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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (32 page)

Ni Adolfo Suárez ni Agustín Rodríguez Sahagún han entendido muy bien, desde el principio, la necesidad de que este general, antiguo secretario general de la Casa del rey, amigo personal del monarca y protagonista en los últimos meses de una muy comentada actividad política subterránea, «desembarque» en Madrid en un puesto militar importante. De hecho se han opuesto a ello dando largas a las peticiones regias.

Adolfo Suárez le hace ver a don Juan Carlos que el cambio de destino a Madrid del general Armada puede ser prematuro en esos momentos. Ni la jefatura de Artillería ni la segunda jefatura del Estado Mayor del Ejército, únicas vacantes que podría cubrir, son puestos con la relevancia necesaria para él, aunque el segundo de ellos sea importante a nivel ejecutivo. Convendría, pues, razona el de Cebreros, esperar su ascenso a teniente general y destinarlo después a un cargo acorde con sus cualidades y conocimientos profesionales. Don Juan Carlos no insiste, cambia el tercio de la conversación y aborda otros temas: viaje real al País vasco, situación en el Ejército en las últimas semanas, novedades en política exterior… No quiere dar la impresión de que está profundamente interesado en tener cuanto antes a Armada en Madrid.

Por cierto, en este asunto del destino del general Armada a Madrid, aparentemente baladí, se encierran algunas claves importantes para entender mejor todo lo que ocurriría después en la tarde-noche del 23 de febrero de 1981. El interesado, el propio general don Alfonso Armada y Comyn, ha contribuido con sus manifestaciones (y evidentes contradicciones) a que mucha gente (y sobre todo los investigadores de aquel enigmático evento) hayamos prestado especial atención a un asunto que, de entrada, no revestiría trascendencia alguna: el cambio de destino profesional de un militar, por muy general que sea y por muy importantes que hayan sido sus cometidos anteriores. A no ser, claro está, que este cambio de guarnición del castrense en cuestión fuera determinante para el éxito o el fracaso de una operación político-militar de altos vuelos que podría suponer, caso de concretarse, un auténtico revulsivo político nacional y llevar al susodicho militar nada menos que a la presidencia de un nuevo Gobierno de salvación nacional o de concentración (o de ambas cosas a la vez).

***

Y dejando, de momento. la cuestión del destino a Madrid del general Armada que, repito, no fue nada baladí, sino que tuvo serias repercusiones en los acontecimientos posteriores que pronto vamos a revivir, adentrémonos ya definitivamente en la dimisión de Adolfo Suárez. Hablamos de un importante evento de la reciente historia de España, no sólo por su intrínseca trascendencia sino porque significaba, de hecho, el encender una potente luz verde para que empezaran a desarrollarse otros preocupantes sucesos por venir.

La entrevista del presidente del Gobierno con el rey, el 22 enero de 1981, resulta determinante para la dimisión del primero. Sin rocambolescas presiones de generales golpistas
in situ
, pero con la evidencia clara, por parte de Suárez, de que éstas existen, de que los militares están preparándose para la acción (el CESID le había elevado un preocupante informe sobre las maniobras involucionistas en marcha en noviembre del año anterior), de que don Juan Carlos, seriamente preocupado, busca ya una salida constitucional a la situación al margen de su persona, y de que su partido, la UCD, está abocado a la desunión e incluso a la desintegración próxima… en su mente de hombre de Estado empieza a abrirse camino la solución más digna para todos sus problemas. Hay momentos, piensa sin duda, en que un gran hombre (y él, en esos momentos, se tiene en una gran autoestima), un gran político (y él se sabe con un haber público incuestionable y una gran admiración por parte del pueblo español), debe saber decidirse por lo más doloroso a título personal para dejar la puerta abierta a la esperanza colectiva… y a un regreso triunfal cuando cambien las circunstancias.

Se siente triste, incomprendido y abandonado en la soledad del poder, no por el pueblo, sino por una clase política vengativa y ruin que no le perdona sus éxitos en una transformación política sin parangón en la Historia con mayúsculas. A los militares, a los generales franquistas que no pueden comprender el trascendental momento histórico que vive el país, los desprecia en lo más íntimo de su ser, los ignora. El Ejército siempre ha sido una gran rémora para sus planes políticos; tendrá que maniobrar rápidamente para desmontar su órdago institucional antes de que sea demasiado tarde.

Adolfo Suárez sale de La Zarzuela, el jueves 22 de enero de 1981, más pronto que de costumbre.

Debe viajar a Sevilla por asuntos políticos. El rey, molesto y preocupado después del encuentro, le llama al aeropuerto. Le dice que comprende su postura sobre los temas tratados esa misma mañana en el despacho oficial: destino de Armada, análisis de la situación militar, perspectivas políticas… y le da ánimos. Pero esa llamada telefónica será ya definitivamente la certificación de la ruptura, de que todo ha acabado entre ellos a nivel político; sólo un fuerte sentimiento de amistad y agradecimiento recíproco sobrevivirán a la separación definitiva.

En el desgraciado mes de enero de 1981 el Ejército español casi en pleno conspiraba contra Adolfo Suárez; una gran parte de ese mismo Ejército (con la mayoría de tenientes generales en activo) conspiraba contra la democracia y la corona; una pequeña parte, con algunos generales monárquicos de fuste a la cabeza, trataba por todos los medios (en principio constitucionales) de salvar ambas instituciones, sobre todo la segunda; unos pocos coroneles y tenientes coroneles trabajaban a destajo para poder poner en marcha planes superiores nada constitucionales; y la mayoría de jefes y oficiales de ese mismo Ejército (tenientes coroneles y comandantes, sobre todo) asistíamos estupefactos al insólito espectáculo de la preparación del nuevo órdago (u órdagos) contra el poder civil. Pero todo se desarrollaba en la sombra, en silencio, bajo presiones jerárquicas insoslayables… que es tácticamente la forma correcta de proceder siempre que se preparan cambios institucionales traumáticos.

El día 23 de enero, como todos los días de esa preocupante cuarta semana del calendario, se producen nuevas reuniones en Madrid y en casi todas las capitanías generales, unas más importantes presididas por las primeras autoridades regionales y otras menos a cargo de jefes de Estado Mayor y oficiales superiores, pero son similares, sobre todo las primeras, a las ya relatadas de la ciudad de Zaragoza a las que tuve la obligación de asistir. En la capital de la nación el lugar elegido para llevarlas a cabo es el Cuartel General del Ejército, donde la inmensa población fija de uniforme (más de dos mil personas) siempre ha facilitado cualquier contacto castrense que quiera pasar desapercibido. También se suceden importantes encuentros en la calle Vitrubio, en la sede del Estado Mayor Conjunto de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Téngase en cuenta que en las fechas en que nos movemos estaban en marcha cuatro acciones paralelas ¡cuatro! dentro de las Fuerzas Armadas (algunas con evidentes apoyos fuera de las mismas) para parar, o por lo menos transformar, la transición política en marcha; de las cuales, las dos mas importantes contaban, en su dirección, con los más altos jerarcas castrenses.

La actividad militar era, pues, muy grande en los últimos días del primer mes de 1981; pero aparte las de tipo general ya comentadas, en ese mes de enero se produjeron dos reuniones de especialísimo interés: la del día 10, en Valencia, entre los generales Milans del Bosch y Armada, y la del 18, en Madrid, a la que asistieron Milans, Torres Rojas, Mas Oliver, Tejero, García Carrés, varios generales, almirantes y coroneles en activo, además de otros altos militares en la reserva como los tenientes generales Iniesta Cano y Cabezas Calahorra. También fueron muy importantes, aunque trascendieran lógicamente mucho menos a la opinión pública, los constantes contactos de emisarios, apoderados y validos de altas autoridades civiles y militares del Estado y de políticos en ejercicio, que recorrieron en jornadas maratonianas la piel de toro ibérica, e islas adyacentes, con consignas, propuestas, confidencias y secretos. Aunque luego, después de que la mascarada de Tejero saliera como salió, la mayoría de esas autoridades y de esos políticos optara cínicamente por mirar para otro lado, tratando de preservar su inmaculada imagen y su total desconocimiento del tragicómico evento. De todo ello pienso hablar más adelante. Ahora terminemos, aunque sea telegráficamente, con la particular «odisea» del presidente del Gobierno en desgracia, Adolfo Suárez.

El domingo 25 de enero toma el presidente Suárez, definitivamente, su decisión de dimitir. En la mañana del lunes 26 les comunica esa decisión (irrevocable) a sus más íntimos colaboradores de La Moncloa. Solicita de inmediato una audiencia al rey. El martes 27 acude a La Zarzuela y ofrece, protocolariamente, unas prudentes explicaciones al monarca: aumento de todo tipo de enfrentamientos en la UCD, pérdida creciente de apoyos sociales, campaña de prensa contra su persona, bloqueo de la situación política… No son necesarias. Don Juan Carlos, ni sorprendido ni preocupado, se interesa mucho más por la salida constitucional de la crisis recabando el apoyo del general Sabino Fernández Campo. Todo resultó muy frío, muy esperado. Hasta tal punto que el presidente del Gobierno se sorprende, según comentaría después a sus fieles, por la excesiva naturalidad del monarca al buscar rápidamente su sustituto en la cúspide del Ejecutivo.

El 29 de enero de 1981, a las ocho de la tarde, la imagen del primer presidente de Gobierno de la democracia española después de la etapa franquista aparece patética en los televisores del país:

«Me voy sin que nadie me lo haya pedido.» Pero el subconsciente le juega una mala pasada haciendo bueno el adagio latino: «Excusación no pedida, acusación manifiesta.» Habla de otras cosas, intenta vestir el muñeco de su retirada, buscar una justificación creíble para la mayoría de los ciudadanos, pero en su fuero interno sabe que los generales franquistas, a los que en su día despreció o minusvaloró, quizás imprudentemente, le han ganado la partida. Contiene la rabia, la impotencia. Se va, pero no está vencido. En lo más profundo de su alma está seguro de que esta despedida supone sólo el final de una desgraciada batalla, no de la guerra. Volverá y pronto. Un político como él, con los servicios prestados a la nación, a la democracia, no puede perder definitivamente.

Adolfo Suárez, uno de los mejores políticos españoles de todos los tiempos, el hombre carismático que con su sola presencia encandilaba a sus adversarios, el providencial artífice de unos pactos de La Moncloa que asombraron al mundo, termina su intervención ante las cámaras de la televisión. La historia política de este país, ingrato y difícil, acaba de pasar una de las más brillantes páginas de solidaridad y consenso que jamás se hayan escrito aunque, todo hay que decirlo, algunos de sus protagonistas secundarios tuvieran que dejar en el camino buena parte de sus convicciones e ideales.

El español de a pie, sorprendido por la inesperada despedida de su presidente, se pregunta incrédulo ante el televisor: ¿qué ha pasado?; ¿qué vendrá ahora? Estoy seguro de que la inmensa mayoría de los que vimos aquel día el discurso televisivo del señor Suárez intuimos, con cierta preocupación, que lo peor estaba todavía por venir…

6. EL 23-F NACIÓ EN LA ZARZUELA

-Una maniobra político-militar-institucional de altos vuelos para frenar el golpe involucionista de los capitanes generales franquistas. -Cómo se fraguó, planificó, preparó, coordinó y ejecutó la subterránea y chapucera apuesta borbónica, dirigida por los generales Armada y Milans y autorizada por el rey. -Las Cortes españolas reciben, en 2005, un exhaustivo Informe en el que se pide, por primera vez, una comisión de investigación parlamentaria que depure las responsabilidades del monarca.

Antes de entrar en el fondo de la importante cuestión que me ocupa en estos momentos, y que no es otra que contarle al lector con pelos y señales los pormenores de la planificación, preparación y ejecución de la maniobra borbónica desarrollada en España en la tarde/noche del 23 de febrero de 1981, popularmente denominada 23-F, me voy a permitir trasladarle someramente mis avatares personales desde que me decidí a hacerlo. Fue hace ya bastantes años, y lo hice publicando mi primer libro sobre el tema. Hablamos de un tema que, evidentemente, había sido un tabú desde el mismo instante en el que se produjo, lo seguía siendo en aquellos momentos, y todavía lo seguiría siendo en la actualidad si no fuera porque al poder político le cuesta cada día más trabajo reprimir la libertad de expresión de algunos esforzados historiadores e investigadores.

Fue en el mes de marzo de 1994. Después de más de diez años de estudios e investigaciones sobre el 23-F y arropado por un joven editor que se jugó el tipo en la aventura, lancé mis primeras conclusiones sobre el mismo en un libro titulado:
La transición vigilada
. Éstas hacían referencia clara a que los deleznables hechos que tuvieron lugar en aquella tristemente célebre fecha de la historia de España no respondieron nunca a los parámetros generalmente admitidos en un golpe militar clásico, sino que, más bien, todo aquello formaba parte de una compleja maniobra político-militar-institucional, autorizada y dirigida desde La Zarzuela, y con dos generales de postín como máximos planificadores y ejecutores: Armada y Milans del Bosch.

Ambos habrían trabajado al unísono, dentro del plan denominado en ambientes políticos y periodísticos como «Solución Armada», en aras de desmontar el verdadero golpe militar que contra la democracia pero, sobre todo, contra la monarquía representada por el rey Juan Carlos (al que tachaban de «traidor» al extinto caudillo), preparaban los militares más radicales de la extrema derecha franquista.

Es decir, hablando con meridiana claridad histórica: lo que ocurrió en este país el 23 de febrero de 1981 no tuvo nada de golpe militar (que efectivamente se estaba gestando en los cuarteles, pero para ponerse en marcha cierto tiempo después, concretamente en los primeros días del mes de mayo de ese mismo año) y sí, y bastante, de una maniobra borbónica para salvar
in extremis
el entonces todavía inestable régimen de libertades instaurado en España a raíz de la promulgación de la Constitución de 1978.

Las sorprendentes afirmaciones vertidas en este libro fueron aceptadas
de facto
por los diferentes medios políticos y periodísticos de este país, pues todo el mundo dio, en un tema tan escandaloso y de tanta trascendencia política y social, la callada por respuesta. Únicamente en el terreno práctico hubo alguna reacción oficiosa, ya que muy pronto los duendes institucionales se pondrían en marcha, en la sombra naturalmente, y conseguirían en un par de semanas que el deslenguado (y políticamente incorrecto) libro desapareciera de las librerías a pesar de su notable éxito inicial de ventas.

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