Read Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española Online
Authors: Amadeo Martínez-Inglés
Tags: #Política, #Opinión
No querría ser demasiado duro o cruel con mis antiguos compañeros de profesión (que en su inmensa mayoría, por lo demás, me dejaron más solo que la una cuando la cúpula militar franquista arremetió ferozmente contra mi persona para no perder la bicoca del servicio militar obligatorio), pero a día de hoy no me queda más remedio que pensar que ese mirar para otro lado ante el ultraje a sus soldados muertos, esa cobarde actitud ante los políticos que les niegan sus derechos, sólo puede obedecer a dos posibles causas: o bien que de tanta burocracia y tanto calentar sillón en suntuosos despachos (actividad muy bien remunerada, por cierto, dadas sus altas categorías profesionales) sus aditamentos testiculares están bajo mínimos, repletos hasta el gorro de espermatozoides anquilosados; o es que son unos «masocas» impenitentes y se sienten muy cómodos chapoteando en el barro social al que los arrojan a diario los jerifaltes políticos en el poder. La verdad es que después de tantos años en sus filas cada vez entiendo menos a los menguados y subdesarrollados Ejércitos españoles. En muy poco tiempo han pasado de ser los malos de la película a los tontos del pueblo; de peligrosos golpistas a hermanitas de la caridad que reparten medicinas y alimentos por medio mundo; de representar un verdadero poder fáctico y antidemocrático, a ejercer de insólita ONG humanitaria aspirante al premio Nóbel de la Paz…
Y encima poniendo sobre la mesa decenas y decenas de muertos que el Gobierno de turno se encarga de enterrar rápidamente sin honores y con vergüenza.
A mí en estos momentos, después de hartarme de estudiar y de propalar a los cuatro vientos la clase de Fuerzas Armadas que necesitaba este país y de constatar la chapuza que han organizado políticos y militares al no saber digerir unas propuestas sensatas y bien diseñadas (el Ejército «profesional» que ahora tenemos es tan malo como el anterior, pero mucho más pequeño), los males que aquejan a las actuales FAS españolas me resbalan bastante por la epidermis, pero debo reconocer que a pesar de ello me dejan muy mal sabor de boca. De todas formas, ¡que caray! yo ya hice lo mío, pienso, que peleen ahora con su conciencia, si la tienen. esos pequeños (en todos los aspectos) generalillos de despacho que mandan (es un decir) los pobres y alicaídos Ejércitos españoles. Que ahora, por no tener, no tienen ni soldados, pues los jóvenes de hoy prefieren ser mossos de escuadra, «prosegures», ertzainas e, incluso, policías municipales, que cobran mucho más y son más respetados por la sociedad.
Y encima, ahora al Gobierno español no se le ocurre otra idea que transformar en bomberos rurales, adscritos a una fantasmal UME (Unidad Militar de Emergencias), a los poquísimos soldados que quedan en nuestros cuarteles metropolitanos después de la diáspora humanitaria a la que deben hacer frente desde hace años. Para que, además de desfilar por la Castellana el 12 de octubre de cada año con sus vistosos uniformes
fashion
, se dediquen durante el verano a manejar la escoba y la manguera en lugar de los fusiles de asalto y las ametralladoras, que las carga el diablo. Perfecto. ¡Allá el Ejecutivo que hemos elegido todos los españoles con sus responsabilidades! No seré yo, en estos momentos un civil que usa la pluma en lugar de la espada, quien critique esa reconversión feroz de nuestros deprimidos Ejércitos en humanitarias Unidades de Protección Civil. Pero el JEMAD (Jefe del Estado Mayor de la Defensa), el JEME (Jefe del Estado Mayor del Ejército), el JEMA (Jefe del Estado Mayor del Aire), el AJEMA (Almirante Jefe del Estado Mayor de la Armada)… y demás generalillos de despacho que se esconden tras esas rimbombantes siglas (correspondientes a las cabezas directoras de nuestras Fuerzas Armadas) sí deberían decir o hacer algo al respecto. Porque, entre otras cosas, ostentan la responsabilidad moral y técnica de defender este país. Y lo primero que deberían decirle al honorable juez que, con más voluntad que eficacia, dirige en la actualidad el Ministerio de Defensa, y al jovial ZP que se encontró el 14 de marzo de 2004 con una tremenda responsabilidad que no se esperaba y que, la verdad sea dicha, le viene un poco grande, es el número real de soldados de que dispone a día de hoy la nación española para poder hacer frente a una muy posible emergencia en el sur. Descontando, claro está, los que prestan sus servicios en conocidas ONGs multinacionales como «Soldados sin Fronteras», «Hermanitas de la caridad con uniforme», «Bomberos castrenses con manga»… y alguna más: ¿Tres mil? ¿Cuatro mil? ¿Quizá cinco mil, y esto último rebañando desesperadamente despachos y oficinas? Para enfrentarlos a cien mil, quizá ciento cincuenta mil potenciales enemigos mientras la OTAN, en la que tenemos puestas todas nuestras complacencias, mira para otro lado, como suele hacer si el que pide ayuda es un humilde socio de la coalición.
¡Que Dios nos coja confesados a todos los españoles si algún día, no muy lejano, al Mohamed del sur, sometida definitivamente su querida provincia de Saguia el Hamra (antes Sahara Español), donde despliega la flor y nata de sus Ejércitos, se le ocurre la peregrina idea (al estilo de la que alumbró su augusto padre Hassan II en la década de los 70 del siglo pasado) de poner en verde los semáforos de las maltrechas carreteras que unen los cuarteles de su país con Ceuta y Melilla! No tendríamos más remedio que suplicar urgentemente a Bruselas, que con toda seguridad no nos haría mucho caso (pues los estadounidenses se pondrían como un solo hombre al lado del sátrapa norteafricano), para que nos sacara las castañas del fuego.
La historia ¡ojala me equivoque! y perdone el lector por seguir divagando en esta especie de película de estrategia/ficción en la que me he introducido hace algunos párrafos, volvería a repetirse una vez más y a los abandonados habitantes españoles de ambas ciudades no les quedaría otra opción que lanzarse a las calles a gritar eso tan socorrido de «¡Gloria y honor al rey de los creyentes! » y «¡Alá es grande!» al paso del victorioso sultán que, como ya es tradicional en su familia, habría ganado una nueva batalla sin disparar un solo tiro. Mientras las testimoniales guarniciones de nuestro Ejército, en forma muy similar a como lo hicieron, muy a pesar suyo, en las arenas de El Aaium en 1975 (es decir, con los pantalones impidiéndoles andar), salían de estampida a refugiarse en la cercana isla de Perejil, una especie de roca de Gibraltar con cabras pero sin monos, escenario de la única batallita (no civil) que ha ganado España en los últimos trescientos o cuatrocientos años…
Pero bueno, dejemos de elucubrar sobre Ejércitos, guerras y victorias, que se me va a ver el plumero castrense que todavía guardo en el armario y me van a retirar el saludo para siempre los cientos de miles de personas progresistas y pacifistas con las que acudí a las manifestaciones contra la guerra de Irak en 2005. Y, además, yo ya no estoy para perder el tiempo dando lecciones de estrategia militar a nadie, y menos a los gordezuelos y sonrientes generalitos de despacho que los políticos españoles colocan en la cúpula de la jerarquía castrense para que se entretengan jugando a los soldaditos y no les molesten. Ya lo hice, y con muy poco rendimiento por lo visto, en mis tiempos de profesor en la Escuela de Estado Mayor, en la que tuve la desgracia de impartir clases de la especialidad a alumnos de medio mundo (norteamericanos entre ellos) que luego han cometido auténticas aberraciones profesionales en sus últimas acciones bélicas: como esa de invadir el país de Sadam Hussein (28 millones de habitantes, medio millón de soldados, otros quinientos mil reservistas y un millón de militantes armados del partido oficial Baas) con 120.000 soldados vestidos de lagarterana (con gafas de visión nocturna y chaleco antibalas, eso sí), creyendo que en un par de semanas y previa pasada por el napalm, las bombas de racimo y quién sabe si por algún que otro ingenio de destrucción masiva, los guardias republicanos del dictador (curtidos en ocho años de guerra con los guardias de la revolución iraní, que esos sí que fuman en pipa) iban a tirarse en las calles de Bagdad a ejercer de alfombras humanas para que el genocida George W. Bush y su séquito angloespañol de las Azores pudieran caminar cómodos tras su victoria vestidos con el uniforme de piloto de combate de la U. S. Navy. Lo que seguramente, y aunque los soldados de élite de Sadam (los mismos que ahora combaten a muerte a los invasores, siguiendo a la perfección los manuales españoles de la guerra de guerrillas) se hubieran decantado por esa servil actitud con los recién llegados, no hubiera sido nada fácil de llevar a la práctica vistas las dificultades que tuvo que vencer el presidente norteamericano para andar medianamente erguido cuando el 6 de mayo de 2003, disfrazado de
top gun
, acudió exultante al portaaviones insignia de la Flota estadounidense para decretar unilateralmente el fin de la guerra y el triunfo de la bandera de las barras y estrellas.
***
Definitivamente, retomo el relato perdido sobre las andanzas político-militares del rey Juan Carlos. Estábamos, creo recordar, en el año 1981 (pasado ya el 23-F) y en sus sutiles manejos para asegurarse un brillante porvenir como «rey absoluto en la sombra», es decir, a lo Fernando VII, en plan felón, pero guardando las formas democráticas que para eso estábamos ya en los albores del siglo XXI… Pues bien, para erradicar cuanto antes los peligrosos comentarios que sobre su egregia persona se habían suscitado dentro de las Fuerzas Armadas en relación con su actuación en el 23-F, y que podían ser un pesado lastre para su futuro, no encontró el Borbón otra solución mejor que montar un espectacular teatrillo castrense en forma de juicio militar contra los altos mandos presuntamente implicados en la intentona involucionista. Quería dejar así pública constancia de su personal inocencia en tal evento, de que el mismo sólo había sido obra de «un puñado de militares y guardias civiles nostálgicos del anterior régimen» y de que en España (y sobre todo en el Ejército español) el que la hace la paga.
Presionó pues el monarca con todas sus fuerzas al recién llegado presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, para que ese juicio militar se celebrara cuanto antes (conviene recordar al respecto la famosa frase del poco carismático sucesor de Suárez, ya que despeja todas las dudas: «Lo importante es que el juicio se celebre») y envió con presteza a sus militares palaciegos a negociar con los teóricamente máximos responsables de la asonada: los generales Armada y Milans (ya en prisión y abocados a severísimas penas por rebelión militar), un pacto de silencio que abortara cualquier posible revelación futura contra sus intereses en el delicado proceso que se iba a acometer. Pacto de silencio que funcionaría a la perfección con su antiguo confidente, valido, secretario, ayudante y «cortesano máximo», el general Armada, que se comprometería a callarse como un muerto y a no implicar jamás a su señor a cambio de la promesa de una pronta salida de prisión (que, no obstante, se retrasaría en el tiempo mucho mas de lo previsto) y que sólo rompería parcialmente en los últimos meses de su estancia en el establecimiento penitenciario castrense de Alcalá de Henares. Lo hizo así cuando enfermo, deprimido y abandonado por todos, manifestaría a los más íntimos de su entorno carcelario su absoluta fidelidad al rey, del que había recibido todas las órdenes en relación con el 23-F y, en especial, el encargo de consensuar con las principales fuerzas políticas del arco parlamentario español un Gobierno de unidad nacional que salvara su corona y el proceso democratizador en marcha.
Más difícil lo tendrían los apoderados castrenses del rey Juan Carlos con el teniente general Milans quien, a pesar de su ideología monárquica visceral y su demostrada lealtad a la Corona, jamás le perdonaría a su señor la traición cometida con él y, sobre todo, con sus subordinados, negándose en redondo a ser excarcelado mientras uno sólo de ellos (incluido Tejero) se encontrara en prisión. Aunque al final guardaría también un respetuoso silencio sobre la presunta responsabilidad del jefe del Estado en los sucesos del 23 de febrero de 1981 hasta prácticamente los últimos días de su vida.
Asimismo, pactaría el rey, de cara al juicio militar que se avecinaba, con la cúpula militar (JUJEM) y con el capitán general de Madrid, Quintana Lacaci, en relación con la composición del tribunal marcial que iba a tener que gestionar el evento y con el montaje mediático que iba a acompañarlo y a darle carta de naturaleza. Y en el cual, como en todos los bochornosos circos castrenses que montan los militares del mundo entero para «impartir» justicia, iban a brillar por su ausencia los derechos fundamentales de los presuntamente implicados y las garantías jurídicas básicas del Estado de Derecho.
El Consejo de Guerra de Campamento (Madrid), una parodia castrense donde las haya con resultado pactado y cantado, el mayor esperpento político-militar de la transición democrática española, el juicio (por decir algo) más largo de la historia procesal de este país hasta esa fecha (después el celebrado contra Mario Conde y alguno más, lo han superado con creces) tuvo lugar, recordémoslo, en las instalaciones del Servicio Geográfico del Ejército entre los meses de febrero y mayo de 1982. Por primera vez desde el año 1932, cuando el general Sanjurjo se sentó en el banquillo de los acusados por su conocida intentona golpista (la llamada «sanjurjada»), un teniente general del Ejército español y 51 generales, jefes y oficiales del Ejército y de la Guardia Civil afrontaban un proceso por rebelión militar, con luz y taquígrafos, ante la sorprendida mirada de una sociedad civil traumatizada y aún expectante.
Fue un juicio difícil desde sus comienzos, del que desconfió desde el principio la inmensa mayoría de ciudadanos españoles, que nunca creyó llegara a celebrarse (de ahí la oportuna frase del presidente Calvo-Sotelo, con la que él mismo pretendía darse ánimos y dárselos a los demás), complicado y peligroso, ya que enseguida fue visto por muchos como un pulso entre el involucionismo militar y el poder constituido de forma democrática. Pero evidentemente era mucho más que eso. Se trataba de, por una parte, enterrar en miles de folios procesales redactados a la orden y sin ningún rigor jurídico la oscura (y por otra parte tan cacareada) trama político-militar impulsora de la famosa intentona de febrero de 1981, dejando totalmente al rey Juan Carlos al margen de cualquier responsabilidad en la misma, y, por otra, de imputar todas esas responsabilidades a un Ejército que, salvo unos pocos de sus integrantes (monárquicos y franquistas de alto rango) que evidentemente habían bordeado la ley al obedecer precisamente las órdenes de su jefe supremo, se había mantenido fiel a la Constitución y a la democracia sin meterse para nada en maniobras políticas subterráneas o golpes de timón palaciegos.