿por qué me pedisteis que quitase de en medio a todos los marineros? Dijisteis que sabríais hacer la maniobra.
—Pero es que ya no hay velas.
—¡Vaya fregado! Habría que remar. Y poner a bregar a los otros, los que están aún encadenados a los bancos. Tú, vete a tocar los timbales. ¡Y yo me encargo de hacer avanzar a todos esos cismáticos y mulatos!
Salió, y poco después la cadencia monótona de los batintines se reanudó, dominando los silbidos de la borrasca. La galera, que durante un momento interminable parecía loca, dando bandazos por el lado donde yacía el palo mayor caído, recobró su equilibrio cuando Nicolás, con unos cuantos hachazos, hubo cortado la madera que retenía el mástil y un golpe demar se lo llevó fuera del navio. Las bombas entraron en acción y los remos lucharon por enderezar la proa.
Ahora que la pesadilla quedaba definida, Angélica recobró su sangre fría. Le había sucedido ya en su vida morirse de miedo; pero cuando la tensión superaba la medida, predominaban de nuevo en ella la rabia y el espíritu de lucha.