Read Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española Online
Authors: Amadeo Martínez-Inglés
Tags: #Política, #Opinión
Porque de eso se trataba en definitiva, de montar un teatrillo castrense de los muchos que se montaban (y se montan todavía) en unos Ejércitos españoles totalmente inoperativos, anticuados, desfasados, sin medios materiales, herederos de aquellos que obtuvieron «la heroica victoria» del 39 contra la indefensa, traicionada y abandonada II República. Hablamos de unas Fuerzas Armadas que durante años y años fueron convertidas por el dictador en guardia pretoriana de su nefasto régimen, obligadas, una y otra vez, a aparentar, a engañar al pueblo español, a esconder unas carencias y unas deficiencias que les han imposibilitado incluso en la etapa de democracia «manifiestamente mejorable» en la que vivimos desde el año 1975, para ejercer su misión de defensa exterior del país. Es una democracia «modélica» la nuestra, según la propaganda oficial, en la que el pueblo soberano no puede elegir directamente ni al jefe del Estado, ni al presidente del Gobierno, ni a los diputados, ni a los alcaldes, ni a los concejales… sólo decantarse, cada cuatro años, por unas listas cocinadas dictatorialmente por los aparatos de los partidos pensando en su interés y no en el de la ciudadanía.
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Lo que quería el general Martínez Campos era que el heredero áulico de Franco, el poco conocido y, sin embargo, ya cuestionado infante Juan Carlos, en el primer acto de un largo montaje castrense que iba a durar cuatro largos años en el incomparable escenario de las tres Academias militares españolas, interpretara ante la prensa y la sociedad española el papel de un despierto e inteligente muchacho que, en apenas cinco meses de intensa y modélica preparación castrense, estaba en condiciones de equipararse con los miles y miles de jóvenes estudiantes que cada año se presentaban a las dificilísimas pruebas de ingreso en la AGM de Zaragoza. A esas pruebas acudían, como media anual, unos doce alumnos por plaza y en las que, en ocasiones, se había rozado la proporción de veinte a una. Concretamente en las llevadas a cabo dos años antes, en mayo de 1955, en las que el modesto autor de estas líneas logró su ingresó en ese centro de enseñanza militar, probaron suerte ante el tribunal marcial que presidía el evento, con cara de pocos amigos, casi cuatro mil aspirantes que debieron luchar a brazo partido por una de las 250 vacantes puestas en juego.
El teatrillo previsto, decidido y planificado por el duque de la Torre para ser estrenado en el paraninfo de la Academia zaragozana, con el probo
Juanito
como primer protagonista, a pesar de que el director/preceptor se movió con presteza en El Pardo y en el Ministerio del Ejército, no pudo estar listo para ser estrenado coincidiendo con las pruebas generales de ingreso en la AGM (mayo de 1955) y tuvo que ser pospuesto para un día del mes siguiente, cuando ya la mayoría de los agraciados con el título de caballero cadete del Ejército español andaban guardando cola ante los sastres zaragozanos, especializados en ternos castrenses, para encargar el suyo propio.
En consecuencia, el plan que se puso en escena finalmente consistió en la realización de un examen escrito por parte del distinguido aspirante a cadete (tan reservado que nadie en la Academia lo vio) sobre Geografía, Historia, Idiomas, Análisis matemático y Trigonometría y que, según parece, superó holgadamente a pesar de su nula preparación en matemáticas. También tuvo lugar una muy planificada y ensayada comparecencia pública del mismo aspirante ante un reducido plantel de profesores y selectos invitados, delante de los cuales interpretó el papel que le correspondía en el guión general escrito por el duque. Ni que decir tiene que los profesores elegidos para tan democrático acto acudieron al mismo sabiendo perfectamente lo que debían preguntar al aristocrático examinando, y éste lo que debía contestar a cada uno de ellos. La cosa salió como debía salir y todos tan contentos. La nación entera se enteraría, pocas horas después, cuando el director de la Academia General Militar decidiera que el teatrillo castrense había terminado, que España tenía un príncipe azul superdotado intelectual y físicamente, ya que en tan solo cinco meses de preparación académica había logrado lo que a millares de jóvenes ciudadanos españoles les costaba cuatro o cinco años de estudio y sacrificio. Y es que, por lo visto, los aires serranos que periódicamente acarician el palacio de Montellano, en el Paseo de la Castellana de Madrid, habían hecho el milagro…
Apenas nada es lo que se ha escrito, por parte de historiadores y biógrafos, sobre la etapa académica militar del hoy todavía rey de España, Juan Carlos I de Borbón, y lo poco que ha llegado a los libros está lleno de inexactitudes, errores, falsedades e invenciones de todo tipo. El ancestral mutismo del Ejército español (el «gran mudo» ha sido llamado y con toda razón), su alergia a salir en los papeles, sobre todo cuando el Estado al que sirve es democrático y garantiza una saludable libertad de expresión, y el miedo de sus integrantes más cualificados a manifestarse públicamente para no ser represaliados
manu militari
ante la más mínima discrepancia con la doctrina oficial de los altos mandos (que yo sepa, hasta este momento ningún militar ha escrito nada sobre el asunto que estamos tratando), son premisas harto desfavorables para conseguir que hechos más o menos trascendentes de la historia militar de nuestro país lleguen a la opinión pública con fiabilidad y honestidad; de ahí que se debe acudir a investigadores y biógrafos, a fuentes externas nada solventes que distorsionan la realidad cuando no se la inventan con todo descaro.
Algo de esto, por poner un ejemplo de cierto nivel y sin
animus injuriandi
de ninguna clase, le debió ocurrir al, a todas luces, prestigioso historiador británico Paul Preston, con amplios conocimientos de la España contemporánea. Que en su biografía
Juan Carlos. El rey de un pueblo
desliza tal cúmulo de inexactitudes, errores y barbaridades, desde el punto de vista militar, cuando analiza la vida como cadete del que luego sería heredero de Franco a título de rey, que tengo que reconocer me han producido bastante estupor y toneladas de vergüenza ajena.
Me voy a permitir sacar a colación algunas de ellas, no para tratar, repito, de rebajar un ápice su impresionante
curriculum
profesional, ¡válgame Dios!, sino para demostrar la veracidad de lo que acabo de escribir sobre las dificultades que encuentran los investigadores civiles cuando tratan de penetrar en los arcanos más ocultos de los cuarteles españoles. Éstos se encuentran cerrados a cal y canto, durante años y años, a la ávida mirada de periodistas e informadores españoles y no digamos ya extranjeros.
Pues bien, el insigne historiador Paul Preston (titular de la cátedra Príncipe de Asturias de Historia Contemporánea Española y director del Centro Cañada Blanch para el estudio de la España Contemporánea, educado en Liverpool y en la Universidad de Oxford, profesor de Historia en la Universidad de Reading), basándose sin duda en informaciones sesgadas y poco contrastadas, todas procedentes de personas no demasiado cualificadas, deja escapar en las páginas de su afamado libro biográfico errores y falsedades como las que a continuación voy a poner negro sobre blanco. Todas están relacionadas con la etapa juvenil militar de Juan Carlos de Borbón. Leamos, pues, lo que se afirma en la página 112:
El año y medio pasado en el palacio de Montellano preparándose para el examen de entrada en la Academia Militar de Zaragoza sería una dura prueba para Juan Carlos…
Pero el joven
Juanito
estuvo en la casa-palacio de los duques de Montellano sólo cinco meses escasos, desde enero a mayo de 1955, y desde luego la vida que llevó allí ni fue dura ni constituyó prueba alguna, ya que él sabía desde el principio que su ingreso en la Academia General Militar de Zaragoza estaba cantado desde meses atrás. El general Franco y su padre lo pactaron en la finca Las Cabezas, y las pruebas de ingreso, si llegaba a realizarlas alguna vez ante un tribunal, no pasarían de ser un simulacro castrense por necesidades del guión previamente establecido por el dictador. Sigamos con Preston, que en el capítulo 3, página 119 dice asimismo:
Habiéndola superado [la prueba] Juan Carlos ingresó en la Academia en diciembre de 1955. Como sus compañeros de la Academia recordaban después, estos exámenes eran muy duros y aunque en general el príncipe fue tratado por los examinadores como un candidato más, el examen de matemáticas que él hizo debió ser más fácil que el de los demás: de hecho pronto se vería que Juan Carlos estaba bastante por debajo de la media en esta asignatura.
Aquí comete el insigne profesor Preston un nuevo error, otra inexactitud, y por el contrario, deja caer dos certezas que conviene resaltar: Juan Carlos no se incorporó a la Academia General Militar en diciembre de 1955, sino tres meses antes, el 15 de septiembre; obviamente, no fue tratado por los examinadores como un candidato más porque en realidad no se relacionó con nadie que no fuera del entorno del duque de la Torre. Sí es totalmente cierto, como acabo de señalar hace un momento, que los exámenes de ingreso en la AGM eran muy duros y que, efectivamente, una vez dentro del centro militar, en los poquísimos casos en los que los otros cadetes compartieron clase de matemáticas con «su alteza», todos pudieron constatar el completo «analfabetismo funcional» en la materia en el que se debatía el infante. Y sigue el historiador Preston en la página 120 de su biografía regia:
Juan Carlos deseaba fervientemente que se le permitiera llevar una vida como la de cualquier cadete… Los constantes ataques a su padre alteraban mucho a Juan Carlos. Algunos compañeros cadetes se divertían maliciosamente citando las insinuaciones de la prensa. En más de una ocasión provocaron tanto a Juan Carlos con comentarios de que su padre era masón o un mal patriota (por servir en la Royal Navy) que la cuestión acabó en pelea. Éstas se organizaban furtivamente por la noche en los establos, quizá incluso con la connivencia del profesorado.
¡Demencial, señor Preston! Para empezar, Juan Carlos de Borbón (
Juanito
para los íntimos) no debió desear tan fervientemente que lo trataran como un cadete cualquiera pues, que se sepa, no sufrió ninguna frustración cuando, al incorporarse a la Academia, fue instalado en un cómodo apartamento de varias habitaciones, con salón incluido, con varios ordenanzas (soldados de reemplazo forzoso) que recibieron como única misión en la vida (militar, se entiende) satisfacer sus más pequeños caprichos académicos y personales, todo bajo la directa supervisión del comandante Joaquín Valenzuela, marqués ¡como no! de Valenzuela de Tahuarda, que no se apartaría un solo instante de su vera y le acompañaría durante todo el primer curso (en el segundo dimitiría por diferencias con el duque de la Torre y sería relevado por el también comandante Cabeza Calahorra) en sus «divertimentos» por las instalaciones académicas: equitación, tiro, deportes, excursiones, comidas y cenas de trabajo… etc., etc. Clases, lo que se dice clases (de esas en las que sus compañeros se dejaban la piel cada día) habría más bien pocas para el aristocrático cadete
Juanito
.
Y lo de las peleas en los establos de la Academia por defender el honor y el buen nombre de su padre, con la apuntada connivencia del profesorado, merece un comentario aparte. ¿Pero qué clase de centro militar cree usted que era la Academia Militar de Zaragoza en los años 50, señor Preston? ¿Una base de entrenamiento para gurkas, guerrilleros tamiles o fedayines palestinos?
No, hombre, claro que no. A pesar de que en aquellos desgraciados momentos España sufría una feroz dictadura militar ¡y quizá por ello! esa Academia militar de élite del Ejército español era respetada en el mundo entero por su nivel profesional, académico, perfecta organización y, sobre todo, por la disciplina y marcialidad de sus cadetes. Sin querer exagerar, yo, que me he permitido criticar hasta la extenuación las carencias e inoperatividad del Ejército español en épocas recientes, le diría con toda honestidad que en la época en la que el cadete
Juanito
entró en la misma (exclusivamente, como estamos viendo, para que allí le enseñaran a llevar con soltura el uniforme militar) era sin duda una de las tres mejores Academias Militares del mundo. Allí se había establecido una disciplina absolutamente prusiana y unos tan rígidos protocolos de actuación para sus cadetes que imposibilitaban totalmente que cualquiera de ellos pudiera llegar a pensar un solo segundo en pelearse con un compañero para resolver sus problemas personales, pues todos eran conscientes de que antes incluso de haber podido llegar a ponerle las manos encima (¡y desde luego no en los establos!) su expulsión del centro estaría ya sobre la mesa del general director.
Y sigamos con la esperpéntica visión que de la Academia General Militar española de los años 50 hace gala en su libro el ínclito profesor Preston y especialmente con las supuestas acciones de «matonismo cadeteril» cometidas en su seno por el entonces teórico delfín de Franco y más tarde rey de España, Juan Carlos de Borbón. Porque, si hacemos caso al preclaro historiador británico que nos ocupa, parece ser que no sólo fueron esporádicas peleas con sus compañeros de clase en defensa del buen nombre de su padre, el conde de Barcelona, las que protagonizó en los establos del centro y en sus horas libres el belicoso infante, sino que hubo más, muchísimo más. Veamos, sin sonrojarnos, lo que expone en la pagina 121:
Tenía un buen sentido del humor y le gustaba gastar bromas a sus compañeros. A menudo tomaba parte, por ejemplo, en las batallas de comida que se declaraban en la cantina a la hora del almuerzo.
¡Y se queda más ancho que largo el hasta hace muy poco (al menos para mí) prestigioso historiador! Pero qué batallas y qué cantina. En la Academia General Militar (por lo menos en la que yo conocí desde el año 1953 al 1955 como cadete, que si no estoy equivocado era la misma en la que, según Preston, cometió sus simpáticas «fechorías» el cadete
Juanito
) nunca existieron las por él llamadas «batallas de comida», ni tampoco hubo nunca una «cantina» en la que llevarlas a cabo, según parece con total impunidad para los jóvenes contendientes. Los caballeros cadetes sí disponían de una moderna y amplia cafetería adaptada a las necesidades del centro, donde no se servían bebidas alcohólicas en horas lectivas y que estaba vigilada permanentemente por un riguroso servicio de orden de los propios cadetes, siempre bajo el mando de un profesor de servicio. Nunca, en los dos años y tres meses en los que permanecí en ese centro como alumno, tuve conocimiento de batalla alguna entre cadetes, ni a la hora de la comida, ni a cualquier otra hora. ¿Pero quien le ha engañado a este hombre del Reino Unido? La disciplina en la primera Academia Militar de España era tan exagerada en aquellos años (luego, con el paso de los tiempos, se ha tenido que ir adaptando lógicamente a los mismos), que hablar de «batallas» o peleas entre sus alumnos es ridículo, demencial, increíble, fuera de lugar para cualquier ciudadano español que, aunque no haya conocido nunca semejante centro de formación castrense, ha cumplido simplemente el servicio militar obligatorio en nuestro país. ¡Pero qué desconocimiento supino el de este historiador con tan amplia credibilidad en España! Aviados vamos si todas sus investigaciones profesionales han contado con fuentes de este rigor. Pero los despropósitos se suceden sin tregua. En la pagina 122 el insigne profesor Preston sigue insistiendo sobre las cualidades para el boxeo de las que dio pruebas en los años 1955 y 1956 (de sus presuntas batallas y peleas en las Academias de Marín y San Javier nada cuenta) el cadete Borbón, poniendo en su boca lo siguiente: