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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

Intercambio (24 page)

—¿Os habéis lavado? —les preguntó.

Mientras los niños se aseaban, Philip puso en el fuego la cafetera para preparar el desayuno de Désirée y comenzó a hojear un número de
La Crónica
del día anterior. «Será una protesta pacífica, no violenta, insisten en afirmar los organizadores», leyó. «Pero los vecinos de la ciudad, al oír que se calcula que unas ciento cincuenta mil personas pueden converger en Plotino para la ocasión, procedentes de lugares tan distantes como Madison y Nueva York, abrigan serios temores.» Miró por la ventana, hacia el helicóptero que, como una libélula, sobrevolaba el centro de Plotino. En la ciudad había más de dos mil soldados, algunos de los cuales habían acampado en el propio Jardín Popular. Se decía que regaban las plantas en secreto. La verdad era que a veces se diría que los soldados tenían ganas de tirar las armas y unirse a los estudiantes que protestaban, especialmente cuando las chicas que estaban con los jardineros se desnudaban de cintura para arriba y oponían sus senos a las bayonetas, una confrontación de armas blandas y armas duras que los fotógrafos de
Tiempos
Eufóricos
consideraron irresistible. La mayoría de los soldados eran jóvenes que se habían alistado en la Guardia Nacional para evitar la guerra del Vietnam, y tenían el mismo aspecto aturdido y triste de los soldados que se veían en los noticieros de la televisión; los más atrevidos incluso hacían signos de paz en dirección a las cámaras. De hecho, el episodio del Jardín Popular venía a ser como una guerra del Vietnam en miniatura, en la que la universidad representaba el papel del régimen de Van Thieu, la guardia nacional, el del ejército de los Estados Unidos, los estudiantes y los hippies, el del Vietcong… Escalada militar, abrumadora superioridad de medios materiales respecto del contrario, helicópteros, defoliantes, guerra de guerrillas: todo se correspondía perfectamente. Debería decir algo al respecto en el Programa de Charles Boon. Pero Philip no tenía idea de lo que iba a decir.

Los gemelos reaparecieron en la cocina para recoger sus bolsas del almuerzo, algo más limpios y relativamente arreglados, vestidos con tejanos, zapatillas deportivas y camisetas descoloridas.

—¿Le habéis dicho adiós a vuestra madre?

—¡Hasta luego, Désirée! —dijeron los dos mecánicamente al salir de la casa.

Como respuesta recibieron un grito sofocado. Philip puso en una bandeja café, zumo de naranja, panecillos tostados y miel, y la llevó al dormitorio de Désirée.

—¡Hola! —le saludó ella—. ¡Qué oportuno!

—Hace un día magnífico —dijo Philip, que colocó la bandeja ante ella y se dirigió a la ventana.

Ajustó las persianas de manera que la luz del sol penetrara formando largas tiras. Las rojas trenzas de Désirée flameaban sobre las almohadas color azafrán de la gran cama.

—¿Fue un helicóptero eso que casi arrancó el techo de la casa? —preguntó a la vez que empezaba a desayunar con evidente apetito.

—Sí. Estaba en el jardín.

—¡Qué hijos de puta…! ¿Los niños ya se han ido a la escuela?

—Sí, les preparé unos emparedados de mantequilla de cacahuete. He acabado la última lata.

—Sí, hoy he de ir al súper. ¿Tienes algún plan?

—Esta mañana tengo que ir a la universidad. El departamento celebra una vigilia en las escaleras del pabellón Dealer.

—¿Una qué?

—Ya sé que no es la palabra correcta, pero así la llaman. Una vigilia dura toda la noche, ¿no? Creo que vamos a estar un par de horas de pie en las escaleras. Es una protesta silenciosa.

—¿Crees que Duck va a retirar a la Guardia Nacional sólo porque el departamento de lengua y literatura inglesas se calle durante un par de horas? Reconozco que sería toda una proeza, pero…

—Según creo, el destinatario de la protesta es Binde. Para presionarle a fin de que no se deje intimidar por Duck y O’Keene.

—¿Binde? —bufó Désirée, despectiva—. ¿El rector Doscaras?

—Bueno, hay que reconocer que su posición es difícil. ¿Qué harías tú en su lugar?

—No podría estar en su lugar. La Universidad del Estado de Euforia nunca ha tenido una mujer como rector en toda su historia. A propósito, ¿volverás tarde esta noche? Porque si es así necesitaremos una canguro. Tengo clase de kárate.

—Sí, volveré tarde. Tengo que intervenir en el jodido programa de Charles Boon.

—Ah, sí. ¿De qué vas a hablar?

—Creo que se espera de mí que dé mi opinión de lo que ocurre en la Eufórica, desde un punto de vista británico.

—Eso parece fácil.

—Lo que pasa es que ya no me siento británico. No tanto como antes, por lo menos. Aunque tampoco es que me sienta americano, ésa es la verdad. «Vagando entre dos mundos, el uno perdido, y el otro incapaz de nacer.»

—Seguro que te harán muchas preguntas sobre el Jardín. No en vano eres uno de sus más conocidos defensores.

—Aquello fue puramente accidental, como sabes muy bien.

—Nada es puramente accidental.

—Nunca tuve excesiva simpatía hacia el Jardín. Ni siquiera he puesto los pies allí. Y la gente, personas completamente desconocidas, me saludan en la calle, me estrechan la mano, me felicitan por mi compromiso… Todo esto resulta embarazoso.

—En los asuntos humanos hay mareas que te arrastran, Philip. El proceso histórico te ha atrapado.

—Me siento mentiroso.

—¿Por qué vas a la vigilia, entonces?

—Si no voy, lo tomarán como una deserción, igual que si me hubiera pasado al otro bando, lo cual no es cierto. Creo sinceramente que deberían retirar las tropas del campus.

—Bueno, procura que no te detengan. Es posible que la próxima vez no sea tan fácil sacarte.

Désirée terminó su panecillo, se lamió los dedos y se recostó contra las almohadas con la taza de café apoyada en los labios.

—¿Sabes —dijo— que te sienta muy bien ese albornoz?

—¿Dónde puedo comprar otro igual?

—Quédatelo. Morris no se lo ha puesto ni una sola vez. Se lo compré como regalo de Navidad hace dos años. A propósito, ¿has escrito a Hilary? ¿O esperas que otro anónimo le dé las explicaciones que deberías darle tú?

—No sé qué decirle.

Philip se puso a pasear por la habitación intentando, sin saber por qué, no pisar las líneas que dibujaba en el suelo la luz del sol. En el tríptico de espejos del tocador convergían tres imágenes de su figura, que le miraban con indiferencia cuando se volvía para pasear en sentido contrario.

—Explícale lo que ha pasado y lo que piensas hacer.

—Pero si no sé qué voy a hacer. No tengo ningún plan.

—¿No crees que el tiempo se te echa encima?

—Lo sé, lo sé —dijo, abatido, mientras se revolvía el cabello con los dedos—, pero no estoy acostumbrado a estas cosas. No tengo experiencia como adúltero. No sé lo que sería mejor para Hilary, para los niños, para mí, para ti…

—Por mí no te inquietes —dijo Désirée—. Olvídame.

—¿Cómo podría olvidarte?

—Una cosa te he de decir: no tengo intención de volver a casarme. Por si se te pasaba la idea por la cabeza.

—Pero vas a divorciarte, ¿no?

—Sí, pero de ahora en adelante soy una mujer libre. Caminaré con pie firme y sin un par de pelotas colgadas del cuello.

Quizá Philip pareció ofendido, porque Désirée continuó:

—No hay nada personal en esto, Philip. Sabes que me caes muy bien. Nos llevamos a las mil maravillas. Y los niños también te quieren.

—¿Me quieren, de veras? A veces me lo pregunto.

—Sí… Los llevas al parque y tienes con ellos detalles que Morris nunca ha tenido.

—Es curioso… Es una de las cosas de las que esperaba librarme al venir aquí. Debe de ser un impulso invencible.

—Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. O marcharte. Eres completamente libre de hacer lo que más te convenga.

—Me he sentido muy libre estas tres semanas —dijo Philip—. Libre como no me había sentido en mi vida.

Désirée le dirigió una de sus raras sonrisas.

—Eso me halaga.

Salió de la cama y se desperezó estirándose dentro de su camisón de algodón.

—¡Ojalá pudiéramos seguir así indefinidamente! Tú, yo y los gemelos aquí, y Hilary y los niños la mar de felices y en la inopia.

—¿Cuánto tiempo de estancia te queda?

—Dentro de un mes acabo oficialmente.

—¿Podrías continuar en la Eufórica, si quisieras? Es decir, ¿te darían trabajo?

—No hay esperanzas.

—He oído que has recibido grandes elogios en la última edición del
Boletín del Curso
.

—Fue cosa de Wily Smith.

—Eres demasiado modesto, Philip.

Tras quitarse el camisón, Désirée se dirigió al vecino cuarto de baño. Philip la siguió, comiéndola con los ojos, y se sentó en la tapa del retrete mientras ella se duchaba.

—¿No podrías encontrar una plaza en alguna pequeña universidad? —le preguntó Désirée a través del silbido del agua caliente.

—Tal vez. Pero habría problemas de papeleo. Claro que, si me casara con una americana, no habría dificultades…

—Eso me suena a chantaje.

—No era ésa mi intención. —Philip se levantó y vio su cara en el espejo del lavabo—. Tengo que afeitarme. Esta conversación es cada vez más irreal. Volveré dentro de un mes, qué remedio. Volveré con Hilary y los niños. Volveré a Rummidge. Volveré a Inglaterra.

—¿Te gusta la idea?

—No, claro.

—Podrías trabajar para mí, si quisieras.

—¿Para ti?

—Cuidando la casa. Lo haces muy bien. Mucho mejor que yo. Quiero volver a trabajar.

Philip se echó a reír.

—¿Cuánto me pagarías?

—No mucho. Pero no habría problemas con el permiso de residencia. ¿Quieres sacarme una toalla del armario, cariño?

Philip mantuvo desplegada la toalla mientras ella salía resplandeciente de la ducha y luego se puso a frotarla con energía.

—Mmmm… ¡Qué bien lo haces! —exclamó Désirée. Unos instantes después añadió—: Tienes que escribir a casa, de veras.

—¿Se lo has contado a Morris?

—Yo no tengo que darle explicaciones. Además, iría disparado a contárselo a tu mujer.

—No había caído en eso. Desde luego, los dos saben que me instalé aquí…

—Pero piensan que también está aquí Melanie, de carabina. ¿O quizá se supone que soy yo quien os vigila a ti y a Melanie? Me he perdido.

—Yo me perdí hace semanas —dijo Philip, que estaba de rodillas, secándole las piernas, y había empezado a frotarla con menos energía—. ¿Oye, sabes que esto es terriblemente excitante?

—¡Calma, chico! —dijo Désirée—. ¿No te acuerdas de que tienes que guardar vigilia?

Querida:

Muchas gracias por tu última carta. Me alegro de saber que te has curado de tu resfriado. No he empezado todavía a padecer mi fiebre del heno, y espero no ser alérgico al polen de Euforia. A propósito, tengo tantas cosas en la cabeza que…

Estimada Hilary:

No te llamo « pichoncito» porque creo que no soy digno de utilizar ese término cariñoso. Unos meses después de lo de Melanie…

Pichoncito:

Fuiste muy perspicaz cuando dijiste que parecía más sosegado y alegre en mis últimas cartas. No sé si tendrá algo que ver, pero últimamente follo tres o cuatro veces por semana con la señora Zapp y no puedes imaginarte lo bien que me sienta…

Durante un rato, en el campus, Philip empezó a redactar mentalmente cartas a Hilary, pero también mentalmente las rompía apenas comenzadas. Sus pensamientos parecían escapar de su control y volverse absurdos, sentimentales, desvergonzados, en cuanto trataba de incluir dentro de un solo marco de referencia las imágenes de su vida habitual, en Rummidge, con Hilary y los niños, y la imagen de su vida actual. Le costaba creer que, simplemente tomando un avión, en unas horas estaría de vuelta en el ambiente gris, húmedo y tranquilo del que había salido. Le resultaba tan difícil de creer como la posibilidad de que, simplemente atravesando el espejo del tocador de Désirée, pudiera volver a encontrarse en su dormitorio conyugal. ¡Si pudiera enviar a casa, cuando llegara el momento, un doble de sí mismo, un zombi, un robot Swallow programado para lavar platos, impartir tutorías, pagar hipotecas el día tres de cada mes, mientras él se quedaba en Euforia, se dejaba crecer el pelo y retozaba tranquilamente con Désirée… Nadie lo notaría en Rummidge. Mientras que si iba en persona, y con su actual estado de ánimo, dirían que se trataba de un impostor. ¿
Quiere el verdadero Philip Swallow ponerse de pie, por favor
? A mí también me gustaría conocer a ese verdadero Philip Swallow, pensaba Philip, que conducía el Corvair por las cerradas curvas de la avenida de Sócrates, mientras los neumáticos chirriaban suavemente sobre el pavimento y las casas y los jardines giraban vertiginosamente en el retrovisor. Resulta que había acabado conduciendo el coche de Morris Zapp. «Así mantendrás la batería cargada», le había dicho Désirée unos días después de haberse instalado en su casa. «No puedo soportar verte tomar el autobús cada mañana mientras el coche está muriéndose de asco en el garaje.»

Verás, todo empezó la noche del corrimiento de tierra. La señora Zapp y yo habíamos vuelto a coincidir en una fiesta, y ella se ofreció a llevarme a casa, porque caía una especie de tormenta tropical…
El paseo de Pitágoras era como un río desbordado. Se veía caer furiosamente la lluvia a través de los haces de luz de los faros, se la oía repiquetear sobre el coche, y los limpiaparabrisas casi no conseguían retirar el agua de los cristales. Los faroles estaban apagados, probablemente a causa de un cortocircuito. Aquello era como conducir por el fondo del mar.

—¡Dios mío! —dijo Désirée, esforzándose por ver a través del mojado parabrisas—. Después que le deje en su casa creo que lo mejor será que me quede en el coche, a esperar que escampe.

Por cortesía, Philip la invitó a tomar una taza de té y, para su gran sorpresa, ella aceptó.

—Va a quedar empapada —dijo Swallow—. Tengo un paraguas. ¡Echemos una carrerita!

La echaron… y se encontraron frente a una de las paredes laterales de la casa.

—¡Qué raro! —dijo Philip—. Aquí debería estar la puerta.

—¡Debe de estar trompa! —dijo Désirée secamente.

A pesar del paraguas, estaba mojándose. Philip estaba completamente empapado. Por otra parte, en vez de encontrarse en el caminito que cruzaba el jardín hasta la puerta principal, estaban pisando lo que parecía ser una espesa capa de barro.

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