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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

Intercambio (12 page)

—¿Tienen hijos? —le preguntó al fin, lleno de desesperación.

—Dos. Gemelos. Niño y niña. De nueve años.

—Ah, entonces comprenderá esos problemas.

—Dudo que tengamos los mismos problemas, señor Sparrow.

—Swallow.

—Señor Swallow. Perdone. Es un pájaro con muchas más cualidades
[15]
. —Se volvió para contemplar el sol, que se hundía tras el puente de Plata, y bebió un largo trago—. No es tan promiscuo, por ejemplo. ¿Qué piensa su esposa de todo lo que acaba de decirme, señor Swallow? Quiero decir si está de acuerdo con usted en la cuestión de los niños y de la escuela y de la casa y de todo lo demás. ¿No le ha importado quedarse allá?

—Bueno… Consideramos todos los pros y los contras, claro… Fue una decisión difícil. Al fin dejé que la tomara ella. —Swallow notó que se dejaba llevar de nuevo por la necesidad de justificarse—. Después de todo, ella es la que ha llevado la peor parte en esta historia.

—¿Qué historia? —le preguntó la mujer secamente.

—Es una manera de hablar. Quiero decir que para mí esto era una gran oportunidad, unas vacaciones pagadas, por así decirlo. Y para ella, la vida de siempre, pero más sola. Bueno, usted debe de saberlo por propia experiencia.

—¿Se refiere al hecho de que Morris esté en Inglaterra? ¡Es fantástico, francamente fantástico…!

Philip fingió cortésmente no haber oído las palabras de la señora Zapp.

—Poder desperezarme en mi propia cama —la mujer hizo el gesto adecuado, mostrando los mechones de vello rojo de sus sobacos— sin encontrarme con otro cuerpo humano que me eche su aliento alcohólico a la cara o me manosee entre las piernas…

—Creo que debería entrar —dijo Philip.

—¿Hago que se sienta violento, señor Sparrow.., Swallow? Lo siento. Hablemos de otra cosa. De la vista. ¿No le parece que esta vista es magnífica? Nosotros tenemos también una buena vista. La misma. Todo el mundo, en Plotino, tiene la misma vista, excepto los negros y los blancos pobres que viven allá abajo. Ha de tener usted una buena vista si vive en Plotino. Es lo primero que pregunta la gente cuando quiere comprar una casa. ¿Tiene una buena vista? La misma vista, por supuesto. No hay más que una. Cada vez que vaya usted a una cena o a una fiesta irá a una casa diferente y verá cortinas diferentes en las ventanas, pero encontrará siempre la misma jodida vista. Algunas veces siento deseos de ponerme a dar gritos.

—Francamente, no estoy de acuerdo —dijo Philip secamente—. Nunca me cansaría de ella.

—Pero usted no ha vivido aquí diez años. Espere un poco. Llegará a sentir náuseas.

—Bueno, creo que después de Rummidge…

—¿Qué es eso?

—El lugar de donde vengo. Adonde ha ido su marido.

—Ah, sí… ¿Cómo dice que se llama? ¿Rubbish?

—Rummidge.

—Creí que había dicho Rubbish
[16]
. —Se rió exageradamente y vertió un poco de vodka sobre su blusa—. ¡Mierda! ¿Cómo es Rummidge? Morris trató de hacerme creer que es lo mejor de Inglaterra, pero todo el mundo dice que es lo más tirado del país.

—Tan exagerada es una cosa como la otra —dijo Philip—. Es una gran ciudad industrial, con las ventajas y desventajas normales.

—¿Cuáles son las ventajas?

Philip se exprimió los sesos y no acertó a encontrar ninguna.

—Creo que debería entrar… Apenas he saludado a dos tres personas.

—Tranquilícese, señor Sparrow. Ya las saludará otro día. Encontrará la misma gente en todas las fiestas. Dígame más cosas sobre su ciudad. No, mejor, dígame algo sobre su familia.

Philip prefirió contestar a la primera pregunta.

—Bueno, en realidad no es tan tirada como dice la gente.

—¿Su familia?

—Rummidge. Tiene un museo decente, una orquesta sinfónica, un teatro y todo eso… Y se puede salir al campo fácilmente.

La señora Zapp se había callado y Swallow empezó a oírse de nuevo y a percatarse de su falta de sinceridad. Odiaba los conciertos, raramente visitaba el museo y como mucho iba al teatro una vez al año. Y en cuanto a salir al campo… Sus únicas salidas eran los monótonos paseos del domingo. Y, en todo caso, ¿qué elogio de un lugar supone decir que se puede salir de él fácilmente?

—Las escuelas son bastante buenas —siguió diciendo—. Bueno, una o dos…

—¿Escuelas? Parece que esté obsesionado por las escuelas.

—¿No cree que la educación es terriblemente importante?

—No. Pienso que la obsesión de nuestra cultura por la educación es autodestructiva.

—¡Oh!

—Cada generación es educada para ganar el dinero necesario para educar a la generación que la sigue, pero, de hecho, nadie hace nada con esa educación. Se mata uno a trabajar para educar a sus hijos a fin de que puedan matarse a trabajar para educar a los suyos. Pero ¿para qué?

—Bueno, podría decir lo mismo acerca de casarse y forma una familia.

—¡
Exactamente
! ¡Lo digo, lo digo! —gritó la señora Zapp, que de pronto miró su reloj y agregó—: ¡Dios mío! Tengo que marcharme.

El tono de sus palabras parecía dar a entender que Philip había estado entreteniéndola.

Como no quería hacer una entrada teatral en la sala de estar a lo Noël Coward cruzando las grandes puertas vidrieras en compañía de la señora Zapp, Philip le dio las buenas noches y se quedó solo en la terraza. Cuando hubiera pasado el tiempo suficiente para que ella saliera de la casa, entraría, se mezclaría con los invitados y vería si encontraba alguna persona amable que le llevara en coche a casa o que tal vez le invitara a cenar. Se dio cuenta de que el rumor de las conversaciones y los demás ruidos se habían desvanecido. El silencio era absoluto en la casa. Alarmado, entró en la sala y la encontró desierta. Sólo había allí una mujer de color, de color negro, claro, ocupada en vaciar ceniceros. Se miraron el uno al otro unos momentos.

—¿Dónde está la gente? —balbució Philip.

—Todos se han ido a casa —contestó la mujer.

—¡Vaya! ¿Dónde está el profesor Hogan? O la señora Hogan.

—Todo el mundo se ha ido a casa.

—¡Pero ésta es su casa! —protestó Philip—. Sólo quería despedirme de ellos.

—Se han ido a cenar por ahí, supongo —dijo la mujer, que se encogió de hombros y continuó recogiendo tranquilamente los ceniceros.

—¡Maldita sea! —exclamó Philip, que oyó el ruido de un coche que arrancaba frente a la casa, corrió hacia la puerta principal y llegó a tiempo para ver cómo la señora Zapp se iba en un gran coche familiar blanco.

Morris estaba de pie junto a la ventana de su despacho, en Rummidge, fumando un cigarro (uno de los últimos de los que había traído consigo de los Estados Unidos) y escuchando el ruido de los pasos apresurados que sonaban en el corredor. Era la hora del té y Morris titubeaba entre ir a buscar una taza de té para bebérsela en su despacho o tomarla en la sala común, donde los demás profesores chismorrearían en el rincón más alejado de él o le mirarían disimuladamente por encima de sus periódicos. Contemplaba malhumorado el rectángulo central del campus, donde el césped había quedado cubierto de una delgada capa de nieve. Durante unos días la temperatura había oscilado entre la helada y el deshielo, y era difícil decir si el sedimento que daba densidad a la atmósfera era lluvia, aguanieve o niebla. A través de aquella masa turbia, el ojo rojo de un sol que durante el día apenas si había podido deslizarse penosamente por encima de los tejados de Rummidge se hundía legañoso en el horizonte, extendiendo una pátina pardorrojiza, como oxidada, sobre las superficies cubiertas de nieve. Morris estaba reflexionando acerca de aquel clima, cuya intrínseca falsedad le parecía realmente patética, cuando sonaron unos golpecitos en la puerta.

Se volvió sobresaltado. ¡
Llamaban a su puerta
! Sería un error. O sus oídos le estaban haciendo una jugarreta. La oscuridad de la habitación —porque no había encendido todavía las luces— hizo que esto último le pareciera lo más probable. Pero no: se repitió la llamada.

—¡Adelante! —dijo, pero su voz sonó débil y chirriante. Tosió para aclararse la garganta y repitió, esta vez en tono normal—: ¡Adelante!

Se dirigió apresuradamente hacia la puerta para saludar a su visitante y, de paso, encender las luces, pero tropezó con una silla y se le cayó el cigarro, que fue a parar debajo de la mesa. Se arrodilló como una centella en pos del cigarro en el momento en que se abría la puerta. La luz del pasillo proyectó en la pieza una franja de claridad, pero no iluminó el punto en que había caído el cigarro. Una voz de mujer preguntó, con tono indeciso:

—¿El señor Zapp?

—Sí, pase. ¿Quiere encender la luz, por favor?

Se encendió la luz y Zapp oyó como la mujer exclamaba, sorprendida.

—¿Dónde está?

—Aquí, debajo de la mesa.

Zapp se encontró mirando un par de gruesas botas forradas y ribeteadas de piel y el borde inferior de un holgado abrigo de pieles. A esto se agregó, un momento después, la cara invertida de una mujer, aprensiva y con la nariz colorada.

—Enseguida estoy con usted —dijo Zapp—. Se me cayó el cigarro por aquí.

—¡Oh! —dijo la mujer mirando fijamente a Zapp.

—No es el cigarro lo que me preocupa —explicó el profesor moviéndose a gatas por debajo de la mesa—, sino la alfom… ¡JODER!

Sintió en la mano un dolor quemante que le subió rápidamente brazo arriba. Instintivamente, trató de levantarse para salir de debajo de la mesa, y se golpeó la frente contra el borde a causa de su apresuramiento. Se puso a dar saltos por el despacho, tropezando con los muebles y profiriendo blasfemias, mientras se apretaba la mano derecha bajo el sobaco y se tocaba la frente con la izquierda. Con un ojo veía vagamente a la mujer del abrigo de pieles, que retrocedía y le preguntaba qué le pasaba. Zapp se desplomó en el sillón, gimiendo débilmente.

—Volveré en otro momento —dijo la mujer.

—¡No! ¡No me deje! —exclamó Morris, angustiado—. Es posible que necesite un médico.

El abrigo de pieles se inclinó ante él y la mano de Zapp fue separada con firmeza de su frente.

—Le saldrá un chichón, pero no hay herida —dijo la mujer—. Debería ponerse árnica.

—¿Eso duele?

La mujer apenas si pudo contener la risa.

—Me parece que es usted un quejica. ¿Qué le pasa en la mano?

—Me quemé con mi cigarro.

Retiró la mano del sobaco y la abrió con cuidado.

—No veo nada —dijo la mujer mirando con atención.

—Ahí —replicó Morris señalando el pulpejo.

—Ah, bueno, esas quemaduras tan pequeñas es mejor dejar que se curen solas.

Zapp dirigió a su visitante una mirada de reproche y se levantó. Fue hasta el escritorio y tomó otro cigarro. Mientras lo encendía con dedos temblorosos, se le ocurrió un comentario irónico acerca de lo fácil que es reponerse de un accidente de fumador, pero cuando se volvió para hablar, la mujer había desaparecido. Se encogió de hombros y al dirigirse hacia la puerta para cerrarla, tropezó con un par de botas que asomaban por debajo de la mesa.

—¿Qué hace?

—Estoy buscando su cigarro.

—No se preocupe por él.

—Para usted es muy fácil decirlo —dijo la voz sofocada de la mujer—, porque la alfombra no es suya.

—Si vamos a mirar eso, tampoco es suya.

—Es de mi marido.

—¿De su marido?

La mujer, como un oso pardo que emergiera de la hibernación, salió a gatas retrocediendo de debajo de la mesa y se puso de pie. Sostenía, entre el pulgar y el índice, la colilla del cigarro, mascada y húmeda.

—No tuve tiempo de presentarme —dijo—. Soy Hilary Swallow, la mujer de Philip.

—¡Oh! Morris Zapp.

Sonrió y le tendió la mano. La señora Swallow puso en ella la colilla del cigarro.

—Parece que no ha habido daños. Es que se trata de una buena alfombra, ¿sabe? India. Era de la abuela de Philip. ¿Cómo está usted? —agregó la mujer de repente quitándose un guante y tendiendo la mano a Morris Zapp.

Éste tuvo el tiempo justo de dejar la colilla en el cenicero antes de estrechársela.

—Encantado de conocerla, señora Swallow. ¿Quiere quitarse el abrigo?

—Muchas gracias, pero tengo prisa. Perdone las molestias, pero resulta que mi marido me ha escrito para encargarme que le envíe uno de sus libros. Me dijo que debe de estar aquí, en algún estante. ¿Le molestaría que yo…?

La señora Swallow hizo un gesto hacia los estantes llenos de libros.

—No faltaría más… Permítame que la ayude. ¿Cuál es el título del libro?

La mujer se ruborizó.

—Dice que se titula
Escribamos una novela
. No puedo imaginarme para qué lo quiere.

Morris sonrió y después frunció el entrecejo.

—Quizá se proponga escribir una —dijo mientras pensaba: «¡Que Dios ayude a los estudiantes de lengua y literatura inglesas 305!»

La señora Swallow, que miraba los libros, soltó un gruñido escéptico. Morris, chupando su cigarro, la observó con curiosidad. Resultaba difícil decir qué clase de mujer se ocultaba bajo el pañuelo de lana que le cubría la cabeza, el grande e informe abrigo de pieles y las botas con cremallera. Todo lo que podía verse era una cara redonda, corriente, de mejillas sonrosadas, con una nariz colorada y la insinuación de una doble papada. La nariz roja era consecuencia de un resfriado, evidentemente, porque la mujer no paraba de sorberse los mocos con discreción y de secarse la nariz con pañuelos de papel. Morris se aproximó a los estantes.

—De manera que no fue usted con su marido a Euforia.

—No.

—¿Por qué?

La mirada que le dirigió la señora Swallow no habría evidenciado mayor enojo si le hubiera preguntado qué marca de compresas usaba.

—Hubo varias razones, de carácter personal —dijo.

«Sí, y apostaría cualquier cosa a que una de ellas eres tú, guapa», le contestó Zapp mentalmente. En voz alta dijo:

—¿Cuál es el nombre del autor?

—No lo recuerda. Es un libro que compró de segunda mano, hace años, en uno de esos tenderetes. Le parece recordar que tiene la sobrecubierta verde.

—Una sobrecubierta verde…

Morris pasaba su dedo índice sobre los libros.

—Señora Swallow, ¿puedo hacerle una pregunta personal sobre su marido?

La mujer le miró con alarma.

—Bueno… No sé. Depende…

—¿Ve usted ese armario? Allí había ciento cincuenta y siete latas de tabaco vacías. Todas de la misma marca. Sé las que había porque las conté. Un día cayeron sobre mi cabeza.

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