Indomable Angelica (35 page)

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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

—¿Queréis seguirme, señora?

En aquel instante, ella le habría seguido hasta el fin del mundo. No reconoció Angélica el decorado del jardín, que cruzara angustiada un rato antes. El pirata le echó otra vez sobre los hombros su rico manto.

—La noche está fresca… pero ¡cuan perfumada!

Delante del «batistan», en la plaza, se asaba un buey entero sobre una enorme hoguera cuyas llamas iluminaban las caras satisfechas de los hombres de las tripulaciones y del populacho, invitado al festín. De las callejas de Candía subían los cantos de los filibusteros, haciendo honor al vino de Esmirna.

A la vista del Rescator estallaron los vivas. Un largo cohete azul surgió por detrás de un tejado y cayó como un parasol de luz. «Vaya, un fuego de artificio…» ¿En qué instante cambiaron las caras de expresión? ¿Cuándo sustituyó el horror a la alegría en sus rostros reidores? El Rescator fue el primero en notar algo insólito. Se separó de Angélica y corrió hacia las murallas que dominaban la ciudad.

En el mismo momento, unas detonaciones conmovieron la noche y se oyeron saltar en pedazos los espejos y candelabros lustrosos dentro del «batistan». Un halo rojo iluminó el cielo. Una claridad movediza, llegando de la parte baja de la ciudad, empezó a danzar sobre los rostros negros y petrificados de los jenízaros y éstos corrieron también hacia las murallas.

Las campanas empezaron a tocar a rebato. Un grito, largamente prolongado, en todas las lenguas, se impuso dominante:

—¡Un incendio…!

Angélica fue súbitamente tirada al suelo por la acometida impetuosa de la multitud que quería ver. Tuvo que arrastrarse sobre los adoquines hasta el hueco de una puerta.

De pronto, una mano asió la suya.

—¡Ven! ¡Ven…!

Vio la cara maliciosa de Vassos Mikolés y recordó las palabras de Savary: «Cuando salgáis del “batistan” el cohete azul será la señal…»Ella le había pedido que la arrancase de su comprador, que le diera la libertad; y el viejo cumplía su promesa. Permanecía petrificada, helada hasta el corazón, incapaz de hacer un movimiento, mientras que el pequeño griego insistía angustiado:

—¡Ven! ¡Ven!

Por fin pudo moverse y le siguió. Corrieron por las callejas, arrastrados por la corriente irresistible de la multitud que bajaba hacia el puerto. Reinaba por todas partes agitación indescriptible. Aplastaban a los niños y aun a los gatos que, erizados, maullando, saltaban de cornisa en cornisa, como espíritus infernales recortados en negro sobre los resplandores de las llamas.

Otro grito salió de todas las bocas:

—¡Los navios…!

Cuando Angélica, guiada por Vassos Mikolés, llegó a la orilla del mar, cerca de la Torre de los Cruzados, lo comprendió todo. En el puerto, el bergantín del marqués d'Escrainville, el
Hermes
, ardía como un haz de leña. Ya no se veía más que el fantasma de su esqueleto hecho brasas.

Teas inflamadas avivadas por el viento, llovían sobre los navios amarrados. La galera del renegado danés era ya presa de las llamas. Otros incendios se declaraban y, sobre aquella dantesca iluminación, Angélica reconoció el jabeque del Rescator. El fuego había prendido en la proa y los guardianes que habían quedado a bordo se afanaban en vano en combatirlo, empezando ya a retroceder, sofocados por el calor circundante.

—¡Savary!

—Os esperaba —dijo el viejo, jubiloso—. No miráis hacia el lado bueno, señora, ¡mirad allá!

En la sombra de la Puerta de los Cruzados, que el centinela turco había abandonado para correr hacia el fuego, le señaló una barca que acababa de armar su vela para la partida. En la oscuridad quedaba disimulada casi por completo y sólo esporádicos reflejos del incendio revelaban caras hurañas de esclavos fugitivos que se amontonaban allí y de marineros griegos que ejecutaban la maniobra. Era la barca de Vassos Mikolés y de sus tíos.

—¡Venid de prisa!

—Pero ese fuego, Savary, ese fuego…

—¡Es el fuego griego! —estalló el viejo sabio, dando brincos de gozo. He prendido el fuego inextinguible ¡Ja! ¡Ja! ¡Ya pueden intentar apagarlo!. Es el antiguo secreto… El secreto de Bizancio. ¡Y yo lo he encontrado de nuevo…!

Bailaba, como gnomo salido del infierno. Vassos Mikolésvino a llevarse a su augusto padre para embarcarle. Una mujer que estaba en la orilla se acercó a Angélica.

—Es el papel que llevabas en el cinto y que él te quitó. Adiós, hermana, amiga mía. ¡Que los Santos de la Iglesia te protejan!

—¡Ellis! ¿No te vienes?

La joven griega volvió su rostro hacia el puerto. Los mástiles del
Hermes
como columnas de oro transparentes, se derrumbaban entre un haz de chispas. El marqués d'Escrainville llegaba como loco. Contemplaba aquel espectáculo con ojos alucinados.

—No, me quedo con él —gritó Ellis. Y se fue corriendo hacia aquel horno.

Angélica subió a la barca y ésta se separó silenciosamente de la orilla. Los pescadores intentaban mantenerse en la zona de sombra del promontorio pero la claridad del incendio se ensanchaba sin cesar y a veces les alcanzaba. Erguido en la popa, Savary seguía absorto en la visión del puerto iluminado donde la población se agitaba como un hormiguero.

—He atacado con estopa muchos puntos del casco de los dos navios —explicaba—. Durante el viaje por las islas, he ido bajando a las calas y lo he preparado todo. Ahora, esta noche, con esencia de mi «mumie», materia que la hace mil veces más inflamable, he rociado por dentro y por fuera la proa de los dos navios. Los artificieros me requirieron para que les ayudase en su tarea, y ha sido un juego lanzar sobre el puente, en el sitio preciso, unos cohetes hechos por mí. El fuego ha prendido como bajo un huracán…

Angélica, a su lado, se crispó súbitamente. Se irguió, incapaz de pronunciar palabra, con los ojos desorbitados. Savary enmudeció. Su mano buscó el viejo anteojo y miró por él.

—¿Qué hace? ¡Ese hombre está loco!

Acababan de divisar la sombra del Rescator sobre la toldilla humeante del
Águila de los Mares
. Los marineros moros habían cortado las amarras y el jabeque en el que se extendía el fuego iba a la deriva sobre las aguas del puerto, alejándose de la hoguera, pero también incendiado ya. Las llamas se elevaron más fuertes y violentas.

El bauprés se vino abajo. Luego, hubo una explosión sorda.

—El pañol de la pólvora —murmuró Angélica.

—No.

Savary le aplastaba los pies con sus gruesas botas. Vassos Mikolés intentaba en vano convencer a su augusto padre de que permaneciera quieto.

—Esa nube blanca a flor de agua —gritó el sabio—, ¿qué es? ¿Qué es…?

Un humo blanco y denso salía del centro del jabeque ardiendo, y «corría» hasta el mar; luego, en pocos instantes, recubrió todo el navio salvo el mástil más alto. La claridad del fuego se extinguió y, al mismo tiempo cayó la oscuridad sobre el jabeque envuelto en un capullo de vapor. El puerto, iluminado aún por los incendios, se alejaba. Los griegos remaban con coraje. Pronto izaron la vela latina. La barca de los fugitivos brincó sobre las negras olas. Savary bajó el anteojo.

—¿Qué ha sucedido? Diríase que ese hombre ha conseguido apagar el fuego de su barco por unos medios mágicos.

Su espíritu meditaba ya sobre aquel misterio. Su hijo aprovechó para colocarlo respetuosamente en el fondo de la barca. Angélica, por otras razones, compartía la misma impresión de irrealidad.

Candía se alejaba. Durante largo y largo tiempo, su rojo reflejo rieló sobre las olas.

Angélica se dio cuenta de que se había quedado con el manto del Rescator sobre los hombros. Entonces un dolor insensato le subió a la garganta y tapándose la cara con las manos, exhaló un largo gemido. La mujer que estaba a su lado la tocó en el brazo.

—¿Qué tienes? ¿No te sientes gozosa de haber recobrado la libertad?

Hablaba en griego pero Angélica la entendió.

—No lo sé —dijo con un sollozo—, no lo sé ¡Ay, ya no lo sé! Después, se desencadenó la tempestad.

XIX Malta

La tempestad zarandeó durante dos días la barca de los fugitivos. Hasta el amanecer del segundo día no se calmó la violencia del oleaje. La barca seguía manteniéndose a flote. Partidos el mástil y el timón, no eran ya más que un pecio. Por milagro estaban allí todavía. Ningún niño había sido arrancado de los brazos de su madre, ni marinero alguno arrebatado del puente, donde luchaban para evitar que se hundiese aquel esquife. Pero no eran ya más que unos náufragos, empapados, tiritando, esperando ayuda del cielo e ignorando enqué parajes se encontraban. El mar parecía desierto. Finalmente, al anochecer, vieron una galera de Malta, que los recogió.

Angélica estaba acodada en el balcón de mármol. Los rojos resplandores del sol poniente penetraban en su estancia y hacían brillar el enlosado blanco y negro. Cerca de ella, sobre un velador, había un cestillo rebosante de hermosas uvas que el caballero de Rochebrune le había enviado.

Aquel amable gentilhombre, conservaba en Malta las finas maneras que le habían hecho ganar estima en la Corte. Se sintió dichoso, como jefe de la Lengua francesa de la Orden de Malta, de ofrecer a Madame de Plessis-Belliére la hospitalidad de su posada. Este modesto título designaba cada uno de los espléndidos palacios que cada una de las Lenguas había hecho construir para sus afiliados. Eran ocho, simbolizando los ocho brazos de la Cruz, insignia de los Caballeros. La Lengua de Provenza, la de Auvernia, de Francia, de Italia, de Aragón, de Castilla, de Alemania y de Inglaterra. Esta última había sido suprimida desde la Reforma. Su palacio servía de depósito.

Angélica tomó un grano de moscatel que chupó soñadoramente. Se había alegrado de llegar a Malta. Después de aquel bazar desordenado y sensual de Oriente, había encontrado la atmósfera decorosa, encorsetada de acero, del gran feudo de la cristiandad. La suntuosidad y la austeridad parecían ser las consignas paradójicas de los frailes cristianos. En el interior de la Posada de Francia, amplio y lujoso caravasar, adornado de esculturas, lleno de galerías con miradores y de vestíbulos con espejos de Venecia, había encontrado toda la comodidad de un aposento francés. Colgaban tapices de los muros, había un lecho de columnas con baldaquín de brocado, y en una pieza contigua, una instalación de agua digna de Versalles. Aquellas habitaciones de los pisos estaban reservadas a los huéspedes distinguidos. Pero abajo, unas celdas con sencillos lechos de tablas acogían a caballeros, capellanes o hermanos legos, y a veces, al pasar, Angélica veía a los franceses, comiendo en grupos de a cuatro en la misma escudilla de madera, un bodrio monástico.

Los segundones de las grandes familias, al ingresar en la Orden de Malta, no pronunciaban a la ligera los tres votos de obediencia, de pobreza y celibato. En la guerra sin tregua a los Infieles hallaban satisfacción a sus ansias belicosas, un ideal religioso unido a la gloria de pertenecer a Ordentan temida y temible. La riqueza de la Orden, sólidamente asentada, les permitía rendir el esfuerzo a que se habían comprometido. Su flota era una de las más hermosas de las naciones europeas. Las galeras de Malta, siempre preparadas para presentar y entablar combate, surcaban el Mediterráneo en crucero perpetuo e imponían al comercio islámico la suerte que éste reservaba a los cristianos.

En especial, después de sus últimas aventuras, Angélica apreció hondamente la cortesía de las costumbres que reinaban en Malta.

La disciplina era severa a este respecto en las residencias y si, durante las expediciones peligrosas o en las victorias embriagadoras, les sucedía a los Caballeros dejarse ganar momentáneamente por los encantos de una bella esclava lasciva, en Malta, bastión de la Religión, reinaba el mayor decoro. Allí no había mujeres libres, fuera de las maltesas, campesinas de la isla, envueltas en sus velos negros; y las esclavas no representaban más que un valor de cambio. Eran pocas las invitadas de paso, acompañando a sus amantes, alguna vez a sus esposos, en el curso de una campaña, a bordo de una flota española, inglesa o francesa.

El caso de Angélica era aún menos frecuente. Gran dama, merecedora de las consideraciones debidas a su rango, no había dejado por ello de ser recogida entre un puñado de esclavos fugitivos. Ella comprendió muy bien que debía a la Orden de Malta el reconocimiento de sus servicios en especies contantes y sonantes.

Había quedado convenido con el ecónomo francés del Tesoro de la Orden, que ella escribiría a su intendente, maese Molines, para rogarle que remitiese al Prior del Temple de París cierta suma por su rescate de náufrago.

Pero se había indignado cuando después de preguntar qué habían hecho con sus «griegos» los había descubierto, relegados entre los esclavos, en uno de los depósitos de la isla. Los pobres pescadores de Santorin fueron considerados como captura de Infieles.

En una gran sala donde hombres, mujeres y niños de todos los colores esperaban sobre montones de paja a ser revendidos, con aquellas mismas miradas que ella había visto en Candía, por los muelles o en las calas del barco de Escrainville, pudo al fin reunirse con Savary, Vassos Mikolés y sus tíos, sus mujeres y sus hijos, que se habían unido a la expedición, así como los pocos esclavos fugitivos que tomaron a bordo. Estaban agrupados en un rincón y comían aceitunas, resignadamente. Angélica no ocultó al Ecónomo del Tesoro, el señor de Sarmont, que la acompañaba, lo que ella pensaba sobre la inhumanidad de los presuntos soldados de Cristo.

El religioso se sintió muy ofendido.

—¿Qué queréis decir, señora?

—Que sois unos viles mercaderes de esclavos como los otros.

—¡Esto es excesivo!

—¿Y eso? —dijo ella, señalando el revoltijo de griegos, turcos, búlgaros, moros, negros, rusos, que soñaban bajo los arcos adornados del amplio depósito—. ¿Creéis que haya gran diferencia entre vuestro presidio y los de Candía o Argel? ¡Ya podéis referiros a la grandeza de vuestra misión! ¡Es pura piratería!

El ecónomo se envaró.

—Os equivocáis señora —dijo secamente—. Nosotros no raptamos, nosotros capturamos.

—No veo la diferencia.

—Quiero decir que nosotros no vamos a piratear por las costas de Italia, de Tripolitania, incluso de España o de Provenza, para hacer en ellas nuestro copo «como los otros» piratas. Los esclavos que caen en nuestras manos vienen de las galeras enemigas contra las cuales hemos combatido. Nos llevamos moros, turcos y negros para nuestras chusmas, pero libertamos también en cada ocasión a miles de esclavos cristianos que sin nosotros estarían destinados hasta su muerte a bogar para el Infiel. ¿Sabéis que entre Túnez, Argel y el Reino de Marruecos suman más de 50 000 los cristianos cautivos, y que los de los turcos no pueden contarse?

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