—¿De qué habría servido? —dijo Desgrez—. Erais realmente madame de Plessis-Belliére ¿no?
Angélica se cogió la cabeza con las manos. Desgrez no le habría contado aquel incidente si no lo creyera importante. Desgrez pensaba lo mismo que ella. Tras aquel paso insólito del limosnero de prisiones, era la presencia del primer marido de Angélica lo que él sospechaba. ¿Desde dónde había enviado a su mensajero? ¿Cómo se había puesto en contacto con él?
—Hay que encontrar el rastro de ese sacerdote —dijo ella—. Es bastante fácil. Recuerdo que pertenecía a la Orden de los…
Desgrez sonrió.
—Haríais un excelente policía —observó—. Voy a ahorraros trabajo. Ese sacerdote es el Padre Antonio. No está ya en París. Desde hace algún tiempo es limosnero de los galeotes en Marsella.
La fisonomía de Angélica se iluminó. Al fin sabía adonde ir. Comenzaría por trasladarse a Marsella para ver a aquel Padre Antonio.
Le encontraría sin dificultad. El eclesiástico acabaría por revelarle el nombre del personaje misterioso que le había enviado a Desgrez para informarse de la suerte de madame de Peyrac. ¿Quizá supiera el sitio en que se hallaba aquel desconocido…? Angélica reflexionaba, con los ojos brillantes, mordisqueándose el labio superior.
Desgrez la contemplaba con mirada irónica.
—A condición de que podáis salir de París —dijo él, respondiendo a los pensamientos que se leían abiertamente sobre aquel rostro animado.
—Desgrez, no iréis a impedírmelo.
—Mi querida hija, estoy encargado de impedíroslo. ¿Ignoráis acaso que, cuando acepto una tarea, soy como un perro que se agarra a la casaca de un malintencionado? Estoy dispuesto a proporcionaros todos los datos que puedan interesaros pero en lo que respecta a dejaros tomar soleta no contéis conmigo.
Angélica se volvió vivamente hacia el policía. Su mirada expresó una súplica ardiente.
—¡Desgrez! ¡Amigo mío!
La actitud del joven magistrado se mantuvo implacable.
—Me he ofrecido como garante de vos ante el Rey. No es un compromiso tomado a la ligera, podéis creerme.
—¡Y decís que sois amigo mío!
—En la medida en que no tenga que infringir las órdenes de Su Majestad.
La decepción consumía a Angélica como lava ardiente. Odiaba a Desgrez, como le había odiado siempre. Sabía que era tenaz y minucioso en su trabajo y que encontraría manera de levantar ante ella un muro infranqueable. Era un sabueso y acababa siempre por atrapar su presa. Sabría cercarla como un carcelero. Con él no había escapatoria.
—¿Cómo habéis podido aceptar tan repugnante misión, sabiendo que era yo objeto de ella? No os lo perdonaré nunca.
—Confieso que me congratulaba bastante impediros cometer una necedad.
—¡No os mezcléis en mi vida! —gritó ella fuera de sí—. Siento por vos y por las gentes de vuestra ralea el odio más profundo. Me causáis náuseas vos y todos los que son como vos: malvados, villanos, pedantes, hipócritas, lacayos que os arrastráis ante el amo que os arroja un hueso para roer.
Desgrez, con el ánimo tranquilo, se echó a reír. No la amaba nunca tanto como bajo los rasgos de la marquesa de los Angeles, aquella parte secreta de su vida, oculta tras el lujo y la consideración, pero que reaparecía en sus accesos de cólera.
—Escuchad, pequeña… —La cogió de la barbilla y la obligó a mirarle de frente—. Hubiera podido rechazar esta misión, aun sabiendo que el Rey me la confiaba a causa de mi reputación. No ignoraba él que para reteneros, si se os había metido entre ceja y ceja huir, no sobraba el movilizar a los mejores policías de París. Hubiera podido rechazarla, pero me ha hablado de vos con ansiedad, con inquietud, de hombre a hombre… Y yo mismo, estaba como os he dicho decidido a emplear todos los medios para impediros destruir una vez más vuestra existencia.
Sus rasgos se dulcificaron y una profunda ternura alteró su mirada mientras contemplaba la carita hosca mantenida a la fuerza entre sus manos.
—¡Loca! Mi querida loca —murmuró—. No guardéis rencor a vuestro amigo Desgrez. Quiero evitar que os lancéis a una aventura desastrosa, llena de peligros… Os exponéis a perderlo todo, a no ganar nada. Y la cólera del Rey será terrible. No se le puede desafiar más allá de cierto límite. Escuchad, pequeña Angélica…, mi pobre pequeña Angélica…
Jamás le había hablado con tanta gentileza, como niña a quien hay que defenderla de sí misma; y ella sentía deseos de apoyar su frente sobre el hombro de él y de llorar muy bajito.
—Prometedme —dijo él—, prometedme permanecer tranquila y, por mi parte, os prometo poner todos los medios para ayudaros en vuestra búsqueda… Pero ¡prometédmelo!
Ella movió la cabeza. Sentía el afán de ceder, pero desconfiaba del Rey, desconfiaba de Desgrez. Intentarían siempre encarcelarla, retenerla. Hubieran querido que ella olvidase y que consintiese. Y desconfiaba también de sí misma, de cierta cobardía, de cierta lasitud que algún día le haría decir: ¿Para qué? El Rey volvería a suplicarle. Y ella estaba sola, completamente sola e inerme ante unas fuerzas coaligadas para impedir que se reuniera con su amor.
—Prometédmelo —insistía Desgrez. Hizo ella de nuevo un signo negativo—. ¡Cabeza de mula! —dijo él soltándola con un suspiro. Entonces veremos quién de nosotros dos será el más fuerte. Bien, entendido. Buena suerte, Marquesa de los Angeles.
Angélica intentó dormir un poco, aunque el alba blanqueaba ya los cristales. No pudo hacerlo por completo y permaneció en una especie de duermevela, con el cuerpo embotado pero trabajando activamente su espíritu. Intentaba seguir la odisea misteriosa del vagabundo leproso, imaginando la personalidad de su marido oculta tras aquel ser solitario y repulsivo a quien habían visto renqueante por las carreteras de Ile-de-France, caminando hacia París. Este último detalle hubiera debido, por sí solo, disipar todas las ilusiones. ¿Cómo iba a tener un prisionero evadido, de filiación precisa y sabiéndose perseguido, la osadía de regresar a París, a aquel avispero? Joffrey de Peyrac no habría sido tan loco como para cometer aquella locura. ¡O quizá sí! Angélica se decía, al reflexionar, que aquello era peculiar en él. Intentaba adivinar su pensamiento. ¿Habría vuelto a París para buscarla…? Pero ¡qué osadía! En París, la gran ciudad que le había condenado, no encontraría ya amigo, ni morada… Su casa del barrio de Saint-Paul estaba cerrada y sellada por la policía; aquel hermoso hotel de Beautreillis que él hizo construir en honor de Angélica. Recordaba ella los frecuentes viajes que había efectuado por entonces desde el Languedoc a la capital para vigilar él mismo las obras. Proscrito, Joffrey de Peyrac ¿habría pensado en refugiarse en aquella mansión? Carente de todo ¿quizá concibió el proyecto de ir allí a buscar el oro y las joyas que había ocultado en unos escondites conocidos sólo por él?
Cuanto más reflexionaba, más evidente le parecía aquello. Joffrey de Peyrac era muy capaz de correr el mayor riesgo para recuperar algunas de sus riquezas. Con oro y plata, podía salvarse, mientras que, desnudo y miserable, estaba condenado a vagar sin recurso. Los campesinos le tirarían piedras, y un día u otro le entregarían. Mientras que con un solo puñado de oro ¡conseguiría su libertad! Y él sabía dónde hallar aquel oro. En su hotel de Beautreillis, cuyos más ocultos rincones conocía de memoria. Angélica creía oírle, seguía su razonamiento, reconocía su argumentación habitual un tanto despreciativa. «El oro lo puede todo», decía él. Aquel principio había fracasado por la ambición de un rey juvenil, más fuerte que la codicia. Pero la regla se mantenía. Con un poco de oro, el desdichado dejaba de estar inerme. Había regresado a París y llegado allí: ahora estaba segura de ello. Era admisible. En aquella época, el Rey no lo había saqueado todo aún. Todavía no había regalado el hotel al príncipe de Conde. El hotel estaba desierto, como morada maldita, con los sellos de cera en la puerta y guardado por un solo portero aterrorizado y un viejo criado vasco que no supo adonde ir.
El corazón de Angélica empezó a latir irregularmente. De pronto… tenía el hilo de la certeza. «Yo le he visto… Sí, le he vuelto a ver, al conde maldito, en la galería de abajo… Le he visto. Fue en una noche, poco después de la hoguera. Oí ruido en la galería y reconocí sus pasos…» El viejo criado vasco habló así, apoyado en el brocal del pozo medieval, al fondo del jardín, una noche en que le encontró cuando acababa ella de tomar posesión 'del hotel de Beau-treillis. «¿Quién no reconoce sus pasos…? ¡Los pasos del Gran Cojo del Languedoc…! Encendí mi linterna y cuando llegué al recodo de la galería, le vi. Se apoyaba en la puerta de la capilla vuelto hacia mí… Le reconocí como reconoce un perro a su amo pero no vi su rostro. Llevaba puesto un antifaz… De pronto, se hundió en el muro y ya no le he visto más…» Angélica huyó, aterrada, negándose a escuchar las divagaciones de aquel pobre viejo casi inocente, que creía haber visto un fantasma.
Se incorporó sobre su lecho y agitó con violencia la campanilla. Janine se presentó.
Era una muchacha rubicunda y amanerada, que había sustituido a Teresa. Husmeó con gesto afectado y sorprendido el olor a tabaco que había dejado Desgrez en la estancia y preguntó qué deseaba la señora Marquesa.
—Ve a buscar en seguida al criado viejo… ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí! Pascalou. «El abuelo Pascalou». —La sirvienta enarcó sus cejas con gesto de extrañeza—. Ya sabes, vamos —insistió Angélica— uno muy viejo, que saca el agua del pozo y trae los leños para el fuego…
Janine mostró la expresión resignada de quien no comprende pero que va a informarse. Volvió instantes después anunciando que el Abuelo Pascalou había muerto hacía dos años.
—¿Muerto? —repitió Angélica aterrada—. ¡Muerto! ¡Oh, Dios mío! ¡Es terrible!
A Janine le parecía que su ama mostrara súbito y fuerte trastorno por un suceso que, dos años antes le había pasado desapercibido. Angélica la retuvo para vestirse. Se dejó hacer maquinalmente. Así pues, el pobre hombre había muerto, llevándose su secreto. Ella se hallaba en la Corte en aquella época y ni siquiera estuvo presente para estrechar la mano del fiel servidor, en su hora postrera. Pagaba muy caro el no haber cumplido aquel deber. Las palabras oídas en otro tiempo permanecían grabadas en su memoria con letras de fuego. «El se apoyaba en la puerta de la capilla…»
Bajó la escalera, siguió la galería de graciosas arcadas coloreadas por el reflejo de las vidrieras y abrió la puerta de la capilla. Era más bien un oratorio, con dos reclinatorios de cuero cordobés y un altarcito de mármol verde que coronaba magnífico cuadro de un pintor español. Flotaba allí un olor a cera e incienso. Angélica sabía que cuando él estaba en París, el abate de Lesdiguiéres celebraba allí su misa. Se arrodilló.
—¡Oh, Dios mío! —dijo en voz alta—. He cometido muchos pecados, Señor, pero os imploro, os suplico…
No supo decir nada más.
El había estado allí una noche. ¿Cómo entró en el hotel? ¿Cómo entró en París? ¿Qué vino a buscar en aquel oratorio? Los ojos de Angélica recorrieron el pequeño santuario. Todos los objetos que allí se encontraban databan del conde de Peyrac. El príncipe de Condé no los había tocado. Aparte del abate de Lesdiguiéres y de un pequeño lacayo que le servía de acólito y limpiaba aquel lugar, poca gente entraba allí. Si existía un escondite en el oratorio, el secreto podía haber sido conservado con bastante facilidad…
Angélica se levantó y se puso a buscar minuciosamente. Exploró el mármol del altar, introduciendo la uña en cada grieta, con la esperanza de accionar algún mecanismo secreto. Estudió cada motivo de los bajorrelieves. Golpeó paciente los ladrillos esmaltados del pavimento, luego las maderas que cubrían los muros. Su insistencia se vio recompensada. Hacia el final de la mañana, le pareció que un sitio del muro, tras del altar, sonaba a hueco. Entonces, encendió un cirio, acercó la llama. Hábilmente disimulada en el dibujo de una moldura, descubrió las señales de una cerradura. ¡Allí era!
Febrilmente, se esforzó en hallar el secreto para abrirla pero tuvo que renunciar a ello. Ayudándose con un cuchillo y una llave cogida de entre las demás de su cinto, logró hacer que crujiese la madera preciosa. La puertecita del escondite se abrió rechinando. En el interior, en un hueco, divisó una cajita. No tuvo necesidad de abrirla. Habían forzado ya su cerradura. Estaba vacía…
Angélica apretó contra su corazón aquel cofrecillo polvoriento.
—¡El ha estado aquí! Ha cogido el oro y las joyas que ha sabido encontrar. ¡Dios le ha guiado! ¡Dios le ha salvado!
Pero, ¿y después? Enriquecido con la pequeña fortuna que había recuperado arriesgando su vida en su propio hotel, condenado, ¿qué había sido del conde de Peyrac…?
Cuando quiso ir a Saint-Cloud para buscar allí a Florimond. Angélica comprendió que las advertencias de Desgrez no eran cosa de broma. Desdeñó, al subir a su carroza, la presencia del «admirador» cuyo rostro enrojecía bajo sus ventanas desde hacía tres días. No prestó atención a los dos jinetes que, surgiendo de una taberna vecina, se lanzaron tras sus huellas por las calles. Pero, apenas había franqueado la puerta Saint-Honoré, un grupo de hombres armados de la ronda rodeó su coche, mientras un joven oficial le rogaba muy cortésmente que volviera a París.
—¡Orden del Rey, señora!
Angélica protestó. Tuvo él que mostrarle el oficio refrendado por el Prefecto de Policía, monsieur de la Reynie, ordenando que no se dejase salir de la ciudad a Madame de Plessis-Belliére.
«¡Y pensar que es Desgrez el encargado de aplicar esta sanción!», se dijo ella. «¡Hubiera podido ayudarme, pero ahora no lo hará! Me dará todos los informes posibles sobre el antiguo asunto de mi marido, todos los consejos, pero pondrá todo de su parte para obedecer las órdenes del Rey».
Apretaba los dientes y los puños, después de haber dado orden al cochero de que hiciera dar la vuelta a los caballos. La coacción exasperaba su instinto combativo. Joffrey de Peyrac, tullido y acosado, había logrado en otro tiempo entrar en París. ¡Ella por su parte, conseguiría, sin duda, salir de la capital aquel mismo día…!
Envió un mensajero a Saint-Cloud. Poco después llegó Florimond, acompañado de su preceptor. Este dijo que, de acuerdo con las instrucciones de Madame de Plessis, había entrado en tratos para vender el puesto de Florimond. El señor de Loane lo adquiría para su sobrino. Ofrecía un buen precio. «Ya veremos», dijo Angélica. No quería alejarse y provocar la cólera del Rey sin haber adoptado todas las precauciones con sus hijos.