Read Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española Online
Authors: Amadeo Martínez-Inglés
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5º Conocía, asimismo, los protocolos de actuación que marcan los reglamentos militares para el uso, limpieza, desarmado, armado, equilibrado, preparación para el disparo… etc., etc., de cualquier arma portátil y en particular todas las precauciones que debe tomar un profesional de las armas antes de efectuar un disparo de instrucción o combate.
6º Resulta inconcebible que todo un caballero cadete de la AGM (una de las mejores Academias Militares del mundo en su momento) con 6 meses de instrucción militar intensiva y con numerosos ejercicios de tiro de instrucción realizados, no tomara las elementales medidas de seguridad (activación de los seguros de la pistola y comprobación de la existencia o no de cartucho en la recamara) antes de proceder a manipular su pistola en presencia de su hermano pequeño.
7º ¿
Qui prodest
? ¿A quién pudo beneficiar la muerte del infante don Alfonso? Ni la policía judicial portuguesa ni la española (civil o militar) investigaron nada en relación con la extraña muerte del infante Alfonso de Borbón a pesar de que D. Jaime, jefe de la Casa de Borbón, pidió una encuesta judicial sobre la muerte de su sobrino. Pero por otra parte, del mero análisis político y familiar del entorno de los Borbones se desprende que la desaparición física del hijo menor del conde de Barcelona benefició y mucho, las expectativas de su hermano Juan Carlos de cara a ocupar en su día el trono vacío de España. De no haber muerto Alfonso, esas expectativas habrían caído en picado pues, según bastantes prohombres del entorno de don Juan, éste barajaba ya (en la época en la que sucedió la inesperada desaparición de su hijo) la posibilidad de nombrar al
Senequita
su descendiente preferido, heredero de los derechos dinásticos de la familia en detrimento de los del hijo mayor. Además, de vivir Alfonso, su sola presencia física hubiera constituido en sí misma una baza muy importante en manos del conde de Barcelona en su tenaz lucha con el dictador para conseguir que el futuro rey de España fuera él y no su hijo Juan Carlos. Existía también la posibilidad de que, tras el enfrentamiento entre éste y su padre por la asunción sin condiciones por parte del primero de las tesis franquistas, don Juan hubiera presionado a Franco a favor de su hijo Alfonso como futuro heredero de la jefatura del Estado español a título de rey.
8º ¿Sólo la casualidad puede explicar el insólito hecho de que el pequeño proyectil de 6,35 mm (o calibre 22), que en el caso de impacto directo en la bóveda craneal de don Alfonso hubiera tenido muy pocas posibilidades de traspasarla dada su pequeña entidad y la escasa fuerza propulsora inicial, buscase el único camino expedito (las fosas nasales) para alcanzar el cerebro sin problemas y causar la muerte? Resulta increíble, por las prácticamente nulas posibilidades de que una cosa así pueda ocurrir en un disparo accidental, que la bala asesina penetrara de abajo a arriba por la nariz del infante (hecho éste generalmente admitido por los poquísimos biógrafos y escritores que se han permitido analizar el tema) en base exclusivamente al azar o la mala suerte. La previsible trayectoria del disparo, para que esto pudiera ocurrir, resulta tan forzada y difícil que es manifiestamente improbable que el proyectil saliese de la boca del arma siguiendo esa anómala línea de tiro, sin influencia alguna del tirador.
9º Juan Carlos de Borbón (repitámoslo una vez más) no era en marzo de 1956 ningún niño, como la domesticada prensa del franquismo dejó caer, una y otra vez, en los meses siguientes al sospechoso «accidente», sino todo un caballero cadete de la AGM. Era, pues, un hombre que se afeitaba todos los días, un militar profesional a todos los efectos que había jurado bandera en diciembre del año anterior y que realizaba los estudios y prácticas necesarias para acceder en su día a la categoría de teniente del Ejército español. ¿Por qué entonces, ante la extraña muerte de su hermano Alfonso (en unas circunstancias que le involucraban directamente, ya que aquélla se había producido por un disparo efectuado con un arma de su propiedad y estando a solas con él), no se produjo de inmediato la apertura del reglamentario expediente investigador militar, al margen del que pudieran incoar la policía y la justicia lusas, al objeto de depurar sus presuntas responsabilidades penales? Conviene resaltar que en el caso de un miembro de las Fuerzas Armadas que mata a un civil con su arma, éstas están sujetas a fuertes agravantes, si se demuestra que no adoptó las correspondientes medidas de seguridad en el manejo de las armas de fuego que contemplan los reglamentos militares y que, obviamente, deben conocer a la perfección todos aquellos que visten un uniforme militar.
En este caso del cadete Juan Carlos de Borbón no se abrió investigación militar alguna, ni tras conocerse (por los medios de comunicación extranjeros) las extrañas circunstancias en que se había desarrollado la trágica muerte del infante Alfonso y las presuntas y claras responsabilidades del primogénito del conde Barcelona. Nadie ordenó la incoación del oportuno procedimiento judicial castrense contra su persona.
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Juanito
permanecería en la Academia General Militar de Zaragoza hasta el verano de 1957, en el que con el título de caballero alférez cadete del Ejército de Tierra y tras dos años de estancia en tan riguroso centro de enseñanza militar, se iría de vacaciones, como todo hijo de vecino, primero con su novia oficial de entonces, María Gabriela de Saboya, y, después, con su amiguita del alma y del cuerpo, la condesa Olghina de Robilant. Su segundo, y último, año en la Academia zaragozana sería especialmente movido en el terreno personal, al decir de sus compañeros de centro, pues «su alteza» (como le llamaban todos por imperativo jerárquico, a excepción del clan borbónico, que le rodeaba como una piña), no se sabe si para olvidar el trágico «accidente» de Estoril o, precisamente, por no poder olvidarlo, se dedicó todo ese segundo curso académico a vivir su vida, a disfrutar todo lo posible de los placeres mundanos y a tomar la Academia militar en la que residía como base de partida para sus correrías festivas de fines de semana y fiestas de guardar; o sea, a la práctica abusiva y sin control del famoso «sábado, sabadete» cadeteril.
En septiembre de 1957, el ya alférez Juan Carlos de Borbón se incorporaría a la Escuela Naval de Marín para realizar un curso con los cadetes de 5.° curso de ese centro castrense. Parece ser que, después del tórrido verano con cruceros y fiestas de todo tipo, acudió ya más calmado en sus ímpetus juveniles a la llamada del deber pues sus compañeros de aquella época no recuerdan expresamente que el infante (metido ahora a marino de guerra por deseo expreso del inefable caudillo ferrolano) hiciera una vida fuera de lo normal para ya todo un alférez de 3.° curso. Los fines de semana permanecía indefectiblemente, eso sí, en paradero desconocido y durante las jornadas lectivas tampoco es que se dejara ver mucho por aulas y gabinetes de estudio, aunque eso sí, nunca se ausentó de un acto oficial o formación académica que tuviera resonancia en los medios de comunicación para salir en las fotos de rigor.
Así no podía faltar, y no faltó, al famoso crucero alrededor del mundo que en enero de 1958 emprendieron los componentes de su curso a bordo del airoso velero Juan Sebastián Elcano, y que lo tendría embarcado (y tranquilo) por espacio de casi cinco meses. Con esta excursión marítima global (que quizá fue el inicio de su pasión desmedida por el deporte de la vela) terminaría prácticamente su compromiso con la Escuela Naval, una estancia demasiado corta, protocolaria y deportiva que no parece ser le aportara muchos conocimientos navales ni mucha afición por la «mar océana» como la que siempre evidenciaron tanto su padre (elevado después de su fallecimiento a la categoría de almirante de la Armada española por deseo de su augusto hijo, ya rey de España) como su malogrado hermano, el inteligente
Senequita
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Por último, y para acabar con su periplo por las diferentes academias castrenses y convertirse así en un singular militar interdisciplinario de provecho, como quería su protector Franco, Juan Carlos de Borbón aterrizaría (nunca mejor dicho) en la Academia General del Aire de San Javier, en septiembre de 1958. Su objetivo era permanecer allí todo el curso académico 1958-59, hacerse con el título de piloto del Ejército del Aire español y regresar después a Zaragoza para efectuar un último período académico de conjunto y recibir al fin el despacho de teniente.
Pero en la Academia de San Javier tampoco es que se desviviera por aprender mucho y portarse como un cadete más el bueno del alférez
Juanito
. Según algunos compañeros de entonces, generales en la reserva en la actualidad, llevaba una vida de invitado de lujo. Apenas hacía nada por sí mismo y las órdenes procedentes «de arriba» (que exigieron, en principio, su graduación como piloto de guerra con todos los conocimientos y prácticas que hicieran falta), enseguida tuvieron que ser matizadas y sustituidas por otras mucho más pragmáticas que aceptaban ya el carácter simplemente honorífico y testimonial de las enseñanzas que el susodicho Borbón iba a recibir.
Uno de estos compañeros del flamante infante real llegó a manifestar a este investigador:
Era muy malo con los mandos, lo que se dice «un negao», muy descoordinado y sin visión alguna para el vuelo. Además, no digería adecuadamente las pocas lecciones teóricas a las que acudía. Sólo se le podía dejar unos segundos a los mandos de la avioneta de instrucción. En los meses que estuvo en San Javier apenas progresó nada, limitándose a volar con los mejores instructores en plan pasajero VIP.
Resulta pues totalmente ridículo que por parte del aparato de propaganda del Régimen franquista entonces (y después por las autoridades políticas de la transición) se pretendiera hacer llegar a la opinión pública española la falsa idea de que el príncipe Juan Carlos pilotaba personalmente los aviones en los que viajaba al extranjero o acudía, en España, a actos protocolarios o turísticos. La farsa se ha ido ampliando incluso a sus posibilidades como piloto de helicópteros de todo tipo, de guerra incluidos por supuesto, de cuya correcta conducción nunca ha tenido Juan Carlos de Borbón ni pajolera idea. Eso sí, siempre le ha gustado ocupar el asiento de copiloto de cualquier aeronave que transportara sus reales huesos y hacer el viaje «gozando» de las vistas desde la cabina; Con ello se ha dado pábulo a que los sumisos periodistas de cámara que siempre le acompañan, continúen, todavía a día de hoy, propalando a los cuatro vientos las increíbles dotes aeronáuticas del nuevo rey que tuvo a bien regalamos Franco antes de irse a los infiernos para siempre.
Por cierto, el Gobierno socialista lleva ya tiempo (y nos parece perfecto a muchos) enfrascado en la noble tarea de retirar de las vías públicas españolas todos los símbolos que recuerden al fenecido franquismo (estatuas ecuestres del autócrata, placas conmemorativas, dedicatorias de calles…). Sin embargo (y esto nos parece fatal a muchos), no dice nada del primero y más emblemático de todos esos símbolos franquistas: el rey Juan Carlos, heredero del sanguinario militar y que no tuvo reparo moral alguno en jurar los inamovibles Principios Fundamentales de su régimen, comprometiéndose a asumirlos y defenderlos aunque luego, gracias a un sorprendente ataque de democracia sobrevenida (y a pequeños intereses de su corona) propulsara una sacrosanta transición de conveniencia hacia un régimen de libertades en el que él, blandiendo ante los políticos el espantajo del Ejército franquista y con toda la información de los aparatos de Inteligencia del Estado y de las FAS a su servicio, pudiera mangonear el país casi tanto como su amado caudillo del alma. La mayoría de los españoles estamos de acuerdo: ¡Fuera símbolos de la más sanguinaria dictadura que haya sufrido nunca este bendito país! Pero todos fuera. Absolutamente todos.
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El príncipe Juan Carlos recibió su despacho de teniente del Ejército español el 12 de diciembre de 1959. El 23 de julio de 1969, diez años después, sería nombrado sucesor del jefe del Estado, a título de rey, y ascendido por decisión testicular del dictador a general. El «espadón» gallego tendría así lo que quería: Un militar, un general amamantado a sus pechos que pudiera recoger el testigo de su deleznable dictadura castrense. Y así sucedería en realidad, pues su régimen no pereció como muchos ingenuos aún creen con la promulgación de la Constitución del 78.
Hablamos de una Carta Magna pactada, consensuada, corregida y autorizada por el Ejército franquista y por las fuerzas más poderosas del antiguo sistema que montarían el «teatrillo del cambio» para que nada cambiara en realidad en este país. Sí, los españoles podemos votar cada cuatro años unas listas electorales cerradas y bloqueadas, confeccionadas por los aparatos de unos partidos que comen del pesebre del poder, del mismo poder de siempre… Pero de auténtica libertad, verdadera democracia, real soberanía del pueblo… muy poco todavía, casi nada. Habrá que esperar un poco más para que el «soberano» pueblo español pueda ser eso, soberano (sin comillas) y recobrar todos sus derechos perdidos. Tengamos paciencia. Estamos en el buen camino.
Ahora sigamos, en otro capítulo, con la vida y milagros del, de momento, teniente
Juanito
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-La etapa universitaria del teniente Borbón. -Sus aventuras amorosas. -Su sorprendente boda con la recatada Sofía. -Su designación como heredero de Franco a título de rey. -Su ascensión al trono. -La defenestración de Arias Navarro.
Terminados con aprovechamiento (es un decir) los estudios militares del cadete
Juanito
y ya con los tres uniformes de teniente del Ejército de Tierra, alférez de fragata de la Armada y teniente piloto del Ejército del Aire en el fondo de su armario (a Franco, con estudios castrenses muy elementales, no se le ocurrió la idea de hacerle también por la brava diplomado de Estado Mayor de los tres Ejércitos, lo que sin duda hubiera elevado ostensiblemente su futuro caché como militar coronado), se volvería a plantear en el entorno de don Juan, con toda su crudeza, el delicado tema de la formación integral del infante como aspirante a la Corona española.
El general Martínez Campos, con la preceptiva autorización de Franco y la aquiescencia, más o menos explicita, del conde de Barcelona, llevaba ya meses preparando la subsiguiente etapa universitaria de Juan Carlos (un ciclo de estudios semiprivados de dos años de duración) que estaba prevista se desarrollara en la Universidad de Salamanca, a cargo de un selecto plantel de profesores de dicho centro y con un grupo de ayudantes militares a su servicio. Por tener, hasta se tenía ya elegida la amplia y confortable vivienda que, después de que don Juan rechazara de plano el palacio de Monterrey que le habían ofrecido los duques de Alba, iba a servir de residencia al joven Borbón. El duque de la Torre había hablado ya de todo esto con el ministro de Educación del Régimen franquista, Jesús Rubio García Mina, con el ministro secretario general del Movimiento, José Solís Ruiz, y también con el rector de la Universidad, José Beltrán de Heredia.