Intercambio (18 page)

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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

De Hilary a Philip

Amor mío:

Un empleado de Johnson’s vino esta mañana con un gran ramo de rosas rojas que, según me dijo, me enviabas por medio de Interflora. Le dije que debía de haber algún error, porque no es mi aniversario ni nada de eso, pero no quiso devolverlas a la tienda. He telefoneado y me aseguran que sí, que tú las encargaste. ¿Ha ocurrido algo, Philip? Enviar rosas no es propio de ti. Y en enero deben de haberte costado un ojo de la cara. Son de invernadero, claro, y ya se están marchitando.

¿Recibiste mi última carta, en la que te decía que no había encontrado
Escribamos una novela
? Parece como si hubiera pasado muchísimo tiempo desde que recibimos noticias tuyas. ¿Has empezado ya tus clases?

En el supermercado encontré a Janet Dempsey, y me dijo que Robin piensa marcharse si no le ascienden este año. Pero creo que no pueden nombrarlo profesor agregado antes que a ti, ¿verdad? Es mucho más joven.

Escribe pronto. Recibe todo el cariño de:

Hilary

P.D. El ruido de la lavadora es cada día peor.

De Philip a Hilary

Pichoncito:

Esta mañana he recibido tu segunda carta enviada por correo aéreo, y el sentimiento de culpabilidad me ha abrumado.
Mea culpa
! Hemos tenido una semana muy atareada con el principio del período —o del trimestre, como dicen aquí— Esperaba que las rosas te dieran la seguridad de que estoy vivito y coleando y pensando en ti, y, al parecer, han producido el efecto contrario. He de confesarte que la noche anterior bebí una generosa cantidad de ginebra, y el envío de las rosas quizá fue un acto de contrición. Estuve en una fiesta de Luke Hogan, el director del departamento, cuya esposa había buscado mi ayuda para que persuadiera a Charles Boon de hacer acto de presencia, a fin de que todos lo colmaran de alabanzas, una situación irónica de la que muy bien hubiera podido prescindir. Entre los invitados se hallaba la señora Zapp, que estaba borracha, ésa es la verdad, y se mostraba muy agresiva. No me inspiró simpatía; pero después, por una insólita casualidad, he cambiado de parecer sobre ella y la tengo en mejor concepto. Leí un anuncio de un Chevrolet Corvair de segunda mano, que resultó ser de los Zapp. Pero cuando la señora Zapp me reconoció, me dijo francamente que el Corvair es considerado un coche peligroso y me recomendó, muy honestamente, que no lo comprara.

Los Zapp viven en una casa lujosa, en bastante desorden cuando yo estuve allí, en lo alto de una colina increíblemente escarpada. Tienen dos hijos gemelos, una niña y un niño, que se llaman, con evidente pedantería, Elizabeth y Darcy
[17]
(claro que Zapp es especialista en Jane Austen; en realidad, el especialista en Jane Austen, en opinión de muchos). Según los chismes que circulan por aquí, el matrimonio Zapp está a punto de deshacerse, y la propia señora Zapp me dio a entender algo de eso, lo cual explicaría lo desconcertante de su actitud y, por lo que me cuentas, de la de su marido. Aquí el divorcio está a la orden del día, lo cual resulta desazonador para los que estamos habituados a un ambiente social más estable. Es corriente también que todo el mundo, sin excluir a la señora Zapp, use continuamente palabras soeces incluso delante de sus propios hijos. Resulta chocante oír que las mujeres, no sólo las chicas jóvenes, sino hasta las esposas de los profesores, digan «¡mierda!» y «¡joder!» cuando nosotros diríamos «¡diantre!» o «¡caramba!». Esta costumbre me recuerda mi primera semana en la mili.

Confieso que me sentí casi como un recluta cuando impartí mis primeras lecciones, esta semana. El sistema es muy diferente que entre nosotros y los alumnos forman aquí un grupo más heterogéneo. Han leído los libros más inverosímiles y desconocen los que parecen elementales. El otro día fue a verme a mi despacho un estudiante, sin duda muy brillante, que, al parecer, sólo había leído a dos autores: Gurdjieff (no sé si se escribe así) y un tal Asimov, y que ni siquiera había oído hablar de E. M. Foster.

Doy dos cursos, lo cual quiere decir que tengo dos grupos de alumnos, a los que veo tres veces cada semana durante noventa minutos, o los vería si no fuera por la huelga de los Estudiantes del Tercer Mundo. Tengo un estudiante que se llama Wily (sic) Smith, el cual pretende que es negro, aunque su piel no es mucho más oscura que la mía. Se puso muy pesado para que lo admitiera en mi curso de escritura creativa. Finalmente, accedí, y… ¿qué dirías que ocurrió? En la primera clase a que asistió, Wily arengó sus compañeros y les convenció de que había que apoyar la huelga boicoteando mis clases. No lo hizo por ningún motivo personal, según tuvo la amabilidad de explicarme, pero se necesita mucha cara para obrar así.

Bueno, pichoncito, espero que la extensión de esta carta compense la parsimonia con que os he mandado noticias mías últimamente. Por favor, asegúrale a Matthew que mi casa no está a punto de deslizarse hasta el mar. En cuanto a Robin Dempsey, creo que es poco probable que le den una plaza de profesor agregado este año, tal como son las perspectivas de promoción en Rummidge; pero yo no puedo competir con él, o eso me temo. Dempsey ha publicado muchos artículos.

Con todo mi amor,

Philip

De Morris a Désirée

De acuerdo: estás resuelta a divorciarte de mi, Désirée, está bien; acepto que detestes mi manera de ser, pero no destroces mi corazón. Quiero decir que puedes castigarme si crees que debes hacerlo, pero no es necesario que te ensañes con tanto sadismo. A menos que estés bromeando. ¿Es eso? ¿Bromeas? Espero que no sea verdad que desperdiciaste la oportunidad de venderle el Corvair a Swallow. ¿Fuiste capaz de
recomendarle
que no comprara el Corvair? ¡A Swallow, probablemente el único comprador potencial de un Corvair de segunda mano en todo el estado de Euforia! Si, por casualidad, el señor Swallow muestra algún interés por el coche, por favor, telefonéale enseguida y ofrécele una rebaja de doscientos dólares. Ofrécele también un depósito gratis y tickets de parking, cualquier cosa que pueda ayudar a animarle.

Désirée, tu carta no contribuyó precisamente a animar una semana que se me ha hecho de lo más pesado. Después de todo, no es verdad que no haya estudiantes en las universidades británicas: esta semana regresaron de sus prolongadas vacaciones navideñas. Ha sido una pena, porque empezaba a adaptarme a la nueva situación. Ahora, con esto de las clases, es como si acabara de llegar otra vez. Te juro que el sistema de aquí me va a matar. ¿He dicho el sistema? Ha sido una equivocación. Aquí no hay sistema. En lugar de eso hay lo que llaman tutorías. Nos reunimos tres estudiantes y yo en sesiones de una hora y se supone que vamos a discutir un texto que yo he señalado. Éste, al parecer, puede ser cualquier cosa que se me pase por la cabeza, pero resulta que la librería del campus no tiene nada de lo que se me pase por la cabeza. Suponiendo que los estudiantes y yo consigamos ponernos de acuerdo sobre algún libro del cual se puedan reunir cuatro ejemplares, uno de ellos escribe un trabajo y nos lo lee. Pasados unos tres minutos, las miradas de los otros dos estudiantes se pierden en la lejanía al tiempo que sus cuerpos se van desmoronando blandamente en sus asientos. Es evidente que sus mentes se han perdido en los espacios imaginarios. Yo escucho, poniendo toda mi atención, pero apenas pillo una palabra a causa del acento inglés. De pronto, el que lee se detiene, y yo digo: «Muchas gracias» y le dirijo mi mejor sonrisa de animosa comprensión. El muchacho me dirige una mirada de reproche, se suena y continúa la lectura donde se había detenido, a mitad de una frase. Los otros dos vuelven a la realidad por un instante, cruzan sus miradas y se ríen tontamente. Es la máxima animación que muestran. Cuando el que lee termina por fin, les pido que hagan sus comentarios y se hace un profundo silencio. Los tres rehúyen mirarme. Hago un comentario y vuelve a reinar el silencio, tan absoluto, que se puede oír cómo le crece la barba al que ha leído el trabajo. Desesperado, le hago una pregunta concreta y directa a uno de ellos: «¿Qué piensa
usted
del texto, señorita Archer?» Y la señorita Archer se cae de la silla, desmayada.

Bueno, para ser justo te diré que esto sólo me ha ocurrido una vez, y parece que el desvanecimiento tenía algo que ver con el período menstrual de la muchacha, pero me pareció un hecho cargado de simbolismo.

Tanto si te lo crees como si no, añoro la situación política de la Eufórica. Lo que hace falta aquí son unas cuantas bombas. Podrían empezar haciendo saltar por los aires al director del departamento, un tal Gordon Masters, cuyo principal interés es matar animales salvajes y colgar los cadáveres en las paredes de su despacho. Fue capturado en Dunkerque y se pasó la guerra en un campo de prisioneros. No comprendo cómo los alemanes pudieron soportarlo. Dirige el departamento con el espíritu de Dunkerque, como una retirada estratégica contra una abrumadora serie de circunstancias adversas. Estas circunstancias adversas son los estudiantes, los administradores, el gobierno, el pelo largo de los muchachos, las faldas cortas de las muchachas, la promiscuidad, las innovaciones educativas, los bolígrafos; todo el mundo moderno, en resumen. La primera vez que le vi me di cuenta de que está loco, o quizá medio loco, porque sólo demuestra su locura la mirada de uno de sus ojos, y es lo bastante astuto para mantenerlo cerrado casi todo el tiempo mientras con el otro hipnotiza a los profesores de su departamento. Parece que no le importa a nadie que esté majara. La tolerancia que reina aquí es tan grande, que te revuelve las tripas.

Si notas cierta amargura en mi prosa y aventuras la hipótesis de que le ha sido infligida una profunda herida a esa tierna planta que es mi orgullo, no andarás desencaminada, Désirée querida. Estaba hoy en la biblioteca, buscando algo en los volúmenes encuadernados del
Times Literary Supplement
, cuando por casualidad me encontré una extensa reseña sobre aquella miscelánea en honor de Jackson Milestone a la que contribuí en 1964, ¿te acuerdas? No, claro, tú haces cuestión de honor el olvidar cualquier cosa que yo haya escrito. De todos modos, puedes creerme si te digo que escribí un ensayo brillantísimo sobre «La dialéctica apolíneo-dionisíaca en las novelas de Jane Austen» para aquel volumen de homenaje; sin embargo, lo cierto es que no tenía noticias de aquella reseña. Así que hojeé el artículo periodístico para ver si había algún comentario sobre él, y allí estaba: «En cuanto al ensayo del catedrático Morris J. Zapp…» Vi enseguida que mi colaboración era honrada con un extenso comentario.

Imagínate que recibes un anónimo ofensivo, o una llamada telefónica obscena, o que descubres que un asesino a sueldo ha estado siguiéndote por las calles durante todo el día con una pistola apuntada a tu espalda. Quiero decir, imagínate la impresión que tendrías al darte cuenta de que en el mundo hay una fuente anónima de odio hacia ti, una fuente que no eres capaz de identificar y cuyos motivos no puedes comprender. Porque el autor de la nota quería hacer daño, de veras. No se contentaba con burlarse de mis argumentos, de la exactitud de mis investigaciones, de mi honestidad intelectual y de mi estilo, con convertir mi ensayo en una especie de monumento a la imbecilidad y a la erudición inútil y desperdiciada en fruslerías, no; quería también mi sangre y mis huevos, quería hacer papilla mi orgullo personal y profesional.

Ni que decir tiene que el autor de aquella reseña estaba loco, que sus referencias a mi ensayo son tergiversaciones y que sus propios argumentos son enigmáticos, basados en supuestos falsos y en hechos inexistentes, todo lo cual podría verlo hasta un niño. Pero…, pero —y eso es lo que me reconcome— nada puedo hacer. Quiero decir que no me es posible escribir al
Times Literary Supplement
para decirles, con mi estilo habitual: «Me ha llamado la atención una crítica publicada en su periódico hace cuatro años…» Sería, sencillamente, ridículo. Y eso es lo que más me cabrea de este jodido asunto: el tiempo transcurrido. A mí me acaba de ocurrir, pero para los demás es historia. Todos estos años he llevado una herida que no sabía que me habían infligido. Todos mis amigos deben de haberlo sabido —deben de haber visto el cuchillo sobresaliendo en mis omóplatos—, pero ninguno de esos mamones ha tenido la decencia de decírmelo. Seguro que tenían miedo de que les cortara sus jodidas cabezas a mordiscos, y probablemente es lo que hubiera hecho, pero ¿para qué están los amigos? ¿Y quién es el enemigo? ¿Algún aspirante al doctorado a quien suspendí? ¿Algún erudito inglés cuyo libro desprecié en una nota a pie de página? ¿Algún tipo a cuya madre atropellé sin darme cuenta? ¿Recuerdas, Désirée, si hace cuatro o cinco años, yendo en coche, pasamos por encima de algún bulto muy gordo tendido en medio de la calzada?

Désirée, tu preocupación porque lleve una vida sexual lo más intensa posible mientras permanezco en estos pagos resulta enternecedora, pero deberías pensártelo dos veces antes de exponer por escrito estos generosos sentimientos: eso podría resultar contraproducente para tu petición de divorcio, aunque sigo esperando que nuestro matrimonio, por muchos problemas que tengamos, no esté en fase terminal. En todo caso, no me siento inclinado a aprovechar tu bondadoso permiso. Aquí tienen inviernos, ¿sabes, Désirée?, es decir, que sigue habiendo estaciones, y por el momento la circulación de la savia se ha detenido.

Dame noticias de los gemelos. O, mejor, diles que escriban a su papá, si es que las escuelas públicas del estado de Euforia aún siguen enseñando cosas tan anacrónicas como la escritura. Lo de la jardinería me parece estupendo. O'Shea es lo que podría llamarse un jardinero de vanguardia. Confía en el azar. Su jardín es una selva de hierbajos y montones de carbón, juguetes rotos de todas clases, cochecitos de niño sin ruedas y coles, bebederos para pájaros llenos de barro y grandes árboles melancólicos que se mueren lentamente de alguna enfermedad desconocida. Comprendo cómo se sienten.

Con amor,

Morris

P.D. Le escribí a M., pero me devolvieron la carta con la nota «Destinatario desconocido». ¿Tendrías la amabilidad de preguntar sus nuevas señas en la secretaría de la Oficina de Atención al Estudiante?

De Hilary a Philip

Amor mío:

Muchas gracias por tu larga e interesante carta. Pero es una lástima que hayas escrito en ella semejantes palabrotas. No puedo dársela a leer a Amanda, aunque ha estado dándome la lata desde que llegó. Deberías haber sido más cuidadoso, porque los niños, como es natural, se interesan por tus cartas. Y debo decirte que me parece que podías habértelo ahorrado.

No me dijiste que hubo una explosión en tu edificio poco después de tu llegada, aunque supongo que te lo callaste para no inquietarnos. ¿Estuviste en peligro? Si las cosas se ponen mal, será mejor que vuelvas y no te preocupes por el dinero.

A propósito, como no contestaste a mi pregunta sobre la lavadora, he comprado una nueva. Completamente automática y bastante cara, pero es una maravilla.

Me enteré de lo de la bomba por el señor Zapp. Fue un encuentro muy curioso, y creo que debo explicártelo. Vino la otra noche con
Escribamos una novela
, que al fin encontró en tu despacho. Llegó en el momento más inoportuno, alrededor de las seis, cuando iba a servir la cena, pero me pareció que debía invitarle a entrar, ya que se había tomado la molestia de traer tu libro y tenía un aspecto patético de pie ante la puerta, bajo la lluvia, con sus botas de agua y un ridículo gorro de cosaco. No tuve que esforzarme mucho para convencerle de que entrara: se apresuró tanto, que a punto estuvo de derribarme. Le hice pasar a la sala de estar para ofrecerle un jerez, pero como cuando tú no estás no enciendo la chimenea, hacía tanto frío allí que tuve que llevarle al comedor, donde los niños estaban peleándose porque tenían hambre y querían cenar. Le pregunté si le molestaría tomar su copa mientras yo servía la cena a los niños, con la esperanza de que esto fuera una insinuación de que debía irse, pero me dijo que no, que no le molestaba y que podía cenar yo también; se quitó el gorro y el abrigo y se sentó a mirar cómo comíamos. Su mirada seguía todos nuestros movimientos, del plato a la boca, de la boca al plato… Era realmente embarazoso. Los niños, intimidados, por increíble que parezca, callaban; pero Amanda y Robert se miraban, muy colorados, aguantándose la risa. Al final le pregunté al señor Zapp si quería acompañarnos.

No creo haber visto nunca a una persona de su corpulencia mover el cuchillo y el tenedor con tanta rapidez. Fue una suerte que hubiera guisado mucha carne, porque el señor Zapp se sirvió tres veces; y no dejó nada. Aunque sus modales en la mesa dejan mucho que desear, no le regateé la comida, porque era evidente que estaba ansioso de una buena cena casera. Hizo lo que pudo para entretener a los niños y tuvo un gran éxito con Amanda, porque al parecer conocía todas sus canciones favoritas, los nombres de los cantantes, los títulos de los discos, a qué puesto han llegado en «Los cuarenta principales» y toda la pesca, lo cual me pareció extraordinario en un hombre de su edad y de su profesión, pero impresionó mucho a los niños, especialmente a Amanda, como te he dicho. Pensé que tendría la discreción de marcharse enseguida después de cenar y le serví rápidamente el café a modo de indirecta, pero no tuve suerte. Se sentó y se puso a contar anécdotas —he de reconocer que algunas muy graciosas— sobre la casa donde vive (la de un tal doctor O'Shea; ¿sabes quién es?), hasta que finalmente tuve que enviar a Matthew a la cama y a Robert y a Amanda a hacer sus deberes. Cuando me puse a recoger la mesa de manera ostensible, insistió en ayudarme a fregar los platos. Resultó evidente que no está acostumbrado a hacerlo, porque me rompió dos y un vaso, hasta que conseguí que dejara de ayudarme. Empezaba a alarmarme preguntándome si conseguiría que se fuera de la casa.

De pronto, cambió por completo. Me preguntó dónde estaba el lavabo y cuando volvió llevaba puestos el abrigo, el gorro y las botas de agua, y tenía cara de mal humor. Gruñó unas palabras de despedida, me dio secamente las gracias y salió de casa en medio de la ventisca. Puso el motor en marcha, pero soltó el embrague demasiado pronto y se quedó clavado. Oí cómo patinaban las ruedas del coche y cómo rugía el motor, hasta que no pude soportarlo más. Me puse el abrigo de pieles y las botas y salí para darle un empujón. Conseguí que arrancara, pero perdí el equilibrio y caí sobre la nieve.

Cuando me levanté, vi cómo desaparecía por la esquina, patinando de mala manera; no se detuvo y ni siquiera ha telefoneado para darme las gracias. Si su mujer quiere divorciarse de él, tiene toda mi simpatía.

Esta mañana vi otra vez a Janet Dempsey (parece que hemos escogido el mismo día para nuestras compras en el supermercado) y me dijo que Robin sabe con certeza que está en la lista de nombramientos de Gordon para los puestos de profesores agregados. Y tú, ¿estás en ella? Creo que lo que más me repatea es que Janet parece dar por sentado que la carrera de su marido me fascina tanto como a ella. Y también el hecho de que nunca se refiera a la tuya ni me pregunte por ella, como si hubiera llegado a un punto muerto. El profesor Zapp dice que en el mundo universitario tienes que abrirte paso a codazos, y que el que no llora, no mama; me inclino a pensar que tiene razón.

¿Aún quieres que te envíe
Escribamos una novela
? ¡Qué librito más divertido! Hay un capítulo entero dedicado a explicar cómo se escribe una novela epistolar, pero no creo que nadie haya escrito ninguna desde el siglo XVIII.

Besos y abrazos de todos nosotros,

Hilary

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