Philip se despertó sudando de un sueño en el que fregaba platos en la cocina de su casa. Los platos se escurrían uno tras otro de sus dedos sin fuerza y se rompían sobre las baldosas, al pie del fregadero. Melanie, que le ayudaba, miraba con desesperación el creciente montón de añicos. Gruñó y se frotó los ojos. De momento sólo tuvo conciencia cierto malestar físico: indigestión, dolor de cabeza y un sabor acre en la boca. Al ir al cuarto de baño, su mirada sintió atraída por las sábanas revueltas del sofá, visibles través de la puerta entreabierta, y recordó. La llamó con voz estropajosa:
—¿Melanie?
No hubo respuesta. El cuarto de baño estaba vacío, lo mismo que la cocina. Descorrió las cortinas de la sala y la luz del día inundó la habitación. Estaba vacía. Melanie se había marchado.
Y ahora ¿qué?
Su espíritu estaba tan revuelto como su estómago. La docilidad despreocupada de Melanie ante su torpe y cansada lascivia le parecía, al recordarla, escandalosa, conmovedora, excitante, desconcertante. No sabía cómo explicarse lo ocurrido ni, por consiguiente, qué conducta seguir cuando se encontrara de nuevo con ella. Pero, sujetándose con las manos la cabeza, que le latía fuertemente, se dijo que los problemas de la urbanidad estaban subordinados a los de la ética. La pregunta fundamental era: ¿quería hacerlo otra¡ vez? O mejor (dado que la pregunta era tonta, porque ¿había alguien que no quisiera hacerlo?), ¿volvería a hacerlo si se le presentaba la oportunidad? No era casual que hubiera encontrado alojamiento en una zona deslizante, se dijo, melancólicamente, mientras contemplaba la vista a través de la ventana.
Aquel día miró mucho por la ventana, incapaz de aventurarse fuera de su apartamento hasta decidir qué hacer en cuanto a Melanie: ¿trataría de profundizar su relación con ella, o se comportaría como si nada hubiera ocurrido? Pensó en ponerle una conferencia a Hilary para ver si el sonido de su voz obraba como un electroshock en su mente confusa, pero en el último momento le faltó valor para hablar con su mujer y le pidió a la telefonista que le pusiera con Interflora. Seguía igual de indeciso cuando se puso el sol. Se fue a dormir temprano y se despertó a medianoche, después de tener una polución. Era evidente que volvía rápidamente a la adolescencia. Puso la radio y la primera palabra que oyó fue «polución». Charles Boon hablaba del fin del mundo. Al parecer, el ejército de los Estados Unidos había almacenado bidones de gas nervioso, en cantidad suficiente para acabar con toda la población del mundo, en lo más hondo de profundas cavernas, y los había cubierto de una gruesa capa de cemento, pero, por desgracia, el ejército de los Estados Unidos había pasado por alto el hecho de que las cavernas estaban en la falla geológica que atravesaba el estado de Euforia.
Lo que debía hacer, se dijo Philip, era ver a Melanie y hablarle con el corazón en la mano. Si le explicaba sus confusos sentimientos, tal vez ella pudiera ayudarle a aclararlos. Acariciaba vagamente la idea de que entre ellos se estableciera una relación madura, tranquila y amistosa que no implicara volver a hacer el amor, pero que tampoco lo descartara por completo. Sí, al día siguiente vería a Melanie. Se durmió otra vez y soñó que era el último hombre que salía de Eseyefe cuando se veía afectada por el segundo y definitivo terremoto. Estaba solo en un avión que despegaba del aeropuerto de Eseyefe, y mientras el aparato corría como un rayo por la pista, miraba por la ventanilla y veía que el asfalto se agrietaba formando demenciales dibujos. El avión se elevó en el momento justo en que parecía que la tierra iba a tragárselo; mientras ascendía, levemente ladeado, Philip contemplaba por la ventanilla el increíble espectro que ofrecía la ciudad de Eseyefe: los palacios y las cúpulas, así como los rascacielos que se hundían en las nubes, ardían, se derrumbaban y se deslizaban hasta el mar.
Al día siguiente la bahía y la ciudad continuaban allí, sonrientes bajo la luz del sol, esperando las primeras señales precursoras del terremoto. Pero no iba a encontrar a Melanie ni aquel día ni al siguiente ni al otro. Philip salió y entró de la casa a todas horas, encontró excusas para entretenerse en el vestíbulo y silbó con todas sus fuerzas cuando subía o bajaba por las escaleras, varias veces, con pretextos para entretenerse en el vestíbulo silbando, pero en vano. Vio a menudo a Carol y a Deirdre; y, finalmente, se armó de valor y les preguntó si Melanie estaba en casa. No, le contestaron: se había ido a pasar unos días fuera. ¿Podían hacer algo por él? Les dio las gracias y les dijo que no.
Aquella tarde vio un par de botas en uno de los pasillos del pabellón Dealer que resultaron ser las del vaquero, que estaba en cuclillas junto a la puerta del despacho de Howard Ringbaum, esperando para hacerle una consulta.
—¡Hola! —le dijo el vaquero dirigiéndole una sonrisa rijosa—. ¿Cómo está Melanie?
—No lo sé —contestó Philip—. No la he visto últimamente. ¿Y usted?
El vaquero negó con la cabeza.
Se oía la voz aflautada y nasal de Ringbaum flotando por el pasillo.
—Parece que confunde las palabras sátira y sátiro en su trabajo, señorita Lennox. Una sátira es una variedad de poema; un sátiro es una criatura lasciva, mitad hombre, mitad macho cabrío, que se dedica a perseguir a las ninfas.
—Tengo que irme —dijo Philip.
—
Ciao
! —le contestó el vaquero—. ¡Tómeselo con calma!
Eso era más fácil de decir que de hacer. Philip se dio cuenta de que empezaba a obsesionarse. Aquella noche creyó reconocer, casi con toda certeza, la voz de Melanie hablando con Charles Boon en su programa. Pero le atormentaba la duda, porque cuando puso la radio sólo pudo oír el final de su conversación.
—¿No crees —decía Melanie— que deberíamos proponernos alcanzar un concepto completamente nuevo de las relaciones interpersonales basado en compartir más que poseer? Quiero decir, una especie de socialismo de las emociones…
—¡Adelante!
—… y de socialismo de las sensaciones y…
—¿Sí?
—Bueno, esto es todo, me parece.
—De acuerdo. Gracias por llamar. Lo que has dicho es muy interesante.
—Bueno, por lo menos, es lo que yo pienso, Charles. Buenas noches.
—Buenas noches. Vuelve a llamarme. A cualquier hora —agregó Boon en tono insinuante.
La muchacha —¿era Melanie?— se rió y colgó.
—Aquí QXWZ, la radio underground —dijo Charles Boon—. Éste es el Programa de Charles Boon, el que el gobernador Duck trató de prohibir. Llame al 024-9898 y díganos lo que piensa.
Philip saltó de la cama, se puso la bata, bajó las escaleras y llamó a la puerta del apartamento de la planta baja. Después de una larga espera oyó la voz de Deirdre que preguntaba:
—¿Quién llama?
—Soy yo, Philip Swallow. Necesito hablar con Melanie.
Deirdre abrió la puerta.
—No está aquí.
—Acabo de oír su voz por la radio. Llamó al Programa de Charles Boon.
—Bueno, pues no lo hizo desde aquí.
—¿Está segura?
Deirdre abrió la puerta.
—¿Quiere registrar la casa? —le preguntó irónicamente.
—Perdone —dijo Philip.
«Tengo que librarme de esta obsesión», se decía mientras subía la escalera. «Necesito un cambio y una distracción.»
El primer día libre que tuvo tomó un autobús que le llevó por el largo puente de dos pisos hasta el centro de Eseyefe. Se apeó del vehículo exactamente en el mismo momento (aunque siete horas más temprano, según los relojes) en que Morris Zapp, sentado en el comedor del Hilton de Londres, le hincaba el diente sibaríticamente al primer entrecot decente que había visto desde su llegada a Inglaterra.
El Hilton era un hotel abusivamente caro, pero Morris se dijo que necesitaba un cambio después de tres semanas, en Rummidge; y, por otra parte, le estaba sacando todo el, partido posible a su estancia en aquel cuarto tibio, insonorizado y elegantemente amueblado del decimosexto piso. Desde su llegada, se había duchado dos veces, había andado desnudo por la moqueta, envuelto en oleadas de aire caliente, se había tumbado en la cama a ver la tele y había pedido el almuerzo al servicio de habitaciones: un bocadillo gigante de pollo y beicon con guarnición de patatas fritas, precedido de un Manhattan y seguido de una tarta de manzana
à la mode
. Estos sencillos placeres del modo de vida americano adquirían un insólito valor cuando uno estaba exiliado.
No obstante, había llegado el momento de asomar la nariz por las puertas giratorias y dar un vistazo a los placeres nocturnos que le ofrecía la alegre ciudad de Londres, se dijo mientras salía tranquilamente del comedor con la barriga llena y escogía un caro habano en el estanco del vestíbulo. Se puso un abrigo, unos guantes y un gorro de cosaco de nailon negro que había comprado en una tienda de Rummidge, y se lanzó a la fría noche londinense. Anduvo por Piccadilly hasta el Circus y luego, por la avenida Shaftesbury, se dirigió al Soho. A cada paso, los ganchos apostados temblando de frío a la puerta de los clubs nocturnos le abordaban pregonando las excelencias de sus establecimientos.
El caso es que Morris Zapp, que había vivido durante años a dos pasos del mayor centro de la industria del striptease que hay en el mundo, el South Strand de Eseyefe, nunca había presenciado un espectáculo de esta clase. Había visto películas pornográficas, desde luego, y había leído libros eróticos, por descontado. La pornografía era una diversión aceptada por la intelectualidad de la Eufórica. Pero el striptease, en todas las infinitas variedades que se habían desarrollado en Eseyefe…
Esa infinita variedad era justamente lo que en aquel preciso instante Philip Swallow contemplaba por primera vez: después de caminar hasta el South Strand para evocar viejas vivencias, se había quedado de piedra, sin creer lo que veía, ante la proliferación de locales de striptease a lo largo de la avenida Cortés, los cuales ofrecían partidas de ping-pong, mesas de ruleta, servicio de limpiabotas, barbacoas, combates de lucha libre y baile a go-go, todo a cargo de mujeres desnudas del todo o en parte. Donde antes había habido establecimientos serios, como bares y restaurantes, tiendas de artesanía y galerías de arte, cabarets satíricos y sótanos donde se daban recitales de poesía, ahora se alzaban contra el cielo de Euforia (porque allí aún era primera hora de la tarde y brillaba el sol) grandes letreros luminosos que, con letras centelleantes, decían, ¡CHICAS!, ¡CHICAS!, ¡CHICAS! y ¡STRIP!, ¡STRIP!, ¡STRIP!, los cuales intentaban atraer a los hombres ociosos que pasaban por allí hacia los locales llenos de humo que se encuentran detrás de las cortinas de terciopelo, donde suena la música de rock y las mujeres de grandes pechos, lustrosos como cabezas de cohetes, cuyas fotografías se exhiben en el exterior, «BAILAN ANTE USTED COMPLETAMENTE DESNUDAS SIN OCULTAR ABSOLUTAMENTE NADA… ».
… era algo reservado exclusivamente a paletos, turistas y hombres de negocios. La reputación de Morris Zapp como corrido y hombre de mundo se habría venido abajo si alguno de sus alumnos o de sus colegas le hubiera visto frecuentar los locales del South Strand. «¿
Qué
? ¿Morris Zapp en un bar de
topless
? ¿Morris Zapp
pagando
por ver a tías en pelotas? ¿Qué le pasa? ¿Es que últimamente no encuentra con quién follar?» Así, o por el estilo, habrían sido los comentarios; de manera que Zapp nunca cruzó el umbral de ningún club del South Strand, aunque a menudo había sentido la punzada de una vulgar y barriobajera curiosidad camino del restaurante o del cine; así pues, ahora, en medio de la pornografía extranjera del Soho, a nueve mil kilómetros de su casa, donde sólo pueden verle desconocidos, y no muchos (porque la noche es fría y desapacible), piensa: «¿Por qué no?», y se mete en un local de striptease a la puerta del cual está plantado un indio de aspecto desconsolado.
Y Philip Swallow pensó: «¿Por qué no? Es algo que nunca he visto y siempre he deseado ver; no creo que haya ningún mal en ello, y nadie se va a enterar. Después de todo, es un fenómeno de interés cultural y sociológico. ¿Cuánto puede costarme la broma?» Recorrió la avenida de un extremo a otro, arriba y abajo, evaluando los establecimientos abiertos a tan temprana hora del día, y, finalmente, se decidió por un pequeño bar que llevaba el nombre de Pussycat Gogo y que prometía bailarinas completamente desnudas por el precio de la consumición, sin extras. Tomó aliento y se hundió en la oscuridad.
—Buenas noches, señor —dijo el indio, sonriendo—. Una libra, por favor, señor. El espectáculo está a punto de comenzar, señor.
Morris pagó su libra y dejó atrás una cortina de bayeta y unas puertas de vaivén. Se encontró en una pequeña sala mal iluminada donde había tres filas de sillas colocadas, ante un minúsculo escenario, sobre el cual caía la luz violeta de un foco. Un viejo altavoz desgranaba trabajosamente música pop. El único cliente era él, de modo que se sentó en el centro de la fila delantera y esperó. En la sala hacía un frío terrible, y, pasados unos minutos, volvió a la entrada.
—¡Hola! —le dijo al indio.
—¿Quiere una copa, señor? ¿Una cerveza, señor?
—Quisiera ver un poco de striptease.
—Sí, señor. Un momento, señor. Le ruego que tenga un poco de paciencia. La muchacha está a punto de llegar, señor.
—¿Sólo hay una?
—Salen de una en una, señor.
—¡Y dentro hace un frío que pela!
—Le llevaré una estufa, señor.
Morris volvió a su asiento y el indio le siguió, llevando una pequeña estufa eléctrica con un largo cordón, pero no lo bastante largo para llegar hasta donde se sentaba. La estufa brillaba tenuemente en medio de la semioscuridad violeta a unos metros de él. Morris se puso el gorro y los guantes, se abrochó el abrigo y encendió un nuevo cigarro, decidido a esperar. Había cometido un terrible error, pero no pensaba reconocerlo, de manera que se puso a fumar con la vista fija en el escenario, golpeándose las extremidades de vez en cuando para mantener la circulación de la sangre.
Mientras tanto, Philip Swallow, mentalizado para sentirse decepcionado, estafado, frustrado y, finalmente, aburrido (pues, ¿no dice la sabiduría convencional, respecto del erotismo comercializado, que es una falsedad y un aburrimiento?), descubrió que no se sentía aburrido, sino extasiado y contento, sentado ante un gintonic (realmente caro, un dólar cincuenta, pero en verdad que no había extras), mientras una de las tres hermosas chicas bailaba, completamente desnuda, a menos de tres metros de sus narices. No sólo las tres eran hermosas, sino también inesperadamente normales y de aspecto inteligente; no tenían ningún parecido con las mujeres marchitas, embrutecidas y descaradas que había esperado encontrar allí, de manera que casi se podía imaginar que hacían aquello, más que por dinero, por diversión: que lo hacían porque les gustaba muchísimo mover los pies y las caderas al ritmo de la música pop y se les había ocurrido que, al tiempo que danzaban, podían desnudarse para proporcionar un inocente placer a quienes las contemplaban. Eran tres, y mientras una bailaba, otra servía bebidas y la tercera descansaba. Llevaban minúsculas braguitas y camisetas como las de los recién nacidos, que se quitaban y ponían púdicamente, con toda naturalidad, a la vista de la clientela del bar, porque no había dónde cambiarse en el pequeño local. Allí había desnudez, pero no morbosidad. Se daban unas a otras ligeras palmadas en los hombros cuando se turnaban, con la considerada camaradería del equipo de relevos de un colegio de monjas. Nada podía ser menos sórdido.