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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (21 page)

Fue una lástima que el cartero se demorase tanto aquella semana. La misiva de Olivia Clarke tardó cinco días enteros en llegar a Como y, cuando finalmente lo hizo, era ya demasiado tarde. La doncella dejó el sobre cerrado en el escritorio, junto al resto del correo, sin imaginar que lady Morgan acababa de abandonar la casa en secreto.

Tal vez, de haber recibido a tiempo las advertencias de lady Clarke respecto a Domenico Pino, Sydney se lo hubiera pensado mejor antes de acudir a la llamada de su amiga Vittoria Peluso.

La nota en la que requería su angelical presencia, «disfrazada de Cordelia», se la entregó un cochero a primera hora de la mañana. Decía: «Domenico ha regresado de Rusia con una pierna destrozada y una tristeza muy honda. Ven, Glorvina, y ayúdame a curarle las heridas». Sydney no lo dudó ni un momento. Almorzó en silencio frente a Charles y después, mientras su marido dormía la siesta, soltó las amarras de la pequeña barca de remos que los Fontana habían puesto a su disposición y partió hacia Villa Garrovo.

Si la carta de Olivia Clarke hubiera llegado antes, quizá lady Morgan no se habría embarcado en solitario a bordo de aquel balandrito incapaz de hacer frente a las tormentas. O, en todo caso, habría tomado precauciones: un cochero que la esperara en la puerta, un barquero que la recogiera a tiempo de cruzar el lago sin incidentes o, quién sabe, tal vez un marido desesperado, dispuesto a cumplir todos y cada uno de sus deseos con tal de recuperarla.

Pero no. La princesa de Innismore acudió sola e indefensa a la cita, pasó la tarde en Villa Garrovo y, cuando quiso regresar a casa, se topó con la mayor tempestad jamás conocida en toda la historia de Lario: volaron tejados, se ahogaron gallinas, se perdieron cosechas y se hundieron barcos, entre ellos, el pequeño cascarón en el que viajaba Sydney Morgan.

Por su parte, Charles, de vuelta en Villa Fontana tras su inconfesable episodio de espionaje en el jardín de los Pino, soportó la tormenta como pudo; en parte preocupado por el paradero de su esposa y en parte confiado en que estaría a salvo en Villa Garrovo porque dio por hecho que Domenico Pino, todo un caballero, jamás le permitiría a una dama abandonar aquella casa en una tarde tan siniestra. Aguardó pues a que amainara el temporal para cronometrar la demora y calculó mentalmente que a eso de las nueve, a tiempo para la cena, oiría los cascos de los caballos del landó de los Pino trotando sobre el suelo de piedra de Villa Fontana. Entonces le haría frente a Sydney, ya estaba bien de tanta cobardía, y le preguntaría sobre aquella palabra —«traición»—, la única que había podido escuchar claramente de toda la conversación con Pino, porque no le cabía duda de que él era la víctima y ella la traidora, la que había echado por tierra el amor y la pasión y la dulzura sólo por gozar del cuerpo prohibido de Domenico Fontana. Tal es la ceguera de los celos.

Pero a las nueve sólo escuchó el carillón del reloj de pared. A las diez, la pregunta del cocinero: «¿Cenarán los señores?». Y a las diez y media, los latidos de su corazón resentido.

Se dio cuenta de que llevaba tres horas martirizándose con la imagen del cuerpo de Sydney entre los brazos de otro hombre. La soledad y la espera le estaban volviendo loco. Al filo de la medianoche perdió los papeles. Subió los escalones de dos en dos y entró en el gabinete de su mujer convencido de que en algún lugar de aquella habitación encontraría la prueba irrefutable de los amoríos de Sydney y el joven Fontana, de quien, por otra parte, tampoco había sabido nada en toda la tarde. Ni de Abbondia, la espía que probablemente jugaba a dos bandas ofreciendo información puntual a Domenico para allanarle el camino hacia Sydney mientras lo vigilaba a él con un ojo y a ella con el otro, en beneficio propio y de su consentido, la muy bruja.

Ya no sabía qué pensar ni en quién confiar. Se sentía solo, humillado, confundido. Únicamente le quedaba dar con la huella del amante entre las cosas de Sydney para poder enfrentarse a ella con motivos mejor fundados que la febril agitación de sus celos. Buscó el hilo de un botón, la pisada de un zapato, la nota escondida o el cabello arrancado. Revolvió cajones, abrió armarios, derramó tinta china, arrugó papeles, descolgó cuadros y leyó toda su correspondencia y sus diarios íntimos.

Entonces, por suerte o por desgracia, encima del escritorio donde aquella misma tarde lo había depositado la doncella, encontró un sobre cerrado. La carta de Olivia. La abrió sin importarle que Sydney descubriera más tarde su fechoría y leyó aterrado las advertencias de Arthur Clarke sobre los condes de Pino: «Dile a Sydney que no se mezcle con esa gente o estará arriesgando inútilmente su vida y la de Charles».

Aquellas palabras cayeron sobre el ánimo del doctor Morgan como un jarro de agua fría. En menos de un minuto de lucidez se dio cuenta de que por culpa de los celos había malinterpretado la situación. La pequeña Glorvina se había metido en un lío, sí. Pero no en uno romántico, como él había sospechado, con el vecino irresistible, sino en un asunto político de dimensiones desconocidas que de alguna manera explicaba la presencia de Pino en el jardín de Villa Garrovo.

«Diles que permanezcan al margen de intrigas y conspiraciones», les advertía Arthur desde Londres.

Si en lugar de abandonar la casa a toda prisa se hubiera parado a pensar, habría buscado a Abbondia para preguntarle si sabía algo más y quizá la habría encontrado entre los pucheros de la cocina. La vieja podría haberle contado que después de marcharse él de Villa Garrovo, ella había permanecido unos minutos más escondida entre zarzamoras y había escuchado una sorprendente conversación entre Sydney Morgan y Vittoria Peluso bajo el inmenso sicomoro del jardín. Que la Pelusina había hecho su reaparición sobre el césped vestida de mosquetero, bigote incluido, con los ojos desorbitados y la respiración agitada y había acorralado a la brava Glorvina contra el tronco del árbol.

—¡Calla y escucha, amiga mía! —le había dicho, tapándole la boca con su mano blanca—. Lo que te ha contado mi marido es cierto. La armada ha caído en una emboscada en Rusia y los militares creen que han sido traicionados. Han descubierto una trama en la que están implicados tus amigos los nobles y el joven Fontana y, además, Sydney, amiga mía, sospechan de ti.

—¿De mí? —La irlandesa había palidecido ante semejante revelación—. ¿Por qué?

—Por el simple hecho de estar casada con un inglés te acusan de espiar para Inglaterra. Antes, cuando hablabas con mi marido, tú no te dabas cuenta, pero él estaba tratando de sonsacarte información sobre la conspiración. Quieren encarcelarte. Te torturarán, Sydney, si no huyes cuanto antes.

Lady Morgan trató de hablar, pero Vittoria se lo impidió.

—Yo sé que eres inocente —dijo—, te conozco desde hace poco tiempo, pero tengo la sensación de que nuestra amistad es tan auténtica que puedo leer en tu alma como en un libro abierto. Sé a ciencia cierta que tú no has participado en la conjura, pero he sido incapaz de convencer a Domenico. Él no permitirá que volvamos a vernos. Piensa detenerte hoy mismo, Sydney. Tu única opción es abandonar esta casa, esta ciudad y esta tierra de locos. Yo te despejaré el camino, amiga. Distraeré a mi esposo para que puedas escapar. Súbete a la barca, vuelve a Villa Fontana, toma un carruaje y vete a Irlanda, princesa de Innismore, despídeme de Charles y no me olvides nunca.

Pero quizá no. También podría haber ocurrido que si Charles Morgan se hubiera entretenido en indagar sobre el paradero de Abbondia, habría descubierto que la vieja había desaparecido sin dejar rastro, llevándose con ella al joven Domenico Fontana, al galope ambos en una yegua blanca, y que los dos, hechicera y príncipe encantado, se habían internado en el bosque camino de Villa Pliniana porque por experiencia sabían que en las noches de tormenta, la deriva del lago solía arrastrar los restos de los naufragios hasta aquella orilla recóndita y solitaria.

Ambas opciones habrían sido válidas y ambas verdaderas, dado el extraordinario don de la ubicuidad de la vieja, pero, puesto que Morgan salió al rescate sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, nada de esto se supo hasta la mañana siguiente, cuando ya era demasiado tarde, el cuerpo de Sydney yacía sin vida en una cama empapada y Charles, con los ojos desencajados por la desesperación, se mecía de delante atrás en una silla a su lado.

Claudia continuó leyendo como si tal cosa, a pesar de que sus ojos habían perdido el brillo de la vida. Francesca cayó en la cuenta de que su hermana jamás pasaba las páginas. Permanecía siempre detenida en el mismo párrafo, estancada, incapaz de avanzar o de retroceder, paseando la vista una y otra vez sobre una sola línea, inventándose la historia a capricho, que si ahora me interesa que se muera, pues va y se muere. Y si quiero que resucite, pues vuelve a la vida, qué fácil.

—La salvaje Glorvina —leía Claudia sin mirar las letras—, irlandesa de nacimiento, había soltado amarras sin tener en cuenta que algunas veces la fuerza del viento no supera la de las corrientes de los lagos asesinos. Había remado a favor del viento, pero en contra del agua, y muy pronto había comprendido que jamás lograría alcanzar la orilla opuesta. Cuando sintió que los brazos se le acalambraban, que el estómago se doblaba sobre sí mismo y que le faltaba el aire, decidió dejarse llevar por la naturaleza, doblegándose a su voluntad, sin pensar que ésta pudiera ser la de devorar su cuerpo menudo.

»Así fue. Primero llegaron los empellones del viento y de las olas; luego, la lluvia torrencial, los rayos y los truenos, el balanceo de aquella barca a merced de las olas. Después vinieron el miedo y las oraciones, el recuerdo, a buenas horas, de aquel Dios que se había vuelto tan despiadado. Y, por último, el arrepentimiento, el recuerdo de su esposo Charles acariciándola entre las sábanas, las lágrimas desesperadas al entender que no lo vería más, al menos en esta vida, al menos con esta apariencia humana. Y que moriría sin despedirse de él y sin perdonarle, y sin pedirle perdón.

»Entonces se hundió. Y a medianoche el doctor Morgan encontró su cuerpo sin vida envuelto en un vestido blanco de muselina balanceándose con el ir y venir del agua. Traía tanta paz en la cara que todos dieron por hecho que había muerto acunada por las olas. Con los ojos verdes abiertos de par en par y los labios morados de frío, y la piel arrugada como la de una viejita, y el pelo negro todo enmarañado. Pero eso ya te lo había contado, Franchie, lo que pasa es que no me creíste. Dijiste que cómo iba a ahogarse lady Morgan siendo como era una nadadora tan hábil. Ahora lo entiendes, ¿verdad?

»A veces los asesinatos no tienen un autor humano. A veces es Dios el asesino a través de su creación, la naturaleza, y sus instrumentos los hombres, con sus equivocaciones, sus torpezas y su imperfección.

»Tú tenías siete años y eras buena, Francesca. La mejor de las dos. Yo no era más que una caprichosa. Te estropeé el regalo, la infancia, la vida. Me hubiera gustado pedirte perdón. Intenté hacerlo, pero la boca se me llenó de agua.

Claudia cerró el libro y lo apretó contra su pecho de trapo. Francesca los lanzó a los dos por la ventana: libro y fantasma. Cayeron describiendo una curva tremenda que partió de aquel balcón y terminó en el lago, a escasos centímetros del embarcadero, y que sobrevoló la escena de Margherita en el suelo, Stefano abanicándola y el doctor auscultando su vientre abultado.

Allí quedaron durante horas las páginas de seda y el recuerdo de Claudia con coletas, cinco años y mellas en los dientes, disolviéndose en el líquido negruzco de las aguas hasta que poco a poco dejaron de existir.

Se acabó Claudia. Se acabó el crimen.

Salió el sol.

XIX

Nueva York, dos meses después

La isla de Manhattan había amanecido cubierta por una espesa capa de nubes que en algunos lugares eran blancas y brillantes y en otros sucias y grises, los charcos pisoteados por las manadas de gentes dispares que poblaban aquella ciudad de extraterrestres. Francesca Ventura salió del hotel Pierre amparada por el paraguas de un portero uniformado, el mismo que cada mañana, lloviera, nevara o hiciera sol, la acompañaba hasta el final de la alfombra roja y detenía el tráfico para conseguirle un taxi. Debía de estar un poquito enamorado de ella: de su metro ochenta, de su melena caoba y ondulada, de sus piernas largas, de su cintura estrecha y de sus tacones de aguja. De sus labios rojos, de sus gafas de sol, de sus buenos días con acento italiano y de su indiferencia enfermiza hacia todo lo que la rodeaba.

Todos lo estaban. Platónicamente enamorados de Francesca Ventura.

Su fotografía empapelaba la ciudad de norte a sur. Con el frasquito de perfume en la mano —la campaña mundial de Chipre Floral de Versace— y una lágrima deslizándose por su mejilla izquierda.

Aquella imagen la había tomado Richard Avedon el mismo día en que la joven modelo había aterrizado en el aeropuerto JFK procedente de Milán. Estaba previsto que la sesión fotográfica diera comienzo una semana después de su llegada a Nueva York, una vez se hubiera instalado en su nuevo hogar de la Quinta Avenida, cuando ya los sucesos de los últimos dos meses en Italia no fueran sino un lejano recuerdo del que nadie, por contrato, le volvería a hablar. Sin embargo, al descender por la escalinata del avión y respirar el aire frío de la ciudad en otoño, Francesca se había retirado las gafas de sol de los ojos y se había enfrentado cara a cara con la nueva luz que a partir de ese momento iluminaría su vida. Entonces, todos aquellos días envueltos en sombras que había pasado encerrada en el palacete renacentista de los Cossentino, en Florencia, donde había recibido las visitas del doctor Musatti (quien se empeñaba obstinadamente en convencerla de la no existencia de Claudia por mucho que la niña estuviera presente en todas y cada una de las sesiones haciéndole señales a su hermana desde detrás del médico), habían invadido su cabeza hasta provocarle el llanto. Y, cómo no, la lente del fotógrafo, que la esperaba a pie de pista para darle la bienvenida al nuevo mundo, había captado con una asombrosa precisión el instante en que una lágrima imposible de contener se había deslizado por su cara antes de estrellarse contra el suelo asfaltado del aeropuerto.

Ya no fue necesario organizar aquella producción millonaria de la que habían hablado tantas veces, ni de alquilar un helicóptero, ni de contratar al mejor estilista de la ciudad, puesto que aquella imagen espontánea de la chica llorando en la escalinata del avión, la melena al viento, la camisa de seda, la boca entreabierta en una expresión de asombro y miedo, resultó tan rotundamente perfecta que cualquier intento de mejorarla hubiera sido imbécil.

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