Read Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española Online
Authors: Amadeo Martínez-Inglés
Tags: #Política, #Opinión
Las dos personas que intervinieron en este distinguido «juego de niños» de Villa Giralda (como lo denomina en sus
Memorias
Dª María de las Mercedes, condesa de Barcelona y madre de los «jugadores»), en marzo de 1956, no eran ya unos niños y, por supuesto, aquello no tuvo nunca nada de juego. Juan Carlos tenía ya (no me cansaré de repetirlo, pues todavía no me cabe en la cabeza como historiador militar que la persona que ha ocupado durante más de treinta años la jefatura del Estado español, bien es cierto que sin un mérito especial por su parte si hacemos abstracción de su nacimiento y de los intereses políticos del franquismo, cometiera semejante estupidez en su juventud y encima sin querer afrontar la responsabilidad consiguiente) 18 años bien cumplidos y era todo un caballero cadete de la Academia General Militar, un hombre con seis meses de instrucción académica (que incluye todo tipo de ejercicios de fuego real con armas de guerra mucho más sofisticadas que una simple pistola de 6,35 mm.) y otros seis de instrucción premilitar en el palacio de Montellano, donde, por lo menos en teoría, le darían clases de tiro sus profesores militares. El infante Alfonso tampoco era un niño, tenía 14 años y una inteligencia privilegiada. Había dado muestras hasta entonces de una gran estabilidad emocional y suma prudencia, por lo que era el preferido de su padre, el conde de Barcelona, que, según algunos de sus biógrafos, pensaba nombrarle en el futuro su heredero dinástico si su hijo mayor, Juan Carlos, cedía en demasía a los oropeles del franquismo y abandonaba la tutela paterna en busca de un atajo al trono de España. ¿Tendría esto último algo que ver con las extrañas circunstancias de su muerte? La historia dirá en su momento la última palabra. Seguro.
La pistola causante de la tragedia, para más inri, había vuelto a poder de
Juanito
el mismo día de autos en contra de las instrucciones de su padre que había «decretado» su guardia y custodia bajo llave en un secreter del salón de la casa, ante la irresponsabilidad manifiesta de su propietario que se había dedicado, en las jornadas precedentes al luctuoso hecho de Jueves Santo, a efectuar ejercicios de fuego real por las calles cercanas a su domicilio. Concretamente el día anterior, Miércoles Santo, los dos hermanos habían tomado como blanco de sus «juegos» las farolas de alumbrado público de su propia calle. Todo un despropósito se mire como se mire.
Pero la pistola, la tarde en la que murió Alfonso, fue cargada por el diablo o por el propio Juan Carlos, ya que el arma era de su propiedad y su hermano no tenía por qué conocer su manejo.
Asimismo, la pistola, con toda seguridad también, sería montada por
Juanito
que, lógicamente, ejercería en estos «juegos» como propietario y como militar profesional que era, de maestro de ceremonias. La teoría de que una bala podía estar ya alojada con anterioridad en la recamara y precipitar anómalamente el disparo fatal, no se puede sostener ante experto alguno pues un seguro (un diente metálico situado en la parte superior de la corredera de prácticamente todas las pistolas que se fabrican en el mundo) alerta claramente si la recamara está ocupada y, además, por esa sola causa no podía desencadenarse el disparo fortuito.
Por otra parte, la pistola la tenía en su poder Juan Carlos desde el verano de 1955, en el que la recibió como regalo por su ingreso en la Academia Militar de mano del conde de los Andes, según todos los indicios. Al incorporarse a ese centro militar, el 15 de septiembre de ese mismo año, seguía con ella pues algunos de los cadetes de aquella época recuerdan que «fardaba» de su posesión ante sus congéneres del «clan Borbón». Y no sólo era propietario de la pistolita de marras, sino también de una preciosa carabina calibre 22 que despertaba la envidia de alumnos y profesores. No conviene olvidar, por otra parte, que el infante, como ya he reiterado una y otra vez a lo largo del presente trabajo, había realizado ejercicios de fuego real con toda clase de armas portátiles durante sus seis primeros meses en la Academia Militar, incluidas pistolas de 9 mm largo, por lo que sin ningún temor a exagerar, tras dos trimestres de «mili especial» como la que realizaban los cadetes españoles de la AGM en la década de los 50, era todo un experto en armas cuando se incorporó de nuevo a la casa paterna a últimos de marzo de 1956.
Incluso había realizado ejercicios de fuego real con su propia pistola. Previsiblemente en el propio campo de tiro de la Academia, durante sus ratos libres, ya que era un entusiasta del tiro y no faltó nunca a un ejercicio de fuego de instrucción o de combate con ningún tipo de arma, igual que no dejó de asistir jamás a las clases de equitación (los caballos eran otra de sus aficiones preferidas) y a las de practicas de conducción de vehículos militares, actividad que también le obsesionó mientras estuvo en Zaragoza.
***
Como he señalado hace un momento, algunos historiadores han especulado con el tipo de arma que realmente mató al infante Alfonso, haciendo referencia a que podía haber sido un revólver de calibre 22 e, incluso, una pistola de ese mismo calibre. Esta posibilidad, aún no siendo determinante en el proceso de clarificación histórica en el que estamos inmersos (ya que cambia muy poco las circunstancias y las responsabilidades de aquél luctuoso hecho), no tiene muchas probabilidades de ser cierta. En primer lugar porque la propia madre de Juan Carlos en sus Memorias, como también he señalado, menciona «una pequeña pistola de 6 mm que los chicos habían traído de Madrid» (el calibre de 6 mm no existía entonces como tal, siendo el menor que se encontraba en el mercado el de 6,55 mm). En segundo lugar porque los revólveres. y todavía mas los de calibre 22, no se encontraban tan fácilmente en la España de la época. Las armas ligeras que se usaban (y se vendían, incluso en el mercado negro) eran mayoritariamente de las marcas Star, Astra y Llama, de calibres 6.35. 7,65, 9 mm corto y largo, siendo normalmente los calibres más pequeños (6,35 y 7,65) los utilizados por militares y miembros de las fuerzas de seguridad para su defensa personal (como armas de su propiedad) y los superiores (9 mm corto y sobre todo, largo) los reglamentarios en cuarteles y unidades operativas. Y en tercer lugar porque ningún cadete que coincidiera con Juan Carlos en sus años de Academia en Zaragoza ha hablado nunca de que viera un revólver en sus manos y sí, y muchos, de la pistolita que guardaba el Borbón como un auténtico tesoro y que exhibía ante sus amigos a todas horas. Por todo ello, es mucho más plausible y lógico que fuera una pequeña pistola de 6,55 mm, propiedad del infante Juan Carlos, la que acabó, muy certeramente por cierto (pues no es nada fácil matar a una persona con un solo disparo de ese pequeñísimo calibre), con la vida del infante Alfonso de Borbón.
Y sigamos con las consideraciones sobre las tres hipótesis que anteriormente he sacado a colación como las más representativas de la cortina de humo levantada en su día por familiares, amigos y periodistas de cámara de la familia Borbón, para tratar de explicar la muerte violenta a consecuencia de un disparo de uno de sus miembros más jóvenes, inteligentes y prometedores.
La segunda de las mencionadas hipótesis (propalada incluso por el propio Juan Carlos que, al parecer, se la sugirió a su amigo portugués Bernardo Arnoso) habla de que el cadete
Juanito
, que tendría lógicamente en su mano derecha la pistola cargada y montada en el momento del disparo fatal, «apretó el disparador de la misma creyendo que estaba descargada y la bala rebotó en una pared y fue a incrustarse desgraciadamente en la cabeza de su hermano Alfonso causándole la muerte instantánea» Esta justificación, venga o no venga del propio protagonista de la tragedia, es sencillamente ridícula. No se la puede creer nadie que sepa algo de armas de fuego y de teoría del tiro. Un pequeño proyectil, procedente de un cartucho de 6,55 mm (y lo mismo ocurriría si se tratara de un calibre 22) que ha sido disparado con la pistola correspondiente, no tiene la suficiente fuerza cinética para impactar en una pared de una habitación y seguir después en una nueva trayectoria hacia sabe Dios dónde. Es más, aunque el ángulo de incidencia con la pared fuera extremadamente pequeño, de muy pocos grados, y en consecuencia, más factible de que esto pudiera ocurrir, la bala seguiría con un ángulo de salida de la pared tan pequeño que no le permitiría separarse mucho de ella, a lo sumo unos pocos centímetros, con lo que nunca podría buscar un nuevo blanco que no estuviera en la propia pared o muy cercano a ella; y, desde luego, con una fuerza de penetración muy reducida, cercana a cero. Eso contando con que el ángulo de incidencia sea casi plano, lo que es muy difícil que ocurra disparando el arma desde el centro de una habitación. Si el proyectil, como es lo más normal, hubiera llegado a la pared con un ángulo de incidencia cercano a los noventa grados, habría entrado en la misma, pero nunca hubiera salido. No hubiera tenido fuerza residual suficiente para traspasar el muro de la habitación y penetrar en la contigua, y mucho menos aún para volverse a buscar la cabeza del desgraciado infante Alfonso. Así de claro y así de sencillo. O sea que de posible rebote de la bala que presumiblemente disparó Juan Carlos de Borbón, nada de nada. No se lo puede creer nadie.
Y tampoco se puede creer nadie, medianamente constituido intelectualmente, lo contemplado por la tercera hipótesis, esa de la inoportuna salida del
Senequita
de su habitación en busca de viandas para los dos «jugadores» y que propicia que a la vuelta asome inoportunamente la cabeza por la puerta y se la vuele su hermano (sin querer, claro) de un certero disparo tras recibir un golpe en el brazo. Este guión es más propio de una mala novela negra o de espías que del vivido por los protagonistas de aquél desgraciado evento, en la recogida Villa Giralda de los años 50. Aunque en este caso, de haberse producido todo como recoge esta hipótesis (sugerida por Pilar, hermana de Juan Carlos, a la escritora griega Helena Matheopoulos), la realidad hubiera superado de nuevo a la ficción pues ni el mismísimo Ian Fleming hubiera sido capaz de proponer algo tan inverosímil, para que su famoso personaje James Bond, manejando una ridícula pistolita de 6.35 mm, mandara sin querer al otro mundo de un solo disparo en la cabeza al despistado enemigo que, pretendiendo sorprenderle en su habitación, le golpeara el brazo con tan mala fortuna que provocara tan anómalo accidente. ¡Demasiado incluso para el sagaz agente 007 de Su Majestad Británica! Pero parece ser que no, si hacemos caso a Dª Pilar, para el «francotirador de Estoril», su hermano
Juanito
(el terror de los vecinos de Villa Giralda en aquella Semana Santa portuguesa de 1956) que, después de dejar a oscuras con su pistola todas las calles de los alrededores, tuvo esa mala suerte de que su hermano le golpease el brazo y una inoportuna bala se cobrase sin más su vida.
A la vista de todo lo que acabo de exponer, supongo que el lector ya se habrá hecho su composición de lugar con respecto a las tres hipótesis de trabajo que estamos analizando. Y también que no habrá dudado en poner un claro suspenso a cada una de ellas. Pero si es así, lo lógico también es que a continuación se haga la siguiente consideración: De acuerdo, estos tres supuestos sobre las circunstancias en que se desarrolló la extraña muerte de Alfonso de Borbón no son de recibo, pero entonces… ¿Qué nueva hipótesis sería la mas plausible, la que más posibilidades tendría de ser cierta, la que después de un análisis serio y desapasionado podría considerarse como más aceptable? Pues, amigo mío, empecemos por la que el propio conde de Barcelona planteó con desgarro escasos segundos después de la tragedia, cuando le espetó a la cara a su hijo Juan Carlos: «Júrame que no lo has hecho a propósito». O sea, hablando en plata, la hipótesis de que el cadete
Juanito
descerrajara un tiro en la cabeza a su hermano «a propósito».
Algún lector quizá pueda empezar a rasgarse las vestiduras en este punto, pero yo le pediría un poco de paciencia. Si un padre, ante un hecho de tanta gravedad como el que estamos considerando, en un apresurado análisis de la situación en el que su subconsciente toma evidentemente la delantera, cree posible que su hijo mayor haya matado «a propósito» a su hermano disparándole un tiro en la cabeza, no cabe duda de que existe, ya de entrada, una razón de peso para que ciertas personas, fuera del círculo familiar del presunto homicida y que además tenemos como profesión analizar desde la más completa independencia los hechos históricos, podamos arrogarnos la potestad de estudiar y considerar tamaña hipótesis de trabajo, por dura y escandalosa que ésta pueda parecer a multitud de ciudadanos españoles de buena fe. Teniendo en cuenta, además, que los que tenían que haber tomado sobre sus espaldas desde el primer momento ese trabajo (la policía y los jueces portugueses) no lo hicieron en absoluto a pesar de que abundantes indicios racionales apuntaban a una clara responsabilidad penal del infante Juan Carlos. Por lo menos, por negligencia e imprudencia temeraria con resultado de muerte. Pero quizá también ¿si su padre no desechó en principio esa posibilidad, por qué tenían que hacerlo los jueces y policías portugueses? por homicidio e incluso asesinato. ¿Por qué no se investigó esta hipótesis? ¿Por qué no se le hizo la autopsia al cadáver de Alfonso? ¿Por qué don Juan tiró la pistola al mar? ¿Por qué tanto secreto y tanta oscuridad al cabo de tantos años…? ¿Quiso Franco, en connivencia con las autoridades portuguesas, preservar la imagen y la propia vida de la persona que tenía en cartera como heredero y futuro rey de España?
Bueno, pues como acabo de señalar que existían (y existen) abundantes indicios racionales que apuntaban (y apuntan) a una clara responsabilidad penal del infante Juan Carlos en la muerte de su hermano menor Alfonso, voy a continuación, para cerrar ya este análisis personal de los hechos, a resumir los más importantes:
1º El cadete Juan Carlos de Borbón conocía, en marzo de 1956, el manejo y uso en instrucción y combate de todas las armas portátiles del Ejército de Tierra español.
2º Había realizado ejercicios de fuego real con todas ellas con arreglo a la cartilla de tiro correspondiente a un caballero cadete de l.° curso de la Academia General Militar.
3º Conocía, pues, muy bien el manejo de las pistolas de 9 mm largo reglamentarias en las Fuerzas Armadas españolas.
4º Con mayor motivo debía conocer el uso y manejo de la pequeña pistola de 6,35 mm (o de calibre 22) de la que era propietario y con la que había efectuado (la última vez, el día anterior al triste suceso) numerosos disparos.