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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (18 page)

—Francesca es especial —dijo Avedon con cierto temblor en la voz—. Tiene mucha vida interior, un mundo oculto al que sólo ella tenía acceso… Hasta que lo he retratado yo.

Se sentaron frente al padre. Los verdugos apuntando al reo de muerte. Un pelotón de fusilamiento. Stefano se retorcía de miedo en el sofá. Le aterraba imaginar lo que vendría a continuación.

Richard Avedon había descubierto algo que no era capaz de identificar. Para él, se trataba sólo de un retrato inquietante; algo así como la sonrisa enigmática de la Mona Lisa, que si hombre, que si mujer, que si feliz, que si desgraciada. Para Stefano Ventura, en cambio, era la prueba irrefutable de todo lo que se negaba a aceptar. Su hija no estaba bien. No hacía falta que se lo demostraran con una fotografía. La mirada ausente de Francesca, más pendiente de las criaturas que poblaban su cabeza que de las cosas reales, esa desviación casi imperceptible de los ojos, el derecho un poquito hacia fuera, el izquierdo hacia arriba, que sólo le notaba él de vez en cuando y que con tanta precisión había captado la cámara. Ese ligero temblor de las manos, ese rictus de los labios, esa actitud de animalillo acorralado que tanto le dolía cuando lo encontraba en ella y que pretendía apartar de sus preocupaciones pretendiendo que carecía de fundamento real. Todas esas tragedias las había retratado Richard Avedon sin proponérselo.

—Francesca no está bien —reconoció Stefano Ventura después de tantos años negándolo.

Pero Versace y Avedon no quisieron escucharle. O no supieron. Comenzaron a parlotear como dos papagayos, arrebatándose el uno al otro el uso de la palabra, solapando proposiciones descabelladas, planes absurdos sobre campañas de publicidad, portadas de revistas, exposiciones en el Solio, catálogos de moda y calendarios.

—¡Basta! —exclamó Stefano, levantándose de repente—. Les agradezco su visita. Todo esto resulta muy halagador. Pero, por favor, olviden a Francesca. Olviden esta casa y esta familia. Destruyan esa fotografía. Márchense. Déjennos en paz.

Ante la violenta reacción de Stefano los dos hombres se quedaron helados. Paralizados por la sorpresa, no supieron qué decir. El silencio se fue extendiendo entre ellos como un mar de hielo que cada vez se hacía más y más profundo, hasta que al cabo de unos minutos de frío cortante Versace y Avedon salieron de Villa Margherita todavía en estado de
shock
. Antes de despedirse de su propietario con una palmada en la espalda, dejaron caer, como por descuido, la tarjeta de visita con sus datos, por si Stefano Ventura recobraba el juicio y se arrepentía de haberlos expulsado de su futuro sin haber aprovechado la oportunidad que le negaba a Francesca. ¿No se daba cuenta de que una modelo internacional, más que una actriz de cine o una princesa de cuento, alcanzaba la fama con sólo chasquear los dedos, ganaba millones, se instalaba en lo más alto del mundo, era recibida por los poderosos, disfrutaba de todos los placeres y de todos los lujos, se casaba con un aristócrata, se convertía en la reina de todas las repúblicas? ¿Qué más podría desear un padre para su hija?

Stefano Ventura se enjugó las lágrimas en el pañuelo de seda que siempre llevaba a mano. Se levantó con gran trabajo del sofá. Tomó aire, recobró el valor que le permitió avanzar por el salón, empujar la puerta, salir al jardín y llamar a Margherita con un hilo de voz para volver a refugiarse en su abrazo, como cada vez que le fallaban las piernas, y el coraje, y el ánimo. Pero nadie respondió a su petición de socorro.

—¿Margherita?
¿Amore?

Sólo silencio.

—¿Princesa? ¿Vida mía?

Sólo silencio.

XVI

El golpe había sonado a hueco, igual que un coco al abrirse o una nuez al cascarse, tal debía de ser el contenido de la cabeza de Margherita: nada más que una cavidad vacía por donde retumbaba el eco.

Se había desmayado de inmediato. No había sido necesario romper el jarrón. Un impacto nada más. Una conmoción cerebral, dijeron los médicos; buena puntería, dijo Claudia.

Ni siquiera hubo sangre que limpiar. Margherita cayó limpiamente del sillón al suelo, con los ojos cerrados y la boca abierta. La novela que estaba leyendo se resbaló de sus manos y las páginas revolearon por culpa del viento, como un abanico.

En un primer momento, Francesca la arrastró asida por los tobillos, pero cuando observó que la falda se le enganchaba en la hierba dejando a la vista el encaje de su ropa interior, prefirió agarrarla de las manos. Así quedaba más elegante; con la cabeza en alto, sin ensuciarle el pelo de tierra.

Al llegar junto al embarcadero tuvo que dejarla tirada en el césped mientras abría la cancela exterior y temió que volviera en sí porque la bruja dejó escapar lo que parecía un lamento, pero enseguida constató, aliviada, que en realidad sólo había sido un pequeño gruñido inconsciente. Muerta no estaba, pero tampoco en condiciones de salir a flote, a no ser que el agua fría del lago la espabilara. ¿Debería atarle las manos con los cordones de los zapatos para que le resultara imposible nadar? ¿Llenarle los bolsillos de piedras como hizo Virginia Woolf para asegurarle la muerte?

No tenía tiempo para nada de eso. Ya se escuchaba la voz de Stefano llamándola angustiado. Ya los
carabinieri
debían de tener las esposas listas, la orden de busca y captura rellena con sus datos, la celda vacía. ¿Qué más daba, si iba a acabar en la cárcel de todas formas, que fuera por uno, por dos o por tres asesinatos?

«¡Date prisa!», la apremió Claudia desde el interior de su cabeza. La orden al perro: «¡Ataca! ¡Siéntate!».

Pero Margherita pesaba muchísimo. Demasiado para ella sola. Si al menos su hermana, en vez de quedarse mirando desde la ventana, bajase a ayudar, el crimen sería más fácil. Compartirían la carga y la culpa y tal vez la misma suerte.

Arrastró el cuerpo un par de metros más. Se situó en lo alto de la escalera de piedra que llegaba al agua. Se le ocurrió pensar que quizá bastase con un empujón para que Margherita bajase rodando a encontrarse con la muerte. Entonces se acordó de la criatura que crecía en su interior. ¿Tendría ya los diez dedos diminutos, las piernas de pajarillo muerto y los ojos negros de los que hablaba Sydney Morgan en su carta?

—Siento mucho que no puedas vivir —dijo en voz alta dirigiéndose al vientre de su madrastra—. Sobre todo, porque eres inocente. Tú qué sabes de la maldad, de la traición y de los remordimientos. Pero has tenido la desgracia de ir a nacer en este cuerpo de bruja que ya estaba condenado antes de que aparecieras tú. —Se agachó y tiró con fuerza de las piernas de Margherita. Al bajar el primer escalón le golpeó la cabeza contra la piedra—. Yo hubiera sido una hermana fabulosa —continuó—. Te habría querido muchísimo. Te habría cuidado y protegido. No te habría permitido ni acercarte al lago. Es muy peligroso este lago. Mucha gente muere ahogada, ¿sabes?

Bajó otro escalón y se detuvo a escuchar. Stefano se acercaba por el camino de gravilla que iba de la casa al embarcadero. Todavía llamaba a Margherita, pero ahora a voces, con tono de preocupación.

—Y tampoco habría dejado que Claudia se acercara a ti. Porque es una niña muy mala Claudia; tiene unas ocurrencias nefastas. Es una caprichosa, una egoísta. Siempre hace lo que le da la gana y luego yo me llevo todas las culpas. De este asesinato, ya lo verás, me acusarán a mí y a ella ni la tocarán.

Miró hacia la ventana de su habitación. Allí estaba Claudia, medio oculta por los visillos, gesticulando con las manos. ¡Vamos, Franchie, termina ya o papá te va a descubrir! ¡Lo tienes encima, estúpida, date prisa!

—En el fondo —dijo Francesca, reflexiva—, tengo la sensación de que a ella no le haces ninguna gracia. Siempre hemos sido sólo dos, ¿entiendes? Claudia la pequeña, la mimada. No debe de tener ganas de convertirse en la princesa destronada de esta historia. Tienes que reconocer que en cuanto supe que Margherita estaba embarazada, yo tuve mis dudas con respecto a este crimen. Le dije: «Vamos a esperar a ver qué sale de ahí», pero ella nada, erre que erre, «mátala, Franchie, hazlo por mí, Franchie», como si tú no existieras.

Francesca se mojó los pies. El agua estaba fría y negra, muy negra, preparada para recibir con su abrazo mortal el cuerpo inconsciente que le serviría de alimento. Pequeñas olitas subían y bajaban al ritmo que marcaban el sol y la luna, las corrientes, las aguane.

—¿Sabes lo que le da miedo? Que me encariñe contigo y me olvide de ella. Que la abandone en el altillo del armario, como al resto de mis muñecas viejas. Yo ya no tengo edad para jugar con muñecas, ya he cumplido los dieciocho, soy una mujer. Ahora soy lo suficientemente mayor para cuidar de una niña pequeña como tú. —Hizo una pausa, se detuvo—. No todas las hermanas del mundo se odian tanto como Claudia y yo —prosiguió—. Fíjate en Sydney y Olivia, ¡cuánto se querían! Confiaban la una en la otra; se lo contaban todo. Eso haríamos nosotras. Nos escribiríamos unas cartas preciosas en las que tú me hablarías del colegio, las monjas, los chicos, y yo te relataría al detalle todas mis aventuras por el mundo, mis viajes por los cinco continentes, mis nuevos amigos, mis sueños hechos realidad. Uña y carne. Cara y cruz. Eso seríamos: hermanas del alma. Las mejores amigas.

Ya el agua le llegaba a Margherita por las rodillas. Un escalón más y su vientre quedaría sumergido en el lago. Francesca se figuró que la niña sentiría el frío que atravesaría la piel y la carne de la bruja. Se estremecería, chiquita como era, abriría la boquita para pedir auxilio, daría patadas con sus piernas de pajarillo, temerosa de la muerte que se le avecinaba.

Claudia gesticulaba con manos y brazos desde la ventana. ¡Venga, venga, termina ya! ¡Acaba con la bruja y con su criatura del demonio! ¡Mátalas de una vez, imbécil, que papá te ha visto y ha echado a correr por el jardín gritando tu nombre!

—¡Francesca, Francesca, detente! ¡Espera, Franchie! ¡No lo hagas! ¡Quédate quieta, hija mía, ya llego, ya te agarro por detrás, ya te impido que acabes definitivamente con tu futuro, un futuro prometedor, al otro lado del mundo, en esa América de las oportunidades donde van a convertirte en una estrella! Suéltala. Así, muy bien, despacito, déjala en el suelo, yo la saco de aquí. Tú vuelve a casa, espérame en tu cuarto. Subo enseguida y te cuento que han venido a verme Richard Avedon y Gianni Versace, que te quieren llevar a Nueva York, que te vas a comer el mundo, vas a ser famosa, Francesca Ventura, suéltale los pies a Margherita, muy bien, muy bien, así, con suavidad, yo me ocupo de todo, ahora la despierto y aquí no ha pasado nada. Nadie te va a castigar, mi vida, tú tranquila, entra en casa. Ahora mismo voy.

Stefano, empapado hasta la cintura, logró coger a Margherita en brazos y sacarla del lago. La tendió sobre la hierba, se agachó a su lado, le acarició la cara, gimoteó como un niño, pronunció su nombre en voz alta, una, dos, tres veces, hasta que la bruja emitió un gruñido y la vida retornó al cuerpo frío del que había estado a punto de escapar.

—No puedo subir a mi cuarto, papá, porque Claudia está enfadadísima conmigo —dijo Francesca después de tres años de largo silencio—. Mírala, asomada al balcón con esa cara que pone cuando las cosas no salen a su gusto. Es mejor que la dejemos sola hasta que se le pase la rabieta. Vaya niña mimada Claudia, siempre hay que hacer lo que ella dice: que si coger la barca sin permiso, que si remar y remar hasta que los mayores no nos vean, que si darnos un baño en el agua tan fresquita, Franchie, que sí, que sí, que ya sé nadar, que he aprendido yo solita, que tú mírame lo bien que nado… luego pasa lo que pasa.

El padre, horrorizado, mezcló las lágrimas de Margherita con las de Francesca y las de Francesca con las de Claudia, la pequeña, la añorada, la niña de sus ojos tristes que nunca más volvieron a contemplar la vida como algo posible y bueno. Se levantó temblando, rodeó a su hija Francesca con los brazos y le acarició la cara.

Margherita recobraba poquito a poco la consciencia, gruñía, se llevaba las manos a la cabeza, lo llamaba. Pero él ahora estaba muy lejos de aquel jardín; en otro parecido, en la otra orilla del lago, a los pies de Villa Cossentino, con su hija Claudia muerta en su regazo, Paola vomitando y Francesca repitiendo con su voz de niñita, siete años recién cumplidos, esa misma mañana, las velas de la tarta todavía humeantes, que ella no tenía la culpa, que todo había sido idea de su hermana, que era una mimada, que había pintado su barca sin permiso, que la había obligado a remar y remar, hasta que los mayores ya no las vieron y que la había convencido de que sabía nadar, la muy tonta, y se había tirado al agua vestida con aquella ropa de muselina blanca y los botines de charol, y se había hundido sin remedio delante mismo de sus narices. ¡Claudia, Claudia! ¡Agárrate al remo! ¡Papá, papá!

—¡Papá, papá! —Francesca lo devolvió al presente, once años de golpe, de los siete a los dieciocho, de niña a mujer en un abrir y cerrar de ojos—. No llores, papá, que no ha sido culpa tuya, ni de mamá, ni mía. Ha sido Claudia, ella solita, la que se ha ahogado. Pero no importa, mírala, está en mi balcón, enfadadísima, haciéndome señales para que cumpla sus órdenes. ¿No la ves? Parece una muñeca de trapo, con esos ojos tan abiertos, esas pestañas largas, esa cara tan pálida. Parece buena, pero es un demonio.

—Franchie, amor mío —dijo Stefano sin dejar de acariciarle la cara—. Todo va a salir bien. Iremos a visitar al doctor Musatti. Margherita te perdonará, como las otras veces, y al final del verano estarás perfectamente. Lista para viajar y conocer mundo. Ven, Francesca, vamos a llamar a un médico para que venga a curar a Margherita. ¿Ves? Ya se despierta, ya dice cosas.

Margherita se lamentaba en el suelo. Decía: «
¿Amore, amore?
». Porque no entendía qué había ocurrido, por qué se había despertado dolorida y empapada en el jardín. Desde su posición incómoda vio alejarse a toda prisa a Stefano abrazado a Francesca. La dejaron sola. Medio muerta y sola bajo el sol de agosto. Se llevó las manos al vientre y lloró.

XVII

Claudia estaba esperándola, como siempre, sentada en la cama con el libro abierto sobre las piernas. No se giró hacia la puerta cuando entró su hermana ni dio muestras del enfado monumental con el que Francesca había imaginado que la encontraría al volver a verla. Al contrario, su voz se había vuelto dulce de repente, casi una caricia, y su sonrisa más ancha, y sus palabras, cuidadosamente escogidas, tenían el efecto hipnótico de un bálsamo milagroso.

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