Read Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española Online
Authors: Amadeo Martínez-Inglés
Tags: #Política, #Opinión
Así las cosas, los aparentes problemas que el nuevo, y en apariencia indestructible, noviazgo entre Juan Carlos y Sofía iban a suscitar en el enrarecido ambiente político de la España de la época y en el marco de las relaciones familiares de los Borbones, bastante tensas ya de por sí, se solucionarían, sin embargo, sin demasiados obstáculos. Pocas cosas se resistían en la España de la época a la suprema voluntad del dictador Franco. Todos esos problemas: la sempiterna relación amor/odio entre Franco y don Juan, que podía ser exacerbada por este motivo; la barrera lingüística entre los novios que apenas podían entenderse en un inglés muy deficiente por parte de Juan Carlos, pero que, no obstante, no había sido obstáculo ni valladar para intimar en muy pocos días; la diferencia de estatus social y regio, pues mientras ella era la hija de un monarca reinante, él sólo era el aspirante a un trono vacío y con aún escasas probabilidades de reinar algún día; las diferencias religiosas entre ambos, él católico romano y ella griega ortodoxa; las reticencias iniciales de la reina Federica, que quería para su hija un pretendiente más rico y con posibilidades reales de ocupar un trono; y las pretensiones dinerarias de la familia real griega, que ansiaba para Sofía una dote digna (al final, con cierra dificultad, el Parlamento griego aprobaría su concesión con un monto de 20 millones de pesetas)… serían soslayados uno tras otro por la sencilla razón de que Franco había dado la orden de que este matrimonio se celebrara cuanto antes. Por otra parte, el propio
Juanito
no estaba en condiciones de oponerse a la suprema voluntad del inquilino del palacio de El Pardo, so pena de poner en serio peligro su futura elección como heredero de la Corona española. En el otro lado, la princesa Sofía no podía perder un pretendiente de sangre real después de su amargo fracaso con Harald de Noruega, y por último, la familia real de Grecia (o sea, la intrigante reina Federica) no estaba dispuesta, después de algunas dudas iniciales y dado el enrarecido ambiente antimonárquico que empezaba a respirarse en la sociedad de ese país, a perder la oportunidad política y social que representaba una boda como aquella.
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El enlace matrimonial entre Juan Carlos (ejerciendo de teniente con un impecable uniforme militar del Ejército de Tierra) y Sofía se celebró en Atenas el 14 de mayo de 1962. Franco no asistió a la ceremonia, aunque en los meses anteriores se había especulado con una supuesta asistencia de última hora, pero envió una representación de alto nivel presidida por el ministro de Marina, almirante Abárzuza, al mando del buque insignia de la Escuadra española, el obsoleto crucero pesado
Canarias
, que nunca había navegado tan lejos. También asistió el ubicuo Alfonso Armada, servidor inseparable del infante y muñidor entre bastidores del evento regio. Como testigo del novio figuró Alfonso de Borbón y Dampierre, que en esta ocasión, sólo en esta ocasión, recibiría una tan ostensible deferencia por parte de su primo y competidor a la Corona de España, Juan Carlos de Borbón.
Por lo demás, para la ceremonia nupcial en sí se echaría mano de toda la parafernalia propia de estos actos: catedral (ortodoxa en este caso), carrozas reales con caballos blancos, escoltas militares a caballo, uniformes de todos los formatos y colores (algunos inventados para la ocasión, como siempre) con sus correspondientes medallas de no se sabe qué méritos, arco de honor de sables a cargo de antiguos compañeros de Academia Militar del contrayente (una costumbre castrense asumida con total complacencia por los Borbones tras el paso de
Juanito
por las Academias Militares y que también se usaría bastantes años después en la boda de Felipe con la periodista Letizia Ortiz en la catedral de La Almudena), banquete regio con cientos de invitados, invitadas con descomunales pamelas y trajes de atrezzo… y ¡como no! arzobispo oficiante en el altar mayor (de Atenas, en este caso).
El caudillo de España (para entendernos, el pedestre rebelde del 36 que se sublevó creyendo que metería en cintura al país en una semana y tuvo que enfrentarse a él en una larga guerra de desgaste de tres años de duración y medio millón de muertos) seguiría el evento regio por televisión y, según algunos íntimos, disfrutó mucho con el aire marcial de su protegido que, con aquella ceremonia, ganaría muchos puntos en el particular
casting
que el dictador llevaba al día de cara a elegir el personajillo de sangre real mas idóneo para sucederle en la Jefatura del Estado.
La boda también serviría como amplia caja de resonancia y propaganda para los monárquicos españoles en general y para Juan Carlos en particular, en serio detrimento del amargado conde de Barcelona. Éste llevaba bastantes meses perdiendo puntos ante Franco en su personal duelo político y de imagen.
La princesa Sofía, lista como ella sola y una gran «profesional de la monarquía» (título que se ganaría pocos años después tras aguantar carros y carretas por las infidelidades flagrantes de su regio esposo) enseguida se daría cuenta de que si quería ser algún día reina de España (y lo que sin duda era más importante para ella, que alguno de sus hijos pudiera heredar la corona) debía atraerse como fuera al amo absoluto de España en aquellos momentos: el general Franco. Por ello no dudó un solo segundo a la hora de enviarle, la víspera de la boda y desde el mismo palacio real de Atenas, una jugosa misiva personal, una perla epistolar donde las haya, que textualmente decía lo siguiente:
Mi querido Generalísimo.
Me he sentido abrumada y profundamente emocionada por los maravillosos regalos que el almirante Abórzuza me ha traído de su parte y que le agradezco de todo corazón. La condecoración (el gran Collar y el Lazo con brillantes de la Orden de Carlos III) me ha complacido en extremo, al igual que el magnífico broche de diamantes que me envió como regalo de bodas. Los valoraré como un tesoro toda mi vida.
Sofía
Pero esta emotiva carta personal le debió parecer poco a la joven princesa griega, que, como se ve, ya apuntaba maneras políticas y diplomáticas, y esta vez asesorada por el propio Juan Carlos, volvió a dirigirse de nuevo al dictador escasos días después de su enlace matrimonial, concretamente el 22 de mayo, para volver a agradecerle (y no sólo a él, sino también a su esposa, Dª Carmen Polo, sus regalos y las muestras de cariño recibidas de ambos con motivo de su unión con el infante. En esta nueva misiva hablaba ya de su nueva patria española («ardo en deseos de conocerla y servirla») y le daba mil gracias al general (al que denominaba marcialmente, al estilo castrense español: «Mi general») y a su esposa.
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Después de la boda, la nueva pareja iniciaría de inmediato una larguísima luna de miel que los llevaría, en primer lugar, a bordo del yate
Eras
, propiedad del naviero griego Niarchos, a diversas islas griegas; después a Roma, para dar las gracias al papa Juan XXIII por todo lo que había hecho para facilitar su unión; a continuación a Madrid, para agradecer personalmente a Franco tantas atenciones recibidas con motivo de su enlace y, por último, a una amplia gira por medio mundo de cinco meses de duración. Por cierto, la visita a El Pardo, realizada sin conocimiento de don Juan y en contra del parecer de su Consejo Privado, que les instó severamente a que no la realizaran, irritaría profundamente al conde de Barcelona y marcaría de hecho un hito en las ya de por sí tensas relaciones entre padre e hijo, que desde entonces entraron en un proceloso camino de indiferencia cuando no de clara ruptura.
Juan Carlos, a partir de su enlace con Sofía de Grecia, dejaría de guardar las formas con su progenitor, dedicándose en cuerpo y alma, con el decidido apoyo de su esposa (mucho más culta e inteligente que él), a atravesar el particular y difícil desierto que le separaba del trono de España, integrándose ambos decididamente en el entorno político del autócrata con el apoyo leal y continuo de unos pocos colaboradores, esencialmente militares, que le facilitarían enormemente la tarea y que a partir de entonces estarían siempre listos para asumir las misiones que tuviera a bien encomendarles. A la cabeza de éstos, lo habrá adivinado ya el lector, se colocaría ¡como no! el listo y ambicioso Alfonso Armada.
Una prueba del afán independentista y de ruptura con su padre que en la psique de su esposo introdujo la recatada, inteligente e intrigante Sofía, lo constituye la cínica respuesta que bastantes años después dio a un periodista que quería saber si aquella famosa visita a Franco de junio de 1962, en pleno viaje de novios, se había realizado a espaldas de su suegro:
Ni de espaldas ni de frente. Se hizo. No contamos con el parecer de don Juan porque no era necesario. No sé si se opuso con rotundidad o sin rotundidad. Solo sé que se lo dijimos, pero no le consultamos.
Después de esta visita el conde de Barcelona, que inmediatamente se percató de la enorme trascendencia de la misma, tanto para sus pretensiones al trono de España como para las de su hijo, cesó fulminantemente al duque de Frías como Jefe de la Casa del infante, consiguiendo con esa medida hacer oficial lo que ya era una realidad desde mucho tiempo atrás: la nula autoridad del duque en las decisiones y asuntos de Juan Carlos y el poder, cada vez más absoluto e incuestionable, de los dos militares (Nicolás Cotoner y Alfonso Armada) que, por ordenes directas de Franco, no se separaban un solo instante del joven Borbón. Ni de día ni de noche.
¡Bueno, tampoco conviene exagerar, pues la historia con letras minúsculas de este país podría dejarme enseguida por mentiroso! De día, efectivamente, los dos nobles milites (marqueses de Mondéjar y Rivadulla respectivamente) nunca dejarían solo al futuro heredero del dictador, ni un solo segundo, ni para ir al baño vamos; de noche, la cosa ya sería harina de otro costal y tanto en su luna de miel (en la que, por supuesto, no tuvieron más remedio que dejar que su amo y señor, él solito, pusiera en práctica con su santa esposa las picardías aprendidas en otras muchas veladas de furia y desenfreno erótico-sexual), como antes y después de la misma, deberían transigir una y otra vez, mirando siempre para otro lado cuando el fogoso muchacho, bien servido de colonia cara y repeinado en exceso, abordaba casi a diario su Mercedes, su Audi, su BMW o su moto Yamaha para, acompañado de un escolta de suma confianza (el mamporrero real de servicio, según los desconsiderados informes reservados de los servicios secretos castrenses, que desde siempre han tenido un cierto regusto malsano en perseguir en sus correrías de faldas al, con el tiempo, cazador real de osos borrachos), acudir a la salvaje e irrefrenable llamada de la fémina de turno que esperaba abierta de piernas.
Pero bueno, estamos en el verano de 1962 y todavía la culta y serena Sofía de Grecia no se había ganado su afamado y seguramente bien merecido título de «gran reina» y «gran profesional». Todo llegará y ya hablaremos con todo detalle en el capítulo correspondiente (cuando saquemos también a colación los negocios de Juan Carlos con sus amigos saudíes y el turbio asunto de las comisiones por la entrada de España en la primera Guerra del Golfo) de la célebre «bella del rey» (B. R.), la amiguita del ya general (y rey)
Juanito
con la que mantendría un largo y tórrido romance de casi 15 años de duración, así como de sus otros ligues de Estado y de todo cuanto ha acontecido alrededor de la figura de su esposa; y que ha hecho que este país (más bien los pocos, poquísimos monárquicos que quedan en él a estas alturas del siglo XXI) eleven a los altares del reconocimiento y la admiración a una reina que reinar, lo que se día reinar, no ha reinado mucho (la verdad, entre otras cosas, porque el dictador/conquistador que le tocó por esposo no la ha dejado), pero lo que es aguantar, ha aguantado lo suyo la pobre. Debemos recordar aquello tan grosero y sonoro de: «¡Ni
Juanito
ni hostias!», que su regio marido le soltara en público poco tiempo después de subir al trono, cuando ella le llamara cariñosamente por su diminutivo en el momento en que en uno de sus frecuentes raptos de ira borbónica el nuevo monarca abandonaba precipitadamente una recepción oficial que no era de su agrado porque los periodistas no le hacían mucho caso. Y es que por los hijos se hace lo impensable, hasta admitir que a una, en lugar de tonta o santa, la llamen «profesional».
Y sufrir también ha sufrido lo indecible la pobre Sofía de Grecia, que nunca supo dónde se metía cuando le dio el «Sí quiero» al joven Borbón, casi un completo desconocido para ella y que por sorpresa le pidió ir juntos al altar. Nunca supo de sus amoríos pasados, ni de los que gestionaba con toda pasión en el momento de su declaración amorosa, ni, por supuesto, de sus intenciones de seguir «ama que te ama» al margen del lecho nupcial, una vez que el orondo arzobispo de Atenas consagrase su unión con el futuro heredero del militarote ferrolano que los españoles teníamos entonces al frente de nuestros destinos.
Sí, sufriría mucho y durante años, la recatada y culta Sofía (prácticamente hasta el año 1995, en el que su marido, tras las continuas reprimendas de Sabino Fernández Campo y un apreciable descenso en su nivel de testosterona, decidió cortarse la coleta extramatrimonial), pero aunque estuvo a punto de tirar la toalla en un par de ocasiones, en los primeros años de su matrimonio, sabría aguantar hasta el final con la vista puesta en su familia. La corona española, después de que la de su país saliera despedida
manu militari
de las sienes de su hermano Constantino (exiliado desde diciembre de 1967), no podía perderse por nada del mundo. Y menos por unos cuantos adulterios de su esposo que una reina, si verdaderamente es una «profesional», debe saber asumir con dignidad y discreción. Y como todo sacrificio tiene algún día su recompensa, ahí va ahora la señora, en los primeros años del siglo XXI y con treinta años de reinado sobre las espaldas de su amado cónyuge (ya en el dique seco erótico/afectivo), sonriente y feliz por toda España inaugurando colegios, realizando visitas de Estado, cogida de la mano de su redescubierto amante conyugal y promocionando social y políticamente a su hijo, Felipe de Borbón, para que si tiene (y puede) que recoger algún día el testigo de su padre, lo haga sin demasiados problemas.
Aunque, la verdad sea dicha, es que lo tiene muy crudo a día de hoy la antes triste y ahora feliz «profesional» reina de España con el hipotético reinado de su vástago. El horno no está para bollos en este país con una derecha, tradicional aliada de la monarquía borbónica, que se echó al monte con armas y bagajes el 14 de marzo de 2004 después de que los hombres de Bin Laden, tras masacrar a casi doscientos españoles, le pusieran en bandeja a ZP la presidencia del Gobierno español. Ha resurgido con mucha fuerza en sus filas el sentimiento antimonárquico falangista (que ya exhibieron sin mucho éxito cuando Franco, a principios de los años 70, andaba deshojando la margarita de su propia sucesión) que se ha exacerbado mucho últimamente con el Estatuto catalán, las conversaciones del Gobierno socialista con ETA, el proceso contra los terroristas del 11-M, los amoríos (esta vez políticos) del monarca con Rodríguez Zapatero, y las estupideces cinegéticas personales en las que parece haberse embarcado en los últimos años el antiguo cadete
Juanito
, que se gasta el oro (no el suyo, desde luego) y el moro en largarse en secreto a ciertos países del Este de Europa y África, donde se organizan mascaradas sangrientas de caza de animales teóricamente salvajes, para seguir saciando su desmedida afición por las armas de fuego. Ahí se dedica a abatir, entre otras especies a punto de extinguirse, osos domesticados y llenos de vodka hasta los ojos. Lo hace con una pericia que es fruto de su paso por las mejores Academias Militares españolas, que ya demostró desgraciadamente muchos años atrás y no precisamente con un animal salvaje sino con alguien muy cercano de su familia, al que dejó seco de un certero disparo en la cabeza que ni a propósito…