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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (29 page)

Los jefes militares que le escuchamos, sorprendidos e incrédulos, guardamos un profundo silencio. Nadie osa hacer el menor comentario y nuestros cuerpos permanecen inmóviles como estatuas. Todos habíamos entrado a la reunión convencidos de que aquel momento era trascendente y que la cita, convocada de manera tan atípica, obedecía sin duda a un deseo de la primera autoridad regional castrense de informarnos personalmente de alguna cuestión delicada relacionada con la inquietud que se vivía en los cuarteles, en la clase política y en la sociedad en general. Pero nadie alcanzó a prever que el teniente general Elícegui se atreviera a plantear descaradamente ante sus jefes de unidad la posibilidad real y concreta de una próxima intervención del Ejército en la política nacional.

El capitán general de la V Región continúa con su exposición, pero quizá por nuestras caras de sorpresa y nuestro envaramiento corporal, intenta desdramatizar sus primeras palabras. Nos dice que, como todos sabemos, existe una gran preocupación en los altos mandos del Ejército por el momento político que vive el país; que esta preocupación se la han hecho llegar varias veces por conducto reglamentario tanto al presidente del Gobierno como a su majestad el rey; que a juicio del Consejo Superior del Ejército es urgente un «golpe de timón» que vuelva a situar a España en el buen camino; que se intentará por todos los medios que este cambio de rumbo, absolutamente imprescindible, se haga dentro del marco constitucional y respetando la monarquía instaurada por Franco; que no es intención del Ejército suplantar al poder civil, sino simplemente colaborar con él en el arreglo de una situación nacional insostenible; que todos los mandos de la Región Militar debemos permanecer vigilantes, obedientes a las órdenes de su autoridad y seguros de que él actuará siempre, aún en los momentos más difíciles, en orden a los supremos intereses de la patria… Por último, nos recomienda que guardemos discreción absoluta sobre sus palabras y que evitemos hacer cualquier comentario relacionado con lo tratado allí o con el posible malestar en las Fuerzas Armadas. Tal como sentencia con voz firme y emocionada:

-El Ejército no debe contribuir a generalizar la sensación de desasosiego e incertidumbre entre los ciudadanos. Todo lo contrario. Debe ser capaz de asegurarles la serenidad que necesitan y de ayudarles a que recuperen la máxima confianza en ellos mismos y en las instituciones.

Termina el teniente general Elícegui su monólogo ofreciendo un turno de palabra a los presentes.

Nadie se mueve, nadie levanta el brazo, nadie pestañea. Yo, anonadado, como si estuviera asistiendo, a través del túnel del tiempo, a una reunión del mismísimo general Mola con sus colaboradores más cercanos de Pamplona, allá por la primavera de 1936, procuro guardar en mi mente todo lo dicho por el capitán general de la V Región Militar. Es muy grave todo lo que he oído. Me ha cogido por sorpresa; no porque no hubiera podido prever que algo así podía plantearse en la guarnición de Zaragoza, sino por la claridad y falta de pudor con las que se había expresado el más alto escalón de su jerarquía castrense. Muy adelantado debe estar todo, pienso, cuando nada menos que el capitán general de la Región Militar donde presto servicio se atreve a comunicar a los mandos reunidos en torno a su persona que el Ejército se prepara para enmendarle la plana, una vez más, al poder civil.

***

Escasos días después de la reunión en la Capitanía General de Aragón que acabo de relatar, pasadas ya las Fiestas del Pilar, me llegan a través del G-2 (Información) de la Brigada noticias fidedignas y contrastadas de que actos similares se han sucedido en otras regiones militares.

Tenientes generales como Campano, en Valladolid; Merry Gordon, en Sevilla; De la Torre Pascual, en Baleares; González del Yerro, en Canarias; Martínez Posse en la Coruña; Milans del Bosch, en Valencia… han protagonizado en sus respectivas circunscripciones, en fechas recientes y con mayor o menor confidencialidad, análogas reuniones con sus jefes de unidad. Después de la honda preocupación que habían generado en mí las palabras del general Elícegui en Zaragoza, estas informaciones reservadas disparan mi inquietud y me confirman totalmente que la cosa va ahora muy en serio y que, con el concurso de la mayoría de las capitanías generales, se está empezando a gestar, dentro del Ejército, una maniobra involucionista de altos vuelos contra el proceso democratizador todavía en marcha.

Efectivamente, después de la reunión cuasi subversiva de primeros de octubre de 1980 en la Capitanía General de Aragón, se repitieron otras dos del mismo estilo, una a mediados de noviembre del mismo año y otra en los primeros días del nuevo año 1981. Ambas citas, que se justificaron como dos encuentros reglamentarios más dentro de los contactos que, periódicamente, mantenía la primera autoridad regional castrense con sus jefes operativos subordinados, no despertaron inquietud especial en la guarnición ni, por supuesto, fuera de ella.

Además, era muy difícil, por no decir imposible, que trascendiera nada de lo allí tratado, puesto que la orden dada de confidencialidad era tajante y los que asistiendo a ellas por obligación del cargo pudiéramos estar en desacuerdo con la visión catastrofista que del país nos presentaba el capitán general y, por ende, con la drástica receta que él defendía para regenerarlo, teníamos el camino cerrado para cualquier reacción en contra. Era por una sencilla razón, porque, a pesar de la claridad meridiana con que se expresaba, sus palabras, de momento, no pedían otra cosa que la plena disponibilidad de los presentes para sacrificarse por la patria, estar vigilantes para defenderla en todo momento y trabajar sin descanso para no permitir su desmembración. Tareas todas ellas que, dejando fuera segundas intenciones, se encuadraban perfectamente entre las obligaciones profesionales de cualquier militar que se precie.

En una de sus intervenciones, concretamente en la última reunión celebrada a primeros de enero en el Centro Regional de Mando de la capital aragonesa, el capitán general nos dijo con toda claridad que la única legitimidad política aceptable para nosotros, los militares españoles, era la que provenía del 18 de julio de 1936, encarnada durante casi cuarenta años por el generalísimo Franco y que había sido legada a su sucesor en la Jefatura del Estado, don Juan Carlos de Borbón. Era éste el responsable de continuarla en el tiempo, sin que perdiera sus esencias básicas; y el Ejército, por supuesto, el firme garante de que todo discurriera con arreglo al testamento político y a los deseos del «añorado» caudillo. También hizo referencia Elícegui en esa reunión, aunque sin nombrarlo, al presidente Suárez, del que dijo estaba poniendo en peligro de desmembración a la patria, siendo por ello responsable ante el pueblo español y ante la Historia.

De todas estas consideraciones yo deduje en aquellos momentos, con unos conocimientos ciertamente limitados sobre la situación real en las altas esferas del Ejército, que el capitán general apostaba claramente porque éste, si las cosas seguían degradándose en el terreno político, actuara sin ningún complejo para reconducir la situación. Parecía contar, en principio, con el rey, puesto que había sido nombrado como sucesor en la jefatura del Estado por el propio caudillo de España; pero de sus palabras también parecía desprenderse la posibilidad de que se pudiera pasar incluso por encima de él «si su actuación seguía poniendo en peligro los sagrados intereses de la patria». Me vinieron también a la memoria, al escuchar las palabras del capitán general de Zaragoza, las soflamas de algunos compañeros del Estado Mayor del Ejército vertidas en tropel después del funeral por el comandante Imaz, primer caído militar en la lucha contra el terrorismo, asesinado por ETA en 1977:

¡El Ejército no debe permitir la muerte de ninguno más de sus miembros a manos de esos asesinos! Si algo así vuelve a ocurrir, ese acto debería ser considerado
casus belli
y habría que actuar de inmediato en el País Vasco, con o sin el permiso del Gobierno.

Recordé, asimismo, la sangrienta lista de atentados realizados por esa organización armada contra miembros de las Fuerzas Armadas desde el año 1977 sin que éstas, finalmente, llegaran a intervenir; aunque sí fueron «cargando sus baterías» de insatisfacción, ansiedad, odio y complejo colectivo de haber sido engañadas. Y, cómo no, rememoré las confidencias y comentarios, algunos recibidos muy recientemente, de bastantes compañeros de otras regiones militares sobre tomas de postura claramente involucionistas por parte de las primeras autoridades regionales castrenses de Sevilla, Valladolid, La Coruña, Baleares, Canarias y, por supuesto, Valencia (donde mandaba el general Milans del Bosch), cabezas rectoras del llamado «espíritu castrense de Játiva».

La última reunión de los jefes de cuerpo de la guarnición de Zaragoza con el capitán general, celebrada en una época (primeros de enero de 1981) en la que la situación parecía empeorar por momentos, me preocupó sobremanera. Sin embargo, ¿qué podía hacer yo solo? Zaragoza no era Madrid y mi pequeña Brigada de Infantería, en la que, por mi puesto, «disfrutaba» de la soledad de un minúsculo poder, no era el Estado Mayor del Ejército ni nada que se le pareciera. Mi superior jerárquico, el general en jefe de la Brigada, no estaba por la labor y se pasaba el día tomando «chiquitos» y pinchos de tortilla con su comandante ayudante de
partenaire
. La inmensa mayoría de los jefes de Cuerpo que asistía a las reuniones de Capitanía General eran disciplinados profesionales que oían al general Elícegui como si fuera el Espíritu Santo vestido de capitán general, y el resto de jefes y oficiales de la guarnición despotricaba en silencio en las salas de banderas sobre la desastrosa situación a la que nos abocaban los políticos sin que el rey hiciera nada por evitarlo, pero poco más. Obedecerían ciegamente al capitán general y a sus mandos naturales, fueran cuales fueran las órdenes que éstos pudieran dar contra el sistema. No tenían conciencia democrática arraigada, ni tampoco habían sido educados para pensar al margen de las consignas que recibieran de sus superiores.

Como consecuencia de las reuniones que, con carácter claramente involucionista, tuvieron lugar en casi todas las capitanías generales del país, en las que ejercían el mando militares franquistas de la rama más radical (algunas de las cuales, las llevadas a cabo en la V Región Militar, Aragón, acabo de trasladar al lector con detalle puesto que las viví personalmente), resultaba meridianamente claro, para los que de alguna forma vivíamos el problema a mediados del mes de enero de 1981, que la probabilidad de que se desatara en España, en los meses siguientes, un golpe de Estado en toda regla era altísima, casi rozando la certeza absoluta. Es más, ya se barajaba incluso en los ambientes más restringidos de los Estados Mayores una probable fecha: últimos días de abril o primeros de mayo de ese mismo año 1981.

Y para completar todavía más el círculo de preocupación y tristeza en el que nos debatíamos las escasas personas que en la Brigada estábamos al tanto de lo que se tramaba entre bastidores, pocos días después de la última reunión en el Centro Regional de Mando de Zaragoza recibimos en la unidad, por conducto reglamentario y con el máximo secreto, una orden de Capitanía para que con toda urgencia se empezara a acumular en sus depósitos de campaña «cinco días» de abastecimientos de todo orden (munición, carburantes, comida, repuestos… etc.) ante la eventualidad de que muy pronto pudieran tener lugar unas grandes maniobras en la zona del pantano de la Cuerda del Pozo, en Soria. Maniobras que podrían ponerse en marcha, con un preaviso de 48 horas, en cualquier momento a partir del día «D+15» de recibido el documento, clasificado de «máximo secreto».

La recepción de este escrito supone, incluso para el más lego en la materia, la suprema confirmación de que el día «D» de la operación, bautizada con carácter muy reservado en la Brigada desde octubre del año anterior como «Operación AS» (Adolfo Suárez), había sido ya elegido; así como decididas las acciones tácticas que lo tendrían como fecha inicial. Sin embargo, vuelvo a repetir, a los escasos demócratas que por aquellas fechas estábamos destinados en las diferentes unidades del Ejército español, tanto en Zaragoza como en otras guarniciones, no nos quedaba otra opción que esperar. Nada se podía hacer. Ninguna orden ilegal se había impartido hasta la fecha. Lo único que empezaba a detectarse tenuemente en la calle era lo que los periodistas calificaban una y otra vez como incipiente «ruido de sables». Era un ingenuo eufemismo para disfrazar pesimismos y zozobras colectivos. Por eso los que formábamos parte del pequeño grupo de demócratas de uniforme, preocupados hasta la náusea, viendo cernirse la tragedia sobre nuestras propias cabezas y sobre las de nuestros conciudadanos, no dejábamos de preguntarnos con insistencia, un día sí y otro también: ¿Pero es que no oyen nada en Madrid? ¿No oyen nada en La Moncloa? ¿Y en La Zarzuela, qué piensan?

No supe entonces con certeza lo que realmente ocurría en esos altos centros de poder político e institucional. Pero después, con el paso de los años, he querido saber, he investigado cuanto he podido, he leído, he hablado con muchos compañeros que fueron protagonistas y que tomaron decisiones trascendentes, he recibido confidencias inéditas… y ello me ha permitido adentrarme con bastante conocimiento de causa en nuestra desconocida historia reciente.

***

Comentaba hace un momento que «el cerco de los capitanes generales al Gobierno de Adolfo Suárez durante los últimos años de la década de los 70, no muy conocido ni valorado por la opinión pública española, se hizo más patente a lo largo de 1980 y muy preocupante después del verano de ese año». Así fue, desde luego. En noviembre de 1980, después de la segunda cita de los jefes de las unidades operativas de Aragón con el general Elícegui, llegó a mis oídos, por la cadena de información de la Brigada. la noticia de que los capitanes generales Merry Gordon, Campano, Milans del Bosch, Polanco, González del Yerro y el propio Elícegui, habían dirigido un escrito al rey pidiéndole la destitución de Adolfo Suárez en beneficio de la patria. El documento, redactado en terminología militar, parece ser que era muy respetuoso en la forma, como no podía ser menos por parte de unos subordinados que se dirigían a su jefe natural, pero revelaba una gran firmeza y unidad.

Como consecuencia del mismo, el rey habla reservadamente con algunos de los firmantes (en concreto recibe al general Milans del Bosch en La Zarzuela, a mediados de diciembre de 1980, según me comunicará él mismo personalmente en la entrevista que ambos celebramos en la prisión militar de Alcalá de Henares a primeros de marzo de 1990) que le transmiten nuevamente sus inquietudes y sus deseos en relación con un hipotético cambio de Gobierno que enderece la situación del país. El Borbón no contesta ni oficiosa ni oficialmente a la misiva; lo que no impide que la clara presión de los «príncipes de la milicia» sobre el jefe del Estado trascienda a las unidades militares, a los cenáculos políticos e, incluso, a determinada prensa, la clase política empieza a dar síntomas de desasosiego y los rumores de reuniones de líderes socialistas, comunistas, centristas, etc., etc., con militares de alto rango se suceden y se mezclan en los periódicos y en los mentideros capitalinos con otros que hablan de encuentros claramente subversivos entre generales franquistas.

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