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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (31 page)

No es cierto, a raíz de la información de que dispongo y que fue extraída en su día de los más altos organismos de Inteligencia del Ejército, que en esa fecha del 5 de enero de 1981 se celebrara en Madrid una reunión tan importante y trascendente como la anteriormente señalada; y menos lo es todavía que a ella asistieran 17 tenientes generales del Ejército español con el exclusivo fin de atravesar, todos juntos, el Rubicón golpista. Más aún, porque tampoco es cierto que el teniente general Milans del Bosch estuviera ese día en Madrid. En la jornada siguiente debía presidir el acto de la Pascua Militar en Valencia (como el resto de los capitanes generales de región militar debían hacer lo propio en la cabecera de la suya respectiva) y difícilmente hubiera podido reunirse el día 5 en Madrid con sus pares jerárquicos regionales; teniendo en cuenta, además, que tanto Milans como sus altos compañeros debían de contar con el preceptivo permiso reglamentario para abandonar sus circunscripciones castrenses. Por otra parte, la cifra de «príncipes de la milicia» citada, 17, es totalmente descabellada a no ser, claro está, que en ella estuviesen incluidos abundantes generales en la reserva y no sólo generales con mando en plaza.

De ser así, la citada reunión golpista, a todas luces falsa, no hubiera pasado de ser una nostálgica asamblea de jubilados y pensionistas.

Lo que sí parece fuera de toda duda es que en la mañana de ese día 5 de enero se suceden en el Cuartel General del Ejército reuniones de alto nivel, fuera de las habituales de trabajo. Unas son oficiales, en el despacho del JEME, para ultimar detalles de cara al evento del día siguiente, y a las que asisten generales del propio Estado Mayor del Ejército, del Mando Superior de Personal, del de Logística y de algunas direcciones generales; y otras no tan oficiales, en los despachos de algunos de los asistentes a las anteriores, en las que toman parte varios altos mandos de la guarnición de Madrid invitados al acto de felicitación ministerial que tradicionalmente se celebra ese día en los cuarteles generales de los tres Ejércitos.

No es que estas reuniones del 5 de enero de 1981 resulten especialmente llamativas y provocadoras, tanto de cara a la propia Institución como hacia fuera. En otras épocas y en otros momentos especialmente delicados de la transición, se realizaron «cónclaves» parecidos (de alguno de ellos fui testigo presencial) en el palacio de Buenavista, sin que nadie se rasgara las vestiduras y sin crear especiales reticencias en la calle o en la clase política. Si me he referido a ellas en estos momentos es porque se ha intoxicado mucho a la opinión pública española con inexistentes reuniones golpistas en las semanas anteriores al 23-F, como la absurda y antes mencionada de 17 tenientes generales en Madrid. Todo ello sin que ninguno de los numerosos periodistas e investigadores de café, que durante años, «analizaron» la famosa asonada, supiera distinguir muy bien de qué golpe hablaban en cada caso ya que, además del falso que finalmente todos conocimos, se preparaban en España otros tres, el más importante de los cuales miraba a Turquía como fuente de inspiración. Y, además, con algunos de sus protagonistas jugando a varias bandas. Pero no se asuste el lector. Estoy totalmente dispuesto, y documentado, para que ese cúmulo de golpes, asonadas, cambios de rumbo político, maniobras palaciegas defensivas y querencias involucionistas que se preparaban para salir a la luz en la atormentada España de enero de 1981 lleguen próximamente, perfectamente estudiados, diseccionados y diagnosticados, a las páginas del libro que tiene en sus manos.

Había en esas fechas, efectivamente, planes sediciosos que apuntaban hacia una involución traumática en este país dentro de la dinámica de aquel «espíritu de Játiva» de septiembre de 1977, contrario a la monarquía y a la democracia; pero a esas alturas los capitanes generales simpatizantes de la idea no habían adoptado todavía una posición al respecto en su totalidad como para acudir a una cita golpista multitudinaria en Madrid. El mero hecho de plantearla habría supuesto una total falta de inteligencia y prudencia por su parte. Los contactos, que los había, y muchos, se realizaban a través de enviados especiales de nivel medio, nada sospechosos.

Si hay algo creíble en las referencias periodísticas y panfletarias a esa supuesta reunión de máximo nivel del 5 de Enero, a la que antes me refería, sería el rechazo frontal que hubiera expresado el general Milans del Bosch (de haber asistido) a acabar con la monarquía de don Juan Carlos; postura que ya había adoptado con toda claridad en Játiva, años antes, y refrendado después en numerosos contactos personales con sus compañeros en los que siempre rechazó la idea de una República para España, aunque fuera presidida con todos los honores por un militar.

En su cabeza siempre estuvo presente el antecedente de Primo de Rivera y desde los años 70 venía trabajando sin descanso con un único norte: un Gobierno fuerte de corte castrense que durante bastantes años fuera capaz de dirigir con acierto los destinos de la patria, permitiendo el inicio de un proceso democrático ralentizado al máximo, y con la monarquía borbónica dando brillo exterior a un nuevo franquismo disfrazado.

Esta disparidad de criterios con los otros tenientes generales le llevó a Milans a separarse ideológicamente del «movimiento de mayo» o «golpe duro a la turca» (aunque sin romper nunca del todo con ellos, e intentando atraerlos en última instancia a su teoría), y a dedicar todos sus esfuerzos al nuevo proyecto político que debería enderezar, cuanto antes, la peligrosa situación política del país; pasando, si era absolutamente necesario, por la acción militar que lo hiciera posible. «Democracia no, monarquía sí» seguía siendo su lema desde el mes de abril de 1977 en que a punto estuvo de ordenar el «¡adelante!» a sus batallones de carros de combate de la División Acorazada Brunete.

Así las cosas, Milans del Bosch se reúne el día 10 de enero en Valencia con el general Armada, a instancias de éste, quien en plena planificación de la operación que ya se conoce en amplios ambientes políticos como «Solución Armada», trata de captarlo para una reconducción política incruenta, salvadora de la monarquía en peligro. Y también se reúne el día 18 del mismo mes en Madrid con una muy importante representación de sus leales, a los que les presenta, ya ultimado, su plan de acción «primorriverista» trufado con los últimos arreglos pactados con Armada.

Pero dejemos un momento los planes que bullen en la cabeza del teniente general Milans del Bosch a 18 de enero de 1981 (el 23 de febrero queda todavía lejos, y hasta última hora nada estará decidido), que luego volveremos sobre ellos. Sigamos adentrándonos en los movimientos involucionistas, o por lo menos antigubernamentales, que en estas fechas buscan ya decididamente la cabeza política de Adolfo Suárez.

Aparte de la famosa reunión de la calle Cabrera de Madrid, celebrada el 18 de enero, a la que me acabo de referir y que ha tenido siempre tratamiento preferente (no sé exactamente por qué) en el abigarrado conjunto de libros, libelos, novelas y panfletos que sobre el 23-F se han lanzado a los sorprendidos ojos de los españoles durante los últimos años, mucho se ha escrito también, sobre todo en ambientes de la extrema derecha, sobre un hipotético y rocambolesco encuentro de tres tenientes generales (Milans del Bosch, Merry Gordon y González del Yerro) con el presidente Suárez en La Zarzuela, con pistola de por medio, durante el despacho de éste con el rey el día 22 de enero de 1981. Incluso algún que otro intrépido periodista de renombre se atrevió a publicar un libro (
El quinto poder
, 1995) con este falso suceso como
leiv motiv
, lo que provocó de inmediato la airada protesta en la prensa del mismísimo Adolfo Suárez (
Historia de la democracia
, capítulo diez.
El Mundo
, 1995), quien tuvo a bien remitir al desinformado autor, y también a todos los ciudadanos españoles amantes de la verdad, a las modestas investigaciones del que esto escribe publicadas en 1994 (
La transición vigilada
) y que, según el ex presidente del Gobierno español, son absolutamente veraces.

El suceso, inventado en ambientes de la extrema derecha castrense, se recogió así en numerosas publicaciones y medios de comunicación: El presidente del Gobierno, invitado a tomar café con el monarca después del despacho, se habría topado con los tres altos mandos militares, quienes, en una ausencia interesada de don Juan Carlos, le habrían plantado la necesidad de su urgente dimisión. En el curso del forcejeo dialéctico consiguiente, uno de los tres generales habría reforzado sus argumentos intimidatorios contra Suárez sacando sus poderes a relucir en forma de pistola reglamentaria colocada sobre la mesa. En este hipotético escenario de país bananero, el presidente en un principio habría discutido acaloradamente con sus supuestos interlocutores para sucumbir después de manera incondicional ante la «razón» de la fuerza bruta. Tras ello, cuando el rey hizo nuevamente acto de presencia en la sala, la dimisión presidencial estaba ya ampliamente «consensuada».

Semejante secuencia, propia más bien de una película barata de espías y golpes de Estado tercermundistas, no resiste el menor análisis riguroso: los tenientes generales, los máximos responsables de los Ejércitos en los países civilizados (y España, aún con el lastre de cuarenta años de dictadura, seguía siendo civilizada y europea en ese dramático año de 1981), por muy autoritarios que sean y por mucho que aspiren a cambiar el régimen político imperante en la nación que les ha aupado a tan altos puestos de la jerarquía castrense, no andan por ahí sacándole las pistolas al jefe de Gobierno de turno para meterle el miedo en el cuerpo y conseguir su renuncia. Es más, una actitud así es impensable, falta de inteligencia, pueril, ridícula, aparte de inoperante y totalmente inapropiada para conseguir tales fines, puesto que ningún presidente de Gobierno elegido democráticamente (absolutamente ninguno) cedería jamás a tan burda maniobra, arriesgando si fuera preciso su propia vida. Hay ejemplos recientes muy relevantes de conductas impecables, casi heroicas, protagonizadas por carismáticos líderes democráticos (en estos momentos mi recuerdo está con el valeroso presidente de Chile, Salvador Allende) que han preferido la muerte antes que claudicar ante la sinrazón y la barbarie de las armas.

Por supuesto que el presidente Suárez (y así lo ha expresado él mismo después con toda firmeza) nunca hubiera aceptado tamaño chantaje. Tenía entonces (ahora desgraciadamente ya no debido a su irreversible enfermedad) arrestos más que suficientes para haberse opuesto a él con todas las consecuencias. Pero es que, además, esta demencial historia (que, repito, ha sido recogida a lo largo de los años por numerosos periodistas y autores de versiones noveladas del 23-F), este rocambolesco episodio de los tenientes generales, presuntamente golpistas, ejerciendo de pistoleros al más puro estilo hollywoodense, utilizando al rey como anfitrión y el palacio de La Zarzuela como «saloon» para sus aventuras políticas de corte facineroso, nació en los ambientes más ultras de las Fuerzas Armadas y fue puesta en circulación para seguir desestabilizando aún más al Ejecutivo después del triste suceso de la Carrera de San Jerónimo de Madrid; utilizando para ello los muchísimos panfletos que, permisivamente, recorrieron los cuarteles hispánicos de norte a sur y de este a oeste.

Los altos mandos del Ejército, los tenientes generales, por supuesto que presionaron (y amenazaron), como vengo repitiendo machaconamente desde hace años, para conseguir la dimisión de Adolfo Suárez. Pero, ni personal ni colectivamente, le plantearon directamente jamás sus exigencias al presidente. Utilizaron para esa presión institucional nada menos que a su capitán general, a su superior jerárquico constitucional, al jefe supremo de las FAS: el rey. Y desarrollaron esa presión contra Suárez de manera inmisericorde durante meses, sobre todo a lo largo del mes de enero de 1981 en el que el pulso castrense fue brutal.

En audiencias personales, en escritos colectivos de dudosa legalidad, en charlas informales con motivo de eventos castrenses tradicionales e, incluso, en documentos reservados de los servicios de Inteligencia fuera de los conductos reglamentarios, los «príncipes de la milicia» españoles plantearon una y otra vez al rey la necesidad de moderar la marcha de la transición política buscando soluciones urgentes para el terrorismo, los sentimientos nacionalistas exacerbados, la preocupante situación económica del país, el estado de las FAS…; en una palabra, modificando el rumbo de la nave del Estado por el expeditivo sistema de relevar del puesto, de un plumazo, a su capitán. Peticiones o presiones de los altos jerarcas del Ejército que, por antirreglamentarias y por ser cursadas fuera de los cauces normales de relación jerárquica e institucional, pusieron en un grave aprieto a su regio destinatario.

El 22 de enero de 1981, efectivamente, el presidente Suárez despacha con el rey en La Zarzuela.

Los problemas son muchos y muy variados, y la reunión, según informaciones fiables, es muy tensa, difícil. El soberano, ya desde las Navidades pasadas, viene optando por los militares en su contencioso contra Suárez. Está al corriente tanto de los golpes castrenses en preparación (el «turco» de mayo y el «primorriverista» de Milans), como también de los intensos contactos que mantiene su fiel Armada para buscar, urgentemente, una salida constitucional a la grave crisis que padece el país. Dentro de las necesarias medidas previas a esta «Solución Armada» figuran, en lugar destacado, la dimisión de Adolfo Suárez y el traslado de este general de División a Madrid desde su puesto de jefe de la División de Montaña Urgel n.° 4 y gobernador militar de Lérida, por lo que don Juan Carlos comienza el despacho interesándose por este último tema, ya tratado en anteriores ocasiones con Suárez.

El presidente del Gobierno siempre ha estado, y sigue estando, en contra del cambio de destino de Alfonso Armada, actitud en la que es apoyado sin reservas por su ministro de Defensa, Rodríguez Sahagún. El JEME, general Gabeiras, ha hablado repetidas veces sobre el asunto con el ministro, quien se ha resistido prudentemente a tomar cualquier medida en ese sentido. ¿Qué papel y de qué carácter, está previsto desempeñe Armada en Madrid para que tenga que abandonar precipitadamente un alto mando operativo en Lérida? ¿Por qué esa insistencia del general Gabeiras, siguiendo perceptibles recomendaciones de La Zarzuela, para hacerlo efectivo cuanto antes?

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