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Authors: Anne Golon,Serge Golon

Tags: #Histórico

Indomable Angelica (76 page)

Jamás había estado Angélica en los brazos de un hombre tan alto y de tan fuerte estructura. Le gustaba sentarse sobre sus rodillas y agazaparse contra aquella maciza armazón; y mientras sus manos recias la acariciaban, se besaban, con los ojos cerrados, largo rato, religiosamente.

—¿Te acuerdas de lo que había yo ordenado a los pobres compañeros? —murmuraba él—: «No es para ninguno de vosotros y no pertenece a ninguno…» Y hete aquí que te he apresado y que eres mi tesoro. ¡Soy un perjuro!

—He sido yo quien te he deseado.

—Dije eso para defenderme de ti. Ya me bullía la sangre por haberte tenido en mis brazos, en el jardín de Rodani. Entonces, puse barreras. Así, me decía yo: «Colin, estás obligado a contenerte…»

—Tenías un aire tan severo, tan brusco.

—Tú no decías nunca nada. Lo has sufrido todo con humildad, como disculpándote de estar entre nosotros. Sé todas las veces que has tenido miedo, que no podías más. Ya entonces, hubiera querido llevarte. Pero había el pacto con los camaradas.

—Era mejor así. Erais vos quien tenía razón, Majestad.

—A veces, cuando te observábamos, tú sonreías. Tu sonrisa es lo más bello de cuanto amo en ti. Me has sonreído cuando la serpiente te picó y me esperabas en el camino… Como si tuvieses miedo de mí, más aún que de la muerte… ¡Dios Santo! Yo no sabía lo que era el dolor hasta ese instante en que creí que estabas perdida. Si hubieses muerto, me habría tendido a tu lado ¡y no me hubiera levantado nunca más!

—¡No me ames con tanta fuerza, Colin, no me ames con tanta fuerza! Pero bésame otra vez.

LXVI La última etapa

Avanzaban paso a paso, piedra tras piedra. A su alrededor, el Rif había cambiado. Los cedros habían desaparecido así como las laderas de verde hierba. Con su desaparición, la caza era ahora rara y los manantiales también. El hambre y la sed empezaban a torturar a los fugitivos. Entre tanto, la pierna de Angélica estaba ya curada y acabó por convencer a su compañero de que la dejase andar un poco. Avanzando tranquilamente, caminaban de día y de noche, por pequeñas etapas, subiendo despacio los desfiladeros y los puertos, entre sombríos cantiles y malezas monótonas.

Angélica no se atrevía ya a preguntar si estaban aún lejos de la meta. Esta parecía retroceder indefinidamente con la roja pantalla de las montañas. ¡Había que andar, que seguir andando!

Angélica se detuvo. «Esta vez me voy a morir», se dijo. Su debilidad se creció en ella, se hizo inmensa. En sus oídos nacía un zumbido confuso, un carillón de iglesia y aquel signo premonitorio la llenó de espanto.

—Esta vez, es la muerte…

Cayó de rodillas lanzando un débil grito. Colin Paturel, que estaba ya casi en la cumbre de un acantilado cuya arista se dibujaba duramente sobre el cielo implacable, bajó de nuevo hacia ella. Se arrodilló, la alzó hasta él. Ella sollozaba sin lágrimas.

—¿Qué hay, mi pequeña? Vamos, un poco más de valor. —Le acariciaba la mejilla y besaba sus labios resecos como para insuflar en ellos su inagotable fuerza—… Levántate, voy a llevarte un poco.

Pero ella sacudía la cabeza, desesperada.

—¡Oh, no, Colin…! Esta vez es demasiado tarde. Voy a morir. Oigo ya unas campanas de iglesia que doblan por mi muerte.

—¡Eso son tonterías! Recobra el valor. Al otro lado de este acantilado…

Se detuvo, atento, con la mirada vagamente fija hacia delante.

—¿Qué pasa, Colin? ¿Los moros?

—No, pero pasa que… yo también oigo… —Se irguió bruscamente y gritó con voz sofocada—. ¡Oigo las campanas…!

Echó a correr como un loco hacia la cumbre del acantilado. Le vio ella agitar los brazos y aullar algo que no entendió. Pero olvidando toda fatiga y sin preocuparse de las piedras agudas que la herían, ella se levantó y fue de prisa hasta él.

—¡¡El mar!!

Esto era lo que gritaba el normando. Cuando ella llegó, la asió del brazo, la atrajo hacia él, estrechándola desatinadamente; y permanecieron allí deslumhrados sin poder creer lo que sus ojos veían. Ante ellos el mar se extendía, rubio y orlado de doradas vegas; y a la izquierda una ciudad erizada de campanarios, bien cercada por sus murallas. ¡Ceuta! Ceuta la Católica. Las campanas que habían oído creyéndolas una alucinación de su espíritu agotado, eran las de la catedral del Santo Ángel, tocando el Ángelus de la tarde.

—¡Ceuta! —murmuró el normando—. ¡Ceuta!

Luego se dominó, volvió a recobrar su cabeza prudente y recelosa. ¡Porque Ceuta era también la ciudad sitiada por los moros…! Un cañonazo lejano hizo resonar los contrafuertes del Monte Acho y una nube de humo brotó al borde de las murallas para evaporarse suavemente en el crepúsculo apacible.

—Vamos por ahí —murmuró Colin Paturel, llevando a su compañera al abrigo de las rocas.

Mientras ella descansaba, él se deslizó reptando a lo largo de la cresta.

Volvió, habiendo divisado el campamento de los moros y sus mil tiendas levantadas, coronadas por oriflamas verdes, justamente al pie del acantilado. Por muy poco no cayeron de golpe sobre los centinelas en su marcha aventurada. Ahora había que esperar la noche. ¡Él tenía un plan! Antes de salir la luna, se deslizarían hasta el pie de la montaña y llegarían a la playa. De roca en roca intentarían alcanzar el istmo sobre el que se levantaba la ciudad; se arrastrarían hasta el pie de la muralla e intentarían hacerse reconocer por los centinelas españoles.

Cuando la oscuridad fue suficiente, dejaron allí armas y bagajes y bajaron, conteniendo la respiración, temiendo hasta la caída de una piedra. Cuando llegaban ya a la playa, oyeron unos caballos marchando al paso. Pasaron tres árabes, que regresaban al campamento. Por suerte, no los acompañaban sus feroces lebreles.

No bien se hubieron alejado, Colin Paturel y Angélica cruzaron la playa corriendo y se arrojaron sobre las rocas de la orilla. Medio metidos en el agua, comenzaron a avanzar de una a otra anfractuosidad. Iban a tientas, desollándose en las asperezas de las conchas, tropezando de cuando en cuando en un hoyo lleno de agua, izándose de nuevo pero teniendo cuidado de no erguirse, porque poco a poco la claridad de la luna se había ido esparciendo. La elevada masa de la ciudad parecía cercana con sus almenas orladas de plata, sus cúpulas y campanarios, que se alzaban sobre el cielo estrellado. La visión con la cual habían soñado tanto, centuplicaba su valor.

No estaban ya lejos de la primera torre, construida como avanzada fortificada, cuando el ruido de unas voces árabes mezclándose con ligero rumor del oleaje, los inmovilizaron, adheridos a la roca viscosa, intentando formar cuerpo con ella. Un grupo de jinetes moros apareció. Sus cascos puntiagudos brillaban bajo la luna. Se apearon y se instalaron en la playa donde encendieron una gran hoguera. A unos pasos apenas, los fugitivos aferrados a las rocas y empapados de agua, se colocaban para vigilar. Colin Paturel los oyó hablar.

No les agradaba —decían— aquel servicio engorroso que el alcaide les imponía de ir a vigilar, justamente bajo las murallas de Ceuta. Buen sitio para recibir una flecha en el corazón en cuanto despuntara el alba, de uno de aquellos endemoniados arqueros españoles. Pero el alcaide decía que aquel sitio debía ser vigilado por la noche, pues por allí, los guías clandestinos hacían pasar a los cristianos evadidos.

—Se marcharán al amanecer —musitó el normando a Angélica—. Hay que sostenerse hasta entonces.

Sostenerse, medio sumergidos en el agua fría, con la sal sobre sus desolladuras, maltratados por el oleaje, luchando contra la fatiga y el sueño para no soltarse… Por fin, poco antes del alba, los moros se sacudieron, cincharon las monturas y en cuanto el sol enrojeció el horizonte saltaron sobre sus sillas y galoparon hacia el campamento. Agotados, Colin Paturel y Angélica se izaron fuera del agua y se arrastraron de rodillas, entumecidos de cansancio. Cuando recobraban aliento otro grupo de jinetes moros apareció por detrás de la montaña y los vió. Lanzaron roncas exclamaciones e hicieron dar la vuelta a sus cabalgaduras en dirección a ellos.

—Ven —dijo Colin Paturel a Angélica.

El espacio que se extendía ante ellos hasta la ciudad les pareció inmenso como el desierto. Cogidos de la mano corrían, volaban, sin sentir ya sus pies descalzos desgarrados, impulsados por un solo pensamiento: correr, correr, llegar hasta la puerta.

Los árabes que les perseguían iban armados de mosquetes, arma más difícil de manejar al galope. Un arcabuz no hubiera fallado el blanco que ellos ofrecían al descubierto, sobre el terraplén arenoso. Pero las balas rebotaron a sus lados. De pronto, Angélica tuvo la impresión de ver surgir ante ellos otros jinetes.

—Esta vez se acabó… Estamos cercados.

Su corazón estalló, deshecho. Tropezó, rodó entre los cascos de los caballos. La masa del normando se desplomó encima de ella; y Angélica se desmayó, llevándose el eco de su voz entrecortada, jadeante.

—¡Cristianos…! Cristianos cautivos… ¡En nombre de Cristo, amigos!
[22]
En nombre de Cristo…

LXVII Ceuta la Católica y el marqués de Breteuil

—¿Por qué has echado tanta pimienta en el chocolate, David? Ya te lo he dicho cien veces: menos pimienta y menos canela. No se trata de fabricar la horrible mixtura española…

Angélica se agitaba y no veía por qué tenía que volver a empezar la agotadora tarea de imponer el chocolate a los parisienses. ¡Ay! Se daba cuenta de que no lo conseguiría nunca mientras aquel estúpido de David se obstinase en echar pimienta en grano y repulsivas dosis de canela. ¡Como para resucitar a un muerto, de asco! Rechazó la taza con violencia, sintió que el líquido le quemaba y oyó una ligera exclamación desolada.

Angélica abrió los ojos con esfuerzo. Se encontraba en un lecho con blancas sábanas enteramente manchadas por el horrible chocolate negro que ella acababa de derramar. Una mujer cuya mantilla enmarcaba un rostro moreno bastante lindo, intentaba secar el desastre.

—Lo siento muchísimo —balbució Angélica.

La mujer puso en seguida gesto agradable. Empezó a hablar con locuacidad en español, estrechó con efusión las manos de la joven y acabó por prosternarse ante una imagen de la Virgen, vestida de oro y coronada de diamantes, que se alzaba bajo la lamparilla de un pequeño oratorio. Angélica comprendió que su patrona daba gracias a Nuestra Señora por haber devuelto al fin la salud a la pobre francesa que no había cesado de delirar durante tres días, consumida por la fiebre. Después de lo cual, la española llamó a una sirvienta morisca y entre las dos cambiaron prontamente las sábanas, sustituyéndolas por otras inmaculadas, bordadas de flores y oliendo a violeta.

Era una sensación pasmosa encontrarse de nuevo acostada así entre sábanas, bajo el baldaquín de un enorme lecho con columnas de madera dorada. La doliente volvió la cabeza con precaución. Su nuca estaba todavía embotada y dolorida. Le ardían los ojos, desacostumbrados a la penumbra. Por una ventana que tenía una reja con arabescos de hierro forjado, la cegadora luz del exterior vertía escasos rayos de oro, dibujando la verja sobre el enlosado mármol negro. Pero el resto de la habitación, en la que se aglomeraban muebles y objetos de adorno españoles, dos pequeños lebreles negros y hasta un enano de labios gruesos disfrazado de paje, conservaba el misterio sombrío del harén. Sordas detonaciones resonaban a veces hasta en aquel acolchado refugio de la ciudadela; y Angélica recordó: ¡los cañones de Ceuta…!

Ceuta, la punta extrema de España, aferrada a su peñón abrasador y haciendo repicar sus campanas en la tierra de Mahoma. Las carillones de la catedral cien veces descantillada y contundida por las balas de cañón y por la metralla, se mezclaban aún con la sorda conmoción de las piezas de artillería.

Arrodillada ante su oratorio, la española se persignaba y rezaba el Ángelus. Para ella el tiempo era apacible, el eco de los cañones un ruido muy familiar. Su hijo había nacido en Ceuta y ahora aquel muchacho de seis años era el primero en correr por las murallas con los otros niños de la guarnición, para insultar a los moros. El odio al moro lo llevaba el español en la sangre, con el alma y la mirada siempre vueltas mucho más hacia África que a Europa. El andaluz se acordaba del opresor árabe que le había legado su tez cetrina y dientes blancos, y el castellano se acordaba del enemigo, destruido palmo a palmo durante siglos. El arte de la guerrilla, bajo un cielo de fuego, era inherente a las dos razas. La audacia de los españoles sitiados les impulsaba con frecuencia a abandonar el abrigo de las murallas para hostilizar a las tropas del alcaide Alí.

Un grupo de caballeros, con cascos de acero negro, empuñando la larga lanza, volvían de una incursión nocturna contra los moros, cuando vieron a dos esclavos cristianos fugitivos correr hacia la ciudadela. Intervinieron, avanzando hacia unos árabes perseguidores y entre ellos se desplomaron Colin Paturel y su compañera.

Hubo un choque violento. El grupo al fin se retiró al abrigo de las puertas de la ciudad, llevándose a los dos cautivos salvados.

Angélica conocía lo suficiente el español para entender lo esencial de aquel largo relato que la dama le hacía, interrumpiendo su charla con miradas extáticas hacia el cielo. Se despertaba su memoria y con ella los agudos dolores de su cuerpo. Sentía los pies magullados, llenos de ampollas y heridas, la piel del rostro áspera y pelada, la delgadez de su cuerpo descarnado en los almohadones; y se veía las manos morenas como pan de centeno y las uñas partidas. —¡Santa María! ¡En qué estado se encontraba la señora! Con sus harapos empapados, los lindos pies sangrantes, los cabellos en desorden llenos de arena y como almidonados por la sal marina! Sin embargo, era tan raro el hecho de acoger a una cautiva evadida, que fueron inmediatamente a buscar al señor de Breteuil, el enviado del rey de Francia. Angélica se estremeció.

¿El señor de Breteuil? El nombre no le era desconocido. Había visto a aquel diplomático en Versalles. Doña Inés de los Cobos y Fernández, lo corroboró a grandes gritos. «Sí, sí». El señor de Breteuil estaba, efectivamente en Ceuta, en misión especial. Acababa de arribar en el bergantín «La Real» al servicio de Luis XIV, en auxilio de una gran dama que había caído, según decían, en manos de Muley Ismael, durante un peligroso viaje.

Angélica cerró los ojos y se aceleró el latir de su corazón agotado. Así pues, el mensaje confiado al R. P. Valombreuze ¡había llegado a su destinatario! El soberano había oído el llamamiento de la tránsfuga. El señor de Breteuil, portador de plenos poderes y de suntuosos regalos para amansar al señor berberisco debía intentar trasladarse a Mequinez y negociar allí, costara lo que costase, la liberación de la imprudente Marquesa.

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