Juego de damas (29 page)

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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

XXVIII

Historia romántica de Lario, un estadio

LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA

Unos días después de la partida de Elisabeth King hacia Inglaterra, el marqués de Confalonieri recibió en su casa de Milán una nota escrita por la pobre chica con mano temblorosa:

Con gran esfuerzo he alcanzado la villa de Reims en mi camino hacia Dunkerque. Desgraciadamente, mi situación es angustiosa y ya no estoy segura de poder llevar a cabo mi misión con éxito. Sufro los inconfundibles síntomas de la viruela. Mis fuerzas se debilitan a pasos agigantados. Por mi propio bien y por el del hombre al que amo trataré de alcanzar a tiempo la costa británica, pero siento que la muerte me acecha en cada recodo del camino.

Al marqués le irritó muchísimo aquella carta. No tanto por su contenido como por la estupidez de su existencia misma. ¿A qué espía de la Tierra se le habría ocurrido, por Dios, la peregrina idea de poner por escrito datos tan sensibles como su itinerario o el estado de su salud? Y, sobre todo, ¿cómo podía ser tan inconsciente de firmarla?

Sin darse cuenta, Elisabeth King había puesto en peligro toda la misión, incluidos al joven Fontana y al resto de miembros de la Liga Patriótica Lombarda, pero Confalonieri no iba a quedarse sentado esperando a que Napoleón Bonaparte en persona se presentara en su casa con una guillotina portátil. Resolvió que desaparecería sin dejar rastro. Se refugiaría en el palacio de Pallavicini junto a Porro y Visconti y daría la orden de quemar sin abrir cualquier misiva que llegara a su villa de Como.

En cuanto a Domenico Fontana, que en aquel momento se debatía entre la vida y la muerte a causa de la viruela, la suerte estaba echada. Lo más conveniente para todos era que el chico no sobreviviera a aquella terrible enfermedad, que se llevara con él, a la tumba, el secreto de la misión de espionaje. Pero en el remoto caso de que el alma le regresara al cuerpo, sucumbiría de todos modos a la venganza de Pino y sus soldados, una vez que descubrieran su implicación en la trama.

Lo dejaron atrás sin ningún remordimiento de conciencia; pensaron que no había héroe más grande que aquel que da su vida por la patria, y cuando, contra todo pronóstico, Domenico recobró la salud, los aristócratas se hallaban ya a cientos de kilómetros de allí, disimulando su miedo a base de minués bajo el paraguas protector de los salones genoveses.

Mientras tanto, ajena a la cobardía de los nobles, Elisabeth King se enfundaba cada mañana en un vestido negro largo hasta los pies y se cubría la cabeza y la cara con un tocado de luto y un velo negro para ocultar los signos visibles de su enfermedad. Se detenía lo menos posible: una sola vez durante el día para que los caballos bebieran y otra, al abrigo de las sombras de la noche, en el primer albergue que aparecía en su camino, para dormir poco y mal y continuar el viaje en cuanto amanecía.

El cochero, un hombretón mal encarado, taciturno y siniestro, estaba convencido de que transportaba a una desconsolada viuda en su camino de retorno al hogar tras la muerte de su esposo. Elisabeth hablaba un perfecto francés que había aprendido durante sus años en Suiza, con un acento británico muy marcado, lo que hacía bastante verosímil su historia, pero, además, ella, para asegurar la coartada, se pasaba el día sollozando y llamando a Domenico con voz de alma en pena.

Nunca identificó el cochero el delirio como tal, sino como la intensificación del dolor de la joven inglesa al aproximarse a su tierra.

Ella, dando tumbos en el asiento de la berlina, estaba segura de que moriría sin remedio y que su única esperanza era que el buen Dios le permitiera alcanzar la orilla opuesta antes de reclamarla a su lado.

Sus rezos dieron fruto. Consiguió resistir las embestidas de las olas sobre el casco de un bergantín de vela cuadrada a pesar de los sudores, los escalofríos y los vómitos que la torturaban las veinticuatro horas del día y que el resto del pasaje confundió con mareos de inexperta navegante, hasta que divisó a lo lejos los acantilados de Dover y se rindió por fin, exhausta, febril, agonizante, sobre la hamaca de madera y sogas en la que la encontró el teniente Spencer y la dio por muerta.

Este Spencer era un hombre fiero, de unos cuarenta años, cicatrices en la cara y una oreja de menos. Cojeaba un poco de la pierna izquierda y bebía demasiado, pero tenía buena fama entre sus superiores por sus dotes de mando y su valor innegable. Le encomendaron la misión de reunirse con la dama en el puerto de Dover, bajo los acantilados, donde ella debía hacerle entrega de los papeles secretos y regresar a Francia sin desembarcar siquiera del velero en el que viajaba. Pero cuando el teniente subió a bordo, nadie le salió al encuentro. Se vio obligado a registrar el barco de arriba abajo, cubiertas, bodegas y camarotes, hasta que finalmente dio con ella, a medio camino entre esta vida y la incertidumbre de la otra.

William Spencer, que había sobrevivido a la viruela en su juventud, no había olvidado el efecto devastador del virus sobre la carne humana y en cuanto olisqueó el tufo a podrido que emanaba del cuerpo de la pobre Elisabeth lo identificó como el perfume inconfundible de la muerte.

De todos modos, tomó a la enferma en brazos y la bajó del barco como si cargara con un saco de patatas fermentadas. La acostó en su carruaje, dio orden al cochero de poner rumbo a Londres y, mientras atravesaban campos de labranza, pueblos brumosos, caminos polvorientos y bosques oscuros, fue desnudando a la dama, con cuidado de no llevarse trozos de piel pegados en la tela, porque pensó que no había mejor escondite para los documentos secretos que los recovecos de su cuerpo.

En efecto, entre el corpiño y la piel, a la altura de Greenwich, encontró el pergamino incorrupto.

Entonces le pidió al cochero que lo llevara al hospital militar más cercano. Allí abandonó a Elisabeth King sin más ceremonia que un grito de aviso al personal y un portazo que sonó a hueco. Luego desapareció para siempre en la vorágine de la guerra.

CARTA DE DESPEDIDA DE ELISABETH KING

A DOMENICO FONTANA

Reims, 20 de julio de 1812

Caro Domenico:

En efecto, amore, pertenezco a esa categoría de seres incomprensibles que algunas veces utilizan su fragilidad como arma fatal: soy una mujer.

Soy de carne y hueso, terrenal y tangible, malvada a veces, a veces gentil y hasta bondadosa. De intenciones variables, de corazón confuso, de impulsos irracionales, decisiones torpes, arrepentimientos y debilidades.

Y sí, Domenico, puedo enfermar y morir, aunque tú no lo creas.

Pero también, y esto me cuesta confesártelo, he comprobado que soy capaz de renunciar a mi existencia humana por amor. De hecho, ya no tengo vida. Ya la he entregado. Ya noto las alas creciéndome cálidas, frágiles y bellas; muy bellas, listas para romper esta crisálida que me envuelve y salir al aire convertida en mariposa. Volaré sobre las aguas de los lagos, sobre las nieves de las cumbres, y quienes me vean creerán que soy un espejismo. Sólo tú serás capaz de reconocer mi alma en su ascenso al cielo.

Con respecto a mi cuerpo, no creo que nadie me adivine ya dentro de él. Pero aquí sigo, escondida debajo de esta piel que se cuartea, se abre, hierve y se descompone; temiendo que de un momento a otro venga a buscarme el ángel de la muerte para expulsarme de aquí.

Pienso mucho en ti, camino de Siberia. Tan guapo con tu uniforme nuevo; el héroe de tus sueños de niño. Libertador de Italia, soldado valiente, el hombre que cambió el rumbo de la historia.

Pero cuando regreses a casa y me llames, amore, en nuestro claro del bosque, no quedará más que mi recuerdo. Te dirán que desaparecí sin dejar rastro. Que me buscaron por los mil y un recovecos de este lago traidor. Que morí, sí, vapuleada por las corrientes o asfixiada por los remolinos. Y nada de eso será cierto.

La verdad es que me estoy consumiendo poco a poco dentro de esta berlina en la que atravieso Francia con la esperanza de llegar a Inglaterra antes que tú a Rusia. Con los documentos que me entregaste sin sospecharlo, la otra noche, en el jardín de tu casa, escondidos bajo mi ropa, acunados por este corazón que cada día late un poco más despacio.

Yo soy el correo, Domenico, y tú el espía. Qué bueno hubiera sido seguir siendo un hada y tú la desdichada víctima de mis hechizos.

Cuando recibas esta carta que te envío a Villa Fontana desde la hermosa ciudad de Reims, yo ya no existiré. Pero si la estás leyendo, si la tienes entre tus manos y eres capaz de emocionarte con ella, eso significará que resistí lo suficiente para alcanzar la costa y entregar mi encargo a tiempo. Y que tú habrás cumplido tu misión patriótica, y que estarás a salvo, libre, valiente y poderoso.

Así me gusta imaginarte, amore, todo de mármol. Como ese David admirable que gobierna Florencia desde lo alto de su columna y ve pasar la historia por debajo de sus pies.

Me posaré en tus hombros, besaré tus párpados, aletearé junto a tu boca y jamás me separaré de ti.

Te amo, Domenico, con todo mi cuerpo y toda mi alma, con esta vida y con la próxima, con apariencia humana o como espíritu puro, con rabia, con ternura, con ansia, con sosiego. Con uñas y dientes, con desgarrones y caricias, con violencia, con pasión, con fragilidad.

Con lágrimas en los ojos.

Con desesperación.

Lizzy

Domenico Fontana tenía una curiosa costumbre: la de escribir cartas de amor sin tener la menor intención de enviarlas. Algunas las conservaba como recuerdo de tal o cual muchachita que lo encandiló en un cruce de miradas, o de aquella otra que le devolvió la sonrisa desde detrás de un abanico abierto, pero normalmente las arrugaba, las rompía o las quemaba nada más terminar de escribirlas, avergonzado hasta del color de sus propios pensamientos impuros. Por supuesto, jamás les hizo llegar ninguna de sus cartas ni a Elisabeth ni a Sydney. Ni esperaba recibir respuesta de ninguna de ellas. Por eso, la nota de despedida de Lizzy quedó olvidada en el cajón de las cuentas de Villa Fontana durante días y días sin que nadie preguntara por ella y no se le entregó a su destinatario hasta que la encontró su madre mientras ordenaba papeles, cuando ya era demasiado tarde.

Cuando por fin rasgó aquel sobre fechado el 20 de julio, procedente de Reims, y se encontró de golpe con la peor noticia de su vida, Domenico sintió que se sacudía por partida doble. Por una parte, la voz de Lizzy, campanillas temblorosas, frágil y desamparada como sonaba incluso por escrito, lo trajo de regreso, violentamente, al mundo real y lo cubrió de vergüenza de los pies a la cabeza. No sólo había traicionado a Elisabeth con el pensamiento y las intenciones permitiéndose desear el cuerpo de Sydney hasta el punto de soñarlo, imaginarlo y adivinarlo cada vez que posaba sus ojos en las sedas de sus vestidos, sino que además había bajado la guardia con respecto a la dulce hada de los bosques desoyendo las advertencias de Abbondia y la había abandonado a su suerte, a merced de las artimañas de la gente malvada y de las fuerzas crueles de la naturaleza.

Y peor aún, en medio de tanta lírica, descubrió con horror que Elisabeth King, si aún seguía con vida, era ni más ni menos que el correo reclutado por los nobles, los malditos nobles canallas, con los mismos argumentos con los que lo habían convencido a él: el sacrificio heroico a cambio de la felicidad del ser amado.

Rompió la carta en pedazos, se calzó las botas de montar y salió a toda prisa hacia el establo, bajo la peor tormenta de su memoria, con la intención de ensillar su yegua blanca y partir al galope hacia la frontera de Dunkerque, el destino más probable de la pobre Elisabeth.

Pero Abbondia lo estaba esperando detrás de la puerta y su figura era la misma que la de los árboles secos y retorcidos que salpicaban el bosque.

En cuanto lo tuvo cerca le repitió palabra por palabra la conversación que acababa de escuchar en Villa Garrovo entre Sydney y la condesa Pino.

—La Pelusina salió al jardín, empujó a lady Morgan contra el tronco de un árbol y, en susurros, con cuidado para que el general Pino no la oyera, le advirtió que escapara si no quería pasar el resto de su vida en la prisión de Moltrasio —le contó—. Le dijo que los militares la acusan de espiar para los ingleses, que piensan que fue ella quien les sopló a los rusos por dónde iban a llegar los nuestros. Pero
donna
Vittoria no lo cree así. Dice que la conoce demasiado bien como para leerle el alma y por eso se puso de su parte en lugar de obedecer a su marido. Ella le indicó el modo de huir de Villa Garrovo.

Otra pieza que se desplomaba sobre el tablero de juego.

Domenico no necesitó más argumentos para entender que las dos mujeres de sus sueños estaban entrampadas en la misma pesadilla. Elisabeth camino de Inglaterra convertida en espía y Sydney a punto de ser capturada por los militares. Ambas en peligro, con la muerte a punto de clavarles sus garras por la espalda.

—Lady Morgan escapó de Villa Garrovo en un balandrito muy endeble —continuó la vieja—. No creo que resista esta galerna.

Entonces fue tomando forma en su cabeza la imagen de Sydney, diminuta y bella como una esmeralda en bruto; desnuda, por supuesto, a bordo de aquel cascarón indefenso, a punto de desaparecer para siempre engullida por el lago y sintió que su alma se partía por la mitad, dolorosamente rota a causa de la tensión entre la ternura de Lizzy y la sensualidad de Sydney.

Sin tiempo para reflexionar sobre todo lo que estaba ocurriendo, Domenico cambió el orden de su rescate. En lugar de dirigirse hacia Francia, puso rumbo a Villa Pliniana, conocedor de las costumbres de las corrientes, las direcciones de los vientos y el paradero de los naufragios. Primero rescataría a Sydney, después a Lizzy. Las pondría a ambas a salvo; las protegería a las dos; a las dos amaría con la misma intensidad. Y no quiso imaginar entonces cómo sería posible consumirse en dos cuerpos y dos almas en una sola vida.

Levantó a Abbondia en volandas y la subió a la grupa de su caballo. Ella, por una vez, tan fea, vieja y arrugada, olvidó su papel de bruja y adoptó encantada el de princesa. Rodeó el cuerpo de Domenico con sus manos de anciana y él observó extrañado que tenía los dedos suaves y la piel sonrojada y que las líneas de las palmas eran largas, larguísimas, presagiando una vida casi eterna.

Desaparecieron al galope, bajo los rayos y los truenos, y tuvieron que apartar a manotazos las mariposas que a cada paso les salían al encuentro.

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