Read Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española Online
Authors: Amadeo Martínez-Inglés
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Pero las cosas se torcerían hasta extremos increíbles cuando el todavía preceptor del infante, que había acudido a Estoril, el 17 de diciembre de 1959, para entrevistarse con el conde de Barcelona, se reunió con éste en la mañana del día siguiente, en Villa Giralda, y sin darle demasiada importancia al asunto le explicó con todo detalle la visita que Juan Carlos le había girado a Franco tres días antes. El todavía pretendiente a la Corona de España, visiblemente molesto, reaccionó con dureza ante la noticia y en el curso de la tensa conversación que vino después llegó incluso a plantear al duque de la Torre la posibilidad de que su hijo no acudiera a Salamanca para continuar sus estudios. Martínez Campos protestó con firmeza de lo que, a su juicio, representaría un manifiesto abandono de los compromisos adquiridos. Además, dado lo adelantado que estaba todo, manifestó su deseo de no abandonar Estoril hasta que el asunto estuviera convenientemente resuelto.
Al día siguiente, 19 de diciembre, se produciría una nueva reunión entre el preceptor del infante y su padre, esta vez acompañados de varios miembros del Consejo Privado de don Juan (Juan Ignacio Luca de Tena, Pedro Sainz Rodríguez, Gonzalo Fernández de la Mora, Florentino Pérez Embid…). Tras una acalorada discusión, en la que el duque de la Torre llegó a amenazar a los presentes con un hipotético destino militar forzoso para el infante puesto que era un oficial del Ejército en activo, el también general dimitió irrevocablemente de sus responsabilidades con respecto a Juan Carlos de Borbón.
Este choque frontal entre don Juan y Martínez Campos, que acudió directamente a El Pardo para informar a Franco, desde el tren que le había llevado de vuelta a Madrid, tendría importantes consecuencias, tanto para el futuro del conde de Barcelona como para el de su primogénito. Ello fue así hasta el punto que muchos han creído ver en él una artera maniobra de determinados personajes del círculo de Estoril para, con la buscada dimisión del duque de la Torre, rebajar ostensiblemente el poder de
Juanito
en el entorno del autócrata y abrir nuevos e insospechados caminos a la candidatura de su padre. Objetivos éstos, que si de verdad existieron, no se cumplirían en absoluto pues Francisco Franco, tras estos lamentables hechos de diciembre de 1959 en la residencia privada de don Juan, consolidaría mucho más su convicción de que el tercer hijo varón de Alfonso XIII era una marioneta en manos de unos políticos radicalmente monárquicos y visceralmente antifranquistas. En consecuencia, sus posibilidades de ocupar algún día el trono de España caerían en picado tras la abrupta dimisión del general Martínez Campos.
El duro enfrentamiento de Villa Giralda, con el príncipe Juan Carlos y sus estudios universitarios en el centro de la diana, tendría al final una solución salomónica: Ni a la Universidad de Lovaina, con la que a última hora amagó don Juan (más que nada para incordiar a Franco), ni a la de Salamanca, (como había previsto el régimen), ni a la de Navarra, por la que apostarían a última hora determinados jerarcas del Opus Dei. El infante estudiaría por su cuenta en Madrid, acudiendo a determinadas clases en la Universidad Complutense y siendo asistido por un grupo de profesores elegidos a partes iguales entre partidarios de Franco, de don Juan y miembros simpatizantes del Opus. Entre ellos había nombres con gran prestigio profesional como Jesús Pavón, Antonio Fontán, Laureano López Rodó, Enrique Fuentes Quintana… etc., etc. Todos ellos actuaron bajo la dirección y supervisión de Torcuato Fernández-Miranda, profesor de Derecho Político.
Juanito
residiría en la llamada Casita de Arriba de El Escorial (un pequeño palacete a prueba de bombas situado en las afueras del real sitio y acondicionado por Franco durante la Segunda Guerra Mundial por si necesitaba usarlo como refugio), hasta que estuviera renovado y en condiciones de uso el palacio de La Zarzuela, lugar elegido para su residencia oficial en la capital de España.
De entre el plantel de profesores que a partir de abril de 1960 empezaran a acudir a El Escorial para impartir clases particulares a Juan Carlos, el más asiduo y el que demostraría un interés más especial por su educación (y adoctrinamiento) sería siempre Torcuato Fernández-Miranda. Éste, con una puntualidad británica, llegaba todas las mañanas, durante meses, a la Casita de Arriba para transmitirle sus conocimientos en Derecho Político de una forma un tanto atípica para la época (sin libros, sin papeles, sin notas…), no desaprovechando ocasión alguna para hacer partícipe a su distinguido alumno de sus ideas en la materia (en aquellos momentos esencialmente franquistas, aunque con posterioridad evolucionarían claramente hacia la plena aceptación de una transición controlada a la democracia, de la que él mismo sería el promotor e insigne planificador) y mostrarle el camino que debería recorrer en los años venideros para, en primer lugar, conseguir su ansiada meta de teñir la corona de sus antepasados, y, después, lo que a su juicio le podía resultar mucho más difícil el mantenerla dentro de la convulsa España del posfranquismo.
Pero el corto interregno universitario del teniente
Juanito
, aunque casi totalmente privado, no le iba a resultar precisamente un camino de rosas, descubriendo sus pequeñas trampas en cuanto acudiera, más que nada para cubrir las apariencias y dar un cierto aire de oficialidad a sus estudios, a determinadas clases en la ciudad universitaria de Madrid. Cuando el 19 de octubre de 1960 hizo su entrada, por primera vez, en la Facultad de Derecho de la Complutense sería recibido con grandes gritos y abucheos del tenor de los siguientes: «¡Fuera el príncipe! ¡No queremos reyes idiotas! ¡Abajo el príncipe tonto!», fueron lanzados al aire por grupos de indómitos estudiantes capitaneados por falangistas y carlistas. Juan Carlos tendría que regresar precipitadamente a su residencia de El Escorial y permanecer recluido allí durante bastantes días, dado que la tensión generada en la Universidad con su visita, lejos de disminuir con su huida, no pararía de aumentar en las jornadas siguientes. Para atajarla, el régimen tuvo que echar mano de la JUME (Juventudes Monárquicas Españolas), cuyo líder, Luís María Ansón, después de negociar con las Falanges Universitarias de Martínez Lacaci, con la ASU (Asociación Socialista Universitaria) y hasta con algunas células comunistas clandestinas, especialmente beligerantes dentro de la Universidad, lograría por fin un cierto consenso para que el infante asistiera a algunas clases (muy pocas, ciertamente) como un estudiante más.
La etapa universitaria del teniente Borbón sería, pues, más bien protocolaria, insulsa desde el punto de vista académico, poco rentable intelectualmente para él, que apenas recibiría en sus dos años de duración unos meros retazos inconexos de un sinfín de materias a cargo de unos profesores designados a dedo. Es más, resultó hasta perjudicial desde el punto de vista psicológico y moral, ya que pasar, casi sin solución de continuidad, del ambiente de compañerismo y amistad en el que se había desenvuelto durante los cuatro largos años de permanencia en las tres Academias Militares españolas a la cartujana soledad del palacete de El Escorial y al degradado y hostil
campus
universitario madrileño (donde las luchas entre grupos o facciones eran moneda común en una época en la que las élites revolucionarias universitarias empezaban a plantar cara con todas sus consecuencias al franquismo) iba a representar para él un cambio personal muy profundo y, como es obvio, difícil de asumir psíquicamente.
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Para contrarrestar tan difícil y desagradable situación anímica, no le quedaría más remedio al bueno de
Juanito
que refugiarse, una vez más, en sus aventuras de fin de semana, en sus escapadas galantes, más o menos autorizadas (algunas fuera de España), y en sus vacaciones oficiales, en las que, para descargar adrenalina, darle gusto al cuerpo y seguir haciendo frente a sus fogosos genes hipersexuales borbónicos, debería buscarse nuevas amigas circunstanciales en el entorno madrileño y foráneo. No conviene olvidar que en la época que comentamos (segundo semestre de 1960 y primero de 1961) sus relaciones sentimentales de «toda la vida», tanto la más oficial con María Gabriela de Saboya como la más subrepticia y calenturienta con la condesa Olghina de Robilant, habían entrado ya en sendas fases de frialdad y estancamiento. La primera, por deseo expreso de Franco (que en los últimos años había advertido ya repetidas veces al infante que esa relación no tenía ningún futuro). La segunda decaía por agotamiento físico y moral de sus protagonistas, a lo que sumaria la entrada en escena de los progenitores de la liberal condesa que, después de la maternidad de su hija, creyeron ver una oportunidad única para sacar una buena tajada (económica fundamentalmente) de sus relaciones con el primogénito del conde de Barcelona, presunto padre de la criatura.
Pero como en las dictaduras, tarde o temprano, de todo se entera el autócrata, que para eso controla férreamente los poderosos servicios de Inteligencia del Estado, los detalles de las nuevas aventuras físico/sentimentales del único oficial de sangre azul en activo que hayan tenido nunca al alimón los tres Ejércitos españoles, el teniente Juan Carlos Borbón y Borbón, pronto empezarían a aparecer con pelos y señales (no en cintas de vídeo, como llegaría años después a los servicios de Inteligencia del Estado, siendo ya rey, su sonada relación pornosentimental con una conocida
vedette
española, que nos costaría a los contribuyentes españoles muchos millones de pesetas y que comentaremos con todo detalle en otro capitulo del presente libro) en la mesa de Franco. Éste, con su paciencia ya colmada y su alma de creyente al borde del pecado mortal por omisión, decidiría poner coto de una vez por todas a la descarada promiscuidad del nieto de Alfonso XIII que había elegido como delfín.
Aprovechando una de las frecuentes visitas que
Juanito
giraba a El Pardo para rendir pleitesía a su amo y señor, el autócrata le llamó a capítulo, le puso sobre la mesa las cartas que durante los últimos meses había ido enviando por valija diplomática a una amiguita brasileña que había conocido en Río de Janeiro durante su largo crucero en el Juan Sebastián Elcano y que habían sido interceptadas por la Embajada española en ese país, y le ordenó sin circunloquios (no ha trascendido si también en este casó le «mandó», acción autoritaria totalmente conexa con la anterior en una dictadura militar) que se dejara de aventuras, se buscara una novia formal de su clase y se casara cuanto antes. Evidentemente, el caudillo de España sentía una gran preocupación en aquellos momentos por el derrotero que había adquirido en los últimos meses la vida privada del muchacho y temía que entre unos (los profesores progresistas y liberales de la Universidad) y otras (el sinfín de deseables mujeres que pululaban a su alrededor y entre las cuales él parecía encontrarse muy a gusto) le «desgraciaran» completamente antes de poder proyectarlo al trono de España.
Y el áspero «ordeno y mando» castrense de Franco surtiría efecto de inmediato al margen de las preferencias sentimentales de un
Juanito
que muy pronto, con motivo de su propia boda, empezaría a recitar sin pausa de ninguna clase, día y noche, convenientemente españolizado, eso sí, aquél desvergonzado comentario que un rey francés soltó para la historia en relación con su París del alma: «La Corona española bien vale una misa» Y vinieron luego una boda sin amor, y una traición a su padre, y otra al dictador que le aupó al trono, y un perjurio, y un envío a galeras de algunos de sus más fieles validos de palacio, y un chapucero golpe de Estado, y el abandono de sus fieles generales cortesanos, y el pacto y la negociación fraudulenta con los enemigos que podían arrebatarle su corona, y una guerra sucia de los aparatos policiales del Estado contra la organización separatista ETA que se saldaría con 28 asesinatos… y decenas y decenas de decisiones tomadas desde las bambalinas del poder de turno, al margen de la Constitución y del poder soberano del pueblo.
Sí, antes de casarse, a principios de 1961, ya sabía Juan Carlos de Borbón que tendría que hacer muchas barrabasadas para ceñir la corona de sus antepasados y otras muchísimas más para conservarla… Pero no adelantemos todavía acontecimientos, que todo llegará. De momento, estamos en la fase prematrimonial de su vida, obligado a casarse, y pronto, porque así lo había 64 decidido su valedor, su dueño, su caudillo, el hombre que algún día lo haría rey de todos los españoles, naturalmente… porque le salía de los testículos.
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Los casamientos en las familias reales (reinantes o no) siempre han representado un arduo problema para ellas (y también, en muchos casos, para sus pacientes súbditos presentes o futuros) que se juegan mucho en el arriesgado envite de tener que elegir consorte para sus vástagos. Pero en el caso de los Borbones, con las conocidas secuelas genéticas propias de esta familia adquiridas como consecuencia de la endogamia salvaje que han venido practicando durante siglos, y con una irrefrenable tendencia histórica a la promiscuidad y el libertinaje sexual por parte de sus miembros, preferentemente del sexo masculino (y en el que parece ser se basaron los insignes redactores del chabacano
Diccionario cuartelero del Ejercito español
(1945) cuando definieron al ciudadano medio que acudía a sus filas como «un señor bajito, siniestro, envidioso, permanentemente cabreado por su baja actividad sexual y cuyo cuerpo serrano estaba formado por dos únicos e indivisibles órganos: pene y portapene»), el problema se ha convertido en casi irresoluble.
Muy consciente de todo ello, la propia familia borbónica ha rebajado sustancialmente, en muchas ocasiones, el nivel de sus pretensiones conyugales en aras de poder «colocar» a todos sus miembros en edad de merecer, sobre todo las mujeres, que han debido renunciar a casarse con personas de sangre real. Tenemos ahí como ejemplo el caso de la hermana mayor del actual rey de España, la infanta Pilar (sí, aquella que después del desgraciado «accidente» en el que murió su hermano Alfonso dio a la publicidad la extraña hipótesis del «golpe en el brazo» al presunto homicida como desencadenante de la tragedia), que a los inconvenientes genéticos propios de la familia debía sumar un muy poco agraciado físico y un carácter extremadamente raro y desagradable. Todos los esfuerzos que desde Lausana haría su abuela paterna, Dª Victoria Eugenia de Battemberg por encontrarle un consorte regio (incluido el triste y reservado Balduino de Bélgica, que acabaría casándose con una de sus damas, la también triste y reservada, Fabiola de Mora y Aragón) resultarían infructuosos. Así las cosas, después de años y años esperando al príncipe de sus sueños en el aburrido Estoril de la aristocracia exiliada, la infanta Pilar conseguiría por fin llevar al altar al abogado Luís Gómez Acebo.