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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (36 page)

¿De qué hablaron, pues, don Juan Carlos y su fiel servidor Armada en esa controvertida reunión? Ellos lo sabrán, desde luego, aunque a estas alturas lo lógico sería que todos los españoles lo conociéramos también. Y puesto que el «traidor» Armada ha obedecido escrupulosamente hasta el presente las instrucciones regias de permanecer callado y no es previsible que las desobedezca en el futuro, debería ser el rey Juan Carlos el que, en lugar de ir por ahí prohibiendo a su antiguo subordinado que hable o deje de hablar (circunstancia ésta que resulta muy poco ética en una democracia), nos contara de una vez a los ciudadanos de este país qué diantre de asuntos tan reservados y sensibles trató ese día en La Zarzuela con la persona que, días después, emergería ante la opinión pública española como el supremo cabecilla de la intentona.

Aunque yo me voy a permitir decir, aquí y ahora, por si esa declaración regia no llega, lo que miles y miles de españoles llevan comentando vergonzantemente durante años en tertulias de café, reuniones familiares, pasillos ministeriales, charlas políticas… y que algunas personas que hemos dedicado mucho tiempo a este asunto conocemos de sobra: que allí se habló de la «Solución Armada», de la maniobra político-palaciega a punto de comenzar; del estado de las conversaciones con Milans y con los líderes políticos; del estado de ánimo en los cuarteles; del otro golpe duro que amenazaba, a corto plazo, a la democracia y a la propia Corona; de aquellas medidas, necesarias y urgentes, para intentar detener este último peligro sin dañar en demasía el orden constitucional vigente… Todo debía estar bajo control en esos preocupantes momentos, ya que nada debía dejarse al azar. La cuenta atrás había comenzado. La suerte estaba echada. Sin embargo, los hechos posteriores demostrarían que en el entorno de la famosa «Solución» político-militar no todo estaba tan atado y bien atado como se creía en La Zarzuela.

Segundo.
Armada siempre le dijo a Milans, en todos sus contactos, que iba de parte del rey, que don Juan Carlos patrocinaba la operación en bien de España y de la democracia. Así lo han reconocido, una y otra vez, los más próximos colaboradores de Milans que estuvieron presentes en las entrevistas del 17 de noviembre de 1980 y 10 de enero de 1981. Nadie dudó nunca de la veracidad de las palabras de Armada. El general era una figura de gran altura profesional y política, de la máxima confianza regia. ¿Por que iba a mentir? Sin el rey, la acción se presentaba irrealizable, demencial; nunca lograría llegar a ser el presidente del Gobierno de concentración-gestión que proponía, para lo que ineludiblemente necesitaba la previa aceptación de La Zarzuela. Si el monarca no estaba detrás, la operación iría directa hacia un rotundo fracaso (como así fue cuando don Juan Carlos se desmarcó olímpicamente de ella) y Armada tendría que pagar un alto precio (como así fue también) por su alocado protagonismo.

Entonces ¿por qué iba a mentir Armada al capitán general de Valencia, Milans del Bosch? ¿Para ir los dos a un desastre, a un golpe militar conjunto sin ninguna posibilidad de triunfar y, encima, contra el rey, contra el supremo señor de los dos y al que ambos respetaban por encima de todas las cosas? Armada, sin el rey, no era nada. No podía caber entonces en cabeza humana (y ahora, con el paso de los años trascurridos, mucho menos) que, salvo que se hubiese vuelto loco, intentara montar todo ese tinglado político-castrense (que, vuelvo a repetir, necesitaba del monarca para ser viable) a espaldas de don Juan Carlos. Hubiera sido un salto en el vacío inexplicable, una temeridad impropia de su inteligencia, un suicidio profesional y político, la obra de un demente… Como se demostró en definitiva cuando, abandonado a su suerte, tuvo que pagar con el fracaso, el deshonor y treinta años de prisión la presunta traición a su señor.

Pero es que, además, de esa autorización real para que Armada estableciera todos los contactos pertinentes, de cara a planificar todo el operativo que conllevaba la maniobra político-militar bautizada con su nombre, no podía caber ninguna duda entonces (y mucho menos ahora) puesto que el general, desde primeros de octubre de 1980, empezó a actuar de manera prácticamente pública en sus relaciones con partidos políticos y autoridades militares; en nombre del rey, naturalmente. Tanto su entrevista con el donostiarra Enrique Múgica Herzog, en Lérida, el 22 de octubre de 1980 (que alcanzó especial relevancia en los medios y provocó hasta un encendido debate en la Comisión Ejecutiva del PSOE), como otras llevadas a cabo con diversos políticos del arco parlamentario español y militares de la cúpula castrense (de las dos de Valencia con Milans, en las que Armada dijo en voz muy alta que venía en nombre del monarca, tuvimos constancia detallada todos los estamentos militares de cierto nivel), no fueron para nada secretas.

Es más, la mayoría de ellas serian recogidas por la prensa y, desde luego, todas por los servicios de Información del Ejército y de los Cuerpos de Seguridad del Estado. Y lo lógico, lo racional, lo prudente y lo más conveniente para la seguridad del Estado y de la propia Corona, hubiera sido que si el rey no había autorizado semejantes contactos del señor Armada y éste iba por ahí, a su aire, usando el nombre de su señor en vano y siempre de cara a una confusa operación político-militar de carácter anticonstitucional e ilegal, lo hubiera desenmascarado públicamente
ipso facto
, pidiéndole a continuación al jefe del Estado Mayor del Ejército un fuerte correctivo para el desleal militar. Y está bastante claro a estas alturas que el monarca calló… y otorgó. ¿Por qué?

Resulta curioso al respecto, y muy significativo al hilo de lo que estoy exponiendo, que el presidente del Gobierno de entonces, Adolfo Suárez, se enterara de la famosa reunión de Lérida, no por los socialistas que intervinieron en ella, ni por el PSOE, ni tampoco por la cadena de mando militar (que tuvo pronto conocimiento a través del propio Armada) sino por el palacio de La Zarzuela, que había tenido puntual y urgente referencia de lo allí tratado. ¿Por parte de quién? Presumiblemente por parte del «traidor» Armada.

Tercero.
Está fuera de toda duda, porque lo reconocieron así, en su día, tanto el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, como su ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún, que el rey Juan Carlos estuvo muy interesado, a lo largo de todo el otoño de 1980, en llevar a Madrid al general Armada. Como fuera y donde fuera. Aunque el castrense tuviera que dejar, de una forma muy poco conveniente para su
curriculum
profesional, el mando operativo de una de las escasas divisiones del Ejército español. Tanto llegó a involucrarse el monarca en este tema que sus continuas recomendaciones y recordatorios causaron cierto malestar en el jefe del Ejecutivo centrista y no digamos en su fiel Rodríguez Sahagún (
Pelopincho
para los militares), que nunca llegaron a comprender el desmedido afán del monarca por volver a tener a su vera al antiguo secretario general de la Casa Real.

Este malestar de Suárez en relación con el destino de Armada a Madrid alcanzó su clímax en el despacho que tuvo el presidente del Gobierno con el rey el 22 de enero de 1981, fecha en la que la dimisión del primero, por necesidades del guión de la famosa «Solución Armada» y por las continuas presiones de los generales franquistas, estaba ya decidida. Don Juan Carlos comenzó el despacho interesándose, una vez más, por el destino de su antiguo subordinado a Madrid. El JEME, general Gabeiras, había hablado ya repetidas veces sobre el asunto con el ministro de defensa, quien se había resistido, siempre prudentemente, a tomar cualquier medida en ese sentido. ¿Qué papel y de qué carácter está previsto desempeñe Armada en Madrid para que tenga que abandonar precipitadamente un alto mando operativo en Lérida? ¿Por qué esa insistencia del general Gabeiras, siguiendo perceptibles recomendaciones de La Zarzuela, para hacer efectivo el cambio cuanto antes?, se habían preguntado, una y otra vez, los máximos mandatarios de la defensa de este país.

Adolfo Suárez hace ver a don Juan Carlos que el cambio de destino a Madrid del general Armada puede ser prematuro en esos momentos. Ni la Jefatura de Artillería ni la Segunda jefatura del Estado Mayor del Ejército, únicas vacantes que podría cubrir, son puestos con la relevancia necesaria para él, aunque el segundo de ellos sea importante desde el punto de vista de las relaciones políticas y sociales. Convendría esperar su ascenso a teniente general, a fin de destinarlo después a un cargo acorde con sus cualidades y conocimientos profesionales. El rey, con evidente malestar, se muestra en desacuerdo con el presidente y hace patente, una vez más, su deseo de que el general Armada se incorpore cuanto antes a un destino en la capital de España. Malhumorado, el Borbón cambia de tercio en la conversación… En este asunto, aparentemente baladí, del destino del general Armada a Madrid, se encierran algunas claves importantes para entender mejor todo lo que ocurriría después en la tarde/noche del 23-F. El interesado ha contribuido con sus manifestaciones (y contradicciones) a que mucha gente (y, sobre todo, los investigadores de aquel evento) hayamos prestado especial atención a un asunto que, de entrada, no revestiría trascendencia alguna para el país: el cambio de destino profesional de un militar, por muy general que sea y por muy importantes que hayan sido sus cometidos anteriores. A no ser, claro está, que este cambio de guarnición del militar en cuestión fuera determinante para el éxito o el fracaso de una operación político-militar de altos vuelos que podría suponer, caso de concretarse, un auténtico revulsivo político nacional y llevar al susodicho alto mando militar nada menos que a la Presidencia de un nuevo Gobierno de salvación nacional o de concentración (o de ambas cosas).

El caso es que con reticencias o sin ellas por parte del presidente Suárez y su ministro Rodríguez Sahagún, el general Armada se incorporó a su nuevo destino en Madrid, en el palacio de Buenavista, sede del Estado Mayor del Ejército, el 12 de febrero de 1981, once días antes de que el teniente coronel Tejero, con su alocado protagonismo, abortara en pocos minutos y de manera fulminante la famosa «Solución» política que llevaba el nombre de su jefe. ¿Qué impulsó al rey Juan Carlos a recomendar, una y otra vez, el destino urgente de Armada a Madrid? ¿Para qué lo quería tan cerca en esas fechas, si continuamente se estaba entrevistando con él o llamándole por teléfono?

Durante el 23-F

Cuarto.
A las 18:40 horas del 23-E escasos minutos después de que, como millones de españoles, se enterara del asalto al Congreso de los Diputados protagonizado por Tejero y todavía con la sorpresa y el estupor pegados a su mente, puesto que lo ocurrido en la Carrera de San Jerónimo de Madrid se había salido totalmente del guión preestablecido e iba a condicionar (prácticamente a arruinar) la posterior consecución del proyecto político-militar que llevaba su nombre, el general Armada llama por teléfono al rey para, según éste, el propio monarca (que así se lo comunica a Sabino Fernández Campo cuando éste le sorprende conversando con su antiguo colaborador) pedir su autorización para trasladarse a palacio a «explicarle lo ocurrido en el Congreso y buscar soluciones ante la grave situación creada» Juan Carlos, después de un cambio de impresiones con Sabino, le deniega esa autorización y le ordena permanezca en el Estado Mayor del Ejército, siempre a las órdenes del general Gabeiras.

Esta sorprendente actuación de Armada habla por sí sola. Con esta llamada telefónica el general descubre nítidamente quién es el jefe supremo, la autoridad máxima, el responsable último de todo el operativo puesto en marcha minutos antes en el magno edificio de la Carrera de San Jerónimo de Madrid, el personaje en beneficio del cual todos los implicados en el mismo trabajan: el rey Juan Carlos.

Esto es así porque si el soberano no hubiera sido el jefe de Armada, si el general no hubiera tenido por encima de él la autoridad suprema del monarca y hubiera sido él y solo él (como muchos han sostenido desde entonces, incluidos el tribunal de Campamento y el propio rey Juan Carlos I) el cerebro, el jefe, el cabecilla máximo de la operación ¿A qué venía llamar al rey?

¿Qué tenía que explicarle en La Zarzuela si su señor era ajeno a todo y esa explicación, caso de producirse, le hubiera supuesto una confesión de culpabilidad y, en consecuencia, el pasaporte para ingresar de inmediato en la prisión militar de Alcalá de Henares por muchos años?

¿Es que Armada se había vuelto loco de remate? ¿Se puede asumir, además, sin caer en el absurdo, que el líder de un golpe militar en ejecución llame por teléfono al jefe del Estado contra el que, al menos teóricamente está actuando, para poder acudir a su palacio, a explicarle lo que está pasando y tratar de buscar soluciones juntos ante un tropiezo inicial en el operativo? Ridículo de verdad. Salvo, claro está, que dicho jefe de Estado esté al tanto de los planes del cabecilla golpista, los haya autorizado con anterioridad y vaya a ser él, por supuesto, el rentabilizador máximo de la asonada al conjurar con ella una maniobra involucionista en proyecto que es mucho más devastadora y cruenta contra su persona y contra su régimen político.

Si Armada, en un momento especialmente duro para él, de confusión y duda ante la desastrosa actuación de Tejero que trastoca sus planes, llama directamente al rey y quiere verlo y explicarle lo ocurrido, la única razón plausible y lógica para cualquier investigador escrupuloso de los hechos no puede ser otra que la siguiente: El antiguo secretario general de la Casa del Rey se cree en la obligación de excusarse ante él, de explicarse ante su señor, ante su jefe, por la actuación inconveniente de uno de los principales ejecutores del plan previsto entre ambos; actuación que puede arruinar todo el proceso político-militar tan arduamente planificado. Si no es así, no puede comprenderse la actuación de Armada, quien, evidentemente, cometió algunos importantes errores, tanto en el propio 23-F como en las semanas y meses anteriores al mismo, pero que nunca dio señales de estar loco, más bien todo lo contrario. Uno de esos graves errores cometidos, no obstante, le costaría caro, le llevaría directamente a la cárcel, a la ruina de su carrera, a la enfermedad y al abandono de muchos. No supo darse cuenta, el que siempre supo manejarse tan bien por palacios y despachos, de que los reyes (todos los poderosos en general, pero especialmente los representantes de esa casta plurinacional en vías de extinción cara al siglo XXI) no admiten, no pueden consentir, fracasos en sus subordinados y validos cuando se trata de subterráneas maniobras palaciegas u oscuras reconducciones políticas al margen de leyes y Constituciones. Cuando un caso de esos se da, el torpe ayudante regio es inmediatamente sustituido por otro, leal e inteligente, que enderece enseguida el entuerto causado por su antecesor y luego consiga, con la habitual efectividad y discreción, el objetivo marcado y ambicionado por su señor.

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