Juego de damas (20 page)

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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

—Nos iremos, Abbondia, en cuanto venza el alquiler. El último día de agosto —le respondió lord Morgan en inglés—. Nos esperan en Génova los condes de Visconti y los marqueses de Confalonieri. Hasta entonces, confío en usted para evitar una desgracia.

Selló el acuerdo con un apretón de manos —el odio es un idioma que no sabe de lenguas— y regresó a toda prisa al salón de su villa para recibir a Sydney en el silencio más absoluto.

Tuvo suerte Charles Morgan. El primer chivatazo de Abbondia no se hizo esperar. Dos días después del pacto, la vieja entró a trompicones en el laboratorio para contarle que había visto a lady Morgan subirse en una barca y remar hasta Villa Garrovo, donde la condesa Vittoria Pino la estaba esperando con los brazos abiertos.

Intrigado por aquella excursión de su esposa, Charles decidió acudir con los prismáticos del teatro ocultos entre la ropa para vigilar a las dos mujeres desde lo alto del templo de Hércules, no fuera a ser que el galán Fontana apareciera de pronto disfrazado de rey de Francia y hubiera que intervenir de urgencia.

A pesar de que el modo más rápido y lógico de llegar a Villa Garrovo era en barco —apenas diez minutos a remo—, prefirió tomar prestado uno de los caballos de la casa con la intención de dejarlo amarrado a una estaca en un recodo del camino y recorrer los últimos metros a pie para evitar ser descubierto por los Pino o sus criados. Sigiloso, subió la colina entre castaños y se escondió tras el templete neoclásico desde el cual se contemplaba una buena vista del jardín.

Al cabo de unos minutos de soledad y silencio, comenzó a cuestionarse lo improcedente de su comportamiento. Se dijo que, éticamente, eso de vigilar a una dama, por mucho que fuera su propia mujer y su virtud se viera amenazada por la existencia de un vecino guapísimo, era bastante reprobable. Más aún para una persona que, como él, se considerase un librepensador y defendiese a capa y espada los valores de la independencia, el autogobierno y el sufragio universal.

—Abajo el despotismo y la tiranía —le repetía a Sydney—. Inauguremos la era de la luz, la supremacía de la razón y de la ciencia. Aboguemos por el derecho a la libertad sin límites.

¡Qué incongruencia era ésta del escondite y los prismáticos! Si tanto amaba la libertad, ¿no debería empezar por concedérsela a Sydney? Y, sobre todo, ¿no era esa cualidad, la independencia, la que más admiraba en su esposa?

Pero entonces se figuró a su adorada Glorvina rindiéndose al asedio de Domenico Fontana y volvió a sentir la punzada de dolor que desde hacía días le atravesaba el pecho. «Los celos son más crueles que la más inhumana esclavitud», se dijo cuando desenfundó de nuevo los prismáticos obedeciendo las órdenes despóticas del peor de los tiranos.

En medio de esta lucha interna —ángel ilustrado contra ángel patán—, la puerta de Villa Garrovo se abrió por fin como un telón y al jardín saltaron tres personajes: un hombre y dos mujeres. Una de las damas era Sydney, disfrazada con unas cortinas de seda que apenas cubrían su cuerpecillo menudo. La otra era Vittoria Peluso, como en sus mejores tiempos de estrella en la Scala, sombrero de plumas y botas de mosquetero, bigote postizo y espada en ristre. El hombre vestía uniforme militar de la armada italiana y caminaba con una cojera profunda, una herida de guerra casi mortal. Se había vendado medio cuerpo —cabeza, brazo y pierna izquierda— y avanzaba detrás de las dos mujeres, apoyándose en un bastón de madera y marfil.

Charles notó perfectamente cómo se le erizaba el pelo. Las sienes le latían, el aire se le estancaba en el pecho. Dio por hecho que, con ese uniforme, aquel soldado no podía ser otro que Domenico Fontana disfrazado de herido, ya que el resto del ejército italiano estaba luchando en Rusia a las órdenes del general Pino.

Se frotó los ojos. Enfocaba mal. Las tres siluetas salieron de su campo de visión charlando animadamente y se internaron en el bosquecillo que quedaba a su izquierda. Entonces, Charles abandonó su escondite y, ágil como una alimaña, descendió la cuesta amparándose en la sombra de los arbustos hasta que logró acercarse tanto a sus presas que, agudizando el oído, pudo escuchar algunas palabras sueltas de su conversación.

—La estepa es tan ancha como el mundo —estaba diciendo el militar—. Es como un desierto verde. Cuando se levanta viento, las hierbas dibujan un oleaje idéntico al del mar. De lo profundo de su inmensidad se diría que saltan ballenas y delfines. Pero uno se fija bien y descubre que no son sino carromatos abarrotados de zíngaros que con sus cascabeles y sus panderetas cruzan el mundo de lado a lado.

—¿Cómo tienen los ojos las gitanas? —preguntó Sydney.

—Como los de los gatos —respondió el herido—, grandes y rasgados. Verdes, negros, profundos. Pobre del soldado al que lo miran esos ojos. No vuelve a ser el mismo.

—¿Y a ti? ¿Te hechizaron las zíngaras? —preguntó Vittoria con voz picara.

—Una de ellas me sonrió —respondió él—. Pero yo bajé la vista a toda prisa. Ambas sabéis que mi alma ya no me pertenece. Y no se puede robar algo que no se posee. La hechicera se dio cuenta. Agitó su pandereta ante mis ojos y se dio la vuelta.

—¿Eso fue antes o después de que te hirieran?

—Fue dos días antes. Los rusos nos estaban esperando detrás de las montañas, en el extremo de la llanura. Eran más de quinientos. Nosotros sólo cien. Estaban emboscados. Conocían el terreno. No hubo nada que hacer.

—¿Cómo supieron que atravesaríais el llano?

—Querida Sydney —respondió el herido—, a tu pregunta, la misma que me hago yo una y otra vez, no encuentro respuesta. Las órdenes eran secretas; el itinerario no lo conocíamos más que un puñado de hombres de confianza. Sólo existe una explicación, y es terrible.

—¡Alta traición! —exclamó Sydney horrorizada, cogiendo la mano del militar entre las suyas.

En ese momento al pobre Charles le dio un vuelco el corazón al observar el gesto cariñoso de su esposa hacia el hombre al que equivocadamente había confundido con el joven Fontana. Menos mal que entonces, para su sorpresa y alivio, la condesa Vittoria se acercó por detrás al herido y comenzó a acariciarle la cabeza y el cuello con manos amorosas. Acto seguido, se inclinó sobre él y lo besó en la boca con una glotonería tan obscena que Sydney se vio obligada a ponerse en pie y hacer mutis por el foro.

La escena que representaron los amantes a partir de entonces fue tremenda. Tanto que Charles Morgan decidió regresar a casa y esperar allí a su mujer con una mezcla de agitación, mala conciencia y alivio, una vez que se cercioró de que no era Fontana, sino Pino, el Domenico del jardín.

La pregunta de qué estaba haciendo el general Pino en Villa Garrovo en lugar de estar luchando en Rusia quedó flotando en el aire como uno de esos misterios en los que es preferible no indagar. Pero la palabra traición, ésa sí cayó sobre sus hombros con el peso de un mazo de plomo.

CARTA DE LADY CLARKE A LADY MORGAN

Londres, Great George Street, 20 de agosto de 1812

Querida Sydney:

Hermana del alma… Hace apenas unas horas entregué al correo una carta en la que trataba de consolarte por la pérdida de tu bebé y ahora, con la mayor de las angustias, te escribo esta otra para alertarte sobre una persona a la que pareces haber tomado mucho afecto durante tu estancia en Italia.

Estoy preocupadísima por ti, Sydney, y admirada por tu facilidad para meterte en líos. Desde niña siempre te las has apañado para estar en el ojo del huracán. Como aquella ocasión en la que le diste una paliza a uno de los acreedores de papá y terminaste prestando declaración en el juzgado, ¿te acuerdas? Bien cierto es que el señor Barrington se lo tenía muy merecido, era un sinvergüenza; pero, niña, a todos les asombró tu audacia; no levantabas ni metro y medio del suelo y eras, sin embargo, más brava y osada que un gallo de pelea. Aquel hombre te sacaba dos cabezas de altura y era más ancho que el armario de la ropa blanca. Recuerdo perfectamente que, subida encima de la mesa del comedor y armada con el atizador del fuego, le arreaste tres o cuatro mandobles que le doblaron por la mitad. ¡Cómo gritaba Molly, echándose las manos a la cabeza, creyendo que lo habías matado de un golpe!

En fin, Glorvina, no quiero distraerte del motivo de esta carta, la cual espero que llegue a tiempo de evitar alguna desgracia, así que, por favor, lee con atención lo que tengo que contarte.

Ocurre que de un tiempo a esta parte nuestra apacible existencia en Great George Street se ha visto alterada por la sobrecarga de trabajo del pobre Arthur, que cada día pasa más tiempo en el hospital militar y menos en casa. Como sabes, en estos momentos nuestro ejército libra batallas en tres frentes distintos. Las escaramuzas y los combates están a la orden del día. Los heridos, que se cuentan por centenares, llegan medio muertos a bordo de fragatas y barcazas procedentes del continente, muchos de ellos en un estado de tal gravedad que Arthur se desespera ante la impotencia de sus esfuerzos. Para empeorar todavía más la situación, se ha detectado un brote de viruela que mantiene aislada toda un ala del hospital. Muchos civiles, algunos niños y mujeres son enviados allí y puestos al cuidado del personal sanitario de la armada a pesar de que, en justicia, debería ser la medicina pública y no la militar la que atendiera sus casos.

Por este motivo, querida Glorvina, casi no veo a mi esposo. Pasa día y noche ocupándose de sus enfermos y regresa a casa en un estado de ánimo tan sombrío que ya no sé qué hacer para devolverle el buen humor.

Dicho esto, espero que puedas perdonarme cuando sepas que esta noche le he leído a Arthur una de tus cartas. Se me ha ocurrido que le serviría para olvidarse por un rato de sus problemas y viajar con la imaginación hasta el paraíso donde te encuentras.

Es curioso con qué rapidez olvidamos que existe la alegría. Es como el tiempo. ¿Quién recuerda, en medio del más crudo invierno, la luz y el calor de las largas tardes de verano? ¿Y quién piensa en el frío y la lumbre cuando se encuentra, como nosotros ahora, en medio de uno de los más agobiantes estíos? Pues lo mismo pasa con la felicidad: si por algún motivo se interrumpe, nos parece que se ha ido para siempre, que no habrá primavera después del invierno ni otoño al final del verano.

Tu carta, Glorvina, ha tenido por unos momentos el efecto de un bálsamo milagroso para mi querido Arthur. Se ha arrellanado en el butacón de la biblioteca, ha cerrado los ojos y ha escuchado placenteramente mi lectura con una sonrisa de satisfacción en la cara.

Pero entonces, ¡ay, Sydney!, al pronunciar el nombre de Domenico Pino, mi marido ha pegado un salto de varios centímetros sobre su asiento, al tiempo que ha proferido una grosería de tal calibre que no me atrevo a repetir, y menos por escrito.

—¡El general Pino! —ha bramado—. ¡No es posible que sea el mismo!

Me ha arrancado tu carta de las manos y ha proseguido su lectura en silencio, con cara de preocupación. Cuando ha terminado con la primera ha querido leer el resto de las cartas. Al principio, yo me he resistido por respeto a tu intimidad, pero él ha insistido de tal modo que al final no he tenido otro remedio que consentirlo. Me ha dicho que era cuestión de vida o muerte.

Mientras leía, dejaba escapar algunas exclamaciones de sorpresa. Yo le he preguntado: «¿Qué es, qué pasa?», pero él no ha querido darme ninguna explicación. Finalmente, se ha levantado, ha cogido el sombrero y el bastón, ha llamado al cochero y ha salido disparado hacia quién sabe dónde.

Antes de desaparecer de mi vista, Glorvina, imagínate la escena: yo, aterrada, con la pequeña Lucy llorando en mis brazos, suplicándole a mi esposo que me contara lo que estaba pasando. Arthur se ha asomado a la puerta del landó y me ha dicho: «Livy, amor mío, te ruego que escribas una carta urgente a tu hermana advirtiéndole que corre un grave peligro. Dile que no se mezcle con esa gente, los condes de Pino, o estará arriesgando inútilmente su vida y la de Charles. Mi consejo es que regresen cuanto antes a Inglaterra y que permanezcan al margen de intrigas y conspiraciones porque siempre acaban mal».

Es posible que éstas no hayan sido sus palabras literales. Puede que en lugar de «arriesgando» haya dicho «sacrificando», o en vez de «inútilmente», algo así como «imprudentemente». Pero la palabra «intrigas», ésa sí la ha pronunciado letra por letra, lo recuerdo perfectamente porque me ha atravesado el corazón como un cuchillo.

Las intrigas son terribles, Sydney, temerarias, mortales.

Por eso te ruego, princesa de Innismore, salvaje irlandesa, que si estás en peligro, te pongas a salvo aunque sólo sea por piedad hacia tu hermana Olivia, que te adora y no sabría vivir sin ti.

Ten compasión de mí. Imagínate el miedo que estoy pasando. Estoy sola en casa, los niños duermen, Arthur no ha regresado aún ni creo que lo haga antes del alba. No sé qué ocurre. Leo y vuelvo a leer tus cartas sin encontrar una pista que me indique por qué mi marido ha reaccionado del modo como lo ha hecho y no hago más que rezar pidiéndole a Dios que os proteja y os traiga de vuelta a casa sanos y salvos.

Ya amanece, Sydney, ya me despido de ti con el corazón encogido. Ya cierro este sobre y lo sello con lágrimas y besos. Espero que mi advertencia llegue a tiempo de evitar una desgracia: aléjate del general Domenico Pino, por lo que más quieras.

Por favor, respóndeme a vuelta de correo para que el alma me regrese al cuerpo y pueda volver a respirar, a dormir, a vivir.

Tu hermana que te adora,

Olivia Clarke

Hasta ese momento, Claudia había leído del tirón. Sin levantar la vista del papel, sin tomar aire, sin darle a Francesca la oportunidad de interrumpirla con alguno de sus absurdos comentarios. Pero, al llegar a ese punto, al final de la carta de Olivia Clarke, hizo una larga pausa, miró a su hermana a los ojos y cerró el libro con fuerza. Una nubecilla de polvo salió del interior de sus páginas viejas.

—Sigue, Claudia —le rogó Francesca.

—Si sigo ahora, es posible que ya no pueda detenerme, Franchie. La historia está llegando a su fin. ¿Seguro que quieres saber lo que le ocurrió a Sydney? Mira que eres muy impresionable, mira que luego no puedes conciliar el sueño.

—Sigue leyendo, Claudia, por favor.

Claudia obedeció. Abrió el libro por una página al azar, paseó la vista por encima de aquellas letras apretujadas y continuó leyendo, sin detenerse a comprobar si aquella historia conmovía el ánimo de su hermana o no. Qué mas le daba si ya todo se había cumplido. Si ya no había otro remedio que acabar de una vez.

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