Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (19 page)

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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Lo que afirmo fue de un calibre menor que el que experimentaría seis años después, el 22 de noviembre de 1975, cuando el nuevo rey, sin duda por aquello tan pragmático y tan regio de «París bien vale una misa», se permitiría jurar ante las Cortes franquistas, presididas por el falangista Rodríguez de Valcárcel, aquello tan sonoro y falso de «guardar y hacer guardar los sagrados principios del Movimiento Nacional y sus Leyes Fundamentales», cuando ya tenía en su democrática mente la idea de regalarnos bondadosamente a todos los españoles las libertades y los derechos que tan abruptamente nos había arrebatado su sanguinario mentor. Evidentemente, el trono de España bien valía una misa. Y también un perjurio… Y lo que hiciera falta. Ya tendría tiempo, más adelante, para colocar a sus peones y negociar con los que tenían el verdadero poder en España (los militares), haciendo las concesiones que fueran necesarias y siempre con la vista puesta en que la amada corona que iba a recibir a cambio de su falso juramento, no se cayera de sus regias sienes en mucho tiempo. Pero seguimos en el histórico y bochornoso 23 de julio de 1969, fecha de la elección de Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco a título de rey. El elegido, después de la parodia de votación en las Cortes del día anterior, lanza a los presentes y al pueblo español el discurso que yo me voy a permitir recordar en su integridad resaltando, claro está, en «letra negrita» los, para mí, más sabrosos y desahogados pasajes de tan elocuente y encendida soflama:

Mi general, señores ministros, señores procuradores:

Plenamente consciente de la responsabilidad que asumo, acabo de jurar, como sucesor, a título de rey, lealtad a Su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los principios del Movimiento Nacional y Leyes Fundamentales del Reino.

Quiero expresar, en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el jefe del Estado y Generalísimo Franco, la legitimidad política surgida el l8 de julio de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes, pero necesarios, para que nuestra patria encauzase de nuevo su destino.

España, en estos últimos años, ha recorrido un importantísimo camino bajo la dirección de Vuestra Excelencia, la paz que hemos vivido, los grandes progresos que en todos los órdenes se han realizado, el establecimiento de los fundamentos de una política social son cimientos para nuestro futuro. El haber encontrado el camino auténtico y el marcar la clara dirección de nuestro porvenir son la obra del hombre excepcional que España ha tenido la inmensa fortuna de que haya sido y siga siendo, por muchos años, el rector de nuestra política.

Pertenezco por línea directa a la Casa Real española y en mi familia, por designios de la providencia, se han unido las dos ramas. Confío en ser digno continuador de quienes me precedieron.

Deseo servir a mi país en cauce normal de la función pública, y quiero para mi pueblo: progreso, desarrollo, unidad, justicia, libertad y grandeza, y esto sólo será posible si se mantiene la paz interior. He de ser el primer servidor de la patria en la tarea de que nuestra España sea un reino de justicia y de paz. El concepto de justicia es imprescindible para una convivencia humana, cuyas tensiones sean solubles en la ley y se logren dentro de una coexistencia cívica en libertad y orden. Ha sido preocupación fundamental de la política española en estos años la promoción del bienestar en el trabajo, pues no puede haber un pueblo grande y unido sin solidaridad nacida de la justicia social. En este campo nunca nos sentiremos satisfechos.

Las más puras esencias de nuestra gloriosa tradición deberán ser siempre mantenidas, pero sin que el culto al pasado nos frene en la evolución de una sociedad que se transforma con ritmo vertiginoso en esta era apasionante en que vivimos. La tradición no puede ni debe ser estática: hay que mejorar cada día.

Nuestra concepción cristiana de la vida,
la dignidad de la persona humana como portadora de valores eternos, son base y, a la vez, fines de la responsabilidad del gobernante en los distintos niveles de mando
.

Estoy muy cerca de la juventud. Admiro en ella. y comparto, su deseo de buscar un mundo más auténtico y mejor. Sé que en la rebeldía que a tantos preocupa, está viva la mejor generosidad de los que quieren un futuro abierto, muchas veces con sueños irrealizables, pero siempre con la noble aspiración de lo mejor para el pueblo.

Tengo gran fe en los destinos de nuestra patria. España será lo que todos y cada uno de los españoles queramos que sea, y estoy seguro de que alcanzará cuantas metas se proponga, por altas que sean.

La monarquía puede y debe ser un instrumento eficaz como sistema político si se sabe mantener un justo y verdadero equilibrio de poderes y se arraiga en la vida auténtica del pueblo español.

A las Cortes españolas, representación de nuestro pueblo y herederas del mejor espíritu de participación popular en el Gobierno, les expreso mi gratitud.
El juramento solemne ante vosotros de cumplir fielmente con mis deberes constitucionales es cuanto puedo hacer en esta hora de la Historia de España.

Mi general: Desde que comencé mi aprendizaje de servicio a la patria, me he comprometido a hacer del cumplimiento del deber una exigencia imperativa de conciencia. A pesar de los grandes sacrificios que esta tarea pueda proporcionarme, estoy seguro que mi pulso «no temblará» para hacer cuanto fuere preciso en defensa de los principios y leyes que acabo de jurar.

En esta hora pido a Dios su ayuda, y no dudo que Él nos la concederá si, como estoy seguro, con nuestra conducta y nuestro trabajo nos hacemos merecedores de ella.

Fue un vergonzoso discurso de poco más de cinco minutos de duración en el que el ya sucesor de Franco, a título de rey, se reclamaba inequívocamente como franquista de pro y como admirador entusiasta de la figura «histórica y providencial» del autócrata. A éste, evidentemente, satisfaría en grado sumo la intervención de su protegido, capaz de tragar con todo y leer lo que pusieran por delante, desconocedor como estaba en aquellos momentos del «contubernio» ya existente entre éste y su profesor de Derecho Político, el taimado, rencoroso e inteligentísimo Torcuato Fernández-Miranda, para desmontar en cuanto fuera posible el tinglado político levantado por la dictadura en aras de consolidar como fuera la nueva monarquía salida de sus pechos. Aunque, al que esto escribe, conociendo en profundidad la «profesionalidad» y el
modus operandi
de los poderosos servicios secretos militares franquistas (que pinchaban sistemáticamente todas las conversaciones del inquieto
Juanito
, hasta el punto de que algunas de ellas servirían de mofa y escarnio en ambientes nada monárquicos del Cuartel General del Ejército) le cuesta mucho creer que Franco no conociera nada de esos proyectos del tándem Juan Carlos-Torcuato, y más bien pensara para sus adentros aquello tan socorrido de «Después de mí el diluvio» o «Que se apañen estos cretinos cuando yo no esté aquí». Ambos pensamientos resultarían perfectamente compatibles con la idiosincrasia del dictador más sanguinario que ha tenido este país desde que Viriato andaba por la Hispania ulterior, corriendo a pedradas a los legionarios de Roma.

***

Nombrado, pues, Juan Carlos de Borbón sucesor «legítimo» de Franco, con el consiguiente poder (más moral que personal o político, por el momento) que ello representaba a nivel nacional e internacional, empezaría, no obstante, para el nuevo príncipe de España (el dictador no quiso de ninguna de las maneras concederle el título de príncipe de Asturias, que ya le había negado repetidas veces en el pasado) una época difícil, oscura y desagradable. Así las cosas, nuestro ínclito protagonista tendría que batallar con abundantes enemigos internos (el clan de los Franco que no había tirado todavía la toalla de la sucesión y conspiraba con todas sus fuerzas contra el ya nombrado heredero; la Falange, profundamente antimonárquica; los propios monárquicos donjuanistas, en total desacuerdo con su elección como futuro rey en detrimento de los derechos de su progenitor, etc.), con otros externos, y, hasta con su propio padre que, incapaz de perdonarle la «traición dinástica» cometida al acceder a los deseos del tirano ferrolano en su perjuicio, prácticamente rompería toda relación amable con su hijo después de los actos del 22 y 23 de julio de 1969 en las Cortes franquistas.

Es la época de su vida que hasta el propio heredero de la Corona tacharía después como de «muy dura y desagradable», debido al silencio y la mansedumbre que tendría que derrochar ante unos y otros, con la vista siempre puesta en que no se torciera el proceso político abierto por su mentor, el general Franco, accediendo así al trono del Reino de España a la esperada muerte de éste. Además, la nieta mayor del autócrata: María del Carmen Martínez-Bordiú, se casa con Alfonso de Borbón y Dampierre (primogénito de don Jaime, el sordomudo), al que su abuelo había designado embajador en Suecia el año en que las Cortes acataban la sucesión de su primo como Príncipe de España. Todo se desarrolla en mayo de 1972, lo que levanta no pocas suspicacias sobre la ya prevista sucesión pues el intrigante marqués de Villaverde, padre de la novia, ha logrado emparentarse con los Borbones y hay quien cree que todo puede suceder…

En el verano de 1974 surgiría, sin embargo, algo muy importante e imprevisto en la vida política española que le haría adquirir un protagonismo personal muy acusado, aunque efímero. A mediados de julio el dictador es ingresado, por primera vez desde la Guerra Civil, en un hospital (la ciudad sanitaria que llevaba su nombre) aquejado de una tromboflebitis. A las cuatro de la madrugada del 19 de julio, una fuerte hemorragia lo pone a las puertas de la muerte y al presidente Arias no le queda más remedio que hacer uso del artículo 11 de la Ley Orgánica del Estado, transfiriendo la jefatura del mismo, con carácter interino, al príncipe de España. La conmoción a nivel nacional es máxima (los cancerberos del sistema, encabezados por Arias Navarro, no se ahorran sobrenombres injuriosos para referirse a él en privado: «el sobrero», «el niñato», «el creído», «el cretino»…), y Juan Carlos se las ve y se las desea para hacer como que controla la situación en la casa de locos en la que parece se ha convertido el débil edificio político del Régimen franquista.

El príncipe heredero, revestido de la púrpura de un puesto que le viene excesivamente grande, convoca durante el verano de 1974 algún que otro Consejo de ministros (celebrados todos en el Pazo de Meirás donde convalece el dictador, que no le quita ojo a su delfín) y hasta se permite firmar el Convenio de Ayuda y Cooperación con EEUU, en nombre de Franco. Pero el entorno del augusto enfermo no está por la labor de que el inexperto muchacho le coja gusto al puesto y les haga, de paso, alguna piña política. De ese modo, en los últimos días de agosto consigue que el achacoso caudillo, con cara hosca y sin agradecerle al «niñato» los escasos servicios prestados durante los 43 días que ha durado su experiencia, retome las riendas del poder.

***

El 1° de octubre de 1975 (en unos momentos especialmente dramáticos para el Régimen autoritario, que acaba de fusilar a cinco activistas antifranquistas), Juan Carlos de Borbón acompaña a Franco, acabado y enfermo, en su histórica salida al balcón de la Plaza de Oriente para saludar a los miles de ciudadanos madrileños que en «espontánea» manifestación han acudido en apoyo de su caudillo, vilmente insultado por las democracias de todo el mundo. Ésta será la última salida pública del dictador. El 16 de ese mismo mes de octubre se le detecta un infarto silente de miocardio y aunque al día siguiente todavía se permitirá presidir su último Consejo de Ministros (monitorizado y asistido médicamente desde la habitación contigua), todo indica que se ha abierto el proceso de abandono definitivo por parte del autócrata de la poltrona de poder omnímodo (siempre «por la gracia de Dios») que ha ocupado durante casi cuarenta años.

Pero sus últimos días serán terribles. Para él y para millones de españoles que viviremos el infierno del cambio con preocupación, angustia y hasta con pánico medianamente contenido. A las incertidumbres de dentro muy pronto se unirán las de fuera y así, enseguida, nos enteraremos de que muy lejos de El Pardo (donde la famosa lucecita que ha mantenido indemne durante lustros la moral del franquismo parece apagarse por momentos), por las lejanas llanuras del sur de Marruecos, que se derraman sin control hacia la famosa Saguia el Hamra, donde España todavía mantiene un extenso territorio desértico custodiado por unos pocos miles de legionarios y nómadas, una impresionante muchedumbre de 300.000 hombres, mujeres y niños (movilizados por el inteligente y ladino Hassan II con apoyo político y logístico norteamericano) avanza impasible, seguida de cerca por la élite del Ejército marroquí, para arrebatarle al dictador español moribundo el Sahara Español, uno de sus últimos sueños imperiales.

El 26 de octubre Franco sufre una grave crisis en su enfermedad y el primer día de noviembre el príncipe Juan Carlos asume, por segunda vez en su vida, la jefatura del Estado. Si en julio de 1974 fue el propio autócrata el que pidió la aplicación del artículo II de la Ley Orgánica, en esta ocasión no se entera de nada. Está prácticamente en coma y es Arias Navarro el que toma la iniciativa. Desde bastantes horas antes, no obstante, tenía redactadas ya, a modo de testamento político, su despedida a los españoles y sus particulares consignas al Ejército para que acatara sin rechistar la autoridad del sucesor.

Sin embargo, y debido a las especiales circunstancias que concurren en la nueva toma del poder por parte de Juan Carlos (a todas luces la definitiva, pues a Franco le quedan muy pocos días de vida) esta vez su moral es muy alta. Tras la máscara de preocupación y pena que intenta transmitir en público, los que le rodean pueden apreciar una «autoritas» desconocida en él; tanta que en el plazo de muy pocas horas le llevará (a pesar de los consejos del presidente Arias, del jefe del Alto Estado Mayor, general Vallespín, y del marqués de Mondéjar) a cometer uno de los primeros y mayores errores de su vida política. Fue un error, nacido de la precipitación y de la falta de análisis de la situación creada en el Sahara, que bien pudo provocar un cataclismo político en nuestro país e, incluso, la guerra total con Marruecos en un momento de extrema debilidad nacional. Y que se saldaría definitivamente con una clara desautorización del Gobierno a su real persona que, no obstante, no trascendería en demasía a la opinión pública (aunque sí a las Fuerzas Armadas) gracias a la férrea censura mediática existente en la España de entonces.

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