El anuncio de que una mujer medio muerta, evadida de los harenes marroquíes se encontraba dentro de los muros de Ceuta había sido comunicado al diplomático francés que fue inmediatamente al pequeño convento de los Padres Redentoristas adonde habían transportado a los desdichados. El gentilhombre tuvo un gesto de retroceso y de duda ante aquellos dos seres llegados, según parecía, al último grado de extenuación. No, aquella miserable esclava no podía ser la bella marquesa de Plessis Belliére.
La mano de Angélica se deslizó suavemente sobre la sábana. Buscaba algo, otra mano, callosa y buena, para guardar allí la suya. ¿Dónde estaba su compañero? ¿Qué le había sucedido? La angustia empezó a pesar sobre su corazón como una piedra que no podía ya levantar. No se atrevía a hacer pregunta alguna. Además no tenía fuerza para hablar. Recordó que había él caído con ella, entre los cascos de los caballos españoles…
Ahora el señor de Breteuil se hallaba ante ella, a su cabecera. Los bucles de su peluca caían cuidadosamente ordenados sobre su casaca de seda bordada en oro. Con el sombrero en el hueco del brazo, el pie bien arqueado, el tacón rojo bien asentado.
—Señora, me han dado las más felices noticias de vuestra salud y me he apresurado a acudir a vuestro lado.
—Os doy las gracias, señor —dijo Angélica.
Debió haberse dormido hacía un rato mientras la española hablaba. A menos que fuera ayer… Sentíase completamente descansada. Buscó con los ojos a Doña Inés. Pero ésta se había retirado, no aprobando la visita de un hombre en la habitación íntima de las mujeres. ¡Aquellos franceses tenían unas costumbres tan libres y ligeras…!
El señor de Breteuil tomó asiento en un taburete de ébano, sacó una bombonera, ofreció a Angélica, y se puso a chupar bombones. «Se regocijaba —dijo— de que su misión hubiera tenido un éxito tan rápido y completo. Gracias —lo reconocía— a la valentía de Madame de Plessis-Belliére, que había escapado por sí misma de la esclavitud a la que su audaz inconsciencia y desprecio a las órdenes del Rey la habían arrastrado, no tendría que utilizar los presentes previstos para Muley Ismael» Peroraba con aire levemente despectivo y de superioridad. «Dios bien sabía que la cólera del Rey había sido grande cuando descubrió la incalificable conducta de la maríscala de Plessis. El señor de la Reynie, responsable de su presencia en París, había sufrido una fuerte reprimenda y faltó poco para que aquel digno y alto magistrado fuese privado de su cargo de teniente de policía, a causa de la incuria de sus servicios. La Corte y la policía, se habían preguntado con insistencia qué medios empleó la encantadora evadida para salir de París. Decíase que sedujo a un policía de alta categoría quien la hizo pasar, disfrazada de cómitre de galera… Pero lo más chusco fue la ingenua satisfacción del caballero de Rochebrune, alabándose ante el Rey de haber acogido en Malta a Madame de Plessis-Belliére. No pudo comprender en absoluto la frialdad con que fue tratado después».
El señor de Breteuil soltó la carcajada entre sus puños de encaje. Su mirada curiosa —«el ojo redondo y estúpido de gallo» —pensaba ella—, observaba a la joven tendida. Se relamía por anticipado de las confidencias que ella le haría y que sería el primero en recoger. Le parecía cansada aún y como ausente, pero pronto recobraría sin duda la actividad. Estaba ya transformada y le costaba trabajo reconocer la emocionante ruina ante la que se había encontrado unos días antes. Lo contó. La había entrevisto medio desnuda en sus harapos empapados, con los pies sangrantes, la piel de cera, los ojos rodeados de un cerco morado. Se abandonaba en brazos de una especie de gigante hirsuto que intetaba introducir entre sus labios la taza de tisana con ron preparada por el Hermano enfermero del lazareto. ¡En qué estado puede dejar el cautiverio, entre aquellos crueles bárbaros, a unos seres civilizados…!
¡Señor! ¿Sería posible? ¿Era realmente la soberbia marquesa que él viera danzar en Versalles y a quien el Rey conducía de la mano a lo largo del tapiz verde…? No podía creer lo que veían sus ojos. No, no era aquella por quien Su Majestad le había rogado que fletase un barco y que apelase a todo su talento de diplomático cerca de Muley Ismael.
Sin embargo, había algo en aquella mísera criatura, quizá sus cabellos y la finura de sus muñecas y de tobillos, que le hacía vacilar. Entonces, interrogado el cautivo que la acompañaba, había dicho que él ignoraba el apellido de aquella mujer pero que su nombre de pila era Angélica.
¡Asi, pues, era ella! ¡Angélica de Plessis-Belliére! ¡La muy dilecta del rey Luis XIV! ¡La esposa del mariscal muerto ante el enemigo! ¡La rival de Madame de Montespan y el ornato de Versalles…!
Fue llevada inmediatamente a casa del gobernador de la plaza, el señor de los Cobos y Fernández, cuya esposa se había apresurado a prodigarle sus cuidados.
Angélica tragó saliva con dificultad. El hambre y la sed habían creado en ella extraños reflejos. La vista de un simple alimento, aunque sólo fueran bombones, la hacía desfallecer; y, sin embargo, en cuanto los tomaba sentía gran malestar.
—¿Y qué ha sido de mi compañero? —preguntó.
El señor de Breteuil lo ignoraba. Los Padres Redentoristas debían haberse ocupado de él, darle de comer y vestirle decentemente. El gentilhombre se levantó para despedirse. Deseaba que Madame de Plessis se restableciese prontamente. Debía comprender que él no deseaba demorarse en aquella fortaleza sitiada. Precisamente aquella mañana, cuando tomaba el fresco en las murallas, una bala de cañón, de piedra, vino rodando hasta sus pies. En realidad, la plaza era indefendible. No se comía allí más que habas y bacalao en salazón. Había que ser uno de aquellos condenados españoles, tan salvajes y ascéticos como los moros, para sostenerse así. Suspiró, barrió el enlosado con las plumas de su sombrero y le besó la mano.
Cuando hubo salido, a ella le pareció haber leído en su mirada una maligna ironía, cuya causa no comprendía.
Al anochecer, Doña Inés la ayudó a levantarse y dar algunos pasos. A la mañana siguiente se vistió con unas ropas francesas que el señor de Breteuil había traído en su equipaje. La dama española enfundada hasta el cuello en tontillos y enormes miriñaques «a lo infanta» miró con admiración y envidia los flexibles rasos ceñirse en torno al fino talle de la gran dama francesa. Angélica le pidió cremas para el cuidado del cutis y la piel. Cepilló largamente sus cabellos ante un espejo enmarcado por angelotes que le recordó una charca de agua ensombrecida por el cielo en el hueco de una roca. Veía allí como entonces, su cabellera casi blanca a fuerza de estar descolorida por el sol, encuadrando un rostro patético de jovencita ingenua y desolada. Pensaba, con la mano sobre el pecho en donde una línea dorada subrayaba en el descote la separación entre la parte tostada y la piel más pálida. Estaba, sí, marcada profundamente. Y, sin embargo, no había envejecido. ¡
Era simplemente otra
! Se puso un collar de oro para disimular aquella transición que en nada la favorecía. El corsé la mantenía erguida. Volvía a sentir la armadura con placer. Pero hacía a veces gestos instintivos a su alrededor como para buscar los pliegues del albornoz y volverlo a echar sobre sus hombros desnudos.
Examinó después la estancia, donde unos negros tapices no lograban disimular las piedras de la fortaleza. Medio alcazaba, medio castillo fortificado, el palacio era, como todas las casa de Ceuta, parecido a las construcciones moriscas. Sin ventanas a la calle y abriéndose sobre patios con finos cipreses, de los que habían huido las palomas asustadas por la metralla, sólo algunas cigüeñas, por costumbre ancestral, se posaban aún al borde de las murallas. Sin embargo, cerca de la estancia de Angélica, una galería cubierta permitía ver las idas y venidas por la estrecha calleja que bajaba hacia el puerto. Se divisaban los mástiles y vergas, agrupados en la dársena fortificada, el mar muy azul, y a lo lejos, la línea rosada de España.
Inclinada, con su abanico en la mano, miraba vagamente en aquella dirección, hacia la costa de Europa, cuando vio a dos marineros pasar al pie de la casa, encaminándose al puerto. Iban descalzos, tocados con gorros de lana roja, y abultados sacos a la espalda. Uno de ellos llevaba aretes de oro en las orejas. La silueta del otro le pareció familiar a Angélica. ¿Qué evocaban en ella aquellos anchos hombros bajo la veste de paño azul de los marinos, ceñida al talle por un cinturón listado de blanco y rojo? No lo reconoció hasta que pasó bajo la puerta abovedada que precedía a la escalera del puerto y la luz recortó en negro su elevada talla.
—¡Colin! ¡Colin Paturel!
El hombre se volvió. Con su barba rubia recortada, ceñido en aquellas ropas de tela gruesa que habían susituido a la camisa y al calzón harapientos del esclavo, estaba en su elemento. Le hizo señas expresivas. Tenía la garganta tan oprimida que no podía llamarle. Él vaciló, volvió sobre sus pasos, con la mirada fija en la mujer ricamente ataviada que se inclinaba en la galería. Ella pudo gritarle por fin:
—La puerta de abajo está abierta. ¡Subid de prisa!
Se le habían quedado heladas las manos sobre el abanico. Cuando se volvió, él estaba allí, erguido en el marco de la puerta, ceñudo, silencioso e inmóvil, con los pies descalzos. Con su gorro, sus gruesas ropas y sus ojos duros y fríos, era tan diferente de la imagen que Angélica había conservado, que tuvo que mirarle las manos y ver en ellas impresionantes, las cicatrices, para reconocerle.
¡Algo iba a morir! Ella no sabía qué, pero sí que ya no podía tutearle.
—¿Cómo estáis Colin? —preguntó con dulzura.
—Bien… ¿y vos también por lo que veo?
Él la miraba fijamente bajo las cejas revueltas con sus ojos azules cuya luz incisiva conocía ella bien. ¡Colin Paturel, el rey de los cautivos! Y él la veía con aquella cadena de oro al cuello, las amplias faldas ahuecadas en torno a su cuerpo y el abanico en la mano.
—¿Adonde vais con ese saco a la espalda? —preguntó ella de nuevo para romper el silencio.
—Bajaba al puerto. Embarco dentro de un rato en el «Buenaventura», un navio comercial que hace rumbo a las Indias Orientales.
Angélica se sintió palidecer hasta los labios. Lanzó un grito:
—¿Partís…? ¡Partíais sin decirme hasta la vista…!
Colin Paturel respiró hondamente mientras que su mirada se endurecía más.
—Yo soy Colin Paturel, de Saint-Valéry-en-Caux. Y vos… ¡vos sois una gran dama, según parece, una marquesa…! La esposa de un mariscal… Y el rey de Francia envía un barco a buscaros… ¿No es cierto?
—Sí, es cierto —balbució ella—, pero esa no es una razón para que partierais sin decirme adiós.
—A veces, eso podría ser una razón —dijo él, sombrío. Sus ojos la esquivaron y pareció alejarse de ella, abandonar la penumbra de la estancia en donde flotaba un perfume de incienso—… A veces cuando dormíais —murmuró él—, os miraba y me decía: «no sé nada de esta pequeña ni ella sabe nada de mí. Cristianos cautivos en Berbería, es lo único que nos acerca. Pero… yo la siento como mía. Ella ha sufrido, ha sido humillada, manchada… Pero sabe volver a levantar endiabladamente la cabeza. Ha navegado, ha abierto los ojos al ancho mundo. La siento de mi raza…» Y por eso me decía: «quizá más adelante, cuando hayamos salido de este infierno y desembarquemos en un puerto, en un verdadero puerto de nuestro país… con cielo gris y cayendo la lluvia, entonces, procuraré hacerla hablar un poco… Y si está sola en el mundo… Y si entonces quiere, la llevaré a mi tierra, a Saint-Valéry-en-Caux. Allí tengo una choza. Algo, no muy grande, pero bonito, con tejado de paja y tres manzanos. Allí tengo también unos ahorros, metidos bajo la piedra del hogar. Tal vez si el rincón le gusta, entonces dejaré de navegar… ella dejará de vagabundear… Compraríamos dos vacas…»
Se calló. Apretó la mandíbula e irguiéndose puso aquella mirada altiva y temible con la que afrontaba al cruel Muley Ismael.
—…¡Y no hay más! Vos no sois para mí. ¡Eso es todo! —Le invadió la cólera. La increpó tonante—: Lo habría perdonado todo… Lo hubiera aceptado todo de vuestro pasado. ¡Pero esto no…! De haberlo sabido, no os hubiese tocado ni con pinzas. No he podido soportar nunca a la gente de la nobleza.
Angélica exhaló un grito de indignación.
—¡Eso no es cierto, Colin! Mentís. ¿Y el caballero de Méricourt… y el marqués de Kermoeur…?
Él lanzó una furtiva mirada hacia la ventana, como si buscase a alguien más allá de las murallas de Ceuta, los muros de Mequinez.
—Eso era allá lejos… Era diferente. Eramos todos unos cristianos, unos pobres esclavos… —Y de pronto, inclinó la cabeza como abrumado, como si llevase todavía sobre sus hombros las enormes piedras con que le aplastaban los chaouchs de Muley Ismael—… Podré olvidar todas las torturas —dijo con voz sorda—, podré olvidar la cruz. Pero esto no podré olvidarlo jamás… Me habéis echado una carga, señora, una carga…
Y ella sabía qué peso había cargado sobre su corazón y que él arrastraría en lo sucesivo el recuerdo de dos voces murmurando en el silencio del desierto.
«…Te amo también, Colin.
»¡Chist! No hay que decir esas palabras. Todavía no… ¿Te sientes bien ahora?
»Sí.
»¿Es cierto que te he proporcionado placer?
»¡Oh, sí! ¡y de qué modo!
»Duerme, mi cordera…»
Empezaron a temblarle las comisuras de la boca y la elevada estatura de Colin Paturel se esfumó, pareciendo alejarse tras el velo de sus lágrimas.
Él se inclinó, recogió el saco, se lo echó a la espalda y levantó su gorro de lana, mascullando:
—¡Adiós, señora! ¡Buen viaje!
Se iba.
¡No, así no! Con aquella mirada hostil e indignada, no. ¡Colin! ¡Colin, hermano mío…!
Se precipitó a la galería, se inclinó sobre la escalera… Pero él estaba ya abajo. ¿Vio él, al levantar los ojos, correr las lágrimas por sus mejillas? ¿Se las llevó como bálsamo, para calmar sus heridas? ¡Ella no lo sabría nunca! Permaneció allí inmóvil, con el pecho agitado por amargos sollozos.
Luego, salió para caminar por las murallas. No podía ya seguir encerrada. Los techos bajos, los muros pesaban sobre ella como los de una prisión. Quería respirar el aire marino para librarse de la opresión. En alta mar, cruzaban barcas berberiscas. Los cañones del puerto defendían la partida de los navios. Uno de ellos se alejaba, con las velas hinchadas, de una blancura de yeso sobre el azul del cielo. ¿Era el que se llevaba a Colin Paturel, el rey de los cautivos, el pobre marinero normando, y a su dolor?