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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (35 page)

En el curso de esta alocada ronda telefónica el monarca recibe la urgente llamada de su padre, el conde de Barcelona, que le previene así:

-Cuidado con los militares, hijo. Acuérdate de los coroneles griegos en 1967.

También algunos dirigentes europeos, Giscard d'Estaing entre ellos, apoyan protocolariamente la amenazada democracia española. El gigante USA, por el contrario, permanece, en principio, callado y habla después con palabras equívocas: «Es un asunto interno español», dirá el secretario de Estado norteamericano, Alexander Haig. Es una sentencia que cae en La Zarzuela como una segunda bomba, después de la de Tejero.

Ante el cariz nada halagüeño que presenta, con el paso de las horas, la recién abrazada «reconducción de la reconducción», don Juan Carlos decide jugársela. El tiempo apremia. El país está paralizado y su corona pende de un hilo. Llama nuevamente a Milans y le dice en tono solemne:

-Jaime, tomo las riendas del Estado. Ni abdico ni me voy. Tendrán que fusilarme para que abandone.

Palabras dirigidas, más que a Milans, que sabe es de los suyos, a los otros capitanes generales que, agazapados en sus respectivos centros de poder, esperan el momento más oportuno para saltar sobre la democracia y la Corona. Éstos, mientras tanto, siguen sin llamar al rey, lo ignoran por completo. Consultan entre ellos, la pasividad de la División Acorazada los tiene inmovilizados. Desde el ya lejano órdago castrense de la Semana Santa de 1977, esta había sido siempre la condición
sine qua non
para sumarse a cualquier eventual movimiento de Milans: «Ocupar Madrid con la DAC Brunete. Controlar con los carros de combate todos los centros neurálgicos del Estado»

El rey no estará seguro de nada hasta pasada la medianoche del 23 de febrero. Desde las 18:25 horas, cuando se inició el asalto directo al Parlamento (la operación en sí comenzó a la 16:20 horas, como he relatado con anterioridad, con el cerco a distancia del palacio de la Carrera de San Jerónimo por efectivos del Servicio de Información de la Guardia Civil vestidos de paisano), no encuentra el momento para dirigirse al pueblo por radio o televisión. ¿Por qué no lanza un mensaje real por la radio o a través del teléfono a todos los medios de comunicación, dado que el palacio de La Zarzuela ha sido respetado con exquisito mimo por los golpistas?, se preguntaron entonces y se siguen preguntando todavía millones de ciudadanos españoles. De todos es conocido que en situaciones de golpe militar, sea cual sea el desgraciado país en el que ocurra, la toma de postura inmediata del jefe del Estado y su decisión o no de luchar contra él con todos los medios a su alcance, suelen resultar determinantes para el desarrollo posterior de la asonada y, en ocasiones, para abortarla de manera fulminante.

La respuesta, un cuarto de siglo después, aparece con mucha mas claridad que en el pasado y no se debe ocultar ni un día más en aras de hipotéticos secretos de Estado o ridículos e inexistentes peligros para la cacareada seguridad nacional. Razones que desde la culminación del lamentable evento del 23-F han esgrimido aquellos que siempre han deseado que la historia, la verdadera historia objetiva y valiente, no pudiera nunca abrirse camino entre la maraña de falsas historietas de buenos y malos, de militares golpistas y «reyes salvadores de la democracia y las libertades», que ellos mismos consideraron oportuno fabricar desde el poder para que la sacrosanta transición no tuviera que hacer frente, en sus primeros pasos, a un vendaval político y social de consecuencias imprevisibles.

Y la verdadera historia de este país nos dice ahora, y nos dirá siempre, que el rey Juan Carlos no controló en absoluto la situación durante las primeras horas de la «intentona involucionista» del 23 de febrero de 1981, ejecutada por sus edecanes palaciegos y autorizada en principio por él. La demencial entrada de Tejero en el Congreso de los Diputados, imposible de asumir, y la torpeza subsiguiente de Armada intentando personarse en palacio, le habían colocado al Borbón en una situación personal tan incómoda y peligrosa que, profundamente afectado, intentó despejarla cuanto antes con la inestimable ayuda de sus ayudantes militares y, sobre todo, con la del secretario general de la Casa Real, Sabino Fernández Campo. Estos nuevos consejeros le recomendaron enseguida, en unas conversaciones dramáticas en las que estuvo presente hasta la propia reina Sofía (ésta tratando de animar, en última instancia, a un soberano deprimido y ausente), abandonar de inmediato sus estrechas relaciones con Armada, olvidarse por completo de la famosa «Solución» político-militar auspiciada por su eterno confidente y amigo (que le podía afectar de lleno, si no obraba con prudencia pero con decisión) y coger el toro por los cuernos del arduo problema que había propiciado toda la aventura palaciega (el golpe duro contra la Corona que se perfilaba en el horizonte primaveral) hablando directamente con los díscolos capitanes generales franquistas que, a pesar de no tener su maniobra involucionista totalmente planificada, podían, ante el vacío de poder existente, dar un paso al frente y desencadenar una marea insurreccional que arrasara todo. El soberano, siguiendo al pie de la letra las directrices de sus consejeros, se emplearía a fondo durante siete largas horas (sobrepasando ampliamente sus competencias constitucionales) para recobrar el control que no tenía y asegurarse su supervivencia política y personal, antes de hablar al país y definirse públicamente sobre los acontecimientos en curso. Mientras tanto, España se debatía entre la tensión y la duda.

Sobre las ocho de la tarde, no obstante, el monarca, consciente de que deberá dirigirse a los ciudadanos por televisión tan pronto como sus circunstancias personales y políticas se lo permitan, pide (a través del marqués de Mondéjar) a Prado del Rey los equipos técnicos necesarios para grabar un mensaje a la nación; pero no tiene prisa, necesita ganar tiempo. Acepta la propuesta del gabinete de subsecretarios y secretarios de Estado presidido por Francisco Laína, director de la Seguridad del Estado, para mantener una imagen de normalidad en el funcionamiento de las instituciones, pero él ya esta decidido a usar todo el poder que la anómala situación ha puesto en sus manos para, dejando de lado las limitaciones que la Constitución establece para su figura, defender su corona con uñas y dientes, hasta las últimas consecuencias.

Así las cosas, el hijo mayor de don Juan de Borbón se asegura directamente la fidelidad de la JUJEM para su nueva estrategia (ya tenía su asentimiento previo a la «Solución Armada»), obviando la autoridad del presidente del nuevo Gobierno interino de la nación y de su «departamento de Defensa», que ni siquiera son consultados, a la que ordena controle militarmente la nueva situación usando todos los resortes de la cadena de mando. Asimismo, establece, a través del «gabinete de guerra» que lidera Fernández Campo, un control exhaustivo y directo sobre la cúpula de la Guardia Civil y Policía Nacional. Las veleidades del flamante nuevo «presidente» Francisco Laína, ingenuo él, que sin estar en el meollo de la cuestión quiere acabar,
manu militari
, con una situación que considera explosiva asaltando cuanto antes el Congreso de los Diputados con fuerzas especiales de estos dos últimos Cuerpos de Seguridad, son desestimadas sin contemplaciones por la Zarzuela, ya que ésta tiene otras prioridades mucho más acuciantes en esos momentos. Entre ellas se encuentra, obviamente, la de asegurar la lealtad de los capitanes generales franquistas, sin la que nada está seguro.

Sabino Fernández Campo intenta nuevamente hablar con Elicegui. En Zaragoza están acampados fuertes contingentes de la DAC Brunete (una brigada acorazada), una fuerza operativa importante que puede ser decisiva. El general Merry Gordon, en uniforme de campaña y «bastante alterado», se encuentra en su despacho de la Capitanía General de Sevilla. El general Campano, de Valladolid, en el suyo. En Baleares, el general De la Torre Pascual tiene ya preparado el bando de declaración del Estado de Guerra y sólo espera con ansiedad un guiño de sus compañeros más radicales. En el Estado Mayor de la Capitanía General de Galicia se dan los últimos toques a las órdenes de operaciones que pongan en marcha a las distintas unidades. Sólo Madrid (Quintana Lacaci), Canarias (González del Yerro), Granada (Delgado) y Burgos (Polanco) garantizan cierta continuidad constitucional en el seno del Ejército de Tierra.

Los contactos telefónicos regios se suceden con creciente dramatismo. El vacío de poder es alarmante y la situación empeora por momentos. La duda y la tensión hacen mella en determinados momentos en los propios e improvisados «negociadores» de la Zarzuela que, a pesar de todo, continúan con su delicada misión. Por fin, la pasividad operativa de Armada, la sorpresa y frustración de Milans, el apoyo jerárquico de la JUJEM (auxiliada permanentemente por el CESID), la fachada legal de continuación del Estado de derecho que ofrece el Gobierno interino de subsecretarios y la decidida actuación del capitán general de Madrid, Quintana Lacaci, inclinarán la balanza, pero sólo después de unas horas dramáticas, del lado de la sensatez y el orden institucional.

***

En el Congreso de los Diputados, Tejero no acepta la propuesta de Armada (contemplada en la segunda fase de su plan y que él desconocía por completo) de un Gobierno de coalición con socialistas, centristas y comunistas, presidido por el general. La considera una traición porque, según él, no era lo pactado. Tal como el inefable teniente coronel de la Guardia Civil comentaría meses mas tarde con otros compañeros del Cuerpo sobre Alfonso Armada:

-Me vino con una lista del nuevo Gobierno que quería presentar al Congreso para su aprobación. En ese momento no me dijo si la conocía o no el rey. Predominaban altos cargos socialistas, centristas y hasta había comunistas. No la pude aceptar. Yo no me estaba jugando el tipo para eso.

No obstante, Tejero se compromete de palabra con Armada a no causar víctimas si se respeta la situación existente y no se ataca a sus hombres; compromiso que al mediodía del día siguiente, 24 de febrero, ampliará en el llamado «pacto del capó». Fue llamado así al ser firmado sobre un vehículo aparcado en las cercanías, por el que aceptará salir del atolladero en el que se encuentra con ciertas condiciones que exculpan a sus subordinados. En este pacto intervendrán, además de Tejero, el omnipresente general Armada, el comandante Pardo Zancada, el teniente coronel Muñoz Grandes (ayudante del rey y delegado personal suyo para este tardío arreglo posgolpista), y el también teniente coronel Fuentes Gómez de Salazar, antiguo integrante del SECED (Servicio de Inteligencia del almirante Carrero Blanco).

Sobre las 01:10 horas de la madrugada del martes 24 de febrero de 1981 todo parece quedar definitivamente bajo control. Milans del Bosch ha accedido a retirar sus carros de combate M-47 Patton y el bando por el que asumía todos los poderes del Estado en su Región Militar (orden que no se cumplirá totalmente hasta pasadas las cuatro de la madrugada); los capitanes generales «dudosos», con parsimonia, han ido prometiendo lealtad al jefe supremo del Ejército; la situación en el palacio de la Carrera de San Jerónimo, a pesar del golpe de efecto testimonial del comandante Pardo Zancada y sus policías militares, introduciéndose a última hora en el edificio en apoyo de sus compañeros de la Benemérita, está prácticamente resuelta…

El rey habla, por fin, por televisión. El país respira tranquilo. La democracia española y la Corona se han salvado. El «golpe de los golpes», el golpe que nunca existió, «el movimiento involucionista a cargo de unos cuantos militares y guardias civiles nostálgicos del anterior Régimen» (según la teoría oficial del Gobierno de turno), el chapucero e impresentable órdago político-militar-institucional patrocinado desde la más alta magistratura de la nación para desembarazarse de sus antiguos compañeros franquistas, que le tachaban de «traidor» y amenazaban su trono (según la versión que más pronto o más tarde recogerá la historia de España), ha sido neutralizado. ¡Loado sea Dios!

7. EL REY GOLPISTA

-Los españoles no nos privamos de nada: tenemos en la jefatura del Estado a todo un flamante «rey golpista». -Abundantes indicios racionales señalan inequívocamente al rey Juan Carlos como máximo responsable de los sucesos que se desarrollaron en España en la tarde/noche del 23 de febrero de 1981.

Y después de conocer con todo detalle, aunque en un sucinto resumen que no ha sido nada fácil redactar, toda la compleja trama del 23-F, vamos ahora a adentramos en los abundantes e irrefutables indicios racionales que señalan al monarca español como máximo responsable de la artera maniobra político-militar-institucional puesta en marcha en la tarde del 23 de febrero de 1981 y planificada, es cierto, con un fin en principio ciertamente loable (desmontar el golpe duro, a la turca, que preparaban los generales franquistas contra la monarquía y la democracia), pero inaceptable y fuera de la ley en un Estado democrático y de derecho.

Anteriores al 23-F

Primero
. Armada se entrevista con don Juan Carlos en numerosas ocasiones a lo largo de los meses de diciembre de 1980 y enero y febrero de 1981. En total, once veces (tres en el mes de diciembre, una en enero, el día 3 de febrero, ésta a través del teléfono, y nuevamente en reuniones personales reservadas los días 6, 7, 11, 12, l3 y 17 de febrero). ¿Qué asuntos tan graves y atípicos empujaban a Armada y al rey a relacionarse personalmente con tanta asiduidad (Baqueira Beret, La Zarzuela, conferencias telefónicas…) no estando ya el primero al servicio directo del segundo sino, por el contrario, en un puesto activo en el Ejército, al mando de la División de Montaña Urgel n° 4, en Lérida, y más tarde en el Estado Mayor del Ejército en Madrid

Concretamente la entrevista celebrada el 13 de febrero (diez días antes del 23-F) en La Zarzuela es revestida del mayor de los secretos. Tanto que, meses después, procesado ya Armada, éste le pide al Borbón por carta autorización para usar en su defensa lo tratado en aquella reunión. Obviamente, el rey se lo deniega. Resulta así que ni para afrontar una condena de treinta años de prisión el general Armada puede desvelar la conversación mantenida con el monarca el 13 de febrero de 1981. Debe, en consecuencia, arriesgarse a ser condenado antes que hablar. ¿Razón de Estado? ¿Sacrificio personal por la Corona…?

¿Qué asuntos trataron don Juan Carlos y el general Armada ese enigmático día 13 de febrero? Resulta pueril pensar que el general, para defenderse de una posible pena de treinta años de cárcel, intentara refugiarse en un rutinario informe personal sobre la situación del país y del Ejército (además, él no era la persona más indicada para presentar ese hipotético dossier al rey) que, según bastantes «investigadores» del caso (todos milimétricamente adscritos a las tesis oficiales) fue lo único que Armada facilitó al soberano a lo largo de la misteriosa entrevista. Y resulta, asimismo, fuera de toda lógica que el monarca le prohibiese con posterioridad dar publicidad a esos informes y comentarios personales si le podían servir para defenderse.

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