Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (34 page)

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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

De los avatares de esta compleja maniobra político-militar-institucional en marcha (la «Solución Armada II»), salvadora de la monarquía en peligro, Juan Carlos I será puntual y regularmente informado por el propio Armada, que se entrevistará en numerosas ocasiones con el monarca (personalmente y a través del teléfono) durante los meses de diciembre de 1980 y enero y febrero de 1981. En concreto lo hizo once veces. Ello fue así tanto durante su destino como gobernador militar de Lérida y jefe de la División de Montaña Urgel n° 4, como desde su puesto de segundo jefe del Estado Mayor del Ejército (cargo al que accede escasas semanas antes del 23-F, por expreso deseo de Juan Carlos); algo manifestado numerosas veces ante el ministro de Defensa, Rodríguez Sahagún, y ante el propio presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. Estos dos políticos de UCD una y otra vez se habían mostrado reticentes a que el antiguo secretario general de la Casa del Rey y hombre de la entera confianza del monarca «desembarcara» en Madrid en un puesto de escasa importancia operativa, pero inestimable como plataforma de relación política y amplísima información disponible.

Con el paso de los días y con el cantado apoyo de Juan Carlos, que nadie desmiente (ni el propio monarca que, perfectamente enterado del operativo le «deja hacer»), Armada se configurará como la gran figura político-militar de esta maniobra palaciega en planificación acelerada. El tiempo apremia, ya que el golpe duro de los capitanes generales se va consolidando y su aparato mediático (el grupo Almendros) y su apoyo político (la vieja infraestructura política y sindical franquista) ya no se recatan en airearlo a los cuatro vientos. El teniente general Milans del Bosch, por el contrario, se afanará en organizar el falso golpe militar («la intentona involucionista a cargo de unos cuantos nostálgicos del anterior régimen», tal como será bautizado cuando La Zarzuela se desmarque de ella por «inasumibles defectos de forma») colocando a sus hombres (Ibáñez Inglés, Torres Rojas, Pardo, Tejero…) a la cabeza de cada uno de los frentes que tendrá que abrir para hacerla medianamente creíble ante la opinión pública y, sobre todo, ante los peligrosos generales golpistas que preparan su cruento órdago para cuando en España empiece a reír nuevamente la primavera…

***

La «Solución Armada», trufada de las consignas y exigencias de Milans, se pondrá en marcha, finalmente, después de algunas dudas, vacilaciones y adelantos, a las 16:20 horas en punto del día 23 de febrero de 1981. En ese preciso instante (dato desconocido por lo demás para la mayoría de los españoles) veinte agentes del Servicio de Información de la Guardia Civil, todos vestidos de paisano y bajo el mando del teniente Suárez Alonso, que han llegado a las inmediaciones del Palacio de la Carrera de San Jerónimo siguiendo órdenes del Estado Mayor del Cuerpo a bordo de cinco coches camuflados, cierran las avenidas y calles que confluyen en el Congreso de los Diputados para facilitar la llegada y entrada en el mismo del teniente coronel Tejero al frente de sus hombres.

Antonio Tejero, que ha recibido amplias facilidades para cumplir su misión por parte del Estado Mayor y del Servicio de Información de la Guardia Civil, y también por parte del propio CESID (sus atípicas columnas de autobuses han sido llevadas «en volandas» al Congreso por comandos de la Agrupación de Operaciones Militares Especiales de este centro) ejecuta el asalto al palacio de la Carrera de San Jerónimo a las 18:23 horas, como todos los españoles conocemos de sobra.

Pero lo realizó de una forma rocambolesca, alocada, tercermundista, peligrosísima… con el agravante, además, de ser escuchado en directo por toda España a través de la radio y difundido después por la televisión. Resulta así una acción golpista esperpéntica en la forma (aunque efectiva y contundente en su desarrollo operativo, todo hay que decirlo), capaz de producir vergüenza ajena al más chapucero de los dictadores latinoamericanos: tiros, empujones, gritos cuarteleros, humillaciones a las más altas autoridades del Gobierno… bochorno nacional, en suma. El general Armada, cerebro de la operación y director de la acción en Madrid, se asusta por momentos. El rey, informado de urgencia, también. A su fiel servidor, don Juan Carlos, le había dejado las cosas muy claras: ni violencia, ni soldados, ni tanques en las calles; por el contrario, discreción máxima, coordinación con las fuerzas políticas, respeto, «en lo posible», a las formas democráticas y constitucionales que conformaban, en sí mismas, las señas de identidad de la Corona.

El general Armada, entonces, trata de reaccionar con rapidez e intenta que el rey le reciba lo mis pronto posible en La Zarzuela para explicarle todo lo ocurrido y asegurarle la pronta solución del «asunto Tejero», porque pretende hacerlo por medio de una personal y urgente reconducción del mismo (reconducción de la reconducción, claro). Pero ya es tarde. La denominada «Solución Armada» ha sido de inmediato abandonada por La Zarzuela después de unos minutos de frenético cambio de impresiones entre don Juan Carlos, sus ayudantes, y el secretario general de la Casa Real, el general Sabino Fernández Campo. El monarca le dice a Armada, en conversación telefónica a las 18:40 horas, en la que también interviene Fernández Campo, que continúe en su puesto militar del Estado Mayor del Ejército a las órdenes de su titular, el general Gabeiras, y que se abstenga de acudir a palacio. El rey teme que su nombre se asocie a la intentona.

Don Juan Carlos, a toda prisa, monta su particular puesto de mando anticrisis en la Zarzuela, con el fiel Sabino (que, ante la defenestración de Armada, actuará a partir de entonces como nuevo valido regio) de jefe de operaciones, a fin de dirigir el proceso que salve la enrevesada situación política creada por la torpeza del marqués de Rivadulla y, por ende, a la Corona. Ambos inician, en lucha contra el tiempo, una frenética ronda telefónica con las diversas Capitanías Generales para tratar de atraer a todos sus titulares (antidemócratas viscerales la mayoría de ellos) a un frente democrático-monárquico contra el golpe militar en desarrollo que presentan, en principio, como minoritario, totalmente ajeno a ellos, y sin cabeza directora visible puesto que ni Milans, ni mucho menos Armada, son reconocidos como sus dirigentes.

Luego, cuando en La Zarzuela tengan la confianza de que casi todos los capitanes generales están con el rey (algunos, como el general De la Torre, jefe de Baleares, ni siquiera contestan a las llamadas regias y otros, como Elícegui, jefe de Aragón, retrasan voluntariamente, durante horas, la entrevista telefónica con el monarca) todo cambiará. Los dos generales monárquicos, Milans y Armada, serán elegidos como los «cabezas de turco» del desaguisado, los responsables directos de una alocada intentona militar contra la democracia y el pueblo español, mientras que Sabino Fernández Campo será investido de todos los honores y pasará a la Historia, junto con el rey, como la gran figura del 23-F: el hombre fiel, inteligente y valeroso que supo reconducir magistralmente la difícil situación político-militar por la que pasaba el país, salvando así el Estado de derecho y las libertades de todos los españoles. Don Juan Carlos, por otra parte, ganará muchos puntos ante su pueblo, siendo venerado a partir de entonces como el «salvador y garante máximo de la democracia» en España. Logró con ello asentar definitivamente su régimen monárquico que, en los últimos años, venía siendo severamente cuestionado por un franquismo residual, pero todavía poderoso, que no le perdonaba la «traición» cometida al sagrado legado del caudillo.

El general Armada, pese a no tener éxito en su infructuoso intento de entrevistarse personalmente con el rey, trata, pasados unos minutos de duda, de «reconducir» la situación a los cauces previstos. La salida de la División Acorazada (otra de las exigencias de Milans) está siendo abortada por el capitán general de Madrid, Quintana Lacaci (auxiliado por el CESID), que al igual que la JUJEM (con el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, general Gabeiras, como ejecutivo máximo de este órgano colegiado de poder militar tras imponerse a las ansias de protagonismo que en un primer momento habían mostrado sus compañeros) obedece prontamente las nuevas órdenes que empieza a impartir el «gabinete militar de crisis» de La Zarzuela dirigido por el general Sabino Fernández Campo. Las primeras unidades que, un poco por libre, se aprestan a salir después de la reunión celebrada a primeras horas de la tarde en el Estado Mayor de la División y de las órdenes preparatorias cursadas al efecto por el comandante Pardo Zancada, son frenadas en seco por las tajantes instrucciones de la primera autoridad regional castrense madrileña. Sólo algunos pequeños destacamentos motorizados llegarán a ocupar los objetivos fijados en determinadas áreas de la información y las comunicaciones: TVE, etc., etc. Por lo tanto, en este asunto de la Acorazada, de indudable importancia porque podría ser el detonante de un estado de guerra generalizado en el resto del territorio nacional si los carros de combate de esta gran unidad llegaban a ocupar los objetivos estratégicos de la capital, Armada ve como se van resolviendo algunos problemas iniciales.

El general Torres Rojas, virtual jefe de la División, y su jefe de Estado Mayor, Pardo Zancada (el coronel San Martín, jefe del Estado Mayor de la División y componente del Grupo Almendros, se ve atropellado por un golpe que no es el suyo y coopera más bien pasivamente), no saben qué hacer para neutralizar el «frenazo» de Quintana Lacaci a las unidades de la Acorazada ante la ausencia de órdenes del general Armada, director de la operación en Madrid. Éste, atrincherado en el Estado Mayor del Ejército, no da señales de vida. Trata por todos los medios de acudir al Congreso para serenar los ánimos y dar paso a la segunda fase de su plan: la formación de un Gobierno de concentración presidido por él y respaldado por el rey y por las fuerzas políticas mayoritarias. No quiere darse cuenta que, abandonado por La Zarzuela, ante el cariz que han tomado los acontecimientos, eso ya no es viable y, en consecuencia, sus actuaciones en solitario van a levantar rechazos crecientes. Sus insinuaciones en tal sentido, procurando dejar siempre fuera de toda sospecha a la Corona, sus descaradas propuestas a favor de unos planes ya periclitados, sus deseos de protagonismo en la resolución de una crisis que se salía por completo de sus competencias… irán cerrando un peligrosísimo círculo a su alrededor que terminará devorándolo por completo.

Mientras tanto, el «gabinete de crisis» de La Zarzuela, capitaneado por Sabino Fernández Campo (un Sabino exultante y seguro de sí mismo por la confianza absoluta que el rey acaba de depositar en su persona, en detrimento de su competidor: Armada) intenta por todos los medios reconducir la situación a los nuevos planes. Se desaprueba oficiosamente el rocambolesco asalto al Congreso como medida inicial, pero nadie en palacio sabe la actitud que van a tomar los capitanes generales implicados en el golpe duro que, de momento, no han apoyado la acción de Tejero y están a la espera de que se clarifique la esperpéntica asonada.

El rey habla con el capitán general de Valencia quien, ante la inoperancia de Armada y las primeras noticias de La Zarzuela rechazando la operación, se siente traicionado y monta en cólera. La conversación, formalismos jerárquicos aparte, es muy tensa según personas del entorno más íntimo del Estado Mayor de Milans. Éste se niega en principio a revocar las órdenes de emergencia dictadas para la Capitanía General de Valencia y le espera al rey unas duras palabras:

-Aquí lo que pasa, majestad, es que algunos no tienen lo que hay que tener para llegar hasta el final. Esto no era lo pactado.

Juan Carlos I intenta calmar los ánimos de su subordinado y amigo echando mano, como siempre, de su campechanía y sencillez de trato; pero esta vez los resultados serán modestos: la situación es muy delicada para el capitán general de la III Región Militar que, hasta el momento, es la única autoridad militar que ha declarado la ley marcial en su jurisdicción y ha sacado los tanques a la calle. Si su supremo valedor, su jefe supremo, la más alta autoridad del Estado, a favor de la cual (y de su proyecto político) él ha dado semejante paso al frente, se desmarca totalmente de la operación, alegando «inasumibles defectos de forma», y ordena la vuelta atrás con urgencia… su situación personal y profesional puede convertirse en desesperada en muy pocas horas; máxime teniendo en cuenta que el general Armada, según el propio monarca, ni se encuentra en La Zarzuela, donde, según los planes iniciales, debería estar en esos momentos, ni controla la División Acorazada Brunete, que permanece paralizada precisamente por ausencia de órdenes suyas, y ni siquiera está localizable en su despacho del Estado Mayor del Ejército en Cibeles.

Pero a pesar de todo, nada indica todavía que la situación sea irreversible, que se hayan roto todos los puentes entre el teniente general más monárquico del Ejército español y su señor. Sólo se trata del primer contacto entre ambos, ciertamente preocupante, después del urgente cambio de planes motivado por el bochornoso espectáculo dado por Tejero en el Congreso y de la asunción por La Zarzuela de una nueva vía reconductora. La peligrosa pelota del
putsch
sigue en el tejado…

Don Juan Carlos continúa con su apresurada ronda telefónica, con el futuro conde de Latores allanando el camino que lleva a sus compañeros de generalato, para tratar de conocer la posición de todos los capitanes generales, la mayoría de los cuales, comprometidos con el golpe de mayo, son reacios a ponerse al aparato. En Madrid, Gabeiras (jefe del Estado Mayor del Ejército) y Quintana Lacaci (capitán general) se ponen enseguida al lado del rey en su nueva estrategia reconductora. Sin embargo, hasta tres veces tiene que insistir don Sabino con Zaragoza para que el capitán general Elícegui Prieto recoja personalmente la dramática llamada del monarca;

«¿Estás conmigo, Antonio? ¿Puedo contar con tu lealtad?».

Preguntas que son respondidas con evasivas, tanto en la capital de Aragón como en Valladolid, Sevilla, Barcelona y La Coruña. Únicamente en Granada y Burgos, además de Madrid y Canarias, sus titulares no dudan ante el rey. En Palma de Mallorca, el general De la Torre Pascual ni siquiera se pone al teléfono. Sólo la primera autoridad militar de Canarias, González del Yerro, ha buscado personalmente el contacto con don Juan Carlos para dejar clara su posición con respecto al golpe. Nunca estuvo de acuerdo ni con que Armada fuera presidente de un Gobierno de concentración, ni con la promoción de su compañero de Valencia, Milans del Bosch, al más alto puesto de las Fuerzas Armadas.

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