Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (16 page)

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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Y todavía le resultaría más difícil a la familia Borbón casar a la otra hermana de Juan Carlos, la infanta Margarita, ciega de nacimiento y muy infantil de carácter, que tras bastantes años de soledad, algunas anécdotas amorosas y varios noviazgos fracasados (su padre tuvo que reprenderla muy severamente en una ocasión porque pretendía escaparse del domicilio familiar con un amigo ocasional que había conocido horas antes y que resultó ser un ciudadano americano de inclinaciones sexuales nada convencionales) acabaría casándose con Carlos Zurita, un médico español totalmente desconocido y de sangre «rojilla», como el común de los mortales, vamos.

El matrimonio de Juan Carlos, a pesar de su juventud, su uniforme, su previsible futuro real y su gran éxito con las mujeres, iba a representar para los Borbones un reto todavía mayor que los afrontados con sus poco agraciadas hermanas, ya que en su caso no se podía renunciar, en principio, a una esposa de sangre real y existían muy pocas candidatas donde elegir al respecto.

Con bastantes posibilidades de ceñir en el futuro la corona de España y con una relación muy especial con el general Franco, que se había convertido
de facto
en su tutor y educador, la apuesta se presentaba compleja y difícil, pues sin duda eran muchos y muy importantes los condicionantes políticos que iban a pesar sobre ella. El primero y principal lo representaba el hecho de que prácticamente iba a resultar imposible que el infante eligiera a una futura consorte que no fuera del completo agrado del autócrata. Éste, curándose en salud, ya había manifestado sus deseos y dado precisas instrucciones al entorno de
Juanito
, formado por Nicolás Cotoner y Cotoner, marqués de Mondéjar, virtual jefe de su Casa en detrimento del fantasmal duque de Frías que en teoría ostentaba ese título, y Alfonso Armada, secretario de la misma.

La primera candidata a considerar, una vez que el dictador se había decantado por la pronta boda del príncipe, a mediados de 1960, era sin duda su hasta entonces novia oficial, la princesa María Gabriela de Saboya, nieta de Víctor Manuel II e hija de Humberto, eterno aspirante al trono de Italia y exiliado con toda su familia, como los Borbones, en Portugal. Juan Carlos y Gabriela se conocían desde su más tierna infancia, siempre habían salido juntos y nadie era capaz de precisar el momento exacto en el que ambos decidieron pasar de la categoría de amigos a la de novios formales. Parece ser que fue en el verano del año 1954, aprovechando uno de aquellos «celestinescos» cruceros por las maravillosas islas griegas a bordo del yate
Agamenón
, que periódicamente organizaba la reina Federica de Grecia para facilitar las relaciones entre los cada vez más escasos miembros de la realeza europea en edad de merecer pareja. Y parece ser que en este caso concreto sí las facilitaría pues, según medios informativos de la época, aunque
Juanito
y Gabriela eran entonces unos adolescentes, con tanto balanceo babor-estribor y tanto cabeceo proa-popa se debió producir algún fortuito encuentro espermo/ovular entre los cuerpos serranos de ambos jóvenes, con el resultado que era de esperar nueve meses después. Los supuestos y jóvenes padres, como es lógico, nunca comentarían nada al respecto, pero seguirían con su recién iniciado romance. Concretamente, en 1955, se les vería de nuevo juntos en el palacio de Montellano de Madrid, donde el infante se preparaba para ingresar en la Academia General Militar de Zaragoza; y más tarde, durante su permanencia en ese centro castrense (1955-57), serían varias las ocasiones en las que Gabriela acudió a la capital maña para estar algunas horas con su fogoso novio.

El conde de Barcelona nunca vio con malos ojos esta apasionada relación sentimental de su hijo y hasta estuvo a punto de anunciarla oficialmente a bombo y platillo en 1956, pero la desgraciada muerte de su hijo Alfonso trastocaría todos sus planes. Por el contrario, Franco, a quien nunca le cayeron bien las escandalosas vicisitudes familiares de los Saboya y, sobre todo, la fama de bisexual de Humberto, siempre tomó esa relación como un pasatiempo erótico del infante sin posibilidad alguna de terminar en algo serio. Por eso cuando decidió, en 1960, a título personal (como haría nueve años después en orden a elegirlo para sucederle a título de rey) que Juan Carlos debía casarse, y pronto, la princesa María Gabriela sería una de las primeras en ser apeada abruptamente de la lista de posibles candidatas a acompañarle al altar, sin que su eterno novio tuviera otra opción que la de edulcorar convenientemente la ordenada ruptura.

También tendría que romper definitivamente el fogoso
Juanito
con su otro largo y apasionado amor, el que representó durante casi cuatro años la condesa Olghina de Robilant, quien a pesar de que su amante le había dejado claro desde el principio que su relación jamás podría terminar en boda, mantuvo siempre sus esperanzas matrimoniales y hasta se permitió el lujo, en determinados momentos, de sacarle a colación sus antecedentes aristocráticos familiares, comparables, según ella, a los de la regia familia Saboya. La relación con la condesa, que había entrado en una etapa fría y distante a finales de 1959 (que alcanzaría su máximo distanciamiento a mediados del año siguiente, cuando ella le comunicara el alumbramiento de su hija Paola), sería totalmente cortada de raíz por las presiones de Franco y por el peligro cierto de que la despechada Olghina se presentara un buen día en Estoril, con su hija en brazos, pidiendo a gritos el tácito reconocimiento de la misma por parte de Juan Carlos.

Pero aunque el atosigado
Juanito
aclarara con ambas rupturas sentimentales (auspiciadas, como decimos, por el dictador) su horizonte matrimonial, éste no lo tenía despejado, ni mucho menos, dada la persistente renuencia de las viejas casas reales europeas a emparentar con los Borbones, la conocida indigencia en la que se debatían los mismos y, sobre todo, el largo y difícil camino que todavía tenía que recorrer para llegar algún día al trono de España. Por ello, ante las extremadamente frías relaciones con su familia después de la nueva claudicación de su padre, permitiendo el regreso de su hijo a Madrid para que siguiera su educación a la vera del caudillo, no le quedó más remedio al futuro contrayente que buscar en los militares de su entorno (Mondéjar y Armada) la ayuda necesaria para solventar la difícil papeleta matrimonial que tenía por delante; que debería respetar siempre el gusto del autócrata pues la aprobación de su progenitor la tenía asegurada y, en última instancia, no le importaba demasiado. Esa ayuda necesaria le sería prestada de inmediato, con absoluta fidelidad, por el marqués de Mondéjar (tras la boda, éste sería nombrado jefe de la Casa del Príncipe, en sustitución del duque de Frías), pero, sobre todo, por el entonces teniente coronel Armada, secretario personal suyo, quien muy pronto se convertiría en el muñidor entre bastidores de su sorprendente noviazgo con la princesa Sofía de Grecia, en el artífice de la aprobación del mismo por parte del generalísimo y, en definitiva, en el máximo responsable de la boda real que tendría lugar en Atenas el 24 de mayo de 1962.

***

Juan Carlos había conocido a Sofía en el verano de 1954, en el curso del crucero por las islas griegas a bordo del yate
Agamenón
ya comentado líneas atrás, pero en aquella ocasión, como ya conoce el lector, los ojos del príncipe estuvieron puestos día y noche en la jovencísima Gabriela de Saboya, de la que no se separó un solo segundo en toda la travesía.

La pareja volvió a verse cuatro años después en el castillo de Althausen, en Alemania, con motivo de la boda de una hija de los duques de Witemberg. En este encuentro el infante iba ya acompañado de Alfonso Armada, quien más tarde, en su famoso y exculpatorio libro sobre el 23-F
Al servicio de la Corona
, dejaría constancia de la gratísima impresión que, por su belleza, su gentileza y la esbeltez de su figura, le produjo entonces la princesa griega. Pero a pesar de que ambos jóvenes estuvieron toda la velada bailando juntos, no parece que surgiera entre ellos nada de especial relevancia, entre otras razones porque Sofía estaba en aquellos momentos, al decir de los cronistas rosas de la época, muy enamorada del príncipe Harald de Noruega, heredero del trono de ese país, con el que mantenía un largo idilio no oficial, de más de dos años de duración, y que, según parece ser, no llegó a cristalizar en boda por la cicatería económica del Gobierno griego para con el rey Pablo, al que sólo concedió la mitad de los 50 millones de francos que había solicitado como dote de su hija. Harald rompió su platónico compromiso con Sofía y se casaría, unos años después, y muy enamorado, con una señorita «proletaria» de su propio país, Sonia Haraldsen, dejando absolutamente desconsolada a la que luego se convertiría en una «muy profesional» reina de España.

El primogénito de don Juan de Borbón y Sofía volvieron a coincidir en el año 1960 en otro evento real (en este caso la boda de la «princesa» Diana de Francia con el heredero de los duques de Witemberg), que tuvo lugar en el mismo castillo alemán de Althausen. Se saludaron cortésmente y hasta incluso bailaron en alguna ocasión, pero el corazón de
Juanito
seguía ligado (si bien es cierto que ya con altibajos y menos apasionamiento que en épocas pasadas) a los de Gabriela de Saboya y Olghina de Robilant. Todo ello al margen, por supuesto, de las consabidas aventuras erótico-sentimentales que, fiel al histórico mandato sexual borbónico, mantenía en aquellos apasionantes momentos de su vida (inicio de sus estudios universitarios en Madrid) con algunas bellas mujeres de su gentil entorno. Entre ellas, según algunos círculos bien informados del «tout Madrid» de la época, el que tenía con la famosa bailarina La Chunga, que arrasaba entonces por los escenarios de la capital y que parece ser le bailó al ligón
Juanito
algo mas que la danza del vientre.

Sin embargo, a pesar de que, como acabamos de señalar, Juan Carlos y Sofía se conocían desde hace años y nunca habían demostrado una atracción especial el uno por el otro, la cosa cambiaría de pronto, como por arte de magia, y esa fría amistad entre ambos pasaría en cuestión de semanas a tórrida relación amorosa con noviazgo oficial incluido. ¿Cupido o Franco? ¿Quién tuvo la culpa? Desgraciadamente para el abultado grupo de consumados románticos que existe en este país, Cupido no tendría nada que ver en esta ocasión. A mediados de 1960 el dictador, como ya hemos apuntado en páginas anteriores, no estaba nada dispuesto a aceptar el derrotero que había tomado le vida de su delfín tras regresar éste de las Academias militares e iniciar una corta carrera universitaria en Madrid. Así que después de estudiar a fondo los informes y propuestas del entorno monárquico-militar del joven, de valorar adecuadamente las informaciones procedentes del servicio secreto castrense, y oído el propio interesado, decidió (por vía testicular, como siempre) que, vistas las dificultades que existían para casarlo con alguna princesa de abolengo procedente de las elitistas monarquías nórdicas, la modesta realeza griega podía ser, si no la mejor opción, sí la más conveniente dadas las circunstancias del momento.

Franco temía que el muchacho, con tanta bella mujer a su alrededor (las suecas acababan de desembarcar en las playas españolas y el «destape» hacía ya estragos en la capital de la nación) se maleara más de lo que ya estaba y acabara liándose para siempre con cualquier pelandusca de tres al cuarto que lo volviera loco entre sabanas.

Y sin pensárselo dos veces, el autócrata gallego nombró como valedor mayor de la operación matrimonial de altos vuelos que tenía in mente al ¡como no! omnipresente Alfonso Armada, que llevaba ya muchos años al servicio personal del infante y… también, aunque más en secreto, al suyo propio. No conviene olvidar que Alfonso Armada era, en aquellos precisos momentos, un ambicioso militar (y, por supuesto, un redomado monárquico) que nadaba entre las procelosas aguas de esas dos íntimas debilidades y que soñaba con que un no lejano día su respetado superior jerárquico castrense, el generalísimo Franco, hiciera rey a su amado príncipe del alma.

Evidentemente no sabía en aquellos momentos el trabajador y leal (pero también ambicioso e intrigante) valido lo que le esperaba veinte años después, en 1981, cuando, tachado de traidor y miserable por su sempiterno y desagradecido señor, sería enviado a «galeras» durante treinta años por el, sin duda, grave error de integrar al inefable teniente coronel Tejero en la ejecución de la maniobra palaciega que todos conocemos. Pero bueno, eso es harina de otro costal y ya tendremos tiempo de hablar largo y tendido de tan espinoso asunto.

***

La cosa corría prisa y los dos militares monárquicos y franquistas ya mencionados, que ejercían como correa de transmisión entre el infante y Franco, se aprestaron a la tarea sin perder un solo segundo. Apenas unas semanas después del encuentro de Juan Carlos y Sofía en el castillo de Althausen (donde no ocurrió nada entre ellos porque lisa y llanamente en aquel preciso momento todavía no se había cursado ninguna orden al respecto), en mayo de 1960, los Borbón viajaron a Nápoles a bordo del
Saltillo
para asistir a la Semana de la Vela de las Olimpiadas de Roma, en la que participaba el hermano de Sofía, Constantino, como componente de la delegación de su país.

Se hospedaron ¡qué casualidad! junto con algunos amigos portugueses que viajaron con ellos desde Cascais, en el mismo hotel de los griegos y allí Juan Carlos y Sofía aprovecharían la ocasión para pasar bastante tiempo juntos, alcanzando una apreciable intimidad y formalizando en sólo unos días un noviazgo, en principio reservado, pero dotado de una fortaleza increíble dados los obstáculos que debió superar en los siguientes meses. Pero eran obstáculos más aparentes que reales, puesto que esta relación, por mucho que algunos historiadores hayan querido presentarla como fortuita, nacida de la suprema voluntad del príncipe Juan Carlos e, incluso, patrocinada por su padre, don Juan, había sido en realidad decidida en El Pardo después de cotejar otras posibles opciones y puesta en marcha por el entorno militar del joven infante, quien no tendría más remedio que decir amén a pesar de que la recatada princesa griega no era en absoluto su tipo, como se comprobaría después tras un matrimonio que «haría aguas» desde el primer momento.

Tan rápido resultaría el sorprendente compromiso de
Juanito
con Sofía y tan preparada su cita con ella en la capital italiana, que a su regreso a Estoril Juan Carlos ya se permitió el lujo de exhibir ante su amigo de correrías, Bernardo Arnoso, la pitillera dedicada que su nueva novia le había regalado. Después acudieron ambos a visitar al conde de Barcelona para comunicarle la buena nueva.

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