Read Juego de damas Online

Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (31 page)

—Cuando era un niño —le relató aquel día mientras soltaba el humo de su cigarrillo por la nariz—, recuerdo que una vez nos colamos mi amigo Ernesto Rivera y yo en la habitación de mi madre. Tendríamos trece o catorce años y habíamos empezado a fumar en secreto hacía poco tiempo. Se nos ocurrió rebuscar en sus cajones por si encontrábamos algún cigarro olvidado, con cuidado para que no nos descubrieran, ya que mi madre, fumadora empedernida, detestaba el vicio del tabaco en los demás por considerarlo una debilidad de carácter. Pues bien, mientras Ernesto registraba los armarios, yo me dediqué al escritorio. Lo revolvimos todo, incluida su ropa interior, no sé cómo fuimos tan osados, y, por supuesto, no encontramos ni una mísera colilla. En cambio, ¡qué cosas!, dimos por casualidad con la carta de la que me hablas. En efecto, mi madre la conserva con su sobre original, como si fuera la reliquia de algún santo.

—¿La leíste? —preguntó Francesca.

—¡Qué va! —respondió Tom al tiempo que una enorme sonrisa se dibujaba en su rostro—. Fuimos sorprendidos como dos viles rateros y perseguidos escalera abajo por Rosa Fe, armada con el plumero y una ristra de maldiciones en español. Ernesto, que era el único de los dos que las entendía, se puso pálido como un muerto, salió corriendo de casa y, según me dijo, no paró hasta que llegó a la suya con el corazón en un puño.

A Tom aquella conversación le vino a la memoria en el momento preciso, mientras, horrorizado, contemplaba a su novia servirse la tercera copa de coñac. Sabía lo mal que le sentaba el alcohol a Francesca y cómo pasaba de la alegría al descontrol sin aviso previo ni estado intermedio que lo anunciara.

En sus salidas nocturnas, aquella debilidad de su novia la perdonaba con infinita indulgencia porque en cierto modo le hacía gracia. Se reía con ella de las bromas más absurdas, infantiles y grotescas que se les pudieran ocurrir a los dos y siempre acababan rodando por el suelo, abrazados, olvidados del mundo que giraba a su alrededor, como dos niños sin conciencia. Pero ahora, en medio del salón de la mansión Bouvier, con el asombro dibujado en el rostro de su madre, Tom se vio obligado a intervenir urgentemente para lograr que Francesca recuperara las formas.

Lo primero que hizo fue arrebatarle la copa de la mano y dejarla fuera de su alcance, al otro lado de la mesa. Lo segundo, sacar a colación el tema de la carta.

—Franchie, no le has preguntado a mi madre por la carta de lady Clarke —dijo.

Greta, que era más lista que una liebre, se dio cuenta enseguida de que su hijo estaba tratando de llevar las aguas a otro cauce. La referencia a aquella carta cuya existencia había dejado de ser un secreto debido a la indiscreción de Boris Vladimir no le sorprendió en absoluto. Sabía que tarde o temprano saldría a colación el tema, pero no había previsto que lo sacara Tom. Se había figurado que sería Francesca quien, con inocencia fingida, presumiera de sus inquietudes intelectuales para hacerse valer.

—En efecto —dijo—, dicha carta existe y obra en mi poder. El hallazgo fue mío. La encontré en el año 71, meses después de haber adquirido el escritorio en subasta. Ya en aquel momento el mueble me pertenecía a mí, y también su contenido, así que cualquier insinuación con respecto a la propiedad de la carta es intolerable.

—Ni Francesca ni yo estamos poniendo en duda que la carta sea tuya, mamá —protestó Tom en tono conciliador—, sólo nos preguntábamos si querrías enseñárnosla.

—¿Por qué motivo te interesa esa carta, Francesca?

La chica palideció. Fijó la mirada en el fondo de la habitación y pareció recibir las órdenes de alguna presencia invisible. Asintió de un modo extraño antes de responder.

—Es fundamental que conozca el contenido de esa carta para poder terminar un trabajo para la universidad. Llevo mucho tiempo investigando sobre la vida de lady Morgan y creo que las palabras de su hermana, lady Clarke, podrían arrojar una nueva luz sobre mis conclusiones.

—¿Qué conclusiones son ésas?—preguntó Greta con auténtica curiosidad.

—Me propongo demostrar que Sydney Owenson, lady Morgan, fue asesinada en Como en el año 1812.

Se hizo el silencio. Tom se movió incómodo en el asiento. Greta arqueó de nuevo las cejas, sorprendida por la afirmación de la italiana.

—¿Asesinada? —repitió.

—Sí —respondió Francesca, por primera vez tan segura de sí misma que su voz sonó firme, sin vacilaciones—. Asesinada.

—¿Por quién, si puede saberse?

—Por su esposo, por su amante, por sus vecinos, por sus amigos… eso es lo que probablemente nos descubra la carta.

—Interesante —respondió Greta, levantándose ruidosamente del sofá—. Has logrado despertar mi curiosidad. Voy a por ella.

En ese momento entró Rosa Fe madre en el salón. Su aparición, en el mismo instante en que Greta se puso en pie, se debía, sin duda, a que llevaba un rato escuchando detrás de la puerta, sin atreverse a pasar, tratando de encontrar el modo de llamar la atención de su señora sin interrumpir la conversación. Venía temblando, aparentemente por alguna impresión que acababa de recibir y que había estado a punto de provocarle un desmayo.

—Ha llamado la señora Bárbara Rivera —dijo con un hilo de voz—. Se encuentra malita. Pregunta si pueden mandar a por ella. Tiene pavor a morirse solita esta noche.

Bárbara Rivera era la mejor amiga de Greta. Tenía más o menos su edad, pero parecía mucho mayor. Los disgustos, la bebida y la desgracia de haber enviudado muy joven habían dotado su rostro de ríos y afluentes, sus ojos de rayos de sol y sus labios de un temblor parecido al de las hojas de los álamos. Su hijo único, Ernesto, era, además, el amigo más querido de Tom, y su difunto marido, Emilio, había sido en vida el mejor amigo de Thomas Bouvier padre.

—¿Pero no estaba de viaje? —preguntó Tom—. ¿No había ido a México a conocer a la novia de Ernesto?

—Pues por eso se querrá morir —replicó Greta.

—Rosa Fe, dígale que ya voy yo —propuso Tom y luego añadió, dirigiéndose a su novia y a su madre—: Volveré enseguida. Me parece más cariñoso por mi parte acudir personalmente que enviarle a Norberto.

La preocupación se reflejó en el rostro de Francesca.

—¡Voy contigo!

—Ni hablar —respondió al instante Greta—. Bárbara está perfectamente. La conozco muy bien. Mejor quédate y te muestro la carta.

De nuevo Francesca pareció pedir consejo a la sombra del rincón. Se mordió los labios. Titubeó. Consultó con Tom.

—Mi madre tiene razón —dijo él—. No tiene sentido que vengas. Espérame aquí.

Antes de marcharse, el galán acompañó a su madre al piso de arriba. Francesca, desde el salón, les oyó comentar que la pobre Bárbara estaba cada día más perdida. Que si no fuera por su carácter insoportable, Greta la invitaría a vivir en la mansión. Ojalá la boda de Ernesto fuera para bien y pudiera hacerse un hueco en el nuevo hogar de su hijo, añadió.

Después, Tom, con el abrigo puesto, le dio un beso a Francesca, le prometió que volvería en diez minutos y se marchó. Greta lo despidió en la puerta.

Cuando la dama entró de nuevo en el salón llevaba la carta de lady Clarke en la mano. La agitaba como si fuera un abanico.

—Aquí tienes tu carta —le dijo a Francesca tendiéndole el sobre amarillento que contenía la solución al misterio. Pero, de pronto, pareció cambiar de idea y, con un rápido movimiento, lo dejó caer en su regazo—. Mejor no —dijo con voz de niña caprichosa—. Mejor te cuento por qué me he inventado la historia de la enfermedad de Bárbara Rivera, sí, no pongas esa cara: es una mentira piadosa para conseguir estar unos minutos a solas contigo. He tenido que sobornar a Rosa Fe para que me ayudara. Francesca Ventura —sentenció—: Tenemos que hablar tú y yo, de mujer a mujer, antes de que vuelva Tom.

De este modo dio comienzo el demoledor discurso que pronunció Greta Bouvier, a ratos sentada y a ratos de pie, apoyada en la chimenea, aprovechando la ausencia de su hijo, y que igual que cuchilladas crueles se fueron clavando en el ánimo de Francesca hasta acabar con su inestable cordura.

En ningún momento de la narración trató la italiana de interrumpir a la dama. De la impresión, se había quedado paralizada y muda como una estatua de sal y sólo algún que otro estremecimiento, un cierto hormigueo en las palmas de las manos y un temblor que le subía y bajaba por todo el cuerpo demostraron que la pobre chica aún estaba viva.

—Yo siempre digo que más sabe la vieja por vieja que por sabia —comenzó la dama—. También suelo advertir a los que me toman por tonta que yo no me he caído de ningún guindo y tú, Francesca, que eres una mocosa y además una necia, has pensado que eres más lista que yo. ¿De verdad creías que iba a dar mi bendición a este noviazgo sin hacer primero algunas pesquisas? Tom es el amor de mi vida. Por él estaría dispuesta a morir y a matar. Lo conozco tan bien como a su padre. Por eso puedo detectar en él las mismas debilidades que en mi marido y perdonárselas. La peor, Francesca, es la de confiar sin reservas en la inocencia de las mujeres. ¡Qué Cándidos son los hombres cuando se trata del amor! De veras se creen que las mujeres nos enamoramos de ellos de manera visceral, sin medir primero las consecuencias. ¿Es que no se han preguntado nunca cómo es posible que hombres viejos y zafios sin ningún atractivo diferente a su dinero encuentren tantas mujeres jóvenes y bonitas dispuestas a dejarse seducir por ellos? No te equivoques, no te atrevas ni siquiera a pensar que ése pueda haber sido mi caso. No lo fue. Yo amé a Thomas Bouvier con toda mi alma y todo mi corazón y su fortuna jamás representó ninguna diferencia con respecto a lo que sentía por él. Pero durante el poco tiempo que disfruté a su lado, pude observar lo que te digo en otras jovencitas a las que el dinero cegaba e impedía ver que él sólo tenía ojos para mí. Del mismo modo, ahora, treinta años después de aquello, soy perfectamente capaz de identificar el brillo de la avaricia en la mirada de muchas de las chicas que el pobre Tom me trae a casa. Por eso, Francesca, suelo investigar el entorno de las candidatas antes de invitarlas a cenar a casa. Como te puedes figurar, ésta no es la primera vez que mantengo una conversación privada con una conquista de Tom a sus espaldas. Algunas veces, mis indagaciones me llevan a descubrimientos asombrosos, como aquella ocasión en la que pude demostrar que una de las amigas de Tom fingía estar soltera cuando en realidad estaba casada con un aristócrata francés al que había repudiado la misma noche de bodas porque en cuanto se quedaron a solas en el dormitorio, el esposo le había arrancado el camisón para ponérselo él.

»Aquella vez pensé que ya nada podría sorprenderme en esta vida, pero, ya ves, Francesca, lo que son las cosas. Tu caso es más increíble aún que el de aquella pobre chica.

»Cuando el príncipe Boris Vladimir me trajo a cenar al famoso modisto calabrés que, al parecer, es tu mentor, creí descubrir en él una sospechosa cautela que enseguida identifiqué como alguna información sobre su pupila que prefería mantener en secreto. Hice mis deberes y supe que, desde tu llegada a Nueva York, te has convertido, jovencita, en un dolor de muelas para Versace. Haces lo que te da la gana, trasnochas, bebes, le pones en evidencia y tienes en vilo a toda la plantilla del hotel Pierre por tus excesos. Aquello ya era lo bastante grave como para impedirte la entrada en mi casa, pero no podía quitarme de la cabeza la estupidez de Boris, que sin pensar en las consecuencias de su indiscreción, le había revelado a Versace, y como resultado también a ti, la existencia de la carta de lady Clarke. No es que me pareciera demasiado peligroso que una indocumentada como tú pudiera meterse en mis asuntos (no sé si sabes que la propiedad de esa carta está en litigio por una absurda demanda de la Universidad de Dublín), pero como mujer de negocios que soy, preferí enfrentarme directamente al enemigo y sonsacarte, Francesca, toda la información que pudiera serme de utilidad. Por eso te invité a cenar aquella noche y por eso conociste a Tom. Fue una desgraciada coincidencia que él decidiera regresar a casa aquella noche sin avisarme. Vuestro encuentro no estaba en el guión. Tú no eres lo que se dice un buen partido. ¡Jamás pensé que mi hijo fuera tan bobo como para fijarse en ti! Eres muy guapa, jovencita, pero tienes menos inteligencia que un gusano. Me basta y me sobra con nuestra conversación de esta noche para ratificarlo. El problema fue que Tom se encaprichó contigo y comenzó a cortejarte en secreto. ¡Como si fuera posible ocultarme a mí algo así! Norberto me lo cuenta todo. No en vano, lleva treinta años a mi servicio. Puedes estar segura de que he estado al tanto de cada uno de vuestros pasos, de vuestros encuentros y hasta de vuestros besos.

»Tan fuerte llegó a ser el empeño de Tom contigo que debo confesarte que en algún momento temí que mis descubrimientos sobre tu vida disipada no fueran suficientes para eliminarte de su cabeza. «¿Que algunas veces se toma una copa de más?», me diría «¿Que le gusta divertirse? ¿Que es temperamental? Claro, como que es italiana…», así que me vi en la necesidad de encontrar algún impedimento más sólido que ofrecerle.

»Acabo de regresar de Europa, Francesca. ¿A que no imaginas dónde he pasado los últimos días? En efecto, veo por tu cara que adivinas cuál ha sido mi destino. Ni más ni menos que Italia, la bella Italia, con sus ciudades magníficas: Florencia, Milán, Venecia… y, por supuesto, ese enclave mágico, casi un escondite, que es el lago de Como.

»Tengo que reconocer que la visita a los Cossentino fue deliciosa, pero muy poco fructífera. Tu madre y tus abuelos se comportaron como los más delicados anfitriones del mundo. A las preguntas que les hice sobre ti contestaron con las mentiras mejor construidas que te puedas imaginar. A punto estuve de regresar a casa con las manos vacías. Pero entonces decidí ir a conocer a tu padre, Stefano Ventura, con la ventaja añadida de que su hermosa villa de Moltrasio está a una distancia muy corta de mi casa de Lugano. Me alojé en mi propiedad, rodeada por mi gente, mis amigos, mis vecinos, y eso me proporcionó las fuerzas necesarias para llevar a cabo la misión de salvamento de la honra, la felicidad y la fortuna de mi hijo, que era lo que me había llevado hasta allí. Y menos mal que llegué a Villa Margherita bien repuesta del viaje y bien descansada, porque ni nada ni nadie hubieran podido prepararme para lo que me esperaba.

»Me recibió una hermosa mujer embarazada, en un estado tan avanzado de gestación que temí que se pusiera de parto allí mismo. Me invitó a entrar y tomamos juntas un té con limón frente a una chimenea encendida. Su nombre es Margherita Borghetti, supongo que sabes a quién me refiero porque me dijo que es tu madrastra. También me contó que la odias con toda tu alma. Que estuviste a punto de matarla de un golpe en la cabeza. Que quisiste ahogarla en el lago. Que estás trastornada, Francesca, desde que tu hermana pequeña murió siendo una niña, en tu presencia, sin que tú hicieras nada por evitarlo. Todo eso me lo contó tranquilamente mientras bebía su té a sorbitos, como si el horror que yo estaba sintiendo lo hubiera superado ella hacía tiempo. Como si hubiera aprendido a convivir con el miedo, con la locura, con la incertidumbre…

Other books

El beso del exilio by George Alec Effinger
The Bawdy Basket by Edward Marston
Laws in Conflict by Cora Harrison
The Palace of Dreams by Ismail Kadare, Barbara Bray
Slowness by Milan Kundera
Che Committed Suicide by Markaris, Petros
The Pirate Prince by Connie Mason