Las dos mujeres se mantuvieron agazapadas en un rincón del calabozo lanzando a Angélica miradas de pavor, hasta darse cuenta de que era una mujer. Entonces se echaron a reír como locas.
Angélica estaba ya acostumbrada a la penumbra. Vio que la mujer velada iba vestida con calzón bombacho, corpiño de seda negra y veste de terciopelo. Sus opulentos cabellos negros, oscurecidos aún más por la tintura de alheña verde, los cubría una toca de terciopelo rojo, de la que pendía una gasa que le velaba la cara. Se la quitó, al ver que estaba en presencia de una mujer y mostró unas largas pestañas que orlaban unos ojos de gacela. Hubiera sido de gran belleza sin la nariz algo prominente. Alrededor del cuello llevaba una cadena de oro de la que separó una cruz también de oro que besó, persignándose después de derecha a izquierda con amplio ademán. Al observar el efecto que aquel gesto había causado en Angélica, fue a sentarse junto a ella y, con gran sorpresa suya empezó a hablarle en un francés dulce y vacilante, pero correcto.
Era armenia, de Tiblissi, en el Cáucaso, y de religión ortodoxa, pero había aprendido el francés con un Padre jesuíta que lo enseñaba también a sus hermanos. Presentó a su compañera, rubia, como una muchacha de Moscovia, capturada por los turcos ante Kiev. Angélica les preguntó cómo habían caído en manos del marqués d'Escrainville. Le conocían desde hacía poco, porque las habían desembarcado recientemente, viniendo de Beirut a Siria donde hicieron una larga y dolorosa escala, después de haber pasado por Erzerum y Constantinopla. Las dos se consideraban muy felices de estar en Candía, pues sabían que esta vez ya no iban a ser tratadas como reses y expuestas desnudas en el bazar público, sino que serían objeto de subastas a puerta cerrada, reservadas a las «mercancías valiosas».
Angélica la escuchaba y la miraba desconcertada. Aquella damisela, Tchemitckian, había sido arrastrada durante meses y expuesta desnuda por los bazares de Levante y sin embargo, nadie le había quitado aquellos gruesos brazaletes de oro, que cubrían sus muñecas y aun sus tobillos, ni el pesado cinturón hecho de cequíes de oro que daba dos o tres vueltas alrededor de su talle. Llevaba encima varias libras de oro. ¿Cuántas hacían falta entonces en aquel país para redimirse?
La armenia se echó a reír. ¡Eso dependía! Según ella, no era tanto cuestión de dinero como de encontrar un aficionado con prestigio y autoridad. Ella estaba segura de encontrarlo más fácilmente allí, acercándose a aquel país que era ayer aún de los cristianos y que seguía siendo el puerto de enlace de los corsarios europeos y el puerto de arribada para las flotas comerciantes de Occidente. Había visto popes en la calle, lo que le hacía concebir esperanzas.
La eslava guardaba más la distancia, o acaso era menos charlatana. Su futura suerte no le impresionaba; pero se colocó autoritaria sobre la esterilla de Angélica y pronto la ocupó casi toda, durmiéndose en seguida.
—Esta no es rival peligrosa —dijo la armenia guiñando significativamente un ojo—. Es hermosa pero se ve en seguida que le falta seducción. En cambio, espero que vuestra presencia no me estropeará la ocasión de encontrar un buen dueño.
—¿No habéis pensado nunca en escaparos? —preguntó Angélica.
—¿Escaparme? ¿Y adonde iría? Es muy largo el camino hasta mi casa en el Cáucaso. Pasa por todo el inmenso imperio turco. La misma Candía que era cristiana, ¿no acaba de ser conquistada por ellos? Ya no tengo casa en el Cáucaso: ¡están allí los turcos! Han matado a mi padre y a mis hermanos mayores y los pequeños han sido castrados delante de mí para ser vendidos como eunucos blancos al pachá de Kars. No, lo que me conviene es encontrar un dueño lo más poderoso posible.
Luego quiso indagar sobre Angélica. ¿Venía ella del mercado de esclavos de Malta? Su tono fue de gran consideración.
—¿Representa pues un gran honor contarse entre las esclavas raptadas por los religiosos de la orden de Malta? —preguntó Angélica, con ironía.
—Son los más grandes señores cristianos de Levante —dijo la otra, revolviendo sus ojos sombreados—. Hasta los turcos les tienen miedo y consideración, porque el comercio de los caballeros se realiza por todas partes y son inmensamente ricos. ¿Sabíais que el «batistan» de Candía les pertenece? Me han dicho que una de sus galeras estaba atracada en Candía y que el jefe de los Esclavos de la Orden estará presente en las subastas en que vamos a ser vendidas. Pero, realmente, estoy loca, sois francesa y debéis tener también en Francia vuestros mercados de esclavos. Dicen que Francia es muy poderosa. Contadme. ¿Es tan grande como Malta?
Angélica protestó. No, no había mercado de esclavos en Francia. Y Francia era diez mil veces más grande que Malta.
La armenia se rió insolente en su propia cara. ¿Por qué inventaba la francesa mentiras más inverosímiles que los cuentos árabes? Todos sabían que no existía mayor nación cristiana que Malta. Angélica renunció a convencerla. Dijo que la perspectiva de ser vendida en el «batistan» de los nobles caballeros no la consolaba de la pérdida de su libertad y que esperaba realmente conseguir evadirse. La armenia movió la cabeza. No creía que pudiera nadie escapar de las garras de un mercader de esclavos tan importante como el «pirata francés». Había estado en poder de los turcos cerca de un año y jamás había oído hablar de la evasión lograda de una mujer. Las más «logradas» eran aquellas en que se las encontraba apuñaladas o comidas por los perros y los gatos.
—¿Los gatos?
—Algunas tribus musulmanas educan a los gatos para guardar a las prisioneras. Y el gato es más feroz y más ágil que un perro.
—Creí que solamente los eunucos custodiaban a las mujeres.
Angélica supo entonces que los eunucos servían para custodiar a las mujeres que habían conseguido llegar hasta el harén. Pero las prisioneras capturadas se confiaban a la vigilancia de los gatos y de los cerdos a los cuales arrojaban a veces a las rebeldes para ser devoradas vivas. Los inmundos animales comenzaban por arrancarles los ojos y comerles los senos.
Angélica se estremeció. Ella no temía la muerte ¡pero aquella sí!
No por ello disminuía el apetito de la armenia: las golosinas azucaradas traídas por Ellis fueron consumidas en poco tiempo entre las tres, porque la eslava, que se había despertado, se comió la mayor parte. Las prisioneras comenzaron a sentir sed. Pese a las llamadas especialmente sonoras de la armenia, nadie acudió a traerles bebida alguna. Con el fresco de la noche, la sed se calmó y durmieron casi bien las tres.
Pero la sed aumentó con el día y nadie respondió a sus llamadas. Por el estrecho tragaluz entraban bocanadas de calor hasta su cueva profunda. Y las prisioneras tenían hambre y sed. La claridad de afuera se tiñó de rojo, luego de malva y después se extinguió. Vino de nuevo la noche, más atormentada que la anterior. Angélica tenía la espalda dolorida. El latigazo del pirata le había desgarrado la carne y la sangre estaba adherida a la ropa.
Por la mañana, las despertó un olor delicioso y muy cercano.
—Es «chachlick» caucasiano —dictaminó la armenia, con las aletas de la nariz palpitantes—, asado de cordero, mechado sobre el espetón.
Y oyeron el choque agradable de platos de metal en el corredor.
—Dejad esto aquí —dijo la voz de Escrainville. Quedó descorrido el cerrojo al tiempo que un chorro de luz se proyectaba en el interior—. Un pequeño ayuno y una compañía bien al corriente de la situación, ¿te han servido de buen consejo, mi bella dama? ¿Estás decidida a comportarte como esclava razonable? Baja la cabeza y di: «Sí, dueño mío, haré todo lo que queráis…» —El pirata olía a vino y a hachís. Iba mal afeitado. Ante el silencio de Angélica, lanzó un juramento y advirtió que su paciencia se agotaba—. No puedo lanzarme así a las discusiones de la subasta sin haber domado a esta ramera… ¡Me traerá la ruina! Repite conmigo, cabeza de mula: «Sí, dueño mío…»
Angélica apretó los dientes.
El escupió furioso. Blandió el látigo otra vez y una vez más el tuerto se interpuso. Vuelto a la razón el pirata hizo un esfuerzo para contenerse.
—Si no te arranco la piel de la cara, es simplemente para no rebajar el precio… —Y dirigiéndose a los marineros que llevaban los platos—: Conducid a estas otras prisioneras al calabozo de al lado para que se alimenten y beban a su antojo, pero a esta mula, no.
Con gran asombro de Angélica, la armenia y su compañera, la glotona moscovita, rechazaron un privilegio que la tercera no iba a compartir. La solidaridad entre cautivos era una norma fija.
El torturador mandó a todas las mujeres al diablo, jurando que semejante ralea no debería existir, y con gran alboroto hizo que se llevasen los platos.
Pasó el día. La noche y el hambre volvieron a pesar sobre las tres mujeres. Aquella noche Angélica no pudo dormir. ¿Tendría que soportar otro día de sufrimientos para verlos transformarse, al siguiente, en aquella venta en subasta, en la que el trío era sin duda la selecta atracción?
Savary había prometido arrancarla a su triste suerte. Pero las posibilidades de un pobre viejo sin dinero, cautivo él también, ayudado por algunos griegos ignorantes, eran muy escasas en aquel temible avispero en donde las más altas personalidades de la piratería disponían de cuantas comodidades eran necesarias para llevar a buen término el lucrativo y secular comercio de esclavos.
Hacia la mitad de la noche, creyó ella ver brillar unos ojos luminosos en el tragaluz.
—¡Un gato! —aulló Angélica, alucinada por los relatos de la armenia.
Pero no era sino una lamparita de aceite, de dos mechas. La claridad incierta se veló y Angélica oyó que la llamaban quedamente:
—Signora Angélica, aquí… Ellis…
Titubeando se acercó al tragaluz para recoger en sus manos algo frío y viscoso, que dejó caer horrorizada antes de ver que eran tres hermosos racimos de uvas.
—El viejo médico ha hecho decir… que pase lo que pase no desespere. Vendrá aquí al amanecer cuando oigáis el primer cántico del almuédano desde la Gran Mezquita.
—¡Gracias, Ellis! ¡Eres muy buena…! ¿Qué ruido es éste que se oye? ¿Un volcán subterráneo?
—No, es la tempestad. El mar está muy furioso esta noche. Se oye porque está al pie de la casa del amo.
Y desapareció como una sombra. Angélica se puso a devorarlas uvas. Luego, se interrumpió, arrepentida de no ofrecer a las otras. Quiso despertarlas. Al no conseguirlo les dejó su parte y tragó la suya rápidamente. Después, la noche le pareció interminable. Algo calmada el hambre, tuvo sueño pero se abstuvo de dormir, esperando a Savary. Hacia el amanecer, los rugidos del mar agitado se calmaron. Angélica adosada al muro, junto al tragaluz, acabó por dormirse.
—Madame de Plessis, ¿queréis escribir esta carta?
Angélica tuvo un sobresalto. Logró entrever al viejo boticario intentando introducir entre los barrotes una hoja de papel, una cuerna con tinta y una pluma.
—Pero aquí no veo nada. No tengo escritorio…
—No importa. Apoyaos en el muro o sobre el suelo.
Angélica sostuvo la hoja de papel contra un bloque rugoso. Savary sostenía la cuerna de tinta.
—¿Una carta… una carta para quién? —preguntó Angélica, reponiéndose—. Para vuestro marido.
—¿Para mi marido?
—Sí… He vuelto a ver a Alí Mektub y está decidido a marchar a Argel en busca de su sobrino para interrogarle. Podría ocurrir que el sobrino le lleve en derechura al retiro de vuestro marido. Por eso, convendría que pudiera entregarle una carta con vuestra propia letra para acreditar su misión.
La mano de Angélica temblaba sobre el papel arrugado. ¡Escribir a su marido! Dejaba de ser un fantasma para tornarse otra vez en ser vivo. La idea de que las manos de él tocarían quizás aquella carta, y de que sus ojos la leerían, le parecía insensata. ¿Había creído alguna vez —se preguntó— en su resurrección?
—¿Qué debo decir, maese Savary?
—No lo sé…
—¿Qué he de poner?
—Cualquier cosa, con tal de que él reconozca vuestra letra. Angélica escribió, rasgando el papel, con la emoción: «Acordaos de mí que he sido vuestra esposa. Os he amado siempre. —
Angélica»
.
—¿Debo comunicarle mi terrible situación, y decirle donde me encuentro?
—Alí Mektub se lo explicará de palabra.
—¿Creéis realmente que podrá llegar hasta él?
—En todo caso pondrá todos los medios para ello.
—¿Cómo habéis podido decidirle a partir para ayudarnos? Nosotros, unos pobres esclavos despojados de todo, sin dinero…
—Ya sabéis —dijo Savary—, que los musulmanes no siempre obedecen al incentivo de la ganancia. Por encima de ello, tienen algunas ideas propias y cuando el espíritu sopla en sus velas, no se puede intentar retenerlos. El mercader Alí Mektub ha considerado vuestra historia y la de vuestro marido como un signo de Alá. Dios tiene sobre él y sobre vos, designios imperiosos. Vuestra búsqueda es una obra santa y, por su parte, él estima que debe partir, porque, de no hacerlo, Alá le castigaría. Va a efectuar ese viaje tan piadosamente como si fuese a La Meca, a su propia costa, y él es quien me ha adelantado las cien libras prometidas al señor Rochat a cambio de sus servicios. Yo sabía que lo haría.
—Es quizá señal clara de que el cielo se apiada de mí. Pero ese viaje será largo… Entre tanto ¿cuál será mi suerte? ¡Ya sabéis que han hablado de venderme dentro de dos días!
—Lo sé —dijo Savary, preocupado—, pero no desesperéis. Yo habré tenido tiempo tal vez de poner a punto un proyecto de evasión. Sin embargo, si pudierais ganar algunos días antes de ser entregada a la subasta, esto reforzaría nuestras posibilidades.
—He reflexionado y me he informado por mis compañeras. Según parece hay prisioneras que se mutilan a veces o se desfiguran para evitar la venta. Yo no tengo valor para eso pero he pensado que si me cortase el cabello al rape, esto embarazaría grandemente a mis carceleros. Tienen puestas las mayores esperanzas en que soy rubia, lo cual atraería a los orientales. Privada del cabello, mi precio disminuirá. No se atreverán a ponerme en venta y no tendrán más remedio que esperar a que crezcan. Esto nos haría ganar tiempo.
—La idea no es mala. Temo, sin embargo, los furores de ese miserable contra vos.
—No temáis por mí. Empiezo a acostumbrarme a él. Necesitaré solamente unas tijeras.
—Voy a intentar hacer que os las pasen. No sé si podré volver yo mismo porque estoy vigilado, pero ya encontraré alguien que se encargue de ello. ¡Valor y «Inch Allah»!