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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (21 page)

El nuevo rey que asume la jefatura del Estado español no deja de ser, teórica y políticamente hablando, un dictador en toda regla, heredero de un ídem que ha recibido, con su herencia, todos los poderes excepcionales que ostentó Franco durante los casi cuarenta años que permaneció al frente del inmenso cuartel en el que convirtió España tras su sublevación y la Guerra Civil consiguiente. Tutelado en la sombra, dirigido en secreto desde hace años por su antiguo profesor de Derecho Político, mentor, ídolo personal y primer valido
in pectore
, Torcuato Fernández-Miranda
Juanito
se encuentra cómodo desde el principio con ese poder absoluto y hasta es muy posible que, siguiendo sus impulsos personales (expresados ya con toda claridad en sus años mozos de cadete en la Academia General Militar de Zaragoza), se hubiera decantado por continuar con una dictadura militar coronada, explícita y tradicional, si no hubiera sido por la inteligencia privilegiada de don Torcuato. Éste no dejó nunca de recordarle con vehemencia que el futuro de la nueva monarquía «instaurada» por Franco en su persona pasaba indefectiblemente por pactar con los partidos políticos que lucharon contra el autócrata entre 1956 y 1939, e ir derechos a un régimen de libertades consensuado y respetuoso con el pasado, homologable (por lo menos en sus formas externas) con los sistemas democráticos imperantes en Europa Occidental.

Juan Carlos se decidirá finalmente por esa transición a la democracia pactada y consensuada, pero querrá sacar la máxima tajada de esa «real concesión a sus nuevos y expectantes súbditos», obteniendo así las máximas contrapartidas de los líderes políticos de la izquierda que, desde la clandestinidad, el olvido o el exilio, se aprestan a hacer valer sus derechos en la nueva etapa que se abre tras la muerte de Franco. El bisoño monarca sabe que el poder real en España en esos momentos recae en el todavía poderoso Ejército franquista, que ha recibido un mandato testamentario de su generalísimo para que obedezca y apoye a su sucesor, pero desconfía de lo que la monarquía pueda hacer en el medio y largo plazo. Por eso una de sus primeras medidas será, antes incluso de contactar con los dirigentes políticos, el conseguir de los generales su apoyo incondicional a una transición suave hacia una monarquía parlamentaria respetuosa con los principios generales del antiguo Régimen y las Leyes Fundamentales del Movimiento Nacional; la cuadratura del círculo, vamos.

Con ese apoyo inicial, y dirigido siempre, desde la sombra, por don Torcuato Fernández-Miranda, Juan Carlos empezará inmediatamente a negociar con socialistas y comunistas su adhesión al nuevo sistema político que él quiere liderar como «rey de todos los españoles», prometiéndoles una Constitución y un régimen de libertades de corte europeo a cambio de substanciales concesiones por parte de ellos hacia su persona y familia. Sus emisarios políticos, entre los que sobresaldrá el confidente, amigo y testaferro financiero Prado y Colón de Carvajal, no perderán demasiado tiempo en circunloquios con sus interlocutores: o la nueva monarquía de Juan Carlos I con libertad de partidos, pero respetando todos sus símbolos, o una nueva dictadura militar de consecuencias imprevisibles.

El heredero de Franco conseguirá así, no sin serias dificultades con los comunistas de Santiago Carrillo (quienes aún estando de acuerdo en principio con el pacto, pedirán tiempo para que sus bases lo asimilen sin demasiados sobresaltos), que ambos partidos, PSOE y PCE, se comprometan a aceptar unos postulados políticos que muy pocos años antes nadie se hubiera atrevido ni a formular. Pero las circunstancias eran las que eran y había que coger el tren de la historia antes de que éste descarrilara de nuevo. En principio, ambos partidos de izquierdas se comprometerán a aceptar la nueva monarquía juancarlista y todos sus símbolos, el blindaje de la misma en una futura y consensuada Constitución Española, la inmunidad personal del nuevo monarca, una transición sin ruptura ni revanchismo con el anterior régimen y una ley electoral que garantice el control de los nuevos partidos que pudieran «querer poder» en la nueva etapa política: todo ello primando la supremacía de las organizaciones tradicionales.

Ésta es la transición, el cambio político, que diseñaron los primeros validos de la nueva monarquía borbónica y que enseguida asumiría con entusiasmo, alegría contenida y hasta con agradecimiento, el pueblo español de la época: una democracia formal, aparente, con ciertas libertades para los nuevos súbditos de un trasnochado reino ibérico «instaurado» a título personal por un dictador militar a cambio de un rey cuasi divino. Hablamos de alguien que debía quedar por encima de las leyes, inviolable, no sujeto a responsabilidad alguna, con patente de corso para medrar, enriquecerse, cometer toda clase de abusos sin que ni uno sólo de ellos pueda saltar a la opinión pública, y con los poderes ocultos necesarios y suficientes para convertirse
de facto
en un nuevo dictador, esta vez con rostro más amable y siempre en la sombra.

Pero he aquí que Juan Carlos chocará de inmediato con el presidente del Gobierno, asimismo heredado del autócrata ferrolano, el falangista Arias Navarro. Arias, que por supuesto no está al corriente de los planes diseñados por Torcuato Fernández-Miranda, quiere seguir gobernando al viejo estilo franquista sin darse cuenta que las circunstancias políticas son muy otras. Su relevo al frente del Gobierno estaba cantado desde mucho antes del 22 de noviembre de 1975, pero en los primeros momentos de la todavía
non nata
transición política del franquismo a la democracia había que actuar con sumo sigilo y el nuevo monarca se tomaría el relevo sin prisas. Todavía el viejo político, que acababa de hacer llorar a medio país con sus propias lágrimas en el momento de comunicarle la muerte de Franco (al que no dudó en calificar, lisa y llanamente, como «espada más limpia de Europa» ante las cámaras de TVE), le podía hacer algún importante favor antes de ser sacrificado.

El nuevo soberano quiere a su valido, don Torcuato, como presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, un puesto absolutamente imprescindible para empezar a acometer, sin estridencias de ninguna clase, las reformas urgentes que la monarquía recién instaurada necesita para que sus débiles raíces se fortalezcan lo antes posible. Le pide, pues, al presidente Arias, que no le ha presentado su renuncia y aspira a continuar
sine die
en su alto puesto, que consiga del Consejo de Estado la inclusión en la terna para la elección de presidente de ese alto organismo a su antiguo profesor de Derecho Político. Arias lo logra, no sin algunas dificultades, seguro de que ese favor inicial al rey, a pesar de sus desencuentros pasados, influirá positivamente en su porvenir político. No será así, y una vez que el entorno del cambio (con el monarca como locomotora del mismo, según la propaganda oficial del momento) se encuentre seguro y dominando importantes parcelas de poder, será defenestrado sin contemplaciones. Esto ocurrirá el 1 de julio de 1976, una vez más bajo la consabida, cínica y manoseada fórmula de «dimisión voluntaria» del interesado, escasas semanas después de que el rey se permita, en una entrevista a la prestigiosa revista norteamericana
Newsweek
, tachar de «desastre sin paliativos» a su jefe de Gobierno.

Es el primer acto de fuerza del heredero de Franco a título de rey. Después vendrán otros y otros… todos los que sean necesarios para asentar su corona y su poder, un poder cuasi dictatorial que sucederá al todopoderoso del que está ya bajo la losa del Valle de los Caídos y sin que apenas nadie se dé cuenta. Pero no le será nada fácil al joven Borbón lograrlo. Y el mayor de los peligros le vendrá precisamente de donde menos lo podía esperar, del propio Ejército franquista que le había jurado fidelidad y acatamiento. Pero esto lo veremos ya en el próximo capítulo.

4. ADOLFO SUÁREZ, PRESIDENTE DEL GOBIERNO

-El primer Gobierno del rey. -La legalización del PCE
casus belli
para el Ejército. -La División Acorazada Brunete, mandada por el general Milans del Bosch, calienta motores. -El rey controla con dificultad el primer órdago militar franquista. -Mensaje personal al general Milans: «Jaime, no te muevas». -Las primeras elecciones generales del 15-J.

Desembarazado Juan Carlos I de su principal adversario político, el presidente Arias, enseguida empezaría a mover los hilos (subterráneos, como siempre) para colocar en su lugar a un hombre de su entera confianza que pudiera asumir sobre sus espaldas la ardua y peligrosa tarea de iniciar la apertura democrática que a él le interesaba (al pueblo español también, por supuesto), enfrentándose, si era necesario, con el Ejército. Para ello ¡como no! echaría mano del ya flamante presidente de Las Cortes y del Consejo del Reino, su amadísimo ex profesor de Derecho Político, don Torcuato Fernández-Miranda.

Tiempo atrás, tanto profesor como alumno habían hablado con profusión del tema y se habían puesto de acuerdo en la persona idónea para llevar a cabo tan ingente labor: Adolfo Suárez, un político amamantado en las ubres del poder franquista (ministro del Movimiento en el último Gobierno Arias), joven, ambicioso, muy inteligente y con un carisma incuestionable. Nos referimos a alguien que, además, condición indispensable para sus nuevos mentores, carecía realmente de proyecto político propio (su camisa azul desteñía por momentos), por lo que era previsible no pusiera demasiados inconvenientes en asumir y defender el de ellos.

Don Torcuato actuaría, como siempre, con suma previsión, profesionalidad, orden y discreción. Movería sus influencias, cada vez más poderosas, en el Consejo del Reino y conseguiría sin ninguna dificultad que en la terna a presentar al rey, para que éste designase un nuevo presidente del Gobierno, figurase, acompañado de dos personalidades ciertamente más relevantes que él (Silva Muñoz y Gregorio López Bravo) el desconocido político de Cebreros. La operación real, planificada como digo en
petit comité
por Juan Carlos y su valido político, funcionaría a la perfección. Así las cosas, el 2 de julio de 1976, apenas veinticuatro horas después de que el presidente Arias presentase su dimisión al rey, con sorpresa mayúscula y calificativos de «tremendo error» por parte de una parte importante de la clase política y periodística (el feroz artículo denigratorio publicado en
El País
por Ricardo de la Cierva, con ese mismo título, sembraría la duda y la preocupación en tertulias y mentideros políticos) era nombrado Adolfo Suárez nuevo jefe del Ejecutivo español.

Pero las primeras y más graves crisis que el nuevo régimen juancarlista, con su flamante nuevo presidente del Gobierno al frente, tendría que afrontar muy pronto no vendrían precisamente del campo político, crítico hasta el insulto con la sorprendente decisión del rey de elevar a los altares a un falangista sin pedigrí como Adolfo Suárez, sino de los militares franquistas. Éstos, a pesar del testamento del dictador y el pacto entre caballeros suscrito con Juan Carlos tras su ascensión al trono, muy pronto serían conscientes de que su bisoño comandante en jefe, el nuevo caudillo que debía continuar la ardua labor de su insigne predecesor, iniciaba una peligrosísima deriva política que podía llevar de nuevo al país a los preocupantes momentos anteriores al «heroico» levantamiento nacional del 18 de julio de 1936. Pensaron que con ello invalidaba su victoria del l de abril de 1939, dando
de facto
la vuelta a la tortilla política cocinada durante los tres largos años de cruzada contra el comunismo, la masonería, el separatismo, el liberalismo, y, en definitiva, contra todo el amplio abanico de enemigos de la patria que en su día se atrevieron a ocupar trinchera frente a legionarios y regulares.

En consecuencia, así como en el terreno político y social la transición hacia el nuevo régimen de libertades pergeñado por sus asesores iba a resultar incluso mucho más cómoda y sencilla de lo previsto (el rey, como acabamos de ver, en connivencia con el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Torcuato Fernández-Miranda, no tuvo el más mínimo inconveniente en nombrar presidente del Gobierno a Adolfo Suárez), en el militar, aparentemente más fácil y predecible al ostentar el monarca la suprema jefatura de las Fuerzas Armadas y mantener unas buenas relaciones personales con muchos antiguos compañeros de Academia, los problemas iban a aparecer, muchos y graves, en el corto plazo, poniendo en serio peligro todo el proceso en marcha e, incluso, la pervivencia de la propia institución monárquica. Ésta no vería resueltas sus dificultades con los militares hasta después del 23 de febrero de 1981, fecha en la que desmontado el latente golpismo castrense franquista a través de la chapucera (pero efectiva) maniobra político-militar borbónica cocinada en La Zarzuela y que todos los españoles conocemos como «23-F», las nuevas autoridades militares subordinadas al poder emergente socialista aceptarían ya como un hecho irreversible el desmantelamiento del franquismo en los cuarteles y la mayoría de edad del nuevo régimen político «juancarlista».

Tres serán los momentos especialmente graves con los tendrán que lidiar Juan Carlos I y su pléyade de asesores militares y validos civiles, independientemente del ya mencionado y esperpéntico 23-F, que no fue, como el poder político ha querido hacer ver a los ciudadanos españoles durante la etapa más dura de la transición, ni el instante más dramático y peligroso en el devenir de la misma ni, por supuesto, aquel grave «movimiento involucionista contra las libertades y la democracia a cargo de un pequeño grupo de militares y guardias civiles nostálgicos del anterior régimen». Más bien fue todo lo contrario: una operación político-militar montada desde la cúspide del Estado para defenderse
in extremis
del golpe letal que preparaban, para primeros de mayo de 1981, los jerarcas más extremistas y poderosos de la organización castrense franquista. Es algo que afortunadamente terminaría bien para la causa del nuevo Borbón en el trono, y de todos sus nuevos súbditos; aunque no por ello los españoles deberemos de dejar de reprobar siempre y con todas nuestras fuerzas, tamaña insensatez, porque esta estuvo a punto de costarnos una nueva guerra civil y porque, como es bien sabido, el fin nunca puede justificar los medios empleados para conseguirlo.

Estos tres momentos especialmente graves para la democracia y el régimen de libertades que, mediado ya el año 1976, iniciaba con timidez manifiesta su andadura entre los españoles, serían, cronológicamente hablando, los siguientes: el Sábado Santo «rojo» de la Semana Santa de 1977, en el que el presidente Adolfo Suárez legalizó el PCE desafiando al Ejército franquista; el 15 de junio del mismo año 1977, día en el que se celebraron las primeras elecciones generales de la nueva etapa democrática, con la cúpula militar vigilando el proceso electoral acuartelada en la sede del Estado Mayor del Ejército, en Madrid, para actuar de inmediato si las urnas se escoraban demasiado hacia la izquierda; y por último, el otoño de 1980, con los capitanes generales franquistas, todavía en la cúspide del poder militar, conspirando abiertamente contra la democracia y la Corona, y pidiéndole al rey que defenestrara a Suárez si quería seguir contando con su apoyo.

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