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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (28 page)

Es algo muy grave y cuyas responsabilidades (políticas e históricas) todavía no ha pagado porque, haciendo gala de unos muy buenos reflejos personales, tendría la desfachatez de endosárselas a sus colaboradores más cercanos, enviándolos a la cárcel durante treinta años. ¡Así las gasta el Borbón de nuestra historia, amigos! De todo esto vamos a hablar largo y tendido en sucesivos capítulos.

5. EL EJÉRCITO CONTRA EL REY

-El otoño caliente de los militares franquistas. -La Operación
Almendros
. -Un nuevo y patriótico 2 de mayo. -La dimisión de Suárez. -El monarca contenta a sus generales: «El bien de España obliga a que este hombre salga del Gobierno»

Efectivamente, otro de los momentos especialmente difíciles de la transición española a la democracia seria sin duda, como señalaba con anterioridad, el otoño del año 1980. Tengo que dar, pues, un salto histórico en mi relato para encarar decididamente las oscuras maniobras, muy poco conocidas todavía por los españoles, que en los últimos meses de ese fatídico 1980 protagonizaron en la sombra amplios y poderosos sectores franquistas del Ejército con el fin de parar en seco el proceso político iniciado en España en noviembre de 1975.

Me refiero a unas maniobras franquistas que se concretarían a lo largo de ese corto período de tiempo en un proyecto claro y preciso de golpe militar contra la democracia y la Corona, y que, afortunadamente, sería poco a poco pospuesto por sus promotores para la primavera del año siguiente (la fecha finalmente decidida sería el 2 de mayo de 1981) ante la atrevida y esperanzadora respuesta del grupo más moderado y aperturista del Ejército que, como fiel apoderado de la nueva monarquía y del recién nacido régimen parlamentario español, aceptaban de buen grado, aunque con carácter temporal, un cierto cambio de rumbo político, un «golpe de timón» institucional que aliviara la grave situación por la que atravesaba el país. La escenificación última de este cambio, de esta corrección de rumbo, de este paso atrás de los demócratas para coger fuerzas, terminaría sin embargo en un auténtico fiasco, en una impresentable chapuza, la del 23 de febrero de 1981, aunque, eso sí, supondría un revulsivo social y político que salvaría de una vez por todas a la por entonces débil y vigilada democracia española.

En el inicio del otoño de 1980 la temperatura de la institución castrense española es muy elevada. Casi me atrevería a asegurar que posiblemente algunos grados por encima de la que, según algunos testimonios relevantes de la Historia, sufría la misma corporación allá por la primavera de 1936. Además, ese estado febril colectivo de los militares españoles obedece a causas muy parecidas a las de entonces: frustración generalizada (a nivel personal y corporativo), escalada terrorista (más de 120 asesinatos en lo que iba de año), peligro de desmembración de la patria, delincuencia incontrolada, debilidad del Gobierno centrista de Suárez, situación económica preocupante… Eran causas reales, unas, y virtuales o desenfocadas, otras, pero percibidas en la peor de sus dimensiones por unos altos mandos de corte franquista, nostálgicos de un caudillaje carismático ya fenecido bajo la pesada losa del Valle de los Caídos y nada dispuestos, por lo tanto, a entregar la aplastante victoria militar conseguida en la «cruzada» de 1936-1939 a los enemigos de antaño.

Así las cosas, por los cuarteles no dejan de circular, con gran permisividad por parte de los altos mandos, panfletos en los que con total desfachatez se propala la idea de que el barco de la patria necesita enderezar su rumbo con urgencia y que para ello era absolutamente prioritario cambiar a su capitán, ya que el que lo viene dirigiendo en los últimos años es incapaz de llevarlo a buen puerto en un clima cada día mas enrarecido y difícil. La «enemiga contra Suárez», que vio la luz en las altas esferas del poder militar aquel tenso lunes de Pascua de 1977 en el que dimitió el almirante Pita da Veiga, ha llegado ya imparable, incluso por vía jerárquica, a las salas de oficiales y suboficiales. Resulta meridianamente claro por ello en esos momentos, para miles de profesionales de las Fuerzas Armadas, que los generales han conseguido poner a la disciplinada clase militar española a sus órdenes en contra del hombre que, con dificultades crecientes, aún gobierna el país desde el palacio de La Moncloa.

El Ejército, empezamos a verlo con claridad los que en puestos modestos, pero de responsabilidad, nos encontramos encuadrados en él en este importante otoño político de 1980, se prepara nuevamente para intervenir en la historia española, como tantas veces y de manera tan desafortunada, hizo a lo largo de los últimos 150 años. Se palpa en el ambiente, se ve venir, pero será muy difícil que alguien desde dentro de la Institución pueda hacer algo por evitarlo. La jerarquización exagerada, la disciplina prusiana, la ausencia de canales de expresión adecuados, la penuria económica y social de sus miembros, la endogamia, el autorreclutamiento… son frenos demasiado potentes como para que alguien pueda lanzarse a intentar parar la tragedia que se avecina. Como el monstruo dormido que huele el peligro, la envejecida máquina militar española parece dispuesta, otra vez, a lanzar su terrible zarpa sobre un país inmerso en un laberinto político inextricable.

Desde mi nuevo despacho de jefe de Estado Mayor de la Brigada de Defensa Operativa del Territorio (BRIDOT) V, de guarnición en Zaragoza, me siento preocupado pensando en todo esto. En las próximas semanas, estoy seguro, tendré motivos sobrados para incrementar esa zozobra que me embarga.

Todo este malestar del Ejército español, que en la época que estamos comentando (otoño de 1980) empezaba a emerger con fuerza, tenía su origen en la ya tantas veces comentada Semana Santa de 1977 en la que el presidente Suárez legalizó el PCE de Carrillo, pero sería en la semiclandestina reunión de Játiva de septiembre de ese mismo año, en la que los tenientes generales franquistas decidieron al unísono vigilar de cerca el proceso político español y evitar en el futuro cualquier desviación del camino pactado, cuando se concretaría esa inquietud y ese desasosiego castrense en algo organizado y con poder real dentro de la propia Institución. La democracia española quedaría, pues, internada, a partir de esta última fecha, en una especie de UVI política en la que todo el complejo sistema de mantenimiento de su vida estaría permanentemente sometido al caprichoso análisis subjetivo de un pequeño grupo de «salvadores de la patria» de alto nivel vestidos de uniforme. Se trataba de un grupo «mafioso» que en el momento más inesperado podría ordenar la desconexión del enmarañado manojo de cables, tubos clínicos y monitores de control que componían ese sistema de mantenimiento si, sobre la base de su interesado criterio, los supuestos intereses de la patria recomendaban la muerte eutanásica de la enferma.

Adolfo Suárez, que en su momento tuvo puntual conocimiento de la subversiva jornada de Játiva (en el Ejército llegó la información hasta los más modestos escalones), no reaccionó con la prontitud y autoridad necesarias en un jefe de Gobierno, convirtiéndose así, por simple dejación o miedo, en una especie de rehén político en manos del poder militar que, poco a poco y en la sombra, le iba a ir comiendo el espacio de maniobra del que había disfrutado hasta entonces e, incluso, la confianza regia y el apoyo de los demás partidos políticos y del suyo propio. Ese poder militar terminaría finalmente con él en los últimos días de enero de 1981.

Así pues, la democracia española, o mejor aún, la transición política emprendida en España tras la muerte de Franco, entró en septiembre de 1977, tras la legalización del PCE y las primeras elecciones libres del 15 de junio (pero, sobre todo, después de la recién comentada reunión de jerarcas militares celebrada en Játiva), en una fase clarísima de vigilancia existencial a cargo del Ejército. Resultaba sumamente diáfano que éste no estaba dispuesto a permitir otra «traición» del poder civil, ni a que se torciera el rumbo pactado con las principales fuerzas democráticas autorizadas al juego político siempre que no cuestionaran las esencias irrenunciables de la patria garantizadas por el caudillo del régimen anterior: unidad entre los hombres y las tierras que la conformaban, unidad de destino en lo universal (que nadie ha explicado jamás qué diablos significaba realmente), nacional-catolicismo, valores morales tradicionales, familia… y también (aunque esto no se dijera), capitalismo sangrante y rampante, sindicalismo domesticado, dominio de las oligarquías, etc., etc., en un orden político incólume desde el verano de 1936.

***

El durísimo cerco de los capitanes generales al Gobierno de Adolfo Suárez durante los últimos años de la década de los 70, no muy conocido ni valorado por la opinión pública española, se haría más patente a lo largo de 1980 y muy preocupante después del verano de ese mismo año.

Personalmente, como comentaba líneas arriba, en los últimos días de septiembre, recién incorporado a mi despacho después del paréntesis vacacional, empiezo a tener pruebas fehacientes de que algo «gordo» se mueve en la férrea Institución en la que presto mis servicios.

Repentinamente soy convocado, con bastantes dosis de misterio, a una reunión de jefes de Cuerpo con el capitán general de la V Región Militar a celebrar unos días antes de que comiencen las fiestas del Pilar. La cita se hace telefónicamente por la Sección de Operaciones (G-3) de Capitanía General, sin que el general de la Brigada sepa nada y tampoco sin especificar orden del día alguno; sólo se hace referencia a unas posibles maniobras, no programadas, a realizar próximamente. Los generales de la guarnición, curiosamente, no han sido llamados al «cónclave» so pretexto de que se trata de una reunión previa a la decisión definitiva y que, en caso de concretarse, se tramitará por los cauces habituales.

La convocatoria me parece totalmente atípica, tanto por la ausencia de los generales con mando en plaza (gobernador militar, jefe de la Brigada, jefe de Artillería…) como por el método empleado para anunciarla y la falta de temario previo. Sin embargo, tengo que reconocer que ni el general de la Brigada, con el que comparto mi sorpresa, ni yo mismo, le damos especial importancia. Es debido a que, ya en ocasiones anteriores, los compañeros de Capitanía General se habían saltado el orden jerárquico a la torera improvisando reuniones de trabajo directamente con los mandos intermedios de la guarnición.

El ambiente que se respira en el Ejército, y de modo particular en la guarnición de Zaragoza, en estos primeros días de octubre de 1980, es de tensión y profundo malestar. En las salas de banderas no se habla de otra cosa que de terrorismo, de los últimos atentados de ETA (la mayoría de los cuales han tenido al Ejército y a la Guardia Civil como objetivos), de la «traición» de Adolfo Suárez y de su subordinado político-militar Gutiérrez Mellado; de la inminente desmembración de la patria, a causa del separatismo; de la excesiva velocidad que se está imprimiendo al proceso democratizador; de la inseguridad ciudadana; de la crisis de UCD; de la debilidad de un Gobierno que parece haber perdido el norte… y, en los círculos más ultras y conservadores, del «cambio de chaqueta» del rey y también de la encubierta operación en marcha para desmantelar el «sagrado» legado del caudillo.

En la prensa afín al viejo Régimen, cuyo órgano emblemático,
El Alcázar
, no falta en ningún cuartel junto al monárquico
ABC
, las denuncias contra tal estado de cosas se suceden a diario, alimentando así la frustración y el desasosiego de los uniformados. Se empieza a hablar y a escribir sobre el «Colectivo Almendros» que, con absoluto descaro, pone en letras de molde que algo grave sucederá en este país (en «la patria en peligro») cuando en la próxima primavera los almendros se vistan de flor. Sin embargo, el ruido de sables en este otoño de 1980 que comienza no parece ser superior, por lo menos oído desde fuera, desde la calle, al nivel decibélico detectado en épocas recientes.

La cita con el capitán general, no obstante, dispara mi inquietud. Si la situación en los cuarteles es de preocupación pero de relativa calma (los «estados de opinión» recibidos a lo largo de las últimas semanas así lo atestiguan), las palabras de la primera autoridad regional castrense, el teniente general Elícegui Prieto, me sumergen desde el principio en un mar de dudas y malos augurios. Bien es cierto que yo había recibido abundante información, a su debido tiempo, sobre la famosa reunión de Játiva, antes mencionada, y en virtud de la cual la práctica totalidad de los «príncipes de la milicia» habían sellado un pacto no escrito contra el desmantelamiento del sistema político franquista. Conocía, por lo tanto, la aceptación del mismo por parte del general Elícegui y hasta su compromiso claro con las fuerzas más conservadoras del Ejército; pero no esperaba oír ni remotamente lo que con claridad meridiana escuché de sus labios junto a una veintena larga de coroneles y tenientes coroneles, jefes de Cuerpo de la V Región Militar.

A las doce en punto del día señalado (faltan muy pocas fechas para la emblemática jornada del 12 de octubre, Día de la Hispanidad), nos encontramos el numeroso grupo de jefes de unidad operativa en una espaciosa sala del viejo palacio que alberga a la Capitanía General de Aragón, en la plaza del mismo nombre de la capital maña. Desde su fachada principal puede contemplarse la monumental figura del Justicia de Aragón, Juan de Lanuza, decapitado en Zaragoza el 20 de diciembre de 1591. Preside el acto el teniente general Elícegui y a su derecha se sitúa su jefe de Estado Mayor. Después de los marciales saludos de rigor y de una rápida ronda de intervenciones, centrada en las últimas novedades ocurridas en las distintas unidades allí representadas, Elícegui toma la palabra y con voz tranquila y un profundo tono de dramatismo, comienza a analizar la situación general del país. Lo hace sin detenerse demasiado en ningún aspecto concreto, ni siquiera en el terreno estrictamente militar. El capitán general de la V Región Militar va proyectando ante nuestros ojos una panorámica ciertamente preocupante: terrorismo, separatismo, degradación moral, inquietud social e institucional, pérdida de rumbo del Gobierno de la nación, peligro de nuevo enfrentamiento entre españoles, penuria económica… Compara, sin citarlo expresamente, el momento actual de España con aquel otro especialmente dramático de la primavera/verano de 1936, que desembocó en una «heroica cruzada» contra los enemigos de la patria. No se anda con rodeos. Nos espeta con rotundidad que quizás en los próximos meses los militares españoles debamos dar de nuevo un paso al frente para tratar de enderezar, con nuestro sacrificio, el peligroso rumbo por el que camina la nave del Estado. Debemos estar todos preparados por si la nación nos necesita otra vez y, si es así, ofrecer nuestras vidas como en años no excesivamente lejanos hicieron nuestros compañeros.

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