Intercambio (30 page)

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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

Aquella mañana, sin embargo, Morris se dio por satisfecho con un viaje directo al octavo piso. Sus alumnos le esperaban ya apoyados contra la pared, junto a la puerta, bostezando y rascándose. Les saludó y abrió la puerta, que ostentaba su nombre escrito en una tira de papel pegada sobre la placa en la que ponía Gordon Masters. Apenas habían entrado cuando se abrió la puerta de comunicación opuesta y entró Alice Slade, excusándose, con un gran montón de carpetas en las manos.

—¡Oh! —dijo—. ¿Está dando clase, catedrático Zapp? ¿Quería consultarle sobre estas solicitudes de posgraduados.

—Sí, doy clase hasta las diez, Alice, ¿entendido? ¿Por qué no consulta eso con Rupert Sutcliffe?

—Oh, muy bien. Perdone que le haya molestado —dijo Alice. Y se fue.

—Siéntense —les dijo Zapp a sus alumnos.

Al aceptar el papel de mediador entre la administración y los estudiantes, había pedido una secretaria y un teléfono con línea exterior, requerimientos que habían sido satisfechos de manera rápida y económica trasladándole al despacho que había quedado libre tras la marcha de Gordon Masters. Aún eran evidentes las señales que habían dejado en las paredes los trofeos colgados en ellas. Aunque su trabajo como mediador virtualmente había terminado, le pareció absurdo, dado que su estancia tocaba a su fin, volver al despacho de Swallow; pero en el ínterin la secretaria del departamento, acostumbrada a someter todos los problemas, preguntas y decisiones a Masters, había empezado a sometérselos a él, a Morris Zapp, obedeciendo sin duda a un instinto profundamente arraigado, aunque se daba por supuesto que Rupert Sutcliffe era el director en funciones. De hecho, el propio Sutcliffe tendía a recurrir a Zapp con consultas indirectas en las que pedía su consejo y su aprobación, y lo mismo hacían otros muchos miembros del personal docente. Liberado de pronto del gobierno despótico de Gordon Masters, que había durado treinta años, el departamento de lengua y literatura inglesas de Rummidge estaba desconcertado y asustado de su propia libertad, se movía trazando círculos como un barco sin timón o, más acertadamente, como un barco cuyo tiránico capitán hubiera caído inesperadamente al mar una noche oscura llevándose consigo las instrucciones secretas sobre el destino final de la nave. La tripulación conservaba el hábito de acudir al puente a recibir órdenes, y se sentía muy contenta de recibirlas de cualquiera que ocupara el lugar del capitán.

Había que reconocer que el asiento era muy cómodo —un sillón tapizado, giratorio y con respaldo móvil, de ejecutivo—, y aunque sólo fuera por esa razón, Morris se sentía poco dispuesto a volver al despacho de Swallow. Se echó para atrás, puso los pies encima del escritorio y encendió un cigarro.

—Bueno —dijo dirigiéndose a sus alumnos, que parecían bastante alicaídos—. ¿De qué están ansiosos de hablar esta mañana?

—De Jane Austen —dijo en voz baja el joven que llevaba barba al tiempo que manoseaba nerviosamente unos cuantos folios llenos de horribles garabatos.

—¡Ah, sí! ¿Cuál era el tema?

—He preparado un trabajo sobre la conciencia moral de Jane Austen.

—Ese tema no parece de mi estilo.

—No pude comprender el título que me dio, catedrático Zapp.

—Eros y Ágape en las novelas tardías, ¿no? ¿Cuál es el problema?

El alumno bajó la cabeza. Morris estaba de humor para hacerles una pequeña demostración de lo profundo de sus conocimientos. El Ágape, les explicó, era una fiesta por medio de la cual los primitivos cristianos expresaban el amor que los unía, y simbolizaba el amor asexuado y no individualizado; en las novelas de Jane Austen estaba representado por los acontecimientos sociales que confirmaban la solidaridad de las comunidades capitalistas agrarias de clase media o daban la bienvenida a ellas a nuevos miembros: bailes, cenas, excursiones y cosas por el estilo. Eros era, evidentemente, el amor sexual, y en Jane Austen estaba representado por las escenas de cortejo y las conversaciones y los paseos de parejas; de hecho, por cualquier encuentro entre la heroína y el hombre al que ama o cree amar. Los lectores de Jane Austen, dijo con énfasis al tiempo que gesticulaba con la mano que sostenía el cigarro, no deben dejarse engañar por la ausencia de referencias claras a la sexualidad física en su ficción y suponer que la escritora era indiferente u hostil a ella. Por el contrario, invariablemente, se inclina por Eros contra Ágape; es decir, se inclina por la comunión privada de los amantes en contra de la comunión pública de los actos y las reuniones sociales, que, también invariablemente, causan dolor y pesar (sólo había que recordar, por ejemplo, lo desastroso de las expediciones en grupo a Sotherton en
El parque de Mansfield
, a Box Hill en
Emma
, a Lyme Regis en
Persuasión
). Morris, que ya estaba lanzado, pasó a demostrar que, evidentemente, de un modo implícito, se revelaba que el señor Elton era impotente porque el lápiz automático que Harriet Smith le quitaba no tenía mina; y entonces se refirió al pasaje de
Persuasión
en que el capitán Wentworth levanta al pequeño Walter de los hombros de Anne Elliot… Cogió el libro y leyó, lleno de pasión:

«… Anne comprendió que iba a ser liberada de su peso … Antes de que se diera cuenta de que el capitán Wentworth lo había hecho … el niño había sido enérgicamente arrancado de sus hombros … Las sensaciones que la embargaron al descubrirlo la dejaron sin habla. Ni siquiera fue capaz de darle las gracias. Tuvo que apoyarse en el pequeño Charles, presa de los más encontrados sentimientos. »

—¿Qué les parece esto? —concluyó Zapp en tono reverente—. Si no es un
orgasmo
, ¿qué es?

Miró tres caras, mudas de asombro. En aquel momento sonó el teléfono interior.

Llamaba la secretaria del vicerrector, para preguntarle si podría pasar a verlo aquella mañana. Morris quiso saber si la causa de aquella entrevista era que el presidente del Consejo de Estudiantes había cambiado de opinión y exigía ahora que el alumnado tuviera representación en el Comité de Promociones y Nombramientos. La secretaria no lo sabía, pero Morris habría apostado a que estaba en lo cierto. Le había sorprendido la facilidad con que el presidente del Consejo de Estudiantes había aceptado la negativa de las autoridades académicas a que el alumnado estuviera representado en Promociones y Nombramientos; sin duda, sus compañeros más radicales le habían presionado para que planteara la cuestión de nuevo. Morris sonrió mientras anotaba una cita a la diez y treinta en su agenda. Mediando entre los dos bandos opuestos de Rummidge, se sentía a menudo como un gran maestro de ajedrez supervisando una partida entre dos principiantes, capaz de prever todas las jugadas mientras los contrincantes sudaban a cada movimiento. Para el claustro de profesores de Rummidge, su presciencia parecía cosa de brujería y su experiencia para presidir negociaciones resultaba asombrosa. No comprendían que había visto tantos disturbios en los campus de Euforia, que se sabía de memoria todo lo que iba a pasar.

—¿Por dónde íbamos?


Persuasión
.

—Ah, sí…

El teléfono volvió a sonar.

—Una llamada del exterior para usted —dijo la voz de Alice Slade.

—Alice —dijo Morris suspirando—, por favor, no me pase llamadas hasta que haya terminado la clase.

—Lo siento. ¿Quiere que le diga que vuelva a llamar más tarde?

—¿Quién es?

—La señora Swallow.

—Páseme la comunicación.

—¿Morris? —dijo Hilary con voz trémula.

—¡Hola!

—¿Estás dando clase?

—No, no, de veras. —Cubrió el micrófono con una mano y dijo, dirigiéndose a sus alumnos—: Lean esa escena de
Persuasión
, por favor, y traten de analizar cómo conduce a un orgasmo. En todo el sentido de la palabra. —Les dirigió una sonrisa rijosa, para animarlos, y reanudó su conversación con Hilary—. ¿Qué hay de nuevo?

—Sólo quería excusarme por lo de anoche.

—Cariño, soy yo quien tiene que excusarse —dijo Morris, sorprendido.

—No, me porté como una niña tonta. Coquetear contigo todo el rato y luego echarme atrás, loca de pánico… Después de todo, no era para tanto, ¿verdad?

—No, no… —Morris hizo girar el sillón de manera que quedó de espaldas a sus alumnos y habló en voz baja—. ¿Qué no era para tanto?

—A decir verdad, no había pasado una noche tan agradable desde hacía muchos años.

—La repetiremos. Pronto.

—¿Podrás soportarlo?

—¡Claro! Será un placer.

—¡Estupendo!

Hubo una pausa, durante la cual sólo se oyó la respiración de Hilary.

—¿De acuerdo, entonces? —preguntó Zapp.

—Sí. Morris…

—¿Sí?

—¿Vas a volver a tu apartamento esta noche?

—Sí. Pasaré a recoger mi equipaje.

—Justamente iba a decirte que puedes quedarte una noche más, si quieres.

—Bueno…

—Mary no estará en casa esta noche. A veces tengo miedo, cuando estoy sola.

—¡Pues claro! Me quedaré.

—¿Seguro que no te causará ninguna molestia?

—¡No, no! En absoluto.

—Muy bien. Hasta la noche, entonces.

Hilary colgó el aparato bruscamente. Morris hizo girar su sillón, dejó el auricular y se frotó la barbilla, pensativo.

—Bueno, ¿leo mi trabajo o qué? —dijo el de la barba, con cierta impaciencia.

—¿Qué? ¡Oh, sí! Léalo, léalo…

Mientras el muchacho trataba de la conciencia moral de Jane Austen, Morris sopesaba el significado de la sorprendente llamada de Hilary. ¿Era posible que realmente hubiera querido decirle lo que él pensaba que había querido decirle? Le resultaba difícil concentrar su atención en la disertación, y se sintió aliviado cuando el reloj del campanil dio las diez. Mientras sus alumnos corrían hacia la puerta, Rupert Sutcliffe entró precipitadamente; era un individuo alto, encorvado y melancólico, con unas gafas mal ajustadas que le resbalaban constantemente hasta el extremo de la nariz. Sutcliffe era el especialista en el romanticismo del departamento. Tenía una expresión permanentemente triste, y nombrarlo director en funciones en lugar de Masters no había contribuido, al parecer, a levantar su ánimo.

—Oh, Zapp, ¿puede dedicarme un minuto?

—¿No podemos hablar a la hora del café?

—Me temo que no. La sala de reuniones de los profesores no es el lugar más indicado. Se trata de una cuestión bastante delicada. —Cerró la puerta tras de sí, con aire de conspirador, y se acercó de puntillas a Morris—. Estas solicitudes de posgraduados… —Puso sobre el escritorio de Zapp un montón de carpetas (el mismo con el que había entrado antes Alice Slade)—. Tenemos que decidir cuáles sometemos a la aprobación del comité de la facultad.

—¿Sí?

—Una de ellas es de Hilary Swallow. La esposa de Swallow, ya sabe.

—Sí, lo sé. Soy uno de los que la proponen.

—¿De veras? No me había dado cuenta. Así pues, ¿está enterado de la situación?

—Más o menos. ¿Cuál es el problema? La señora Swallow estaba a la mitad de una tesis cuando se casó y lo dejó. Ahora sus hijos ya son mayorcitos y querría proseguir sus investigaciones.

—Todo eso está muy bien, pero nos pone en una situación difícil. Quiero decir que la mujer de un colega…

Sutcliffe era un solterón, un auténtico solterón de la vieja escuela, completamente distinto de un gay o de un hombre que no hubiera querido casarse a fin de conservar su libertad, y las mujeres le asustaban terriblemente. Trataba a las dos que había en el departamento como hombres honorarios. Era evidente que pensaba que si sus colegas necesitaban tener esposas, lo menos que podían hacer era guardarlas bajo siete llaves en sus casas.

—Creo que Swallow debería haber discutido la cuestión con nosotros antes de permitir que su mujer presentara una solicitud formal —dijo suspirando.

—No creo que Swallow tenga la menor idea —dijo Morris despreocupadamente.

A Sutcliffe casi se le cayeron las gafas de la nariz.

—¿Quiere decir que su mujer le engaña?

—¡No, no! Quiere que la acepten por sus propios méritos, sin favoritismos.

Sutcliffe parecía receloso.

—Todo eso está muy bien —gruñó—, pero ¿quién va a dirigir su tesis, si la aceptamos?

—Creo que espera que lo haga usted, Rupert —dijo Morris malévolamente.

—¡Dios no lo permita! —exclamó Sutcliffe tomando las carpetas y dirigiéndose hacia la puerta, como si temiera que Hilary saliera de un armario y le pidiera que dirigiera su tesis. Se detuvo con una mano en el pomo de la puerta—. A propósito, ¿irá a la reunión del departamento de esta mañana?

—No puedo asegurárselo, Rupert —dijo Morris levantándose de su sillón de ejecutivo y ajustándose la chaqueta—. Tengo una cita con el vicerrector a las diez y media.

—Es una lástima. Esperaba que presidiera la reunión. Hemos de tratar el programa de trabajo del próximo trimestre y no va a haber manera de que nos pongamos de acuerdo. Desde que Masters se marchó, todo son discusiones…

Sutcliffe se fue. Morris salió tras él, y estaba cerrando la puerta cuando Bob Busby llegó corriendo por el pasillo acompañado por el tintineo de las monedas y las llaves que llevaba en el bolsillo.

—¡Morris! —exclamó jadeante—. Me alegro de haberte encontrado. ¿Vas a ir a la reunión?

Morris le explicó que probablemente no podría ir, y Busby pareció contrariado.

—¡Lástima! Presidirá Sutcliffe, que es un inepto. Temo que Dempsey consiga colar su propuesta de que la lingüística sea obligatoria.

—¿No te parece bien?

Busby miró a Morris con extrañeza.

—¡Claro que no! Yo creía, por las críticas que hiciste al trabajo de Dempsey en el seminario, que…

—Critiqué el trabajo de Dempsey, no su especialidad. No tengo nada contra la lingüística en sí.

—Bueno, a efectos prácticos, Dempsey es la lingüística aquí —dijo Busby—. La lingüística obligatoria significa Dempsey obligatorio para los estudiantes, y no creo que ni siquiera ellos merezcan eso.

—Quizá Dempsey sea más brillante de lo que crees, Bob —dijo Morris.

Morris tenía sentimientos ambivalentes con respecto a Dempsey. En cierto sentido, era lo más parecido que había en el departamento a un verdadero profesor universitario. Era activo, ambicioso y tenaz. No estaba loco ni tenía ideas absurdas. Aunque, forzosamente, menos brillante, se parecía bastante a Morris cuando tenía su edad. Y la verdad era que le había hecho insinuaciones de amistad, o al menos de connivencia, desde que había llegado a Rummidge. Sin embargo, a Morris no le había costado nada hacer como que no se daba cuenta. No se sentía inclinado a unirse a Dempsey en su actitud de superioridad respecto al resto del profesorado. Si bien profesionalmente no le inspiraban demasiado respeto, se llevaba bien con todos. En el curso de su carrera, nunca se había sentido menos amenazado que en los últimos cinco meses.

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