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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (26 page)

Hacía días que conocía el enamoramiento de Domenico. Lo veía subirse a la barquita de remos en medio del silencio de la noche y lo esperaba despierta hasta que regresaba sano y salvo a casa. En cuanto ató los cabos de la visita del marqués, el nombre de Elisabeth King y la inminente marcha del muchacho, el orgullo con el que levantaba la cabeza al contarlo, que más parecía un acto de heroicidad que una maldita escaramuza bélica, lo entendió todo. Entendió cuál era el origen del desasosiego que mortificaba sus viejos huesos.

Abbondia sabía que el amor de una náyade tiene los días contados y quiso prevenir a Domenico sobre la futilidad de la vida en el inframundo. Le contó que las aguane son incapaces de sobrevivir más de un par de días separadas de su laguna.

—En cuanto se aleje de su claro del bosque, tu ninfa morirá sin remedio. La devorarán los hongos, la asfixiarán los pólenes o la envenenarán las aguas. Así de cruel es el mundo que habita.

—Pues construiremos una cabaña en el bosque.

que su razón de ser es la de proteger a la naturaleza de las intromisiones y las perversiones de los hombres.

—¿Por qué crees, Domenico, que Scarpia y Volta sufren de piedras en el riñón? ¿Quién crees que las sembró en sus entrañas?

que tienen los pies del revés, con los dedos hacia atrás para confundir a quienes las buscan, para que crean que caminan de frente cuando lo hacen de espaldas. Y que roban a los recién nacidos de sus cunas por venganza hacia sus padres. Y que a veces malogran los embarazos de las mujeres que no merecen llevar una nueva vida en su vientre.

—¿No la habrás besado, niño mío?

—¿Y qué si la he besado?

—Si la has besado, estás perdido. Ambos lo estáis. Sufriréis las consecuencias. Enfermaréis y moriréis los dos.

CARTA DE ABBONDIA A SAN ABBONDIO

Santo Abbondio, protege a los hijos de Lario de sus propios errores. No tengas en cuenta su estupidez y líbralos del mal.

Amén.

XXIV

Historia romántica de Lario, un estudio

LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA

La idea de involucrar también a Elisabeth King en la liga patriótica y reclutarla como correo se le ocurrió a Confalonieri, que era el más romántico de los tres. Le bastó con calcular el peso de los párpados de Elisabeth y el efecto de su aleteo en el ánimo de Domenico para entender que ellos dos, sin intervención alguna de cualquier otra fuerza de la naturaleza, eran perfectamente capaces de desencadenar una tormenta.

El marqués se citó con ella en la casa de sus padres, en la pequeña localidad suiza de Chiasso. Le dijo que su participación era necesaria por el bien del joven Fontana y, como era de esperar, sus palabras cayeron en terreno abonado y dieron el fruto apetecido.

—Escuche con atención, Elisabeth —le advirtió bajo el arco de rosas del jardín—. Domenico no debe conocer la identidad del correo. Sería tan peligroso para él como para usted. Como le he explicado al principio de nuestra conversación, en estos lances uno no puede fiarse de nadie. La única persona del mundo que nos consta que protegería nuestro secreto hasta las últimas consecuencias es usted. Porque lo ama. Sí. Lo ama con toda su alma. Jamás traicionaría a Domenico Fontana.

—Pero hay algo que no entiendo —dijo ella sujetándose en el tronco de un arbolito de cerezas—. ¿Qué haré para que Domenico no sospeche de mí?

—No se preocupe por eso. Nosotros organizaremos la cita. Él nunca sabrá con quién ha de reunirse.

—Pero cuando me entregue los documentos, me verá la cara.

—No si se la cubre con una máscara veneciana.

—¿Y después?

—Después deberá partir hacia Londres. Viajará sola con el pretexto de visitar a unos familiares. Entregará los documentos a nuestro contacto, que la estará esperando en el puerto de Dover, y regresará en el mismo barco a Francia, y de allí de vuelta a Suiza.

Se despidieron casi sin palabras. Una leve inclinación de cabeza, un suave beso en la mano, una media sonrisa. Confalonieri no había viajado en coche esta vez. Había preferido su purasangre negro y ninguna compañía.

Elisabeth lo siguió hasta la puerta y lo vio montar de un brinco. De pronto, una preocupación terrible le atravesó el pecho.

—Señor marqués —quiso saber—, si nuestro plan funciona…

—¿Sí?

—Domenico pertenece a la división del general Pino. Será uno de los soldados que sufrirá la emboscada. Morirá en combate, lo mismo que los demás jóvenes italianos.

—Él no morirá, Elisabeth, todo está previsto, no se torture.

Confalonieri salió al galope de vuelta a Como. Quería llegar a casa cuanto antes para poder viajar a Milán al día siguiente. Su mujer, Teresa, había organizado una fiesta para dar la bienvenida a Italia a los Morgan, protegidos y consentidos de los condes de Abercorn. Se reuniría allí con Visconti y Porro para contarles que Domenico Fontana ya formaba parte de la conjura. Que gracias a su reciente nombramiento como ayuda de campo de Pino tenía acceso a las órdenes secretas del general, puesto que él era el encargado, entre otras labores, de escribir al dictado las ocurrencias de su caudillo, estrategias estas que igual podían sobrevenirle de noche que de día, mientras dormía, paseaba o acariciaba a la Pelusina bajo el dosel de su cama. En cuanto una idea brillante se le pasaba por la cabeza al general, lo llamaba a gritos:

—¡Fontana, Fontana! ¡Pluma y papel!

Y su joven tocayo, siempre atento, aparecía como por arte de magia con una escribanía portátil, secante, pergamino y tintero incluidos, y ponía por escrito los planes bélicos de la armada italiana.

Aquella noche los condes constatarían que el espía estaba convencido y el correo preparado, la ocasión decidida —la velada de despedida de las tropas en Villa Garrovo unos días más tarde—, el itinerario claro, la noche oscura y el amor primero, el más alocado y temerario, asegurando el éxito de la conspiración.

Lizzy, pálida como un nevero de alta montaña, perdió el equilibrio y cayó rodando cuesta abajo. Sus hermanas la encontraron desfallecida entre las hortensias. Tenía las alas rotas, la piel azul y los ojos vidriosos. La llevaron a toda prisa a la fuente y sólo recuperó el sentido cuando entró en contacto con el agua fría.

ÚLTIMA CARTA DE DOMENICO FONTANA A ELISABETH KING

Te he visitado por primera vez en tu casa, Lizzy. He pedido permiso a tu padre, me he identificado como Domenico Fontana, y él, muy amable, me ha invitado a tomar una copa de brandy en vuestro salón.

Hemos hablado de cosas de hombres, de negocios y guerras, nada que pueda interesar a un espíritu puro como el tuyo.

Estabas en el jardín. Tus hermanas te sujetaban para que no salieras volando. Reíais y cantabais. Recogías flores en unos cestos de caña.

Por fin tu padre me ha permitido verte. Ha llamado a gritos: «¡Jane, Emily, entrad en casa!». Y me ha abierto la puerta de la calle para que saliera a encontrarme contigo.

Temblabas, Lizzy. Como los rosales cuando sopla el viento que precede a las tormentas.

«¿Qué haces aquí?», has protestado, como si no fuera lícito que te contemplara a la luz del día.

«He venido a despedirme. No quería que pensaras esta noche, en el bosque, que me había olvidado de nuestra cita».

«Jamás hubiera pensado algo así —me has dicho—. Habría creído que te habías muerto».

Te he contado, y has llorado, que mañana, al amanecer, partiré hacia Rusia. Soy un soldado, amore, eso es lo que soy.

Lo que no te he dicho, porque es alto secreto, es que lucho por ti. No por Dios, ni por la patria, ni por otros ideales ni por otras causas. Sólo por ti, que eres frágil y libre. No soportaría saberte esclava de nadie, obligada a abandonar tu bosque o convertida en criatura mortal.

Te juré que protegería tu vida con la mía y eso hago. Procura esconder tus alas hasta que vuelva, no sea que el sol las derrita o el viento las resquebraje y mantente alejada de las tormentas, los torrentes, las cascadas y, sobre todo, de la gente corriente que no sabe lo delicadas que son las hadas de estas aguas.

XXV

Tom Bouvier nunca se abrochaba los botones de las mangas de la camisa. Tampoco era muy aficionado a peinarse los mechones rebeldes de pelo castaño, heredados de su madre, ni era el hombre mejor afeitado del mundo. En cambio, era incapaz de salir de casa sin chaqueta y jamás olvidaba el pañuelo doblado en el bolsillo, la pluma y el reloj. Había crecido deprisa hasta el metro ochenta, y despacio hasta el metro noventa en el que había hallado su límite natural, tenía el mentón cuadrado de procedencia alemana, los ojos del color de las avellanas, la constitución ancha y musculosa de su tío Bartek y el color de piel de Greta, clara y salpicada de pecas. El origen del resto de su anatomía había que ir a buscarlo a Texas y consistía, fundamentalmente, en la elevada temperatura de su cuerpo, el exagerado grosor de sus labios y unas manos grandes de dedos anchos igualitos a los de su padre, Thomas Bouvier.

En cuanto a su personalidad, solían achacar su carácter temerario a las costumbres salvajes de la india tarahumara que lo había criado con una despreocupación que a veces rozaba la imprudencia, y su actitud socarrona y desenfadada al ejemplo del mejor amigo de su padre, el mexicano Emilio Rivera, que siempre estuvo enamorado en secreto de su madre y terminó sus días de indigente, vagabundeando por las calles de Nueva York con la cabeza perdida.

Este
collage
de influencias mezcladas había dado como resultado un espécimen fuera de lo común. No había mujer en Manhattan que se hubiera enfrentado a su magnetismo y hubiera resultado ilesa. Dos minutos a su lado y se le trababa la lengua, se le olvidaba a qué piso del rascacielos, por favor, señorita, quería subir, o se le derramaba el café, tropezaba con la acera o se equivocaba de autobús.

Por eso Tom había llegado a la conclusión de que a las mujeres había que darles tiempo. Procuraba hablarles con suavidad y presionarlas lo menos posible, repetirles las cosas las veces que hiciera falta y mostrarse paciente, atento y considerado, con lo cual el círculo vicioso de su atractivo se cerraba sobre sí mismo empeorando aún más la situación.

Con Francesca se comportó como un auténtico caballero. Le abrió ceremoniosamente la puerta del coche y se sentó a su lado en el asiento de atrás. No trató de cogerle la mano, pero sí le subió el cuello del abrigo con el pretexto de la noche fría y se permitió rozarle la nuca como por accidente. Después le dio las indicaciones precisas a Norberto sobre la dirección y el dial de la radio y de este modo puso en marcha su particular juego de seducción.

La
trattoria
estaba escondida en una callejuela del barrio italiano, junto a una iglesita blanca, en un tercer piso sin ascensor. El resto de los clientes eran hombretones y mujerzuelas que no se habían tomado la molestia de aprender a hablar inglés, fumaban y bebían, discutían a gritos, reían a carcajadas y olían a fritanga.

Francesca hizo las labores de traductora, bellísima. Pidió
mozzarella
, parmesano,
prosciutto
y una pasta al gorgonzola que Tom devoró con auténtico placer. También pidió un vino rosado, espumoso, de la Toscana, que les sirvieron en unos vasos de cristal ordinario sobre un mantel de cuadros.

Entre el humo y los vapores, Francesca perdió el miedo. Bajó la guardia. Las ventanas del restaurante estaban cerradas y las persianas echadas, no fuera a ser que la policía sospechara del olor a cocina vieja y subiera a comprobar qué era lo que se cocía entre aquellas cuatro paredes torcidas. Norberto, por si las moscas, no quiso moverse del callejón a pesar de los ruegos del dueño del local, que protestaba diciendo que aquel coche tan lujoso llamaba demasiado la atención en un barrio como aquél, de Fiat descascarillados.

—Háblame de ti, Francesca Ventura —le pidió Tom después del
limoncello.

—No quieras saber lo que no debes —respondió ella.

—Quiero saber de dónde salen tus ojos negros y tu piel morena, y tu voz de no haber dormido en meses, y por qué me da la sensación de que quieres salir corriendo de aquí y no volver a verme jamás. Tienes cara de susto. Noto la tensión en todos y cada uno de los músculos de tu cuerpo. —Se inclinó y sopló. Francesca parpadeó asustada. Se echó para atrás—. ¿Lo ves?

—No te tengo miedo a ti —confesó la joven bajando la voz.

—Entonces, ¿qué temes?

—Temo que te desvanezcas. Que no seas de verdad. Que yo esté hablando sola y que toda esta gente me tome por loca.

Tom se atrevió a tocarla por fin.

—¿Sientes mi mano?

—Está ardiendo.

—¿Qué mejor prueba de mi presencia? —replicó él. Y entonces, se volvió hacia la mesa de detrás—.
¡Signora, signora!
¿Existo?

La mujer le respondió algo en italiano que él no entendió.

—¿Qué ha dicho? —le preguntó a su traductora.

—Que estás como una cabra.

—Pues ya somos dos.

Hacía un viento gélido aquella noche de noviembre. Salieron del restaurante por la puerta de atrás, esquivando la vigilancia de Norberto y se escabulleron por los callejones hasta un pequeño local de
jazz
en el que todo el mundo reconoció a Tom y algunos a Francesca. Hacían una pareja de película los dos, tan jóvenes y guapos, y tan bien vestidos.

Escogieron un rincón oscuro lejos del escenario, pidieron champán, bebieron de la misma copa, probaron el sabor de las uvas fermentadas en sus bocas, luego tantearon con manos curiosas la piel contraria, se aturdieron juntos, se olvidaron del tiempo y del espacio, de la noche y del día y, cuando regresaron a casa, vestidos con galas de fiesta a pleno sol —él con la corbata deshecha, ella con el pelo revuelto—, se cruzaron con la gente corriente, que a esas horas poblaba las aceras.

El último beso se lo dieron en el
hall
del hotel Pierre, frente a la puerta del ascensor.

—No puedes subir —dijo Francesca—. Mi hermana me espera levantada.

—Pues dile a tu hermana que no mire —respondió él entre risas.

Pero ya Francesca había pulsado el botón, lo había empujado fuera y le había abandonado a su suerte ardiendo en deseos.

—¡Date una ducha, Tom Bouvier, y ven a buscarme luego! —le gritó desde el ascensor.

Entonces llegó a su habitación. Encajó la llave con esfuerzo en la maldita cerradura y empujó la puerta.

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