Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (38 page)

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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Octavo.
Y sigamos con las excentricidades de tan atípico golpe militar. Los carros de combate de Milans salieron a las calles de Valencia totalmente desarmados (sólo con escasa munición de armas ligeras, ametralladoras, para la defensa de las tripulaciones) y con órdenes rigurosas de respetar el entorno urbano, para evitar accidentes entre la población civil. Consigna esta última que cumplieron escrupulosamente (los pesados tanques de 47 toneladas se paraban educadamente ante los semáforos en rojo) hasta el punto que nunca se tuvo noticia del mas pequeño incidente de circulación o de cualquier otro tipo a cargo de estas unidades acorazadas.

Esta insólita actuación del capitán general de Valencia y las órdenes reservadas impartidas a sus unidades operativas en el sentido de evitar la violencia a cualquier precio, indican claramente que (parafernalia castrense aparte con bando incluido) aquello en lo que se había embarcado el general Milans no era en sí un verdadero golpe militar contra el sistema (que hubiera discurrido evidentemente por otros derroteros mucho menos educados y mucho más sangrientos), sino más bien un simulacro, una puesta en escena, un «teatrillo» castrense pactado con Armada para crear las condiciones adecuadas y necesarias a fin de hacer viable la «Solución Armada»; o como declararía años después a este investigador, desde la prisión militar de Alcalá de Henares, el anciano militar:

-Se trataba de escenificar una situación política especial, limitada en el tiempo, en provecho de España y la Corona.

Como, por otra parte, quedaría fehacientemente demostrado a lo largo de la tarde/noche del 23 de febrero de 1981 cuando, superadas la sorpresa inicial y el malestar que le causaron el cambio de planes de La Zarzuela y las peticiones personales del rey para que echara marcha atrás, el general Milans cumpliría las nuevas órdenes del monarca quedando con ello en una situación personal y profesional harto difícil.

No cabe duda de que allá por donde lo miremos el famoso golpe del 23-F es atípico, irreal, esperpéntico, de chiste malo. Ahí tenemos a la máxima autoridad militar de los «insurgentes», el teniente general Milans del Bosch, charlando amigable y respetuosamente repetidas veces con el jefe del Estado contra el que teóricamente estaba actuando y obedeciendo a continuación sus órdenes sin vacilar para poner fin a la patética asonada. En España, es que no somos serios ni cuando se trata de golpes militares. ¿Pero es que los golpistas, en alguna parte del mundo, reciben órdenes de alguien que no sea su jefe natural? ¿Pero es que un jefe golpista, en alguna parte de este planeta, recibe una llamada del jefe del Estado en el que está actuando ilegalmente, llamándole por su nombre de pila y ordenándole que retire sus tanques y se meta el bando de declaración del estado de guerra por donde le quepa? ¿Pero es que un líder golpista, en el caso de recibir tan absurda llamada, iba a obedecer sin más la orden de retirar sus tropas para darse por fracasado antes de disparar un tiro y pasarse el resto de su vida en prisión o sólo unos segundos ante el pelotón de ejecución? ¿No es lícito, pues, que cualquier mortal, mas o menos instruido, piense (incluido los nacidos en esta bendita piel de toro ibérica, a los que siempre les dan todo pensado y repensado cuando se trata de estas cosas) que, en el caso de que esa sorprendente relación telefónica entre el jefe de un Estado y el jefe de los golpistas se diese realmente, alguna extraña dependencia debería existir entre ellos? Y no digamos nada si el jefe de ese hipotético Estado resulta ser un rey, por muy constitucional que sea, y el cabecilla golpista un general muy amigo del anterior y monárquico hasta el tuétano por tradición familiar.

Noveno.
Los golpes militares no se inician jamás a las seis de la tarde; las fuerzas que intervienen en un golpe militar nunca dan vivas al jefe del Estado contra el que atentan en el curso de su ilegal operativo; los tanques que utilizan las unidades rebeldes comprometidas en un golpe militar llevan siempre sus «santabárbaras» a tope de munición y sus tripulaciones armadas hasta los dientes; el primer objetivo de los rebeldes en un golpe militar es siempre, siempre, el palacio o residencia oficial del jefe del Estado (¿recuerdan el palacio de La Moneda de Santiago de Chile?); los presuntos golpistas en una acción militar contra el Estado nunca, nunca, dejan al jefe del mismo libre en su palacio y con todas sus comunicaciones con el exterior abiertas para que pueda reaccionar cómodamente contra sus enemigos; los dirigentes de un golpe militar no suelen ser tan estúpidos como para llamar por teléfono a la suprema autoridad de la nación contra la que están actuando, para tratar de explicarle sus movimientos futuros y, menos todavía, para obedecer sin rechistar sus órdenes; los primeros movimientos de carros de combate en un golpe militar se dan siempre en la capital de la nación y no en la de una provincia periférica situada a más de trescientos kilómetros de distancia; los blindados rebeldes nunca, nunca, salvo que el «general» Gila ordene lo contrario, respetan los semáforos y las reglas de circulación, todo lo contrario, intentan por todos los medios alcanzar cuanto antes sus objetivos (palacio real o presidencial, palacio de justicia, centrales telefónicas, emisoras de radio, de televisión, Banco Central… etc., etc.), importándoles un comino los accidentes o bajas entre la población civil; y, por último, es absolutamente improbable que en un golpe militar el líder de los golpistas lleve en el bolsillo de su uniforme una lista de su futuro Gobierno (para hacerla pública si triunfa la asonada), formado curiosamente no por militares o civiles golpistas de su entorno, sino por políticos pertenecientes a partidos del propio sistema contra el que está actuando ilegalmente.

Todo esto es de sentido común y exactamente lo contrario a lo ocurrido aquí, en nuestro archifamoso y lamentable 23-F no fue desde luego un verdadero golpe militar, ni una «intentona involucionista a cargo de unos cuantos militares y guardias civiles nostálgicos del anterior régimen», según la tesis oficial de estos últimos veinticinco años, ni el pronunciamiento clásico de un Ejército, como el franquista, deseoso de parar
manu militari
el proceso político democrático en marcha (ese órdago antisistema estaba previsto para unos meses después), ni siquiera la maniobra despreciable de unos cuantos militares monárquicos que, queriendo medrar y promocionarse, traicionaron a su señor y utilizaron su nombre en vano. No, el 23-F no fue nada de eso, aunque se nutriera, en última instancia, de personas, medios e ideas cercanas a alguno de estos planteamientos. A quien esto escribe, historiador militar inasequible al desaliento, le ha costado más de veinte años y miles de horas de trabajo y estudio llegar a desentrañar la mayor parte de este misterio político-militar español de fínales del siglo XX. Y quiere, por supuesto, que sus conciudadanos, los españoles en general y la historia de este país lo conozcan también. En esas estamos…

Posteriores al 23-F

Décimo.
Armada solicita al rey (como ya he expresado al hablar de las numerosas entrevistas habidas entre ambos en los tres meses anteriores al 23-F) autorización para usar, en su defensa, lo tratado con él en la reunión secreta del 13 de febrero de 1981 en La Zarzuela, diez días antes del bochornoso «intento involucionista». El rey se lo deniega. Esta prohibición del monarca habla por sí sola. ¿Qué temía Juan Carlos de las declaraciones que pudiera efectuar su antiguo subordinado en relación con el 23-F? Si no estaba relacionado con ese desgraciado evento, ni sabía nada del mismo, lógicamente ese asunto no se habría tratado en la famosa reunión de la Zarzuela y no podía constituir ningún peligro para la Corona el que saliera a la luz pública lo comentado en un encuentro privado e intrascendente por lo demás.

Y todavía resulta más sorprendente, en este tema de la negativa regia a que Armada diera publicidad a lo tratado con su señor el 13 de febrero, el hecho de que el general le obedeciera y se callara como un muerto ante el tribunal que lo juzgó, arriesgándose así a una fortísima pena. Si, efectivamente, Armada había traicionado al rey y había sido un desleal al organizar un golpe de Estado a espaldas del monarca (como ha reconocido la doctrina oficial todos estos años y el propio Juan Carlos no se ha cortado un pelo en propalar a los cuatro vientos), ¿qué razones tenía para obedecerle después, cuando ya había sido desenmascarado por su señor y se exponía a una larguísima condena de treinta años de cárcel? ¿Por qué renunciar a defenderse con lo que el presuponía (en caso contrario, no se lo hubiera pedido al rey) podía ayudarle a rebajar o incluso anular tan grave pena?

Ciertamente resulta patética la figura de este hombre (Armada), tachado sin circunloquios de «traidor» por su señor y arrojado a los pies de los caballos y que, sin embargo, le obedece y se sacrifica por él aún a costa de dar con sus huesos en la cárcel por muchos años; aunque apenas un lustro después, todo hay que decirlo, fuera excarcelado subrepticiamente debido a la profunda depresión que padecía, alojado todo un año con su familia en plan «VIP» en el hospital militar Gómez Ulla y posteriormente indultado.

¿Qué clase de traidor y desleal fue en realidad este Armada que se sacrifica por su rey, se convierte en un cabeza de turco de manual y negocia, a continuación, su silencio perpetuo por el plato de lentejas de un retiro placentero lejos de la prisión militar? ¿No estaremos más bien ante la figura histórica del valido que, obedeciendo las órdenes de su señor, se mete en un «jardín» político-militar-institucional y después, ante el fracaso de la operación palaciega, es sacrificado y lanzado a las tinieblas por el bien del Estado y de la Institución?

Todo apunta, efectivamente, veinticinco años después de aquellos absurdos acontecimientos, a que fue así. Y el propio interesado, cuando aún no había cerrado el pacto de silencio con La Zarzuela y permanecía sólo, abandonado y al borde de la muerte en la prisión de Alcalá de Henares, lo transmitió, una y otra vez, a las escasas personas que, por necesidades de su trabajo, por solidaridad y altruismo, estuvieron a su lado en aquellos tristes momentos de su vida. Algunas de estas personas todavía están vivas y que yo sepa, no se han quedado mudas como el otrora poderoso (y ahora pobre cultivador de camelias) marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División del Ejército español, don Alfonso Armada y Comyn.

Undécimo.
El rey Juan Carlos llama «traidor» al general Armada a través de José Luís de Vilallonga en el libro biográfico
El Rey
, publicado en Francia. Sin embargo, en la edición española del mismo no figura ese pasaje. Resulta extraña esa mutilación del texto original en un libro de amplísima difusión nacional y que le podía haber servido al monarca para ratificar ante los españoles, con pelos y señales, la incuestionable deslealtad de uno de sus más fieles colaboradores. Sin embargo, no lo hace. ¿Por que en Francia sí y en España no? ¿Pesaría en el ánimo de don Juan Carlos aquello tan arcaico de la cacareada «madurez» del pueblo español? ¿O tal vez aquello otro tan arcaico también de que en casa de uno hay cosas que mejor es
no meneallas
?

Duodécimo.
Siempre ha resultado muy extraño, en esta oscura y rocambolesca «intentona golpista» del 23-F, que fueran los dos generales más monárquicos del país (de gran prestigio los dos, por otra parte) los que se levantaran en armas contra el régimen político representado por su amo y señor, el rey de España, al que ambos profesaban un respeto y una consideración fuera de cualquier duda. Para estos dos militares, uno procedente de la nobleza y dedicado durante muchos años al servicio de don Juan Carlos, y el otro de familia entroncada en la élite castrense más monárquica, el rey era un bien en sí mismo, una especie de patrimonio nacional al que había que preservar de cualquier peligro y al que había que darle todo sin que importara sacrificio personal alguno. Y, efectivamente, cada uno de ellos, en sus respectivos círculos profesionales, trabajaron sin desmayo durante años para que la monarquía recién «reinstaurada» por el dictador echara raíces en una España convulsa a la que le costaba encontrar su camino. Uno de ellos, el de más peso militar, el teniente general Milans del Bosch, incluso llegó a enfrentarse (demarcándose finalmente de su proyecto) al grupo de generales franquistas que, tachándole de «traidor» al generalísimo, querían la inmediata caída del rey Juan Carlos. El otro, el general Armada, se convirtió en el fiel servidor palaciego del monarca, en su confidente, en su ayudante, en su asesor personal, en el secretario general de su Casa Real.

Resulta increíble, por imposible, que estos dos altos militares monárquicos se pusieran de acuerdo para conspirar en secreto contra el Estado al margen de su amo y señor, poniendo así en peligro una Institución que para ellos era sagrada y por la que estaban dispuestos a arrostrar los mayores sacrificios. Y más increíble resulta todavía (de ciencia/ficción castrense, sin duda) que, después de esa hipotética conspiración, estos dos militares cortesanos se atrevieran a llevar a cabo unos planes político-militares que necesitaban ineludiblemente del aval de la Corona para tener un mínimo de garantías de triunfar. No es creíble que actuaran sin el conocimiento y la autorización del propio rey, por su cuenta y riesgo, capitaneando nada menos que un golpe de Estado que podía hacer saltar todo por los aires, incluida su amada Institución del alma.

Estos dos generales, Armada y Milans, eran (uno todavía lo es) monárquicos viscerales; el primero de ellos, Armada, probablemente también ambicioso; el segundo, Milans, autoritario y temerario, como muchos militares. Pero ninguno de los dos dio muestras jamás, a lo largo de sus dilatadas carreras, de estupidez supina, ingenuidad extrema o idealismo patológico. Además, nunca tuvieron reparo alguno en manifestar, ninguno de los dos, a todo aquél que quería oírles (salvo en el malhadado juicio militar de Campamento donde reinó un demencial «pacto de silencio» gestionado por los servicios secretos militares y el propio Gobierno centrista de Calvo-Sotelo), que ellos siempre fueron fieles al rey. No le traicionaron jamás, no conspiraron a sus espaldas; se limitaron a cumplir órdenes y a trabajar arduamente y con mucho riesgo personal, para solucionarle la tremenda papeleta político-castrense que tenía encima de la mesa en aquel terrorífico otoño de 1980. Riesgo que al final se traduciría, como todos sabemos, en una exagerada condena de treinta años de prisión para cada uno de ellos. Dos cabezas de turco
ad hoc
, evidentemente, para salvar una endiablada encrucijada histórica que podía dar al traste, si emergía la verdad, con la débil transición política emprendida.

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