Su vestido empapado se le adhería a las piernas y la paralizaba. Se arrastró hasta su saco, lo abrió, sacó ropa y aprovechando una calma, después de varias intentonas, consiguió quitarse el vestido y prendas interiores. Previendo que la travesía podía ser agitada, se había llevado, por lo que pudiera pasar, un traje masculino de paño gris, que se puso con dificultad. Con las piernas embutidas en los calzones, el talle ceñido en la casaca abotonada hasta el cuello de tela blanca, se sintió más cómoda para afrontar los naufragios… y a los forzados. Se calzó unas botas altas, se anudó fuertemente los cabellos y se cubrió con un chambergo gris. Tuvo aún serenidad suficiente para abrir de nuevo el saco y coger todo el oro que restaba y guardárselo, con las letras de cambio, en el cinturón. Todo aquello se efectuaba al vaivén agotador de un columpio; a ratos, el suelo era barrido por una masa de agua, y el cuerpo del desdichado Brossardiére se deslizaba de un lado a otro, arrastrado entre lúgubre chapoteo.
—¡Angélica! —aulló Nicolás, al reaparecer. Había él entrevisto aquella silueta de muchacho y no comprendía—. ¡Ah! Eres tú —dijo con alivio—. Al no ver ya tu vestido creí que te habías ido por la borda.
—¡Irme por la borda! No tardaré si continúa esta danza.
Los tapices se desgarraron y el viento se precipitó al interior, silbando.
—La cosa va mal —masculló el hombre—, creo que vamos derechos hacia una costa.
Un viejo forzado de barba blanca y tuerto, le acompañaba.
—Desde aquí se ve bien —dijo, inclinándose hacia la popa en la noche enloquecida—, allá… Allá lejos. Mira las luces cómo bailan… Te digo que hay un puerto… Hay que refugiarse en él…
—¡Estás loco…! ¡Caer otra vez en las garras de los cómitres! Es un pequeño puerto de pescadores… Los asustaremos y se mantendrán tranquilos. Estaremos allá sólo hasta que el mar se calme… Si no intentamos entrar, nos estrellaremos contra las rocas haciéndonos astillas.
—No estoy de acuerdo.
—¿Qué propones entonces, caíd?
—Que intentemos mantenernos en el mar hasta que el tiempo se abonance…
—El loco eres tú, caíd. Este zueco viejo no resistirá.
—Vamos a ponerlo a votación. Ven —dijo, asiendo a Angélica por el brazo—. Te vas a cobijar en el entrepuente. Aquí, se te llevarían las olas. Y no quiero que los peces se te coman. Eres para mí…
En las tinieblas se adivinaba más que se veía el desorden de la galera desmantelada. La chusma estaba hasta la mitad de agua. Bajo los látigos de sus compañeros de ayer, los galeotes extranjeros (rusos, moros y turcos) remaban salvajemente, con gritos desesperados y terroríficos en algunos momentos. ¿Dónde estaba maese Savary? ¿Dónde estaba Flipot? Nicolás estuvo de nuevo junto a ella.
—Quieren alcanzar el puerto que se divisa allá lejos —le gritó—. Pero, no. Con otros cuantos camaradas vamos a echar el falucho al mar y a largarnos. Ven, Marquesa.
Intentó librarse, vislumbrando la salvación en aquel refugio de la galera sublevada, al abrigo de un puerto. Pero él la cogió, la levantó en brazos y la llevó al falucho.
Cuando despuntó el día la embarcación bailaba sobre las crestas de las olas como una cascara de nuez. El cielo se tornó claro en seguida. Las nubes habían huido. Sin embargo, el mar seguía verde y agitado, empujando con furia hacia la costa a aquellos frágiles seres humanos que se habían atrevido, durante unas horas, a afrontar su cólera.
—¡Que cada cual se las arregle como pueda! —gritó Nicolás cuando los acantilados se irguieron, cercanos y amenazadores.
Los forzados saltaron al agua.
—¿Sabes nadar? —preguntó Nicolás a Angélica.
—No.
—Ven de todas maneras.
Se lanzó al agua con ella, esforzándose en sostenerle la cabeza fuera de las olas.
Tragó la joven gran cantidad de agua salada, sofocándose. Una ola, separándola de Nicolás, la llevó hacia la orilla a paso de caballo desbocado. Sintió el choque duro de las rocas y se asió a éstas con fuerza sobrehumana. El mar la soltó entre una cascada torrencial. Angélica se arrastró un poco más arriba. El loco galope la volvió a alcanzar; el agua la sumió en su frío sudario, la dejó, la alcanzó de nuevo. Pero en cada embestida ella se arrastraba un poco más lejos. Al final, su cuerpo, que se izaba tan pesado como si se hubiera vuelto de plomo, dio sobre la arena de una playa. ¡Un poco, un poco más…! Luego, encontró un nido de hierbas secas y arena y se agazapó dentro y se desmayó.
El primer pensamiento de Angélica fue pueril. Abrió los ojos, vio el cielo azul y duro, y recordó con espanto que, a lo largo de aquella noche terrible, no pensó un solo instante en encomendar su alma a Dios.
Aquel olvido la aterró como si descubriera en sí un mal oculto. Mortificada, no se atrevía a reparar su error dando gracias a la Providencia por concederle de nuevo la vida aquella mañana. Se incorporó con dificultad, con náuseas por el agua salada que había llegado a tragar durante el naufragio y se puso sombría. ¿Merecía la Providencia aquel agradecimiento? A unos pocos pasos acababa de vislumbrar a los forzados alrededor de una hoguera encendida en la playa. El sol estaba muy alto en el cielo y el calor tórrido le había secado sobre el cuerpo las ropas empapadas y aun los cabellos. Pero éstos estaban llenos de arena, y la piel quemada del rostro le dolía.
Tenía las manos arañadas. Poco a poco recobró los sentidos, el oído, y después la vista. Oía las voces roncas de los galeotes. Eran unos diez. Dos de ellos se ocupaban en cocer algo en el fuego, pero los otros estaban de pie, en corro y parecían disputar:
—No, esto no marcha, caíd —gritaba un mocetón rubio y desgalichado— hemos hecho cuanto dijiste. Hemos respetado la ley contigo. A ti te toca respetarla con nosotros.
—Nos hemos merecido a la marquesa del almirante como tú —afirmó otro, de voz monótona y arrastrando las erres—. ¿Por qué dices que es tuya sólo?
Nicolás estaba vuelto de espalda y Angélica no pudo oír la respuesta. Pero los forzados protestaron con vehemencia.
—¡Eres tú quien dices que ya te pertenecía antes!
—No nos lo harás creer… Es una dama del gran mundo, ¿qué iba ella a hacer con un bergante como tú?
—Quieres darnos el pego, caíd. No es lo convenido.
—Y aunque fuera verdad lo que cuentas no está en regla. La ley de París es una cosa y la de las galeras, otra.
Un viejo alfeñique, desdentado y desplumado como un huevo, dijo, levantando el dedo:
—Ya conoces el dicho del Mediterráneo: «La presa es del cuervo marino; el botín, del pirata, y la mujer, de todos».
—¡De todos, de todos! —berrearon los otros, acercándose, amenazadores, a su jefe.
Angélica alzó los ojos hacia la cumbre del acantilado. Había que intentar llegar a la landa y tal vez esconderse entre las matas o los bosquecillos de alcornoques que coronaban la ribera. La comarca estaba habitada sin duda. Algunos pescadores le darían protección.
Se incorporó con precaución, se puso de rodillas. Si ellos llegaban a las manos, sería tiempo ganado. Pero la disputa pareció apaciguarse. Una voz dijo:
—La cosa se arreglará, sí, y todavía no puede decirse nada. Eres el jefe, tienes derecho a «servirte» el primero… Pero deja algo para los demás…
Una risotada grosera acogió aquellas palabras. Angélica vio que Nicolás venía a grandes pasos hacia ella. Inició un movimiento de huida que él no vio. En tres zancadas la alcanzó y la cogió de la muñeca. Sus ojos relucían ferozmente, sus labios se abrían sobre sus dientes ennegrecidos por el chicote de tabaco. Estaba tan absorto por su furor que no había notado su retroceso, y la arrastró, corriendo casi, por el abrupto sendero de cabra que subía hacia el acantilado. Las risas y las cuchufletas obscenas de los forzados, que permanecían en la playa, les perseguían.
—Tómate el tiempo que quieras, pero no nos olvides… ¡También nos urge a nosotros…!
—¡Como que voy a dejársela! —mascullaba Nicolás—. ¡Es mía…! ¡Es mía…!
Se lanzó entre los guijarros y las plantas secas del bosquecillo, arrastrándola a su zaga mientras el viento les embestía violentamente y hacía caer los cabellos de Angélica sobre su rostro, como un estandarte, como una madeja de seda cegadora.
—¡Detente! —gritó ella. El forzado seguía corriendo—. ¡Detente, ya no puedo más!
La oyó al fin, se detuvo y miró a su alrededor como si se despertara.
Habían seguido el borde del acantilado y ahora el mar estaba a sus pies, de un azul casi negro resaltando sobre el cielo de otro azul, donde las gaviotas trazaban arabescos blancos. El aire vivo y oloroso, en brusco cambio, les azotaba y les sofocaba.
El galeote evadido pareció descubrir de pronto aquella inmensidad.
—Todo esto —murmuró—, todo esto es para mí…
Soltó la mano de Angélica para abrir los brazos y respirar a pleno pulmón, hinchando su pecho y sus hombros que los trabajos del remo habían hecho más anchos aún. Bajo el blusón rojo, sus músculos eran nudosos y duros.
Angélica dio un salto de lado y se echó a correr. Él rugió: «¡Vuelve!», y se lanzó en su persecución. Cuando la alcanzó, ella le hizo frente, con las uñas por delante como gata furiosa.
—No te acerques…, no me toques…
El brillo de sus pupilas era tan fulgurante que él se quedó quieto.
—¿Qué te pasa? —refunfuñó Nicolás—. ¿No quieres que te bese? ¿Después de tanto tiempo? ¿No quieres que te acaricie…?
—No.
Las cejas del hombre se fruncieron. Hubiérase dicho que las palabras penetraban con dificultad en su espíritu y que intentaba comprender. Quiso atraparla de nuevo pero ella se desasió. Lanzó un gruñido defraudado.
—¿Qué te pasa? ¡Tú no puedes hacerme esto, Angélica! No he tocado a una mujer desde hace diez años. No he podido tocar una mujer, ni apenas verla… Y llegas tú, estás aquí tü… Lo rompo todo por reunirme contigo, por arrancarte del otro… ¿Y no tengo derecho a tocarte?
—No.
Los ojos negros del galeote vacilaron como bajo un repentino extravío de demencia. Saltó sobre ella, logró agarrarla, pero recibió tan feroz arañazo que la soltó de nuevo, mirando con aire pasmado los surcos sangrientos que se abrían en la piel de su brazo.
—¿Qué te pasa? —repitió—. ¿Es que no me reconoces, encanto? ¿Es que no te acuerdas…? Dormías junto a mí, en la Torre de Nesle… Yo te poseía cuantas veces querías… ¡No fue un sueño, eso! Era de verdad… Dime: ¿no es cierto que somos de la misma tierra, que yo no quería a nadie más que a ti, desde siempre…, que quisiste de mí la noche de tu boda…? Y, sin embargo, es verdad. Eres tú a la que he querido siempre… ¿No te acuerdas…? Nicolás, tu amigo Nicolás, que te cogía fresas…
—¡No, no! —gritó ella huyendo deseperada—. Nicolás murió hace mucho tiempo. Tú eres Calembredaine, el bandido. ¡A ti te odio!
—¡Pero yo te amo! —aulló él.
Corrieron de nuevo, en la persecución, entre los matorrales y arbustos espinosos que les prendían a su paso. Angélica tropezó contra un tocón y cayó. Nicolás se arrojo sobre ella. Pero ya Angélica se incorporaba. Tuvo que apretarla por el talle fuertemente mientras ella se agitaba, martilleándole el rostro con los puños.
—Pero yo te amo —repetía él, en tono alucinado—. Te he deseado siempre, no me he cansado nunca de ti… Años y años reventando de deseo sobre un banco… Siempre, siempre, volvía a empezar, te imaginaba en sueños… Y ahora no puedo ya esperar…
Intentaba despojarla de sus ropas, pero el traje masculino que llevaba Angélica no facilitaba su tarea. Ella siguió defendiéndose con fuerza sobrehumana. Él consiguió, sin embargo, desgarrar el cuello del traje y desnudarle el pecho.
—Déjame poseerte —suplicaba—. Procura comprender… Tengo hambre… Me muero…, me muero de hambre de ti…
Y era una lucha insensata y terrible, entre las matas de enebros y de mirtos y las violentas ráfagas del viento… Bruscamente, el forzado fue arrancado de la tierra y lanzado a unos pasos.
Un hombre acababa de surgir de entre los arbustos. Su uniforme azul desgarrado dejaba asomar hombros y pecho rayados de magulladuras, su rostro estaba tumefacto y con señales de sangre seca; pero Angélica reconoció al joven teniente de Millerand. Nicolás, que se levantaba, le reconoció también.
—¡Oh, señor oficial! —dijo con una risotada—, ¿no estabais todavía a punto para ser comido por los peces cuando os largaron por encima de la borda? ¡Lástima que no me haya encargado yo de la faena! No estaríais aquí amolándonos…
—¡Miserable! —exclamó el joven—. Vas a pagar tus crímenes.
Nicolás se arrojó sobre él pero un puño vigoroso le envió de nuevo al suelo. El forzado rugió de cólera y volvió a la carga. Durante unos interminables minutos los golpes resonaron, violentos y mortíferos. Los dos hombres eran aproximadamente iguales en talla y fuerza. Varias veces el oficial del rey mordió también el polvo. Ya Nicolás, inclinado sobre él, le martilleaba salvajemente. Pero con un movimiento ágil, el teniente se volvió y golpeó con el pie a su adversario, en el estómago. Un segundo después estaba incorporado. Otro golpe en el vientre hizo palidecer a Nicolás, bajo la suciedad de su barba. Desfalleció, doblado en dos.
—¡Gusano asqueroso! —gruñó—. Tú estabas alimentado, comías pajaritos mientras que yo me repapilaba con la sopa de habas de las galeras…
Implacable, el teniente de Millerand le golpeó en la cara. Nicolás siguió retrocediendo. Entonces los golpes empezaron a llover seguidos sobre él como una granizada. Nicolás seguía retrocediendo, vacilante, hacia el borde del acantilado.
—¡No! —aulló Angélica.
Bruscamente, Nicolás perdió pie. Basculó hacia atrás, sobre el azul del cielo. El grito de Angélica acompañó su caída en la luz deslumbradora, hasta el choque sobre las rocas purpúreas de la ribera. El teniente de Millerand se secaba la frente.
—¡Ha muerto! —gritó Angélica—, ¡Oh, esta vez, ha muerto de verdad! ¡Oh! Nicolás. ¡Oh! Esta vez ya no volverás…
—Sí, ha muerto —repitió el oficial—. El mar ya se lo lleva.
Aturdido por la lucha que acababa de sostener, él no comprendía aquellos gritos, aquella especie de dolor que la hacía caer de rodillas, al borde del acantilado, retorciéndose las manos.
—No miréis, señora, es inútil. Está bien muerto. No temáis ya nada. Pero venid, y callad, por favor. Hay que procurar no dar la alerta a los otros bandidos.
La ayudó a levantarse y los dos, con paso de sonámbulo, se alejaron del trágico lugar.