—Perdóname, Phil —murmuró Sy Gootblatt—, pero es evidente que estás empalmado, lo cual no me parece nada bien en una vigilia.
Aproximadamente a las doce y media la vigilia se dio por terminada y los manifestantes se dispersaron y se fueron, charlando, a comer. Philip comió un emparedado de ensalada de camarones con Sy Gootblatt en el Timón de Plata, un restaurante del campus. Después Sy volvió a su oficina para escribir otro artículo acerca de Hooker con su máquina eléctrica. Philip, demasiado inquieto para trabajar (no había leído un libro completo desde hacía semanas), se fue a tomar el aire. Se paseó por la plaza Howle, impregnándose de la puesta de sol, pasando frente a las casetas y los puestos de los grupos políticos estudiantiles; era una especie de feria ideológica en la que uno podía adherirse al Movimiento de Estudiantes por una Sociedad Democrática, comprar libros a los Panteras Negras, contribuir al fondo para el Jardín, comprometerse a salvar la bahía, dar sangre para el Vietcong, proveerse de folletos con instrucciones de primeros auxilios en caso de ataques con gases, firmar una petición para legalizar la marihuana y manifestar sus ideas de un centenar de otras interesantes maneras. En la acera de la plaza, un predicador integrista y un grupo de canoros monjes budistas se hacían la competencia, disputándose las almas de los menos comprometidos en las cosas del mundo. Era un día relativamente tranquilo en Plotino. Aunque había un grupo de guardias nacionales en cada cruce a todo lo largo de la calle del Tranvía dirigiendo el tránsito, manteniendo despejadas las aceras e impidiendo que la gente se agrupara, se notaba menos tensión en el aire y la gente se mostraba paciente y de buen humor. Era una especie de pausa entre la violencia, los gases y el derramamiento de sangre de los días pasados y el futuro imprevisible de la Gran Marcha. Los jardineros se encontraban muy atareados con los preparativos del acontecimiento; y la policía, que habían tenido mala prensa por su papel en los tumultos a causa del Jardín, procuraba no dejarse ver. En la calle del Tranvía la actividad comercial se desarrollaba como de costumbre, aunque se veían algunos cristales rotos y escaparates cerrados con tablones, y se percibía un fuerte y acre olor a gas en la Librería Beta, lugar predilecto de reunión de los grupos radicales, en la cual la policía había lanzado tantos gases lacrimógenos, que se decía que era fácil decir qué alumnos de cada clase habían comprado allí sus libros por las lágrimas que aún caían de sus ojos. Los más sanos y apetitosos olores de hamburguesas, de tostadas con queso y de pastrami, de café y de cigarros, salían de los cafés y bares llenos de gente y se extendían por la calle; en las tiendas de discos sonaba sin cesar el último éxito del rock-gospel,
Oh, Happy Day
, que se oía por los altavoces colocados en el exterior; las cortinas de cuentas producían su sonido peculiar, al ser agitadas por la brisa, en las tiendas donde vendían artículos procedentes de la India, que olían a incienso. Los acordes grabados de música de sitar se mezclaban con la música, procedente de las radios sintonizadas en alguna de las veinticinco emisoras que podían escucharse en la zona de la bahía, que salía de las ventanillas abiertas de los coches que, en hilera, casi se tocaban unos a otros en la estrecha calzada de la calle.
Philip consiguió una mesa libre junto a la ventana abierta del café Pierre's, pidió un helado y un café irlandés y se dedicó a contemplar el desfile: jóvenes jesuses barbudos y sus magdalenas de pies descalzos y maxifaldas, negros con tocados africanos como nubes atómicas y gafas ahumadas de montura metálica que lanzaban heliográficos mensajes que hablaban de revolución a sus hermanos al otro lado de la calle; drogadictos que, evidentemente colocados, iban tanteando su camino siguiendo el bordillo o estaban sentados en las aceras, con las espaldas apoyadas en las soleadas paredes; muchachos del gueto o vagabundos que rondaban alrededor de los contadores del aparcamiento y pedían dinero a los automovilistas, que se lo daban, temerosos de que les rayaran la carrocería; curas y policías; hombres que pegaban carteles y personas que hurgaban en los cubos de la basura; un joven que distribuía, sin convicción, propaganda de la Iglesia de la Cienciología; hippies con chaquetas de cuero rotas y ajadas y guitarras, y muchachas, muchachas de todos los tipos, aspectos y descripciones imaginables: muchachas con el pelo liso y largo suelto hasta la cintura, muchachas con trenzas, muchachas con rizos, muchachas con faldas cortas, muchachas con faldas largas, muchachas con tejanos, muchachas con pantalones acampanados, muchachas con bermudas, muchachas sin sostén, muchachas probablemente sin bragas, muchachas blancas, amarillas, morenas y negras, muchachas con caftanes, saris, jerséis ceñidos, pantalones bombachos, vestidos saco, blusas estampadas de estilo hawaiano, vestidos largos con mangas y cuello de encaje, guerreras militares, sandalias, botas, zapatillas persas y descalzas, muchachas con flores, con sartas de cuentas, brazaletes, aretes, sombreros de paja, sombreros cónicos de culi, gorras a lo Castro, muchachas gordas y flacas, bajas y altas, limpias y sucias, muchachas de senos enormes y muchachas de senos pequeños, muchachas de nalgas firmes y arrogantes y muchachas cuyas nalgas colgaban como deshinchados globos de carne, y una muchacha que llamó especialmente la atención de Philip: esperaba junto al bordillo para cruzar la calle, vestida con una minifalda que dejaba al descubierto sus piernas largas y blancas, en una de las cuales se veía, en el muslo, lo que era, evidentemente, la marca de un mordisco.
Sentado allí, contemplándolo todo con el mismo gusto sosegado con que sorbía el café, muy cargado, a través de su filtro de nata batida, Philip se sintió finalmente convertido a la expatriación, y se vio también como parte de un gran proceso histórico: una inversión de aquella corriente del Golfo cultural que en otro tiempo había llevado a tantos americanos a Europa en busca de Experiencia. Pero ahora ya no era Europa, sino la Costa Oeste de los Estados Unidos, el colmo del experimentalismo en el arte y en la vida, el lugar al que se peregrinaba en busca de liberación y de iluminación espiritual; de manera que era en la literatura americana en la que los europeos trataban ahora de encontrar el modelo que guiara su búsqueda. Pensó en
Los embajadores
y en el consejo de Strether a Little Bilham, en el jardín de París: «Vive…, vive todo lo que puedas, es un error no hacerlo», sintiendo que se identificaba con ambos personajes, con el que habla, que ha descubierto demasiado tarde esta verdad, y con el joven, que todavía puede sacar provecho de ella. Pensó en Henry Miller sentado ante una cerveza en un modesto café parisiense con un cuaderno de notas sobre las rodillas y los dedos oliéndole aún a coño, y sintió un lejano parentesco con aquella imaginación tosca, desigual, priápica. Aquella tarde, sentado en el café Pierre's, en la calle del Tranvía, mientras el río de la vida de Plotino seguía su curso, por primera vez en su vida comprendió la literatura americana: comprendió su prodigalidad y su falta de decoro, su positiva y saludable heterogeneidad; comprendió a Walt Whitman, que puso unas al lado de otras palabras que antes nunca se habían visto juntas fuera de los diccionarios, y a Herman Melville, que dividió el átomo de la novela tradicional en el esfuerzo por hacer de la pesca de la ballena una metáfora universal y que introdujo de matute, en un libro dirigido al público lector más puritano que ha conocido el mundo, un capítulo entero dedicado al prepucio de una ballena, y se salió con la suya; comprendió por qué Mark Twain estuvo a punto de escribir una secuela de
Huckleberry Finn
en la que Tom Sawyer vendía a Huck como esclavo, y por qué Stephen Crane escribió primero su gran novela sobre la guerra y pasó después por la experiencia bélica, y lo que quería decir Gertrude Stein cuando afirmó que «cualquier cosa que uno recuerde es una repetición, pero existir como ser humano, es decir, vivir, oír y escuchar, nunca es una repetición»; comprendió todo eso, aunque no hubiera podido explicárselo a sus alumnos, porque a menudo hay pensamientos que son demasiado profundamente personales para exponerlos en un seminario; y comprendió también, por fin, qué era lo que quería decirle a Hilary.
Porque he cambiado, Hilary, he cambiado más de lo que creía posible cambiar. No sólo, como sabes, vivo en casa de Désirée Zapp desde la noche del corrimiento de tierra, sino que, además, desde el día de mi detención hago vida marital con ella, y, para ser absolutamente sincero, ni me siento culpable ni tengo el menor remordimiento por ello. Lamentaría muchísimo, por descontado, herirte, pero cuando me pregunto en qué te he faltado, o qué te he quitado que tuvieras antes, siempre llego a la misma conclusión: no te he faltado en nada ni te he quitado nada. A mi modo de ver, lo equivocado no son mis relaciones con Désirée, sino nuestro matrimonio. Nos hemos poseído el uno al otro por completo, pero sin alegría. Creo que, en los trece años que llevamos de casados, este viaje mío a los Estados Unidos ha sido la única ocasión en que hemos estado separados más de un día o dos. Durante este tiempo no creo que haya habido ni una hora en que no hayas sabido, o hayas podido imaginar, qué estaba haciendo, y a mí me ocurría exactamente lo mismo. Es más, diría incluso que los dos sabíamos lo que pensaba el otro, de modo que casi no era necesario ni que nos habláramos. Cada día era más o menos como el anterior, y mañana sería sin duda igual que hoy. Sabíamos en qué creíamos los dos. Trabajo, economía, educación, mesura. Nuestro matrimonio —la casa, los niños— era como una máquina que utilizábamos y cuidábamos con la silenciosa laboriosidad de dos técnicos que han trabajado juntos durante tanto tiempo que nunca tienen que pedirse la herramienta que necesitan, que nunca tropiezan el uno con el otro, que nunca cometen el menor error ni tienen el más mínimo desacuerdo y a los que su trabajo aburre como ostras
.Veo que, inconscientemente, me he puesto a hablar en pasado. Supongo que es porque no concibo volver a tener contigo unas relaciones de esa clase. Lo cual no quiere decir que esté pensando en separarme ni en divorciarme, sino tan sólo que, si hemos de seguir viviendo juntos, tendrá que ser empezando de nuevo y sobre una base distinta. La vida, después de todo, debe ir hacia adelante, nunca hacia atrás. Creo que sería una buena idea que vinieras aquí a pasar un par de semanas, para que pudieras comprender lo que trato de decirte en su contexto adecuado, por así decirlo, y pudieras tomar una decisión al respecto. Me temo que en Rummidge no sería capaz de explicarme bien
.A propósito, por lo que se refiere a Désirée, ella no pretende tener ningún derecho sobre mí, ni yo sobre ella. Siempre la recordaré con afecto y gratitud, y nada podría hacerme lamentar nuestra relación, pero, por descontado, no te pido que vengas para que formemos un ménage à trois. Dentro de poco me voy a ir a vivir a un apartamento
.
Sí, esto lo expresa todo a la perfección, pensaba Philip mientras pagaba su consumición. No voy a escribírselo todavía, pero, cuando llegue el momento adecuado, esas palabras le expresarán claramente lo que siento.
—Creo que es forzoso reconocer —decía Philip, con toda sinceridad, mientras hablaba por el micrófono en la emisora de radio— que quienes concibieron la idea original del Jardín eran radicales que buscaban un motivo de confrontación con la sociedad. Fue un acto esencialmente político de la izquierda radical, destinado a provocar la represión por parte de las fuerzas de orden público, a fin de demostrar la tesis revolucionaria según la cual esta sociedad supuestamente democrática es de hecho totalitaria, represiva e intolerante.
—Si le comprendo correctamente, señor Swallow —dijo la voz nasal de la persona que había llamado—, según usted, las personas que empezaron los trabajos del Jardín son, en último término, responsables de la violencia que siguió.
—¿Es ésa tu opinión, Phil? —preguntó Boon, cortando al otro.
—Hasta cierto punto sí. Pero hay algo más importante, a mi modo de ver, y es que esa tesis ha resultado ser correcta: porque cuando hay dos mil soldados movilizados en esta pequeña comunidad, helicópteros zumbando todo el día por el aire, toque de queda, gente tiroteada por las calles, lanzamiento de gases y detenciones indiscriminadas, sólo para suprimir un pequeño jardín, es que algo funciona mal en el sistema. Del mismo modo, la idea del Jardín puede haber sido una estratagema política de los que la concibieron, pero quizá se ha convertido en una idea buena y valiosa durante su proceso de realización. Espero que no piense que he esquivado su pregunta.
—No —dijo la voz en sus auriculares—, no. Esto es muy interesante. Dígame, señor Swallow, ¿ha ocurrido alguna vez algo parecido en su universidad, en Inglaterra?
—No —dijo Philip.
—Muchas gracias por su llamada —dijo Boon.
—Gracias a ustedes —dijo el oyente.
Boon cortó la llamada y dejó paso a la grabación con la sintonía de la emisora. Llevaba el brazo enyesado y sobre el yeso se leía: «Roto por la policía del condado de Arcadia, el sábado, 17 de mayo, en la confluencia de las calles Shamrock y Addison. Se necesitan testigos.»
—Bueno, tenemos tiempo para un par de llamadas más —dijo.
Se encendió la luz roja.
—¡Hola, buenas noches! Aquí Charles Boon y mi invitado, el catedrático Philip Swallow. ¿Qué desea usted decirnos?
La llamada era de una anciana, evidentemente una participante habitual, porque Boon puso los ojos en blanco con un gesto de desesperación en cuanto oyó su voz temblorosa y lenta.
—¿No cree usted, señor Swallow —preguntó—, que lo que hoy necesitan los jóvenes es que en la universidad les den una serie de cursos de autocontrol y sacrificio?
—Bueno…
—Mire, cuando yo era joven… Debo advertirle que de eso hace ya mucho… ¡Je, je, je! ¿Cuántos años diría que tengo, eh?
Charles Boon la interrumpió bruscamente:
—Bueno, abuela, ¿qué es lo que trata de decirnos? ¿Que lo que tienen que hacer las chicas es decir NO con todas las letras: ENE-O?
Después de un breve silencio, se oyó la voz temblorosa.
—¡Bendito sea Dios, señor Boon, eso es exactamente lo que iba a decir!
—¿Qué te parece esto, Phil? —dijo Charles Boon—. ¿Qué opinas acerca de que decir NO, ENE-O, sea una panacea para nuestra época?
Boon tomó un sorbo de la botella de refresco que tenia: ante sí y soltó un silencioso eructo. A través de los cristales, a la izquierda de Boon, Philip podía ver al técnico de sonido bostezando frente a sus mandos y diales. Tenía cara de aburrimiento, lo que a Philip le pareció el colmo del desagradecimiento, porque él no se sentía aburrido, ni mucho menos. Había gozado con el programa enormemente. Durante cerca de dos horas había impartido generosamente sus sabias opiniones entre los oyentes del Programa de Charles Boon sobre cualquier tema concebible: el Jardín, las drogas, la ley y el orden, la calidad de la enseñanza universitaria, el Vietnam, el medio ambiente, las pruebas nucleares, el aborto, terapia de grupo, la prensa contracultural, la muerte de novela… y aún tenía energía y entusiasmo suficientes para encontrar unas palabras sobre la Revolución Sexual para anciana señora.