Intercambio (13 page)

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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

—¿Cayeron sobre su cabeza? ¿Cómo fue eso?

—Abrí el armario y me cayeron encima.

En los labios de la señora Swallow asomó una sonrisa.

—Espero que no se lastimara.

—No, estaban vacías. Pero siento gran curiosidad por saber por qué las colecciona su esposo.

—No creo que las coleccione. Supongo que no puede soportar la idea de tirarlas. Le pasa con muchas cosas. ¿Eso era todo lo que quería preguntarme?

—Sí, eso era todo.

Zapp se sentía intrigado por el hecho de que un hombre que fumaba tanto comprase el tabaco en latas pequeñas y no en latas grandes, como las que Luke Hogan tenía en su escritorio, pero pensó que quizá la señora Swallow considerara esta pregunta demasiado personal.

—No parece que el libro esté aquí —dijo la mujer con un suspiro—. Y tengo que irme.

—Yo lo buscaré con calma.

—Oh, no se moleste. No creo que tenga mucha importancia. Perdone que le haya incomodado.

—Ha sido un placer para mí saludarla. No recibo muchas visitas, a decir verdad.

—Bueno, he tenido mucho gusto en conocerle, señor Zapp. Espero que le guste Rummidge. Si Philip estuviera aquí, le invitaría a cenar una noche, pero dadas las circunstancias… Usted ya comprende.

La mujer sonrió e hizo un gesto de pesar.

—Si su esposo estuviera aquí, no estaría yo —observó Morris.

La señora Swallow se quedó perpleja. Abrió varias veces la boca, pero no le salían las palabras. Al fin dijo:

—Bueno, no le haré perder más tiempo.

Y se marchó bruscamente cerrando la puerta tras de sí.

—¡Zorra cargada de prejuicios! —murmuró Morris.

No le seducía la compañía de la señora Swallow, pero ansiaba disfrutar de una buena comida casera. Estaba cansado de los platos preparados y de los restaurantes asiáticos, que era todo lo que Rummidge parecía ofrecer a un hombre solo.

Encontró
Escribamos una novela
cinco minutos más tarde. No tenía sobrecubierta, probablemente porque se había roto, y por eso no localizaron el libro en seguida. Había sido editado en 1927 y formaba parte de una serie que comprendía
Hagamos una alfombra
,
Vayamos de pesca
y
Divirtámonos con la fotografía
. «Toda novela debe narrar una historia», comenzaba.

—¡Claro, hombre, claro! —comentó sarcásticamente Morris.

Hay tres tipos de novela: la que tiene un final feliz, la que tiene un final desgraciado y la que no tiene un final feliz o desgraciado, es decir, con otras palabras, la que, en realidad, no tiene final.

¡Aristóteles vive! Morris se sintió intrigado, a su pesar. Miró la primera página para ver el nombre del autor. «A. J. Beamish, autor de
Una muchacha sincera pero distante
,
Misterio salvaje
,
Glynis, la bella del valle
, etc., etc.» Zapp continuó leyendo.

La mejor clase de novela es la que tiene un final feliz; luego viene la que tiene un final desgraciado, y la peor de todas es la que no tiene final. Es aconsejable que el novicio empiece con la primera clase de novela. De hecho, a menos que se tenga verdadero genio, nunca se debería intentar escribir novelas de cualquier otra clase.

—En esto acertaste, Beamish —murmuró Morris Zapp.

Después de todo, era posible que aquella manera directa y sencilla de exponer el tema fuera provechosa para los estudiantes de lengua y literatura inglesas 305, que en su mayoría eran unos mamones vagos y pretenciosos que se creían capaces de escribir la Gran Novela Estadounidense simplemente mecanografiando sus confesiones más íntimas con los nombres cambiados. Zapp dejó el libro sobre su escritorio para leerlo más tarde. Después se lo llevaría a la señora Swallow una noche, a la hora de la cena, y se quedarla de pie ante ella dando a entender que se le hacía la boca agua. Morris presentía que aquella mujer era una buena cocinera, y se creía capaz de detectar a una buena cocinera entre una multitud con la misma rapidez y seguridad con que podía detectar a una chica fácil (raramente se daban ambas cualidades en una misma mujer). Se atrevía a pronosticar que la señora Swallow preparaba unos platos sencillos y sabrosos, poco imaginativos, quizá, pero abundantes.

Llamaron a la puerta y Zapp dijo:

—¡Adelante!

¡Ojalá, pensó, la señora Swallow hubiera cambiado de idea y volviera para invitarle a compartir un pollo rustido! Entró un hombre bajo, mayor, de ademanes enérgicos, con un bigote enorme y unos ojos pequeños, redondos y brillantes. Llevaba una chaqueta de tweed con una insólita combinación de colores y entró en el despacho con las manos extendidas.

—Mmmmo, mmmmo, mmmmo —baló—. Mmmmo, mmmma, mmmmon Masters.

Agarró las dos manos de Zapp y las sacudió.

—¿Mmmmor Zapp? ¿Mmmmdo bien? ¿Mmmm taza de té? Mmmm bien.

El hombre dejó de balar, torció el cuello inclinando la cabeza hacia un lado y cerró un ojo. Morris dedujo que estaba frente al jefe del departamento de lengua y literatura inglesas de Rummidge, que habría regresado de cazar jabalíes en Hungría, y que le invitaba a tomar el té en la sala de profesores.

Evidentemente, el regreso del profesor Masters era la señal que esperaban los demás. Era como si algún oscuro tabú les hubiera impedido presentarse a sí mismos antes de que el jefe le hubiera aceptado formalmente en la tribu. En la sala de profesores todos se agolparon alrededor de la silla de Zapp sonriendo y hablando, ofreciéndole tazas de té y pastelillos de chocolate, preguntándole sobre su salud, su viaje y su trabajo, brindándole tardíos consejos y traduciéndole discretamente las crípticas palabras de Gordon Masters.

—¿Como saben ustedes lo que dice el viejo? —le preguntó Morris a Bob Busby, un joven barbudo y de aspecto decidido que vestía una chaqueta cruzada, con el cual se encontró andando hacia el aparcamiento… No, andando no, corriendo; porque Busby marchaba a un paso que Morris, de piernas cortas, sólo podía seguir haciendo un gran esfuerzo.

—Supongo que nos hemos acostumbrado.

—¿Tiene una fisura en el paladar? ¿O es que el bigote se le mete entre los dientes cuando habla?

Busby aceleró aún más el paso.

—Es un gran hombre, ¿sabe? De veras —dijo en un tono de leve reproche.

—¿De veras?

—Bueno, lo era. Eso dicen. Un joven y brillante erudito antes de la guerra. Cayó prisionero en Dunkerque. Hay que tenerlo en cuenta…

—¿Qué ha publicado?

—Nada.

—¿
Nada
?

—Al menos, nadie ha podido encontrar nada que haya sido escrito por él. Tuvimos aquí un estudiante, se llamaba Boon, que ofreció un premio a quien encontrara algo que hubiera publicado Gordon. Consiguió que sus condiscípulos escudriñaran hasta la última página de la biblioteca, pero… ¡nada! Boon no tuvo que desembolsar el importe del premio. —Busby soltó una carcajada breve y sonora—. Tenía una cara increíble. No sé qué habrá sido de él.

Morris estaba rendido, pero la curiosidad le indujo a mantener el paso de su colega.

—¿Cómo llegó Masters —preguntó, jadeante— a ser jefe del departamento?

—Fue antes de la guerra. Gordon era extraordinariamente joven, desde luego, para ser nombrado catedrático, pero el vicerrector que había entonces era un gran aficionado a la caza, el tiro y la pesca. Se llevó a todos los candidatos a una finca que tenía en Yorkshire a cazar urogallos. Como es natural, Gordon causó una gran impresión. Cuentan que el aspirante mejor preparado murió de accidente, de un tiro. Que le disparó Gordon. Yo no lo creo.

Morris no pudo seguir más el paso de Busby.

—Bueno, tendrá que acabar de explicármelo otro día —gritó mientras la figura de Busby se perdía en la semioscuridad del mal iluminado aparcamiento.

—Sí, buenas noches, buenas noches.

A juzgar por el ruido de los pasos de Busby sobre la grava, había iniciado un trote. La llama de sociabilidad encendida con la llegada de Masters se apagaba, al parecer, tan bruscamente como se había iniciado.

Pero las emociones del día no habían terminado. Esa misma noche conoció a un miembro de la familia O'Shea que hasta entonces no había visto. A la hora de costumbre, el médico llamó a su puerta y entró empujando a una adolescente desaliñada, pero no desprovista de atractivo sexual, de pelo negro y mejillas hundidas, que se quedó en el centro de la habitación, tímidamente, retorciéndose las manos y mirando a Morris a través de sus pestañas largas y negras.

—Ésta es Bernadette, señor Zapp —dijo en tono lúgubre O'Shea—. Seguramente ya la ha visto trasteando por la casa.

—No. Hola, Bernadette —dijo Morris.

—Dile buenas noches al caballero —dijo O'Shea al tiempo que le daba a la chica un codazo que la lanzó tambaleándose a un lado de la habitación.

—Buenas noches, señor —dijo Bernadette haciendo una ligera y torpe reverencia.

—Los modales de esta muchacha son todavía un poco rústicos, señor Zapp —dijo O'Shea en un tono que quería ser confidencial, aunque resultó perfectamente audible—. Pero hay que ser comprensivo. Hace apenas un mes ordeñaba vacas en Sligo. Parienta de mi esposa, ¿sabe? Sus padres tienen allí una granja.

Morris llegó a la conclusión de que Bernadette había ido a casa de los O'Shea como esclava destinada al servicio doméstico, aunque el médico prefería utilizar el término
au pair
. Como agasajo especial, le había permitido acompañarle a la habitación de Morris para que viera la televisión en color.

—Si no tiene usted inconveniente, señor Zapp.

—Claro que no. ¿Qué es lo que quieres ver, Bernadette? ¿«Los cuarenta principales»?

—Mmmm… no, no exactamente eso, señor Zapp —dijo O'Shea—. La BBC2 da un documental sobre las Hermanitas de la Vida Miserable, y Bernadette tiene una tía en la orden. Nuestro receptor no coge la BBC2, ¿comprende?

Aquello no se ajustaba a la idea que tenía Morris de una tarde divertida, de manera que, una vez conectado el televisor, se retiró a su dormitorio con un ejemplar de
Playboy
. Tendido en el penúltimo lugar de reposo de la señora O'Shea madre, contempló con ojos de experto las tetas de Miss Enero y se puso a leer un reportaje ilustrado sobre los últimos coches deportivos, entre ellos el Lotus Europa que acababa de encargar. Una de las pocas satisfacciones que Morris se había prometido de su viaje a Inglaterra era la compra de un nuevo coche para reemplazar el Chevrolet Corvair que había adquirido en 1965, tres días antes de que Ralph Nader publicara
Peligroso a cualquier velocidad
, con lo cual redujo su valor en unos mil quinientos dólares de la noche a la mañana y desvaneció todo el placer que su propiedad hubiera podido proporcionar a Morris. Había dejado encargada a Désirée de vender el Corvair por lo que pudiera sacar por él; no sería gran cosa, pero como compensación ahorraría mucho dinero comprando el Lotus en Inglaterra y, llevándoselo consigo cuando regresara a los Estados Unidos.
Playboy
, observó con satisfacción, elogiaba el Lotus.

Fue a la sala a buscar un cigarro y vio a O'Shea dormido y a Bernadette claramente aburrida. En el receptor un grupo de monjas, captadas de espaldas, cantaban un himno.

—¿Has visto a tu tía?

Bernadette negó con la cabeza. Llamaron a la puerta uno de los chicos O'Shea asomó la cabeza.

—Por favor, señor, ¿quiere decirle a papá que ha telefoneado el señor Reilly para avisar de que su esposa ha tenido uno de sus ataques?

Llamadas de este tipo eran frecuentes en la vida del doctor O'Shea, que, al parecer, pasaba gran cantidad de tiempo en la carretera —en todo caso, en comparación con los médicos americanos, que, según la experiencia de Morris, no hacen visitas a domicilio a menos que el paciente esté muerto y bien muerto—. Despertado de su sueño, el doctor O'Shea se marchó gruñendo y murmurando. Se ofreció a decirle a Bernadette que se marchara, pero Morris le aseguró que no le importaba que se quedara a ver el programa. Zapp volvió a su dormitorio y, pasados unos minutos, oyó que el monótono canto llano era sustituido por la música viva y alegre del último éxito de los Jackson Five. Así pues, aún quedaban algunas esperanzas para Irlanda.

Unos momentos después sonaron en la escalera los pasos de alguien que subía, y en el televisor volvió a sonar la música sacra. Morris salió a la sala en el momento en que O'Shea entraba por la puerta opuesta. Bernadette se encogió en su asiento, mirando a los dos hombres como si calculara cuál de ellos le pegaría primero.

—Señor Zapp —dijo O'Shea, jadeante—, no consigo que mi coche arranque. ¿Tendría la bondad de darme un empujoncito? Normalmente lo hace mi esposa, pero le está dando la papilla al bebé.

—¿Quiere coger mi coche? —le contestó Zapp sacando las llaves de su bolsillo.

O'Shea quedó boquiabierto.

—Muchas gracias, señor Zapp. Es usted un hombre generoso, pero no quiero asumir la responsabilidad.

—No se preocupe. Es un coche alquilado.

—¡Ah! Pero ¿qué me dice del seguro?

O'Shea se puso a hablar del seguro de una manera tan prolija, que Zapp temió por la vida de la señora Reilly y, para cortar la discusión, se ofreció a llevarle. O'Shea le dio las gracias efusivamente y se lanzó escaleras abajo tras decirle a Bernadette, por encima del hombro, que abandonara el apartamento de Zapp.

—Quédate todo el tiempo que quieras —le dijo Morris a la chica.

Y salió tras O'Shea. Mientras se dirigían a su destino, el médico alternaba las instrucciones sobre la ruta por callejuelas mal iluminadas con cumplidos extravagantes sobre el coche, un pobre Austin corriente y de poca potencia que Morris había alquilado en el aeropuerto de Londres a su llegada. Zapp trató de imaginarse, sin conseguirlo plenamente, la reacción de O'Shea cuando le viera conduciendo el Lotus color naranja con los asientos anatómicos tapizados de cuero negro, los intermitentes que se encendían por control remoto, los faros abatibles, los aerodinámicos retrovisores laterales y el equipo estereofónico de ocho pistas. Le daría un patatús.

—¡Allí, allí, a su izquierda! —dijo O'Shea—. Allí está el señor Reilly, en la puerta, esperándonos. ¡Qué Dios le bendiga, señor Zapp! Es usted muy amable. Salir de noche con un tiempo como éste…

—No tiene importancia —contestó Zapp, que detuvo el coche frente a la puerta de los Reilly y tuvo que resistirse a los intentos del señor Reilly para arrancarlo del volante, convencido de que era el médico.

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