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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (22 page)

De todo esto voy a hablar con detalle en las páginas que siguen para poner de manifiesto, entre otras cosas, las maniobras subterráneas del nuevo rey para preservar su trono utilizando al máximo el extraordinario poder (legal) heredado de su predecesor en la jefatura del Estado, así como el inmenso poder (fáctico) que todavía mantenían en su seno las Fuerzas Armadas. Presentaré para ello situaciones y hechos de los que sólo tuvimos constancia algunos militares situados a la vera de los altos jerarcas castrenses de la época y de sus servicios de Información. Sin recordarles con detalle, sin profundizar en ellos, sin sacarlos a la luz pública con toda nitidez, nunca se podrá entender lo que fue la transición política en este país, ni tampoco lo que pasó en el Congreso de los Diputados aquella recordada tarde de finales de febrero de 1981 en la que un polémico e indisciplinado teniente coronel de la Guardia Civil, al frente de medio millar de hombres armados, penetró
manu militari
en su hemiciclo humillando gravemente a los legítimos representantes del pueblo español en su bananera acción.

***

Empecemos, pues, sin más dilaciones por el primero de estos hitos históricos de la transición democrática que acabo de señalar: el conocido popularmente como el Sábado Santo «rojo» de la democracia española.

En los últimos meses de 1976 y primeros de 1977, la situación en el Ejército español era tan inquietante y de tan auténtico malestar interno que empezaba ya a preocupar seriamente no sólo a las altas autoridades «aperturistas» de la Vicepresidencia del Gobierno para Asuntos de la Defensa, con su titular, el teniente general Gutiérrez Mellado a la cabeza, sino a los propios altos mandos franquistas de su Cuartel General, ubicado en el soberbio edificio del palacio de Buenavista, en la plaza de la Cibeles de Madrid.

Los estados de opinión que en las últimas semanas habían ido llegando a la cúpula del Ejército procedentes de las Segundas Secciones (Inteligencia) de los Estados Mayores de las capitanías generales eran tajantes: la inquietud, el desasosiego, la incertidumbre sobre lo que pudiera traer consigo el camino a la democracia emprendido en España, las dudas sobre la actuación en tal sentido del propio rey y de su presidente de Gobierno, Adolfo Suárez, y el rechazo frontal generalizado a una transición que empezaba a poner en serio peligro las más profundas esencias del Régimen autoritario instaurado por Franco en 1936, estaban presentes; y lo hacían en proporciones cada vez más alarmantes, en los comentarios y charlas que a diario se suscitaban en las salas de banderas y en los clubes de oficiales de las unidades operativas. Y lo que es peor, las charlas, los comentarios, las preguntas embarazosas a los superiores por parte de los mandos intermedios (los que finalmente tenían el mando directo de las tropas) eran cada día que pasaba más frecuentes, más audaces, más directas, más apasionadas, llegando, a veces, a degenerar en fuertes discusiones y en pequeños motines de barra de bar que desbordaban por completo los estrechos márgenes que permitían la disciplina y la jerarquía.

Esto ocurría sobre todo en las unidades mas inquietas y con más poder real con las que contaba el Ejército español: la Brigada Paracaidista y la División Acorazada Brunete. Aunque al final, curiosamente, todos los apasionados protagonistas de esas algaradas y tomas de postura cuarteleras (mandos y subordinados) acabaran poniéndose de acuerdo en fijar a sus verdaderos «enemigos»: los políticos «demócratas de pacotilla» que estaban llevando al país a la ruina; los «traidores» de la casa, léase militares reformistas, a cuyo frente se encontraba el propio vicepresidente para Asuntos de la Defensa, teniente general Gutiérrez Mellado; los altos jerarcas del sistema que rodeaban y engañaban al rey, heredero de Franco y continuador de su Régimen; y también, aunque de forma más minoritaria y a cargo siempre de locuaces representantes de la extrema derecha castrense, al propio monarca que, autorizando según ellos todo lo que estaba ocurriendo en la patria sagrada, había emprendido un peligroso camino de muy difícil retorno.

Si bien era cierto que ese malestar y esa inquietud no eran nuevas en las Fuerzas Armadas, sobre todo en el entonces muy politizado Ejército de Tierra, en el que habían empezado ya a aflorar en el verano del año anterior, cuando el rey nombró, con abundantes reticencias en algunos círculos políticos y sociales, a Adolfo Suárez como presidente del Gobierno. También era del todo punto cierto que las aguas de la Institución castrense española empezaron a bajar mucho más tranquilas a partir de la famosa reunión de Suárez con las más altas autoridades militares (vicepresidente del Gobierno para Asuntos de la Defensa, ministros del Ejército, Marina y Aire, jefes de Estado Mayor, capitanes generales…) celebrada el 8 de septiembre de 1976 en la sede de presidencia de Gobierno (Castellana 5), donde, según la mayoría de los jerarcas castrenses que acudieron a la cita, el jefe del Ejecutivo les había prometido (con su inolvidable «puedo prometer y prometo») que jamás legalizaría al Partido Comunista de Santiago Carrillo.

Fuera cierta o no tan rotunda aseveración política del político abulense, que meses después sería si no negada, sí matizada convenientemente por el general Gutiérrez Mellado en el sentido de que Adolfo Suárez hizo esa promesa a los allí reunidos en el supuesto de que el líder del PCE no se aviniera a aceptar las reglas del juego democrático, la realidad fue que sus manifestaciones y sus promesas anticomunistas ante los generales franquistas surtieron un efecto balsámico y reparador en el seno de las Fuerzas Armadas. Todo lo relacionado con el Partido Comunista de Santiago Carrillo, y en especial con su hipotética legalización, que se contemplaba y que sería considerada, a todos los efectos, un auténtico
casus belli
, seguía siendo un tema tabú para los militares ganadores de la Guerra Civil que, controlando la práctica totalidad de las capitanías generales y sus grandes unidades operativas, no estaban dispuestos a permitir que unos acomodaticios y ambiciosos políticos les ganaran finalmente la partida. Por eso las palabras del presidente del Gobierno a sus máximos representantes en las postrimerías del verano de 1976 serian absolutamente bienvenidas, hasta el extremo de ser elevadas de inmediato a la categoría de juramento solemne.

Pero a partir de primeros de marzo de 1977 las cosas empezarían a cambiar drásticamente en los cuarteles, en las capitanías generales y, sobre todo, en el abigarrado laberinto de pasillos y despachos que conformaban el máximo órgano de planeamiento y mando del Ejército de Tierra español: el palacio de Buenavista de Madrid, donde se ubicaba el todavía Ministerio del Ejército y su recientemente remodelado Estado Mayor. La razón: bien sencilla. Los rumores sobre una hipotética «traición» del presidente Suárez, en el sentido de que podía legalizar en las próximas semanas al Partido Comunista de España, empezaron a llegar, vía Secciones de Inteligencia, a las más altas autoridades militares del Ministerio y del EME (Estado Mayor del Ejército). El ambiente empezó a enrarecerse con rapidez y las noticias de que algo «se cocía» en las alturas políticas, de que el cinismo de los políticos podía concretarse, una vez más, en acciones contra el Ejército y contra la patria, a extenderse como una peligrosa mancha de aceite por cuarteles generales, capitanías, Estados Mayores y salas de banderas.

El grado de información sobre lo que se preparaba desde el Gobierno era, lógicamente, mucho más intenso y preciso en la cúpula del Ejército, en la sede del Ministerio y el Estado Mayor, donde el que esto escribe, a la sazón comandante de Estado Mayor destinado como jefe de Movilización del EME, prestaba sus servicios. El centro neurálgico de la Inteligencia militar de la Institución radicaba en la Segunda División del EME, que trabajaba en aquellos delicados momentos a todo trapo, y sus «tantos» y «notas informativas» salían puntualmente (cada muy pocas horas) de sus oficinas, situadas en la segunda planta del palacio, para satisfacer la lógica curiosidad y las perentorias necesidades operativas de los numerosos generales, jefes y oficiales diplomados de Estado Mayor destinados en la casa.

Pero aunque existía, y potenciado al máximo, un cinturón de seguridad informativo alrededor de las cinco Divisiones del EME, para que todas estas informaciones y análisis sobre la situación política del país, así como las hipotéticas intenciones del Ejecutivo, no trascendieran en demasía a los cuarteles, la tozuda realidad era que el propio grado de tensión que se vivía en el Ministerio (donde trabajábamos en aquellas fechas más de dos mil uniformados y casi medio millar de funcionarios civiles) y el agudo malestar que evidenciaban sus más altos dirigentes (los cinco generales del EME que mandaban las cinco Divisiones operativas) hacía muy difícil que los informes reservados y los comentarios de todo tipo sobre la tensa situación que vivían las Fuerzas Armadas no trascendiera a los militares de a pie de las unidades operativas.

A ello contribuía especialmente, como acabo de señalar, el supino malestar de los generales y altos cargos del Ministerio y el Estado Mayor, que no se recataban de comentar con sus subordinados de cierto nivel la oscura maniobra que en las más altas esferas del Gobierno se estaba tramando contra los sagrados valores del Ejército y de la patria. Consideraban deleznable esa actuación (la legalización del PCE) que, de concretarse, tendría que ser considerada sin ninguna duda por el Ejército como una auténtica declaración de guerra por parte del Ejecutivo, debiendo actuar aquél, en consecuencia, con todos sus medios y todo su poder en defensa de esos sagrados intereses colectivos.

Toda esta inquietud y todo este malestar y desasosiego que, como digo, iban
in crescendo
, día a día, a lo largo de las primeras semanas de marzo de 1977, no podían dejar indiferentes, aunque por motivos bien distintos, ni a las altas autoridades militares del Gobierno (reformistas) con el general Gutiérrez Mellado al frente, ni a los altos mandos del propio Ejército (franquistas), ubicados en su sede de Buenavista. Por eso, y a las puertas ya de la famosa Semana Santa de ese trascendental año de 1977, tanto las primeras, con sus reiteradas promesas de que el Gobierno no contemplaba a corto plazo la legalización del PCE y que lo único que había hecho sobre el tema era encargar un informe técnico a sus expertos, como los segundos, los generales franquistas, que conspiraban descaradamente en sus despachos pero que no querían ser los primeros en actuar, no se recataban de enviar mensajes tranquilizadores a los cuarteles generales, a las salas de banderas y a los numerosos centros de reunión de oficiales y suboficiales.

El pulso entre ambas fuerzas estaba en el aire y se venía venir, lo veíamos con meridiana claridad todos los que estábamos destinados en los centros informados del todavía entonces «poder militar», existiendo muchas posibilidades de que ese pulso se ventilara a lo largo de las jornadas de ocio y religiosidad próximas a llegar. El Gobierno, que en aquellos momentos tenía tomada su decisión sobre la legalización del PCE, a pesar de los temores y recelos que suscitaba la posterior actuación del Ejército (los oficiales de Estado Mayor mejor informados del Cuartel General ya teníamos información sobre los contactos del propio Juan Carlos con Santiago Carrillo a través de su embajador personal, Prado y Colón de Carvajal) no podía dejar de desaprovechar una ocasión como la que le brindaba las vacaciones de Pascua, a punto de comenzar, con todo el mundo fuera de sus lugares habituales de trabajo y los canales de reacción castrenses bajo mínimos.

Efectivamente, el día 9 de abril, Sábado Santo, el Gobierno de Adolfo Suárez, con la expresa autorización del rey Juan Carlos, que ya ha negociado con el líder de los comunistas españoles las condiciones expresas de tan arriesgada operación, da el temido paso al frente y legaliza el Partido Comunista de España. A las cuatro de la tarde, horas antes de que la espectacular noticia se difunda por todos los medios de comunicación, la confirmación de la misma llega a la sede suprema del Ejército en Cibeles, provocando un auténtico escándalo institucional que nadie parece tener ganas de reprimir o, por lo menos, controlar. Por los canales internos de la Institución el aldabonazo gubernamental empieza a extenderse con estrépito: «El PCE ha sido legalizado»; y se repite: «El PCE ha sido legalizado…», convirtiéndose, con el paso de las horas, en un estruendo que nadie sabe cómo acabará.

Una prueba fehaciente de la crispación y desasosiego que se vivía en aquellos momentos en el Ejército y de que sus más altos mandos se preparaban ya para lo peor, lo constituye el hecho, insólito en esta institución desde la Guerra Civil, de que la práctica totalidad de los jefes y oficiales diplomados de Estado Mayor destinados en el Cuartel General fuéramos requeridos con toda urgencia para incorporarnos, esa misma tarde, a nuestros despachos, independientemente de que estuviéramos o no en la capital de la nación. Concretamente, en mi caso particular, logré presentarme a las diez de la noche en el palacio de Buenavista de Madrid procedente de Castellón de la Plana, donde pasaba mis vacaciones de Semana Santa, después de más de seis horas de viaje en mi coche particular. Como jefe de Movilización del Estado Mayor del Ejército, debí permanecer en mi lugar de trabajo hasta las tres de la madrugada al objeto de tener ultimadas las órdenes oportunas para movilizar de inmediato a 150.000 reservistas del Ejército de Tierra, así como para militarizar todo tipo de empresas de transporte, comunicaciones, servicios, energía, televisión. radio… y demás organizaciones civiles esenciales para la vida del país. Por fortuna, estas órdenes excepcionales, como todos sabemos, no se pondrían finalmente en ejecución.

De todas formas, y sigo un poco más con mi caso particular, la noticia de la legalización no me sorprendió demasiado; la esperaba, aunque sí me inquietó bastante la reacción visceral de mis jefes ordenándome el regreso urgente a Madrid con un domingo de por medio y debiendo presentarme oficialmente en mi despacho el martes a primera hora. Y mas aún me inquietaron los trabajos profesionales que, como acabo de exponer, tuve que desarrollar en la soledad de mi despacho hasta altas horas de la madrugada. La cosa parecía ir en serio dado que la reacción en las alturas castrenses había sido fulminante. ¡Menudos días nos esperaban!

***

El domingo 10 de abril de 1977 (Pascua de Resurrección) la prensa, TVE y la radio recogen ya ampliamente el trascendental hecho político que supone la legalización del PCE, pero el «gran mudo», el Ejército español, permanece callado.

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