Intercambio (26 page)

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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

Debes creerme, Hilary: no hubo absolutamente nada sexual en el arreglo. En las pocas ocasiones en que nos habíamos visto hasta entonces, no habíamos congeniado precisamente, y, en todo caso, Désirée había empezado a interesarse, con el entusiasmo del neófito, por las actividades del Movimiento de Liberación de la Mujer y era extremadamente hostil a los hombres en general. De hecho, esa falta de sexualidad era lo que más le gustaba de nuestro arreglo…

—¡Qué pena! —exclamó Désirée, suspirando, cuando hicieron el amor por primera vez.

—¿Qué pasa?

—Fue maravillosa mientras duró.

—Ha sido tremendo —dijo Philip—. ¿Me corrí demasiado pronto?

—¡No quise decir eso, tontaina! Quise decir que nuestra castidad fue maravillosa mientras duró.

—¿Castidad?

—Siempre he querido ser casta. ¡Han sido tan bellas estas últimas semanas viviendo como hermanos!, ¿no crees? Ahora tenemos un lío, como todo el mundo. ¡Qué vulgar!

—No tienes que seguir, si no quieres —dijo Philip.

—No se puede volver atrás una vez se ha empezado. Ahora hay que seguir.

—Bueno —respondió Philip.

Y, para demostrar que estaba de acuerdo con aquel principio, la despertó temprano a la mañana siguiente para hacer el amor de nuevo. Le costó ponerla a tono, pero al final se corrió arqueándose en una serie de paroxismos orgásmicos que hicieron que Philip, literalmente, se sintiera volar por los aires.

—Si no supiera que lo del orgasmo vaginal es un mito —dijo Désirée después—, habrías podido engañarme. Morris nunca me dio tanto placer.

—Me cuesta creerlo —respondió Philip—, pero es muy amable de tu parte decirme eso.

—Es verdad. Su técnica era terrible, por lo menos en los primeros tiempos, pero me sentí siempre como un motor en el banco de pruebas. Siendo… ¿Cómo se dice? ¿Probado hasta la destrucción?

Fue a su despacho, abrió la ventana y se sentó ante el escritorio. Evidentemente, el paquete de Hilary contenía un libro; llevaba una indicación: DAÑADO POR EL AGUA DE MAR, lo cual explicaba su forma extraña, casi siniestra. Quitó el papel que lo envolvía y se encontró frente a un volumen descolorido, arrugado y deformado que no pudo identificar de momento. Le faltaba el lomo y las hojas estaban pegadas. No obstante, consiguió abrir el libro por la mitad y leyó: «Las referencias retrospectivas deberán ser escasas, si es que se recurre a ellas. Son un obstáculo para el progreso de la narración y confunden al lector. Después de todo, la vida va hacia adelante, nunca hacia atrás.»

El personal docente del departamento se congregó, no sin cierto embarazo, en las escaleras del pabellón Dealer. Karl Kroop se movía diligentemente distribuyendo brazaletes negros. Había algunas pancartas, de fabricación casera, en las que se exigía: ¡LOS SOLDADOS FUERA DEL CAMPUS! y ¡BASTA DE OCUPACIÓN! Philip saludó con inclinaciones de cabeza y sonrisas a los conocidos que vio entre la multitud de personas en mangas de camisa, lo que les daba cierto aire veraniego. En realidad, el ambiente era más el de una merienda campestre que el de una vigilia. Al parecer, Karl Kroop se dio cuenta de esto, porque, después de dar unas palmadas para que le escucharan, llamó al orden diciendo:

—Amigos, se supone que esto es una manifestación
silenciosa
. Y creo que nuestra protesta adquiriría aún más dignidad si no fumarais durante la vigilia.

—Ni bebierais ni follarais —agregó una voz desde el fondo del grupo.

Sy Gootblatt, que estaba de pie junto a Philip, gruñó y tiró su cigarrillo.

—Es fácil para ti, que dejaste de fumar. —Volviéndose hacia Philip, Gootblatt agregó—: ¿Cómo te las arreglas?

—Lo compenso follando y bebiendo más —respondió Philip sonriendo.

Había descubierto que decir la verdad con aire de broma era la mejor manera de guardar los secretos en Euforia.

—Sí, pero ¿qué me dices del cigarrillo poscoito? ¿No lo echas de menos?

—Yo me fumaba una pipa.

—Y recordad que si la policía o la Guardia Nacional —dijo Karl Kroop seriamente— trata de dispersarnos, hay que adoptar una actitud pasiva, sin oponer resistencia. Si algún mamón os casca, tratad de recordar su número, aunque los muy cabrones ahora no lo llevan. ¿Alguna pregunta?

—¿Y qué pasa si usan gas? —preguntó alguien.

—Entonces estamos jodidos. Retiraos con la mayor dignidad posible.

Al fin la sensatez se impuso en el grupo. En el departamento de lengua y literatura inglesas había muy pocos radicales auténticos y ningún aspirante a mártir. Las palabras de Karl Kroop les habían recordado que, dadas las circunstancias excepcionales que estaban viviendo, incluso una cosa tan nimia como aquella vigilia implicaba un riesgo. Técnicamente, estaban violando las disposiciones del gobernador Duck sobre las asambleas públicas en el campus.

Todo empezó con mi detención. Si no hubiera sido por eso, nada habría pasado. Fue Désirée, ¿sabes?, quien me sacó de la cárcel…

—Oiga, ¿es usted Désirée?

—¡Ya era hora! ¿Ha olvidado que tengo que salir esta noche?

—No, no lo he olvidado.

—¿Dónde demonios está?

—En la cárcel.

—¿En la cárcel?

—Me han detenido por robar ladrillos.

—¡Dios mío! ¿Los robó?

—No, claro que no. Quiero decir que, aunque los tenía en el coche, no los había robado… Es una larga historia.

—Será mejor que abrevie, catedrático —dijo el policía que estaba a su lado.

—Oiga, Désirée, ¿no podría venir a pagar la fianza y sacarme de aquí? Dicen que son ciento cincuenta dólares.

—En efectivo —dijo el policía.

—En efectivo —repitió Philip.

—No tengo tanto dinero y los bancos están cerrados. ¿Aceptarían una tarjeta de crédito de American Express?

—¿Aceptan tarjetas de crédito? —le preguntó Philip al policía.

—No.

—No, no la aceptan.

—Conseguiré el dinero —dijo Désirée—, no se preocupe.

—No, si no estoy preocupado —dijo Philip, abatido. Oyó colgar a Désirée y colgó a su vez.

—Tiene derecho a otra llamada —dijo el policía.

—Me la reservo —dijo Philip.

—Si no la hace ahora, ya no podrá hacerla. Y no se haga ilusiones de salir bajo fianza, por lo menos, hasta el lunes. Es extranjero, ¿comprende? Esto complica las cosas.

—Oh… ¿Y ahora, qué?

—Pues que lo encierro. Es una lástima que la celda para los delincuentes menores esté llena de gente a la que cogieron llevándose ladrillos que no eran suyos. Tendré que meterlo en la celda de los criminales.

—¿Criminales?

La palabra sonaba tétricamente a sus oídos, y sus recelos no fueron desvanecidos por los dos corpulentos negros que se levantaron con agilidad felina en cuanto se abrió la puerta de la celda.

—Os traigo a un catedrático, muchachos —dijo el policía empujando a Philip sin miramientos, y luego cerró la puerta—, así que habladle bien.

Los delincuentes dieron unos pasos a su alrededor.

—¿Por qué le detuvieron?

—Por robar ladrillos.

—¿Has oído, Al?

—He oído, Lou.

—¿Cuántos ladrillos?

—Unos veinticinco.

Los delincuentes se miraron uno a otro, asombrados.

—¡Serían de oro! —dijo uno.

El otro soltó una larga y sonora carcajada.

—¿Tiene cigarrillos, catedrático?

—Lo siento. No fumo.

Fue la única vez que lamentó haber dejado de fumar.

—Mira, Al, qué pantalones tan bonitos lleva el catedrático.

—Bonitos de veras, Lou.

—Me gustan los pantalones que se ajustan bien al culo, Al.

—También a mí.

Philip se sentó rápidamente en el banco de madera que había a lo largo de la pared y no se movió hasta que se presentó Désirée con la fianza.

—Ha llegado a tiempo —le dijo cuando salían de la comisaría—. Me habrían violado si me hubiera quedado allí esta noche.

Resultaba divertido el recordarlo, pero no tenía ganas de repetir la experiencia. Si se presentaba la policía para detenerlos, pensaba que probablemente sería de los primeros en romper filas y volar al santuario de su despacho. Por fortuna, aquel día reinaba la calma en el campus y no parecía que la vigilia fuera a perturbarla. Los transeúntes se limitaban a mirar y a sonreír. Algunos hacían signos pacifistas o saludos del Poder Negro y gritaban «¡Ánimo!» o «¡El poder para el pueblo!». Un equipo de televisión, un reportero y un fotógrafo, que llevaba el pesado material sobre sus espaldas, como un lanzagranadas, los filmaron durante unos minutos, recorriendo lentamente las filas, lo que le recordó las fotografías anuales de fin de curso. Sy Gootblatt se tapó la cara con un ejemplar del
Diario de la Eufórica
.

—No sabemos si trabajan para el FBI —explicó.

Empezaré por el principio. Iba en coche por Plotino un sábado por la tarde; había estado de compras en un centro y al volver pasé junto a una iglesia que había sido demolida y vi que mucha gente, gran parte de ella estudiantes, se llevaba ladrillos en carretillas y en carritos de supermercado. Pasé junto a un grupo que llevaba ladrillos en bolsas de papel y en cestas de la compra, y reconocí a uno de mis alumnos…
Wily Smith. Con dos amigos negros del gueto de Ashland y una muchacha blanca vestida con un caftán y que iba descalza. Aceptaron con entusiasmo su oferta de llevarlos hasta el Jardín. Metieron los ladrillos en el maletero del Corvair y subieron al coche. En el momento de cruzar una calle, ya cerca del Jardín, Wily Smith gritó, de pronto:

—¡La pasma!

Se abrieron tres portezuelas del coche y los pasajeros de Philip saltaron y echaron a correr en cuatro direcciones distintas. Los dos policías del coche que iba tras Philip no se molestaron en perseguirles. Se encararon con Philip, sentado al volante y paralizado por el terror.

—¿Me salté un semáforo en rojo? —balbuceó.

—Abra el maletero, por favor.

—Sólo llevo unos cuantos ladrillos viejos.

—¡Ábralo!

Estaba tan aturdido que no se acordó de que el Corvair lleva el motor detrás, y por error lo destapó.

—Déjese de bromas, no está el horno para bollos.

—Lo siento —dijo Philip, que abrió entonces el maletero.

—¿De dónde proceden los ladrillos?

—De… Mmm… Hay una iglesia que están demoliendo a unas calles de aquí. Supongo que la habrán visto. Mucha gente se lleva los ladrillos.

—¿Tiene usted permiso por escrito para llevárselos?

—Mire, agente, yo no cogí los ladrillos. Los llevaban esos estudiantes que iban en mi coche. Yo no hice más que ofrecerme a llevarlos.

—Dígame sus nombres y direcciones.

Philip titubeó. Sabía cuál era la dirección de Wily Smith y tenía la costumbre de decir la verdad, especialmente a la policía.

—No lo sé —dijo—. Supuse que tenían permiso.

—Nadie tiene permiso. Esos ladrillos son bienes robados.

—¿De veras? No pueden valer mucho, ¿verdad? Si quiere, volveré a llevarlos a la iglesia.

—Nadie va a ir a la iglesia. Identifíquese.

Philip mostró su tarjeta de identidad de la universidad y su carné de conducir británico. La primera provocó un breve sermón sobre los profesores que estimulan a los estudiantes a violar la propiedad privada; el segundo, una sospecha profunda pero silenciosa. Ambos documentos le fueron confiscados. Se aproximó un segundo coche de policía, cuyos ocupantes trasladaron los ladrillos del coche de Philip al suyo. Y entonces todos fueron a la comisaría.

La celda en que le metieron al principio era pequeña, sin ventanas y falta de aire. Le previnieron enérgicamente de que se abstuviera de causar destrozos en ella y de ensuciar las paredes con obscenidades, le registraron en busca de armas y le dejaron solo media hora para que meditara sobre sus pecados. Luego fueron a buscarle y lo ficharon. Su tarjeta de identidad de la facultad y su carné de conducir británico fueron estudiados de nuevo. Le confiscaron el contenido de los bolsillos y lo escrutaron con todo detenimiento —cosa deprimente, que le recordó el juego del paseo de Pitágoras—. Hubo gran hilaridad alrededor de la mesa del sargento de guardia al aparecer una canica —propiedad de Darcy— que Philip llevaba en el bolsillo de la chaqueta («¡Coño, señor catedrático!, ¿no es usted un poco mayorcito para jugar a las canicas?»); la hilaridad se transformó en desaprobación moral mezclada con rijosa envidia cuando se descubrió que el coche que conducía y la casa en que vivía pertenecían a una mujer que no era la esposa, cuyo retrato llevaba en la cartera. Se le tomaron fotografías y huellas dactilares. Después se le permitió la llamada a Désirée y luego lo encerraron con los criminales. Désirée consiguió la fianza cuando él ya había perdido toda esperanza de salir antes del lunes. Le esperaba en el vestíbulo del Palacio de Justicia, fresca, bella y serena, vestida con una chaqueta y unos pantalones color crema y con la roja cabellera recogida en la nuca como un moño. Philip la abrazó.

—¡Désirée…! ¡Gracias a Dios que ha llegado!

—Oh, oh … Parece muy abatido. ¿Le han pegado?

—No, no … Pero ha sido todo tan desagradable…

Désirée fue amable y hasta se mostró tierna por primera vez desde que se conocían. Se puso de puntillas para besarle en la boca. Se cogió de su brazo y lo acompañó hasta el coche.

—Cuénteme lo que ha pasado —dijo.

Le explicó lo ocurrido con frases cortas e inconexas. No era solamente por la impresión de alivio: al igual que en aquella ocasión anterior, el beso inesperado había derretido una especie de glaciar que tenía en su interior; emociones insospechadas y sensaciones olvidadas se desbordaron de repente. Ya no pensaba en su detención. Pensaba que era la primera vez que se tocaban. Y casi le pareció que Désirée pensaba lo mismo. A sus incoherentes explicaciones, Désirée respondió con frases no menos incoherentes. Y, camino de su casa, desvió la mirada de la carretera durante períodos peligrosamente largos para observar a Philip; se reía y soltaba tacos histéricamente. Al observar e interpretar estos signos, Philip se sentía cada vez más excitado y confuso. Sus piernas temblaban incontrolables cuando se apeó del coche y entró finalmente en la casa.

—¿Dónde están los gemelos? —preguntó.

—En la casa de al lado —dijo Désirée mirándole con una expresión que nunca había visto en ella.

Cerró la puerta y se quitó la chaqueta. Y los zapatos. Y los pantalones. Y la blusa. Y las bragas. No llevaba sostén.

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