Pero la verdad era que había sido muy amable, algo que no era propio de Morris J. Zapp. Mientras esperaba, sentado en la triste y fría salita de los Reilly, a que el doctor terminara de visitar a su paciente, su mente no paraba de darle vueltas a aquel hecho tan insólito. Y después, cuando conducía por las oscuras calles de vuelta a casa escuchando distraídamente las explicaciones espeluznantes de O'Shea sobre los síntomas de la señora Reilly, no paraba de pensar en lo que había hecho durante el día: había ayudado a la señora Swallow a buscar un libro de su marido, había dejado que la muchacha irlandesa viera la televisión, había llevado al doctor O'Shea a ver a una enferma… Y se preguntó qué le pasaba. ¿Acaso había contraído la «amabilitis», aquella insidiosa enfermedad tan inglesa? Tendría que vigilarse.
Philip decidió echar a andar, puesto que la casa de los Hogan no estaba demasiado lejos de la suya, pero lamentó no haber pedido un taxi cuando se puso a llover. Debería agenciarse un coche, una cuestión que había ido aplazando porque le daba miedo enfrentarse a los vendedores americanos de coches usados, que sin duda eran aún más porfiados, falsos y traicioneros que sus colegas británicos. Cuando llegó a su casa del paseo de Pitágoras se dio cuenta de que se había olvidado la llave, percance final de una velada que ya le habían echado a perder Charles Boon y la señora Zapp. Afortunadamente, había alguien en la casa, puesto que oyó una débil música; pero tuvo que llamar varias veces antes de que la puerta se abriera unos centímetros, retenida por una cadena. Por la abertura asomó la cara de Melanie Byrd, que tenía una expresión recelosa.
—¡Hola! ¡Es usted!
—Lo siento… Olvidé mi llave.
La muchacha abrió la puerta y gritó, por encima del hombro:
—¡Tranquilos, es el señor Swallow! —Y le explicó, riéndose—: Temíamos que fuera la policía. Estamos
fumando
.
—¿
Fumando
?
Philip olfateó, percibió un olor acre y dulzón y comprendió.
—Ah, sí, claro.
Este «claro» era un intento de parecer mundano, pero no hizo más que delatar claramente su desconcierto.
—¿No le gustaría acompañarnos?
—Muchas gracias, pero no fumo. Es decir, no fumo…
Philip se quedó cortado, y Melanie se echó a reír.
—Puede tomar café, entonces. La marihuana es opcional.
—Muchas gracias, pero preferiría comer algo. —Philip advirtió que Melanie estaba muy atractiva aquella tarde: llevaba un largo vestido blanco de estilo campesino que llegaba hasta sus pies descalzos, el largo pelo castaño le caía sobre los hombros y sus ojos estaban dilatados y brillaban—. Antes —agregó.
—Queda un poco de pizza que sobró de la cena. ¿Le gusta la pizza?
Swallow le aseguró, encantado, que le gustaba mucho la pizza. Siguió a Melanie a través del vestíbulo hasta la sala de la planta baja, iluminada de un modo que ponía la carne de gallina por un gran globo anaranjado suspendido a medio metro del suelo y amueblada con mesitas bajas, futones, cojines, un sillón hinchable, estanterías hechas de ladrillos y tablas y un lujoso tocadiscos estereofónico que emitía una quejumbrosa música india. Las paredes estaban adornadas con pósters psicodélicos y el suelo se hallaba cubierto de ceniceros, platos, tazas, vasos, revistas y fundas de discos. En la pieza estaban tres muchachos y dos chicas, las compañeras de Melanie, Carol y Deirdre, a las que Philip ya conocía. Melanie le presentó a los tres jóvenes, cuyos nombres Swallow olvidó enseguida, así que decidió identificarlos de acuerdo con su estrafalaria indumentaria: uno vestía uniforme de soldado confederado de la guerra de Secesión, otro calzaba botas de vaquero e iba enfundado en un andrajoso abrigo de ante que le llegaba hasta los tobillos, y el tercero llevaba uniforme negro de luchador de judo; además, era negro, y negros eran los cristales y la montura de sus gafas, como si quisiera disipar cualquier posible duda: respecto a su actitud acerca del problema racial.
Philip se sentó en uno de los futones y notó que los hombros de su chaqueta inglesa le subían hasta las orejas. Se la quitó y se aflojó el nudo de la corbata en un débil esfuerzo por ponerse a tono con el estilo indumentario de sus acompañantes. Melanie le sirvió un plato de pizza y Carol un vaso de áspero vino tinto de un garrafón forrado de mimbre. Mientras él comía, los otros fueron pasándose de mano en mano lo que comprendió que debía de ser un porro. Cuando terminó su pizza, se apresuró a encender la pipa, lo cual le dispensaba de compartir sus caladas. Echando nubes de humo en el aire, hizo una descripción humorística, que les hizo mucha gracia a sus oyentes, de cómo se había encontrado con que lo habían dejado solo en casa de los Hogan.
—¿Trataba de follársela? —le preguntó el luchador negro.
—No, no… Me atrapó. Lo curioso es que resultó ser la esposa del catedrático al que reemplazo aquí, el doctor Zapp.
—No sabía que ocupaba su lugar —dijo Melanie con cara de sorpresa.
—¿Le conoce? —preguntó Philip.
—Un poco.
—Es un fascista —dijo el soldado confederado—. Es un conocido fascista de la universidad. Todo el mundo conoce a Zapp.
—Seguí un curso con Zapp —dijo el vaquero—. Me dio un miserable aprobado por un trabajo que me había valido un sobresaliente la última vez que lo presenté. Protesté y se lo dije.
—¿Qué te contestó?
—Que me fuera a tomar por el culo.
—¡Joder! —exclamó el negro echándose a reír.
—¿Qué me decís de Kroop? —preguntó el soldado confederado—. Deja que sus alumnos se pongan ellos mismos la nota.
—Nos tomas el pelo —dijo Deirdre.
—Es verdad, te lo juro.
—¿No se dan todos sobresalientes? —preguntó el negro.
—Pues, aunque parezca raro, no, no lo hacen. Incluso recuerdo el caso de una chica que se dio un suspenso.
—¡Venga!
—¡De veras! Kroop trató de convencerla de que su trabajo valía por lo menos un aprobado, pero ella insistió en suspenderse.
Philip le preguntó a Melanie si estudiaba en la Eufórica.
—Estudiaba. Pero lo he dejado.
—¿Definitivamente?
—No. No lo sé. Tal vez.
Al parecer, todos eran o habían sido estudiantes de la universidad, pero, como Melanie, se mostraban vagos y evasivos en cuanto a su historial académico y a sus planes. Se diría que vivían estrictamente en el presente. Para Philip, que siempre estaba mirando de reojo, lleno de ansiedad, hacia su más que plausible futuro, y dirigía melancólicas miradas por encima del hombro a su pasado, la actitud de aquellos jóvenes era incomprensible. Pero le intrigaba. Y se mostraban muy amistosos.
Les enseñó un juego que había inventado después de licenciarse, en el cual cada participante debía pensar en un libro famoso que no hubiera leído y se anotaba un punto por cada persona presente que sí lo hubiera leído. El soldado confederado y Carol quedaron empatados al conseguir cuatro de los cinco puntos posibles con
El lobo estepario
y
La historia de O
, respectivamente. En los dos casos fue Philip quien no había leído el libro. El que él propuso,
Oliver Twist
—con el cual solía ganar—, no lo había leído nadie.
—¿Cómo llama a ese juego? —le preguntó Melanie.
—Humillación.
—Es un nombre muy acertado.
Humillación
…
—Uno tiene que humillarse para ganar. O para impedir que ganen otros. Hasta cierto punto, es como el sistema de autocalificación de Kroop.
Se pasaron otro porro, y esta vez Philip le dio un par de caladas. No parecía ocurrir nada especial, a pesar de que había bebido de un modo continuado aquel vino tinto para estar a la altura del ambiente cada vez más intenso y envolvente de la fiesta. Porque, al parecer, se trataba de una fiesta, o quizá de una sesión de terapia de grupo. Éste era un término nuevo para Philip, que los jóvenes hicieron lo posible por explicarle.
—Es como liberarte de tus inhibiciones.
—Vencer la soledad. Vencer el temor de amar.
—Recuperar tu propio cuerpo.
—Comprender lo que realmente te concome.
Intercambiaron anécdotas.
—Lo peor es el principio —dijo Carol—, cuando uno se siente frío y receloso y desearía no haber ido.
—En el grupo al que yo fui —dijo el soldado confederado— no sabíamos quién era el director, no se identificó, quizá deliberadamente; así que estuvimos sentados una hora larga en un silencio total.
—Eso me recuerda a mis seminarios —dijo Philip.
Pero todos estaban demasiado interesados en el tema para hacer caso de las bromitas de Swallow. Carol dijo:
—Nuestro director tenía una idea clara de cómo romper el hielo. Teníamos que vaciar nuestros bolsos y nuestras carteras sobre la mesa. La idea es revelar por completo tus secretos, ¿comprendéis?, volviéndote del revés, dejando que todo el mundo vea lo que habitualmente ocultas. Como condones, tampax, viejas cartas de amor, medallas, fotografías pornográficas y todo eso. Fue una revelación, no os lo podéis imaginar. Un tipo llevaba la fotografía de un hombre que estaba en una playa completamente desnudo, exceptuando una pistola con su canana. Resultó que era su padre. ¿Qué os parece?
—Descojonante —dijo el soldado confederado.
—Vamos a probarlo —dijo Philip lanzando su cartera en el centro del círculo que formaban.
Carol extendió en el suelo su contenido.
—No sirve —dijo la muchacha—. No hay más que lo que cualquiera esperaría encontrar. Todo muy aburrido y normal.
—Así soy yo —suspiró Philip—. ¿Quién es el siguiente?
Pero nadie más tenía a mano la cartera o el bolso.
—Da igual —dijo el vaquero—, porque eso no son más que chorradas. En
mi
grupo tratamos de aprender el lenguaje corporal…
—¿Son sus hijos? —le preguntó Melanie, que se había puesto a mirar las fotografías—. Son preciosos, pero parecen un poco tristes.
—Eso se debe a que soy muy rígido con ellos —dijo Philip.
—¿Y ésta es su mujer?
—También es muy rígida. —La expresión debió de parecerle muy expresiva, porque agregó—: Somos una familia muy rígida.
—Es encantadora.
—Esta fotografía es bastante antigua. También yo era encantador entonces.
—Yo creo que sigue siéndolo —dijo Melanie, que se inclinó y le besó en la boca.
Philip sintió una sensación física que no había sentido desde hacía más de veinte años. Una sensación cálida, como si se derritiera, que se iniciaba en algún punto vital y profundo de su cuerpo y se extendía hacia el exterior, atenuándose suavemente a medida que se acercaba a sus extremidades. Aquel beso le hizo sentir de nuevo todo el impotente y extático embeleso del erotismo adolescente, y también toda su turbación. Incapaz de mirar a Melanie, se quedó contemplando tímidamente sus zapatos, mudo, con las orejas ardiendo. ¡Idiota! ¡Cobarde!
—Os lo voy a enseñar —dijo el vaquero quitándose el abrigo de ante.
Se levantó y apartó con el pie parte de los vasos y platos sucios que había en el suelo. Melanie los recogió y se los llevó a la cocina. Philip echó a correr delante de ella abriendo puertas, feliz ante la perspectiva de que pudieran estar a solas. Estaba más en su elemento fregando platos que haciendo ejercicios de lenguaje corporal.
—¿Friego o seco? —preguntó. Al ver la cara de incomprensión de la muchacha, agregó—: ¿No quiere que la ayude a fregar los platos?
—Oh, no… Sólo voy a dejarlos en remojo.
—No me importa fregar los platos, ¿sabe? —le dijo—. Es más, me gusta hacerlo.
Melanie se rió mostrando su blanca dentadura. Tenía desviado uno de los incisivos superiores; fue el único defecto que le encontró. Aquel vestido blando, ceñido bajo el pecho y que le caía recto hasta los pies descalzos, la favorecía mucho, y estaba realmente preciosa.
—Dejémoslos aquí.
La siguió de vuelta a la sala. El vaquero y Carol estaban de pie espalda contra espalda en el centro de la habitación.
—Lo que hay que hacer es comunicarse frotándose uno contra otro —explicaba el joven, ajustando sus movimientos a sus palabras—. El espinazo, los omóplatos…
—El culo…
—Exacto, el culo. Los traseros de la mayor parte de la gente están muertos, sí, muertos, porque no los usan para nada, ¿comprendéis?
El vaquero cedió el sitio al soldado confederado y se puso a controlar a Deirdre y al luchador negro.
—¿Quiere probar? —le preguntó Melanie a Swallow.
—Probemos.
Sentía la espalda de la muchacha, recta y flexible, contra su espalda encorvada de profesor universitario; sus nalgas se apretaban firmes y alegres contra su delgado trasero; su larga cabellera, que se había echado hacia atrás, caía en cascada sobre el pecho de Philip, que estaba fuera de sí. Ella no paraba de reírse con una risita sofocada.
—Oye, Philip, ¿qué tratas de decirme con tus omóplatos?
Alguien bajó la luz y volvió a poner la música de sitar. Todos empezaron a balancearse, frotarse y contonearse en medio de aquella semioscuridad anaranjada, llena de compases de sitar y de humo de tabaco; era como si bailaran; todos bailaban, y Philip también, al fin, la danza dionisíaca, libre e improvisada, que tanto había anhelado. Lo había conseguido.
Los ojos de Melanie estaban clavados en los de Philip, pero parecían ausentes. Su cuerpo escuchaba la música. Sus párpados la escuchaban, sus pezones la escuchaban, los dedos de sus pies la escuchaban. La música era ahora muy tenue, pero no perdían el ritmo. Ella se cimbreaba, él se cimbreaba, todos se cimbreaban, se cimbreaban y cabeceaban, ligeramente, al compás de la música, atentos a los bruscos acelerones y parones de los dedos que rasgueaban el sitar, al leve repiqueteo del tambor, a los cambios y las modulaciones del tono y el timbre de los instrumentos. De pronto el tempo se hizo más rápido, las notas fueron cada vez más rápidas y más altas y todos se movieron más de prisa, siempre al compás de la música; se retorcían y se crispaban, golpeaban el suelo con los pies, levantaban los brazos, chasqueaban los dedos y batían palmas con las manos. El pelo de Melanie barría el suelo y se elevaba hacia el techo, cortando la luz anaranjada en miles de finos filamentos, cuando se inclinaba y se erguía moviendo su flexible cintura. Las pupilas giraban, el sudor brillaba, los senos saltaban, los cuerpos se frotaban, los gritos, agudos y extáticos, perforaban el humo. De pronto, la música se interrumpió. Todos se dejaron caer en los futones, jadeantes, sudorosos, jubilosos.