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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (46 page)

El Consejo de Guerra se desarrolló a lo largo de tres meses de maratonianas sesiones y ello supuso ya en sí mismo, independientemente de los incidentes y rocambolescas situaciones que se sucedieron en su dilatado quehacer, un triunfo, por lo menos aparente, del poder civil (puesto en ridículo un año antes delante de todo el país y el mundo entero) sobre el sempiterno y tradicional poder militar español que, después del franquismo, no parecía dispuesto a hacerse el harakiri político facilitando una transición en paz a la democracia. Fue el propio presidente del Gobierno, Calvo-Sotelo, quien, agradecido ante el apoyo recibido del rey Juan Carlos para su elección como tal y cediendo a sus perentorias recomendaciones, decidió huir hacia adelante en el marco de la delicada tesitura política que le había tocado vivir sentando en el banquillo al militar más carismático y prestigioso del Ejército español: el ex capitán general de Valencia, Milans del Bosch, acompañado ¡nada menos! que del antiguo secretario general de la Casa del rey, general de División Alfonso Armada, y de treinta jefes y oficiales del Ejército y de la Guardia Civil. Una apuesta gubernamental impresionante en un Ejecutivo aparentemente débil, marcado, desde antes de nacer, por el envite golpista y al que la mayoría de ciudadanos de este país le auguraban una muy corta vida política.

Pero el juicio militar de Campamento encerraba también algo más que un mero acto de valor institucional por parte de un Gobierno alumbrado con fórceps en un hemiciclo violado por la desmesura de Tejero. Se montó por el sistema político de la transición (el centrismo residual de la UCD, abocado a una desaparición inminente) alentado, en primer lugar, por el rey Juan Carlos que, como acabo de señalar, deseaba sobre todas las cosas alejar de su regia figura la acusación de golpista con la que le obsequiaban a diario, con toda razón después de lo que hemos sabido con el paso del tiempo, la inmensa mayoría de los militares en activo, tanto los que obedecieron sus órdenes en el marco de la desgraciada «Solución Armada» como los que no se movieron un ápice de la legalidad, estuvieran o no comprometidos con el golpe duro de mayo; pero, en segundo lugar, también apoyarían con todas sus fuerzas la aberración jurídica puesta en marcha en el acuartelamiento del Servicio Geográfico del Ejército en Campamento, en febrero de 1982, las planas mayores de todos los partidos políticos que habían conspirado en secreto con el poder oculto de Armada (apoderado del rey para todo lo relacionado con la importantísima misión de contragolpear al emergente movimiento franquista antisistema), los cuales ansiaban, asimismo, alejar de sus sedes cualquier atisbo de responsabilidad política en el rechazable evento de febrero de 1981, a la par que humillar, desprestigiar y condenar a una Institución (la castrense franquista) a la que odiaban y temían sobre todas las cosas.

Con el espantoso ridículo de los acontecimientos vividos en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, en la tarde/noche del 23-F, y cargando todas las tintas en aquél chapucero «golpe involucionista a cargo de unos pocos militares y guardias civiles nostálgicos del anterior régimen», el partido en el Gobierno y las demás fuerzas políticas mayoritarias quisieron desmontar de un solo golpe, desde la tribuna sin par de un macrojuicio castrense público, la todavía poderosa maquina militar de Franco, compacta desde el punto de vista ideológico, dócil a la ultraderecha política y que, desde el famoso «Sábado Santo rojo» de 1977 (en el que Suárez legalizó el PCE), venia vigilando y lastrando el proceso democrático en marcha con deseos irrefrenables de enviarlo al fondo de los infiernos a la menor ocasión. Lo hicieron lavándose todos ellos las manos ¡faltaría mas! ante cualquier responsabilidad en relación con la subterránea maniobra planificada por Armada, a la que en principio se habían sumado para tocar poder, y guardándose muy mucho de dejar al margen de los acontecimientos al rey Juan Carlos, absolutamente necesario en aquellos momentos para preservar el sombrajo democrático en el que pretendían cobijarse todos en el futuro.

Desgraciado sin paliativos, aquel teatrillo castrense montado en el año 1982 en Campamento (Madrid), aquella burla legal a cuantas personas tuvieron que intervenir en él: imputados, familiares, defensores…, aquella parodia jurídica marcial que sin duda haría enrojecer en su día de vergüenza a la inmensa mayoría de ciudadanos de este país, estuvieran o no relacionados con la verdadera justicia, se desarrolló según el guión previsto en La Zarzuela. Eran otros tiempos, desde luego, pero ello no quita un ápice de responsabilidad a sus promotores, a los «payasos» que interpretaron en ella su papel sabiendo lo que hacían, a los que sacaron tajada de un circo mediático que se tradujo en desorbitadas condenas de hasta ¡treinta años de cárcel! Y todo ello en medio del deshonor y el drama humano y familiar para auténticos profesionales que no habían cometido ningún delito, pero sí un imperdonable error: obedecer las órdenes de su comandante en jefe, el rey Juan Carlos, en una alocada y chapucera maniobra de palacio que tenía como objetivo prioritario salvar su corona, su impunidad personal y sus regias prebendas.

***

Y ahora, voy a entrar decididamente en uno de los asuntos más vidriosos, oscuros y tétricos de la reciente etapa democrática española, propio más bien, como reconoció en su día Felipe González, de las alcantarillas y cloacas del Estado. Del que se ocuparon mucho en este país en los años 90 del siglo pasado los medios de comunicación y también la Audiencia Nacional, que abrió varios procesos sobre determinados casos relacionados con él. Me estoy refiriendo, obviamente, a los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) o, lo que es lo mismo, a la guerra sucia desatada por los poderes públicos españoles contra la organización terrorista ETA. Y lo voy a hacer trasladando a la sociedad española datos e informes muy sensibles relacionados con esa confrontación atípica e ilegal puesta en marcha por el Ejército, la Policía y la Guardia Civil contra el terrorismo vasco y que yo, evidentemente, conocí al estar destinado en los años 80 en puestos importantes de la cúpula militar y tener por ello relaciones muy estrechas con los diferentes servicios de Inteligencia de las Fuerzas Armadas y del Estado.

Empecemos, pues, desde el principio. Y para ello, nada mejor que referirnos al modo y manera en el que los militares españoles fueron adquiriendo, durante años, sus conocimientos «legales» sobre tácticas y estrategias antisubversivas y otros, no tan legales, evidentemente, sobre guerra sucia y violación de derechos fundamentales. Remontémonos en consecuencia a las «fraternales» relaciones del régimen franquista con el peronista argentino entre los años 40-50.

Efectivamente, durante los diez años de régimen peronista en la Argentina (1945-1955), las relaciones personales e institucionales entre los Gobiernos de Franco y Perón fueron siempre harto cordiales. Ambos dictadores se respetaban, se comprendían, tenían ideas muy parecidas en lo político, se admiraban profesionalmente. Franco, además, arrastraba una impagable deuda con el dirigente de la nación hermana por su espléndida y humanitaria ayuda cuando por estos pagos ibéricos el hambre de las dos posguerras (la civil y la mundial) hacía estragos entre la población española.

Expulsado Perón del poder el 16 de septiembre de 1955, las relaciones de la dictadura franquista con los Gobiernos militares o pseudodemocráticos argentinos que se sucedieron con velocidad inusitada en los años siguientes se enfriaron un tanto, pero continuaron siendo buenas, comprensivas y basadas siempre en el respeto mutuo y en la cooperación bilateral preferencial.

Vuelto el viejo general argentino a la Presidencia de la República (tras su exilio dorado en Madrid), como consecuencia de su triunfo en las elecciones de septiembre de 1973, su amistad personal con Franco potenció de nuevo las especiales relaciones existentes entre las dos naciones, pero ya ni el líder justicialista, agotado físicamente y sin ideas, ni el caudillo español, enfermo y con acuciantes problemas internos, se parecían en nada a aquellos dos autoritarios y carismáticos dirigentes políticos de antaño que supieron electrizar a las masas de sus respectivos países y crear en ellos un «orden nuevo» siquiera efímero. Ambos morirían con las botas puestas, es decir, en el poder, escaso tiempo después; el primero en julio de 1974 y el segundo en noviembre de 1975.

Con el cambio político en España y la puesta en marcha de la transición democrática no cambiaron sustancialmente los lazos de hermandad y cooperación existentes entre Argentina y España, pues aunque en el primero de los dos países los militares detentaban
de facto
el poder a la sombra del débil Gobierno de María Estela Martínez de Perón, en España también los uniformados franquistas vigilaban y tutelaban la balbuciente democracia recién estrenada.

Tras el golpe militar del 24 de marzo de 1976, en Argentina se intensificó sobremanera el interés del Ejército español por su homólogo argentino (aquí, en España. se vivían igualmente momentos políticos difíciles, claramente pregolpistas) y conforme la represión y la guerra antisubversiva allí desatada iba siendo ganada por la dictadura (nadie hablaba todavía, ni aquí ni allí, de «guerra sucia»), crecía rápidamente la admiración por sus colegas castrenses de allende el Atlántico en unos altos mandos militares españoles que aspiraban sin duda (todos los capitanes generales en activo eran franquistas acérrimos, provenientes todavía de la Guerra Civil) a emprender en España un «Proceso» involucionista similar al puesto en marcha en la República Argentina por el general Videla y los suyos.

Este interés y esta admiración se concretarían en un sustancial aumento de las relaciones bilaterales entre las Fuerzas Armadas de los dos países. Oficiales españoles del Servicio de Inteligencia de las tres ramas de las Fuerzas Armadas (a razón de diez o doce por año) serían enviados a estudiar técnicas y tácticas antisubversivas y contraguerrilleras en una nación que, sin conocerse todavía casi nada de los terribles procedimientos empleados por su Ejército en la lucha contra la oposición política y sindical de izquierdas, era reconocida en nuestro país como la que contaba con una de las instituciones castrenses mejor preparadas a nivel mundial en relación con esas materias, al haber «pacificado» en poco más de dos años todo su inmenso territorio soberano.

Esta corriente de mandos españoles del Ejército de Tierra, de la Armada y del Ejército del Aire hacia las escuelas de Inteligencia de sus homólogos argentinos no se interrumpiría ya en ningún momento, fuera la que fuese la situación política que afrontara cada uno de los dos países. El Ejército español seguía muy interesado en aprender mucho y muy rápidamente de los «heroicos» pacificadores argentinos. Por su parte, a éstos, sin autoinculparse de nada y sin reconocer nada, no les importaba demasiado ceder una buena parte de sus exhaustivos conocimientos «teóricos» para que sus colegas hispanos pudieran experimentar con ellos en su país de origen.

Más de cuarenta jefes y oficiales del Servicio de Inteligencia del Ejército español, procedentes de sus tres ramas operativas y también del CESID, recibirían estudios técnicos de la especialidad (contrainsurgencia, contraguerrilla urbana y rural, antisubversión, sabotajes, escuchas, espionaje, guerra psicológica, atentados… «guerra sucia» en una palabra), todo ello en los años de plomo de la dictadura militar argentina, entre 1976 y 1982. Las enseñanzas recibidas y los conocimientos aprendidos (repito, en principio sólo teóricos y sin referencia alguna a hechos concretos de la represión en aquel gran país sudamericano) pronto se dejarían sentir en el delicado panorama político y social de la transición democrática española.

En efecto, en julio de 1979, el todopoderoso CESID eleva un Informe-Propuesta de Estrategia Antiterrorista al Gobierno de Adolfo Suárez (del que recibimos copia confidencial los Estados Mayores y altos mandos del Ejército) en el que, en un apretado y exhaustivo análisis de más de 200 folios, hace una recopilación de las acciones antiterroristas llevadas a cabo contra ETA en los últimos años (con muy escasos resultados prácticos) y formula propuestas muy concretas para seguir actuando (esta vez con éxito) contra la organización terrorista. Entre estas propuestas, y sin remilgos democráticos de ningún tipo, el Centro Superior de información de la Defensa propone al Gobierno legítimo de la nación española iniciar contra ETA el tipo de guerra sucia aprendido por sus «ejecutivos del terror» en las aulas de los Servicios de Inteligencia argentinos, es decir, dejando de lado cualquier freno legal o moral y empleando desde el propio Estado las mismas técnicas y tácticas usadas por los terroristas. Que por lo que parecía, y sin confirmaciones oficiales de ningún tipo, les había dado excelentes resultados a los estrategas antiterroristas de país de la pampa.

El Gobierno de la UCD (Unión de Centro Democrático), presidido por Adolfo Suárez, se negó en redondo a aceptar la demencial propuesta de los Servicios de Inteligencia del Estado, heredados, no conviene olvidarlo, del franquismo más ancestral. Bastante tenia ya con los problemas que le creaban organizaciones paramilitares y fascistas «controladas» como La Triple A, El Batallón Vasco Español, Antiterrorismo ETA… etc., etc., formadas por exaltados militantes de la ultraderecha española que, desde el inicio de la transición y de una forma chapucera y anárquica, intentaban doblegar a los terroristas vascos, como para embarcarse, en oposición frontal con los más elementales principios de la democracia y del Estado de Derecho, en una aventura ilegal, inmoral y despreciable se mire como se mire.

Sin embargo, los espías de Defensa tendrían más suerte en 1983 cuando fueran con sus chapuceras propuestas a Felipe González, dueño absoluto, tras el apoyo democrático de diez millones de votos, de la política y la vida españolas. El Gobierno del PSOE, endiosado y autoritario después de su espectacular victoria en las urnas a finales de 1982, caería como un pardillo en la trampa tendida por los justicieros militares del CESID aviniéndose a dar luz verde a una demencial operación contraterrorista pensada, diseñada, planificada, organizada… por los aventajados discípulos españoles del general Videla; quienes, finalizado su aprendizaje en la ESMA y otros centros de Inteligencia de las FAS argentinas, creyeron llegado el momento de «ultimar» a los terroristas vascos utilizando los mismos expeditivos sistemas del secuestro, la tortura, el tiro en la nuca, la picana, la cal viva, la bañera, el lavado de cerebro, el asalto, la fosa común… puestos en practica por sus «profesores» de allende el Atlántico.

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