Hilary tenía aire preocupado cuando abrió la puerta. Al reconocer a Morris palideció y luego se ruborizó.
—¡Oh, eres tú! —dijo débilmente—. Iba a telefonearte.
—¿Otra vez?
Hilary le hizo entrar y cerró la puerta tras él.
—¿A qué has venido? —le preguntó.
—No lo sé. ¿Qué me ofreces? —le respondió Morris moviendo las cejas como Groucho Marx.
Hilary parecía muy disgustada.
—¿No tienes clases hoy?
—Es una historia larga de contar. ¿Quieres oírla en el recibidor o nos sentamos?
Hilary titubeaba aún junto a la puerta.
—Iba a decirte que, después de todo, no me parece una buena idea que te quedes un día más.
Hilary hablaba rápidamente, evitando que sus miradas se cruzaran.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Sólo eso, que no me parece una buena idea.
—Muy bien, si así lo deseas. Voy a coger mis cosas y me iré enseguida a casa de O'Shea.
Morris se dirigió hacia la escalera.
—Lo siento.
—Hilary —dijo Morris con aire cansado y deteniéndose en el primer peldaño sin volverla cabeza—, si no quieres acostarte conmigo, estás en tu derecho; pero, por favor, deja de decir que lo sientes.
—Lo… —Se tragó la palabra—. ¿Has comido?
—No.
—Creo que no hay nada en casa. Tendría que haber ido de compras esta mañana. Puedo abrir una lata de sopa.
—No te molestes.
—No es molestia.
Morris subió a la habitación de los huéspedes para recoger su maleta. Cuando bajó, Hilary estaba en la cocina revolviendo crema de espárragos en una cacerola y friendo trocitos de pan. Comieron en la mesa de la cocina. Morris le contó sus aventuras con Masters, que, sorprendentemente, no parecieron interesarle demasiado. Se diría que pensaba en otras cosas, y sólo murmuró cortésmente, de vez en cuando, «¿De veras?», «¡Dios mío!» o «¡Qué terrible!».
—¿Crees lo que te digo o piensas que me lo estoy inventando? —preguntó al fin Morris.
—¿Te lo estás inventando?
—No.
—Entonces te creo, naturalmente, Morris. ¿Qué sucedió después?
—Me parece que te lo tomas con mucha frialdad. ¡Cualquiera diría que pasan cosas así cada día! No sé lo que sucedió después. Telefoneé a seguridad para informar de que Masters estaba atrapado en lo alto del ascensor y me fui disparado… Oye, esta sopa está muy sabrosa. —La sorbía ruidosamente, con avidez—. Por cierto, tu marido será ascendido.
—¿Qué? —preguntó Hilary, dejando caer la cuchara.
—Le van a dar una plaza de profesor agregado.
—¿A Philip?
—Exacto.
—Pero ¿por qué? No lo merece.
—En eso estoy de acuerdo contigo, pero pensé que te alegrarías.
—¿Cómo lo sabes?
Morris se lo explicó.
—Así que resulta —dijo Hilary lentamente— que tú has arreglado el ascenso de Philip.
—Bueno, yo no diría tanto, de verdad —dijo Morris modestamente—. Simplemente, orienté a Stroud en la dirección debida.
—Me parece una indecencia.
—¿Qué?
—Que eso no es jugar limpio… Pensar que la carrera de una persona pueda hacerse o deshacerse de esa manera…
Morris dejó caer la cuchara deliberadamente para que hiciera ruido. Se dirigió a las paredes.
—¡Menudo agradecimiento!
—¿Agradecimiento? ¿Se supone que debo estarte agradecida? Como en las películas, ¿no? ¿Cómo lo llaman, el «catre para promocionar a las aspirantes a estrellas»? ¿Tienes un «catre para promociones» en tu despacho en los Estados Unidos?
Hilary estaba a punto de llorar.
—¿Qué te pasa, Hilary? —estalló Morris—. ¿Cuántas veces me has dicho que Philip habría prosperado en su carrera si se hubiera buscado influencias, como Robin Dempsey? Bueno, pues yo lo hice por él.
—¡Gracias, pues! Sólo espero que no haya sido un gesto inútil.
—¿Qué quieres decir?
—¿Y si Philip no regresa a Rummidge?
—¿Qué estás diciendo? Philip volverá, ¿no?
—No lo sé.
Hilary se puso a llorar; gruesas lágrimas corrían por sus mejillas y caían en la sopa como gotas de lluvia en un charco. Morris se levantó y rodeó la mesa. Puso las manos sobre los hombros de Hilary y la sacudió suavemente.
—¿Por qué no me explicas qué te pasa?
—Telefoneé a Philip esta mañana. Después de lo de anoche… Quería que regresara enseguida a casa. Inmediatamente. Pero él se rió de mí. Me dijo que tenía una amante…
—¿Melanie?
—No lo sé. No me importa quién sea. Me sentía culpable porque anoche te besé, porque me moría de ganas de acostarme contigo…
—¿De veras, Hilary?
—¡Claro que sí!
—Entonces, ¿a qué esperamos?
Morris trató de levantar a Hilary de la silla, pero ella negó con la cabeza y siguió pegada al asiento.
—No, ahora ya no me muero de ganas.
—¿Por qué? ¿Por qué me pediste que pasara aquí la noche?
Hilary se sonó con un pañuelo de papel.
—Cambié de idea.
—¡Cambia otra vez! ¡Ahora es el momento! Tenemos la casa para nosotros solos. Venga, Hilary, los dos necesitamos un poquito de amor.
Morris estaba de pie detrás de ellas acariciándole con suavidad los músculos del cuello y de los hombros, como trató de hacer la noche anterior. Esta vez, Hilary no se resistió; se inclinó hacia atrás y cerró los ojos. Morris le desabrochó los botones de la blusa y acarició sus pechos.
—Muy bien —dijo Hilary—. Vamos arriba.
—Morris —dijo Hilary sacudiéndole un hombro—. Despierta.
Zapp abrió los ojos. Hilary, ruborosa y recatadamente enfundada en una bata, estaba sentada en el borde de la cama. En la vecina mesilla de noche humeaban dos tazas. Morris se quitó un pelo púbico que se le había pegado al labio inferior.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Más de las tres. He hecho té.
Morris se sentó en la cama y bebió un sorbo de té caliente. Su mirada se cruzó con la de Hilary por encima de las tazas, y ella se puso como un tomate.
—¡Eh! —le dijo Morris cariñosamente—. Ha sido fantástico. Me siento feliz. ¿Qué me dices?
—Fue estupendo.
—Tú eres estupenda.
Hilary sonrió.
—No exageres, Morris.
—Lo digo en serio. Eres una mujer fabulosa, ¿sabes?
—Tengo cuarenta años y estoy gorda.
—Eso no tiene nada de malo. Yo también.
—Siento el golpe que te di en la cabeza cuando empezaste a besarme… Ya me entiendes… Soy muy inexperta.
—Me gusta eso. Désirée, en cambio…
Hilary se puso seria.
—Preferiría no hablar de tu esposa, ¿eh? Ni de Philip. Por ahora.
—Muy bien —dijo Morris—, hagamos el amor en lugar de hablar.
Empujó a Hilary y la tendió en la cama.
—¡No, Morris! —protestó ella débilmente—. Los niños están a punto de llegar.
—Nos queda tiempo de sobra —replicó Morris, encantado de sentirse capaz de hacer el amor otra vez.
Se oyó sonar el teléfono en el piso inferior.
—El teléfono —gimió Hilary.
—Deja que suene.
Pero Hilary consiguió librarse de Morris.
—Si les hubiera ocurrido algo a los niños… Nunca me lo perdonaría —dijo.
—Date prisa.
Hilary regresó al cabo de un instante, con cara de sorpresa.
—Es para ti —dijo—. El vicerrector quiere hablarte.
Morris contestó a la llamada en el vestíbulo, de pie, en calzoncillos.
—Ah, Zapp, siento mucho molestarle —murmuró el vicerrector—. ¿Cómo se siente después de sus aventuras?
—En este momento, estupendamente bien. ¿Qué le ocurrió a Masters?
—Vuelve a estar bajo el cuidado de los médicos.
—Me alegro.
—Tiene usted buenos reflejos, distinguido colega. Ha estado muy bien eso de atraparlo en el ascensor. Permítame que le felicite.
—Muchas gracias.
—Volviendo a nuestra conversación de esta mañana… Acaba de terminar la reunión del Comité de Promociones y Nombramientos. El puesto fue concedido a Swallow sin el menor obstáculo. Supongo que estará contento.
—Ajá.
—¿Se acuerda de que iba a decirle algo más cuando nos interrumpió el doctor Smithers?
—Sí.
—¿No sospecha de qué se trata?
—No.
—Es muy sencillo. ¿Ha pensado en solicitar la cátedra de lengua y literatura inglesas?
—¿Quiere decir la cátedra de
aquí
?
—Exactamente.
—Pues no. Nunca se me había pasado por la cabeza. No creo que un americano pueda ser director del departamento. El profesorado no lo toleraría.
—Al contrario, estimado colega: todos los miembros del departamento que han sido sondeados sobre la cuestión han sugerido su nombre. No le diré que no haya algo de la actitud de «más vale malo conocido…» en ello, pero, evidentemente, les ha causado la impresión de ser una persona capaz de manejar el departamento de modo eficaz. Ni que decir tiene que, por su gestión para resolver la crisis de la ocupación, usted sería aceptado por la universidad en general, tanto por los profesores como por los estudiantes. Y, personalmente, yo estaría encantado. No le demos más vueltas, estimado colega: si quiere la plaza, es suya.
—Muchas gracias —dijo Morris—. Me siento muy honrado. Pero no dormiría tranquilo. Suponga que Masters vuelve a escaparse. Tendría razones más que suficientes para creer que sus sospechas estaban justificadas.
—Creo que no debe inquietarse por eso —murmuró Stroud con tono tranquilizador—. Es más, aseguraría que lo de los tiros fueron imaginaciones suyas. No hay la menor prueba de que estuviera armado ni de que intentara ningún acto violento contra usted.
—¿Por qué me persiguió por el Hexágono, pues? —preguntó Morris—. ¿Para darme un par de besos?
—Quería hablar con usted.
—¿
Hablarme
?
—Parece que, hace mucho tiempo, criticó muy desfavorablemente uno de sus libros en el
Times Literary Supplement
, y temía que usted hubiera leído su crítica y se sintiera ofendido. ¿Hay algo de cierto en ello?
—Pues sí. Mire, reflexionaré sobre lo de la cátedra.
—Hágalo, estimado colega. Tómese su tiempo.
—¿Qué sueldo me pagarían?
—Bueno, eso habría que negociarlo. La universidad dispone de fondos para retribuciones suplementarias discrecionales en casos especiales. Estoy seguro de que éste se consideraría un caso muy especial.
Morris encontró a Hilary en el cuarto de baño. Estaba en la bañera, una enorme bañera victoriana con patas acabadas en garras, y cuando Morris entró se cubrió los senos y el pubis con la manopla y la esponja.
—Vamos, vamos… Déjate de mojigaterías. Échate un poco hacia adelante y me pondré detrás de ti.
—No hagas tonterías, Morris. ¿Qué quería el vicerrector?
—Voy a frotarte la espalda.
Morris se quitó los calzoncillos y se metió en la bañera. El agua subió peligrosamente de nivel y empezó a escaparse por el desagüe de seguridad.
—¡Morris! ¿Estás loco? Me voy.
Pero no se fue. Se inclinó hacia adelante y movió los hombros, extasiada, mientras Morris le frotaba la espalda.
—¿Sabes si Philip le pedía prestados libros a Masters?
—Continuamente. ¿Por qué?
—No tiene importancia.
Morris puso la espalda de Hilary entre sus rodillas y empezó a enjabonarle los pechos, grandes como melones.
—¡Oh, Dios mío! —gimió—. ¿Cómo vamos a salir de aquí si llegan los niños?
—Tranquilízate. Tenemos tiempo de sobras.
—¿Qué quería el vicerrector?
—Me ofreció la cátedra de lengua y literatura inglesas.
Al tratar de volverse para mirar a Morris, Hilary resbaló sobre el fondo de la bañera y casi se hundió en el agua.
—¿Qué? ¿El puesto de Gordon Masters?
—Exactamente.
—¿Y qué le dijiste?
—Que me lo pensaría.
Hilary se puso de pie, empezó a secarse con una toalla y salió de la bañera.
—¡Qué extraño resulta todo esto! ¿Podrías vivir en Inglaterra?
—La idea me parece ahora cargada de atractivo —dijo Morris de un modo muy significativo.
—No seas tonto, Morris. —Hilary se cubrió pudorosamente con la toalla—. Sabes muy bien que esto no es más que una aventura.
—¿Por qué lo dices?
Hilary le lanzó una mirada maliciosa.
—¿Cuántas mujeres ha habido en tu vida?
Morris se agitó incómodo en el agua tibia y abrió el grifo de la caliente.
—Esa pregunta es injusta. Al llegar a cierta edad un hombre puede encontrar satisfacción en una sola mujer. Necesita estabilidad.
—Además, Philip volverá pronto.
—¿No me dijiste que quizá no volviera?
—¡Oh, eso no durará! Regresará con el rabo entre las piernas. ¡Él sí que necesita estabilidad!
—Quizá podríamos hacer que se quedara con Désirée —dijo Morris jocosamente.
—¡Pobre Désirée! ¿No ha sufrido ya bastante?
El teléfono empezó a sonar.
—Por favor, date prisa y vístete, Morris.
Hilary se puso una bata y salió. Morris se quedó flotando a medias en la profunda bañera, acariciándose los testículos y reflexionando sobre la pregunta de Hilary ¿Podría vivir en Inglaterra? Seis meses atrás, la pregunta le habría parecido ridícula y su respuesta habría sido inmediata. Pero en ese momento no estaba tan seguro… Sería una inesperada y no desdeñable solución al problema de qué hacer con su. carrera. Rummidge no era la universidad más grande del mundo, de acuerdo, pero ofrecía amplias posibilidades a un hombre con energía e ideas. Pocos catedráticos americanos gozaban del poder absoluto de un director de departamento de Rummidge. Una vez sentado en el asiento del conductor, uno podía hacer lo que le apeteciera. Con su experiencia, su energía y sus relaciones internacionales, podía conseguir que Rummidge ocupara un lugar en el mapa, y eso no dejaría de ser divertido… Morris empezó a imaginarse un futuro napoleónico en Rummidge: aboliría el anticuado programa de estudios del departamento de lengua y literatura inglesas y lo sustituirla por un sistema de cursos inmaculadamente lógico que tuviera en cuenta los progresos realizados desde 1900; crearía un centro de estudios sobre Jane Austen para posgraduados; obligaría a los estudiantes a presentar sus trabajos escritos a máquina; contrataría a brillantes profesores americanos fugitivos de las revoluciones estudiantiles de su país; organizaría conferencias; crearía un nuevo periódico…