Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (11 page)

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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Por todo lo anteriormente expuesto, es muy poco probable, por no decir imposible, que la pistola que el joven
Juanito
se llevó a Estoril, desde Zaragoza, en la Semana Santa de 1956, y con la que «ultimó» a su hermano Alfonso, le fuese regalada por el dictador y protector suyo, don Francisco Franco Bahamonde; y que casi con toda seguridad debió ser el conde de los Andes (como ha sido recogido por algunos autores) el que, demostrando con ello una irresponsabilidad manifiesta, pusiera en manos del hijo mayor del conde de Barcelona el arma que meses más tarde acabaría con la vida de su hermano pequeño.

Pues bien, sabiendo ya que de quién era la pistola (con toda probabilidad, como digo, una pistola semiautomática marca Star, calibre 6,55 mm.) que iba a desencadenar la tragedia en casa de los Borbón en Estoril y quien previsiblemente la compró y regaló, sigamos con el sucinto relato de los hechos: Los dos infantes, aburridos y con muchas horas libres al día, parece ser que se dedicaron con ella, en las jornadas anteriores al Jueves Santo, a practicar una y otra vez el tiro al blanco, a las farolas de los alrededores, y a todo aquello que se les pusiera por delante. Este irresponsable proceder resulta totalmente increíble en dos jóvenes de 18 y 14 años (el primero caballero cadete de la Academia General Militar, con instrucción militar muy adelantada y experto en armas portátiles), en teoría con una educación y una formación humana y social muy elevadas debido a su rango, y que se encontraban de vacaciones en la casa de sus padres a los que debían respeto y obediencia… Increíble pero auténtico. Su propia madre, María de las Mercedes, lo recoge así en sus
Memorias
:

El día anterior [28 de marzo, Miércoles Santo] los chicos habían estado divirtiéndose con el arma disparando a las farolas. Por ello, don Juan les había prohibido jugar con la pistola. Mientras esperaban el servicio religioso de la tarde, los dos muchachos se aburrían y decidieron subir a jugar otra vez con ella. Se estaban preparando para tirar contra una diana cuando el arma se disparó, poco después de las ocho de la tarde.

O sea que los muchachos, según su madre, se habían dedicado a pegar tiros por la calle con el arma de fuego propiedad de Juan Carlos (por lo menos, el día anterior de la tragedia). Después, a pesar de que su padre la había requisado y guardado bajo llave en un secreter, el Jueves Santo por la tarde, luego de conseguir de su madre que les abriera el mismo y les entregara de nuevo la pistola, subieron a la habitación de Alfonso a practicar el tiro al blanco. ¡Demencial pero cierto!

Lo que ocurrió allí dentro, en la habitación del
Senequita
, nadie lo sabe con certeza absoluta (a excepción del hoy todavía rey de España, que desde el preciso momento en el que le descerrajó un tiro a su hermano Alfonso se ha callado como si realmente el muerto fuera él), pero he aquí que nos podemos aproximar mucho a la realidad de los hechos después de estudiar y analizar convenientemente todas las informaciones (no hay muchas, pero sí sabrosas) que la prensa internacional independiente publicó en su día. Por ellas sabemos (en contra de la angelical versión oficial del Régimen franquista, aireada en la escueta nota de la Embajada española en Lisboa de 30 de marzo de 1956) que fue precisamente Juan Carlos quien apretó el disparador (vulgo gatillo) de la pistola que acabó con la vida de su hermano. Ni él, ni su padre, don Juan, negaron nunca las informaciones periodísticas posteriores al hecho que enseguida pusieron en cuarentena la información oficial que hacía referencia a un supuesto accidente fortuito cuando Alfonso limpiaba una pistola en presencia de su hermano. Lo que sí se ha especulado mucho es sobre el «cómo» se produjo el disparo, el «por qué» del mismo y cuáles fueron las circunstancias en que se produjo tamaña tragedia familiar. Fue protagonizada, no conviene olvidarlo, por un hombre ya «hecho y derecho» como Juan Carlos de Borbón, con 18 años cumplidos, militar profesional con más de seis meses de instrucción castrense intensiva en su haber (más otros seis de formación premilitar), y que tuvo como víctima a un adolescente de 14 años, inteligente, muy despierto, nada alocado, que había dado hasta ese momento muestras sobradas de responsabilidad y cordura.

Por supuesto que en las líneas que siguen voy a contestar a todos esos interrogantes, y a alguno más, después de haber dedicado mucho tiempo a estudiar, analizar y clarificar con todo detalle lo sucedido en Villa Giralda aquel tremendo Jueves Santo de 1956; sirviendo así al lector de hoy y, por supuesto, al de años venideros, la verdad objetiva, histórica, no manipulada por nadie, que se desprende de todas esas investigaciones. Pero todo a su debido tiempo.

Conviene acabar primero con el relato de aquel desgraciado hecho y después, sin prisas, sin demagogia, sin autocensura, buscando por encima de todas las cosas la auténtica verdad, entrar a valorarlo debidamente en todas sus vertientes, sacando las conclusiones pertinentes; apoyándome para ello en mi larga experiencia como historiador militar (sin bozal orgánico de ninguna clase y con una cierta credibilidad social después de muchos años de aguantar a pie firme los duros arrebatos del poder de turno) y en mi largo curriculum profesional como militar de Estado Mayor.

***

Nos habíamos quedado en el momento en el que el doctor Loureiro acude presuroso a Villa Giralda, como respuesta al urgente llamamiento del conde de Barcelona. El médico no puede hacer nada ya que el infante Alfonso ha fallecido minutos antes. La bala, disparada a bocajarro, le ha entrado por la nariz y le ha destrozado el cerebro. Certificará su defunción, obviamente, pero nadie jamás verá nunca ese certificado de la muerte del hijo menor de don Juan de Borbón.

Pese a la normativa legal imperante en todos los países civilizados del mundo ante un asunto de esa naturaleza, la policía judicial no acudirá al domicilio del pretendiente a la Corona de España (que acaba de perder a su hijo más amado en unas sorprendentes y extrañas circunstancias) a levantar el oportuno atestado y buscar pruebas que aclaren lo sucedido; ni tampoco ningún juez, algo increíble en un moderno Estado europeo aunque estemos hablando del Portugal de 1956 víctima de una feroz dictadura, se personará asimismo en Villa Giralda para proceder al levantamiento del cadáver y ordenar el inicio de las oportunas indagaciones; nadie investigará absolutamente nada, por lo tanto, en una muerte violenta por arma de fuego disparada a escasos centímetros de la cabeza de la víctima por su propio hermano. Ambos, presunto autor del disparo y víctima, son infantes de la Casa de Borbón y herederos de los supuestos derechos dinásticos de su padre, el conde de Barcelona.

Un espeso manto de silencio caerá como una losa de granito sobre la habitación de la parte alta de la casa en la que el inteligente
Senequita
reposa inerte bajo la bandera de su país al que, incomprensiblemente, no podrá regresar durante muchos años, concretamente hasta 1992, y no precisamente por impedimentos del Régimen franquista que, como todos sabemos, desapareció oficialmente en 1975, sino por la negativa de su propio hermano Juan Carlos. Éste, desde que subió al trono el 22 de noviembre de ese mismo año, pareció olvidarse para siempre de su desgraciado compañero de «juegos de guerra» en el Estoril de 1956 y finalmente sólo accedió a trasladar sus restos a España cuando su padre, enfermo terminal de cáncer, se lo pidió
in extremis
como un último deseo.

Hasta el cuerpo del delito, el arma causante de la tragedia, la pequeña pistola semiautomática de 6,35 mm. propiedad del cadete
Juanito
que, de forma inexplicable, había sido cargada, montada, desactivada de sus mecanismos de seguridad, apuntada y disparada contra el infante D. Alfonso a pocos centímetros de su cabeza… desaparecerá muy pronto, escasas horas después. Fue arrojada al mar por el propio padre de Juan Carlos que, según comentaría tiempo después, «ansiaba perderla de vista cuanto antes»; con lo que se hurtaba así una prueba preciosa para cualquier posterior investigación policial o judicial.

Don Alfonso recibió sepultura en el cementerio de Cascais el sábado 31 de marzo de 1956. El funeral fue oficiado por el nuncio papal en Portugal y a él asistió un nutrido grupo de monárquicos españoles y otro, sensiblemente menor, de personalidades adscritas a diversas casas reales europeas. El Gobierno portugués estuvo representado por el presidente de la República, y por parte española la representación institucional fue mucho más modesta, al acudir al luctuoso acto el ministro plenipotenciario de la Embajada española, ya que el embajador, el orondo Nicolás Franco, hermano mayor del dictador, se encontraba en cama reponiéndose de un accidente de tráfico. Francisco Franco, no obstante, envió un mensaje de condolencia a la familia del fallecido infante.

Juan Carlos asistió al entierro de su hermano y al funeral vestido con el uniforme de caballero cadete de l.° curso de la AGM de Zaragoza, con cara de circunstancias y aspecto distraído. Sin duda la procesión iba por dentro, pero no dio especiales muestras de desolación y tristeza durante el desarrollo de ambas ceremonias. Aparecía ausente y como con ganas de que todo terminara cuanto antes. Su padre, abatido, destrozado, perplejo todavía por todo lo que había tenido que vivir durante las últimas 48 horas, aguantó el tipo y contestó a todos los saludos y condolencias con gentileza y dignidad.

El duque de la Torre, general Martínez Campos, acompañado por su ayudante (el después tristemente célebre general Armada), respondiendo puntual a la angustiosa llamada de don Juan y tras la preceptiva autorización de Franco, se había plantado en Estoril a bordo de un avión militar DC-3 pilotado por el comandante García Conde. Sin pérdida de tiempo, recién acabadas las ceremonias mortuorias, metieron al cariacontecido
Juanito
en él y se lo llevaron directamente a Zaragoza, donde escasos días después iniciaría su tercer trimestre académico. Según algunos de sus compañeros, se encontraba en una acendrada soledad, con claros síntomas de introspección, con cara de pocos amigos, huraño y huidizo.

Sin embargo, estos claros síntomas de depresión y tristeza cederían pronto y pasadas muy pocas semanas, en contra totalmente de algunos rumores infundados que empezaron a correr por los mentideros políticos madrileños y que ponían en labios del único hijo varón vivo del conde de Barcelona unas intenciones nada claras de evadirse del mundo e ingresar en un monasterio, reaccionaría con inusitada firmeza en un sentido totalmente opuesto a esos rumores, dedicándose con furia todos los sábados (sabadetes), domingos y fiestas de guardar a la más pura y descabalada
dolce vita
, a salir con chicas (cuantas más, mejor), a frecuentar toda clase de mujeres ya maduritas que sus compañeros de francachela le ponían en bandeja (muchas de las cuales provenían del entorno del notario y amigo de barra de
Juanito
, el señor García Trevijano, que tenía establecido su «cuartel general» en el Gran Hotel zaragozano), a beber en demasía por cafeterías, tascas y salas de fiesta de la «movida cadeteril maña» y, en definitiva, a tratar de olvidar todo lo ocurrido semanas atrás en el exilio dorado de sus padres en Estoril. Fue una amnesia buscada que, parece ser, conseguiría pronto, en todo caso antes del verano de ese mismo año, 1956, en el que, dando claras muestras de una recuperación asombrosa y con sus genes borbónicos pidiendo guerra, se dedicaría en cuerpo (sobre todo) y alma a disfrutar de lo lindo con su íntima amiga Olghina de Robilant.

***

La muerte de su hijo afligiría profundamente a la condesa de Barcelona, Dª María de las Mercedes, que caería en una profunda depresión y tendría que ser internada bastante tiempo en una clínica alemana. En todo momento tendría a su lado a Amalín López Dóriga, viuda de Ybarra, que sería su paño de lágrimas hasta su muerte. Parece ser que el sentimiento de culpa al haber sido ella en persona quien entregara la pistola a sus hijos, el día de autos, afectó profundamente el alma de Dª María, que ya nunca dejó de recordar la infausta fecha como la más desgraciada de su vida. También afectaría la tragedia familiar a la hermana de Juan Carlos, la infanta Margarita, que saldría ese mismo mes de abril hacia Madrid para estudiar puericultura y ya no regresaría hasta tres años después. Asimismo, abandonó Villa Giralda, ya para siempre, el aya de los infantes durante muchos años, la suiza Anne Diky, que había entrado en la casa cuando nació Alfonso.

La trágica desaparición de su segundo hijo varón afectaría también profundamente a don Juan, tanto en lo personal como en lo político. En lo primero, acusaría la tragedia hasta extremos increíbles, iniciando muy pronto una huida hacia adelante, una huida en realidad de sí mismo y de su entorno familiar más cercano que lo llevaría a poner tierra por medio, a emprender largos cruceros por todo el mundo, primero a bordo de su yate
Saltillo
y más tarde en su nuevo barco, el
Giralda
. Lo hizo olvidándose de todo y de todos. En sus largos periplos ambos barcos llevarían siempre sus bodegas bien repletas de bebidas alcohólicas, preferentemente ginebra, de la que se aprovisionarían muchas veces en las plazas españolas de Ceuta y Melilla a su paso por el Estrecho. Todavía se acordaban en la Comandancia General de Melilla, a mediados de los años 80 (época en la que este modesto historiador militar estuvo destinado en el Estado Mayor de esa ciudad española del norte de África), de las repetidas escalas del yate del conde de Barcelona en el puerto de la ciudad, allá por los años 60 y 70, ante las cuales el comandante militar de la plaza debía reaccionar con presteza enviando a bordo unas cuantas cajas de la mejor ginebra que pudieran encontrar los servicios de Intendencia militar, y casi siempre sin recibir ni siquiera un agradecimiento personal del ilustre patrón de la pequeña nave de recreo.

El fallecimiento del infante Alfonso también influiría muy negativamente en la política del conde de Barcelona, debilitando su posición ante Franco y haciéndole depender mucho más de los vaivenes de la situación de Juan Carlos en España. Su desaparición privaba a don Juan, desde el punto de vista del legitimismo dinástico, de un hipotético sustituto para el caso de que su hijo mayor aceptara ser el sucesor del general Franco contra la voluntad paterna, y al margen de la línea sucesoria considerada normal. Para algunos muy destacados analistas de la época quedó muy claro que, «de haber vivido Alfonso, su mera existencia habría condicionado el comportamiento posterior de Juan Carlos en la lucha entre su padre y Franco».

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