Juego de damas (33 page)

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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Lady Morgan había vivido toda su vida en lo más profundo de un lago. Había luchado contra corrientes heladas, contra las algas del fondo, que se le enredaban en las piernas impidiéndole ascender, contra las estrecheces del mundo y las de la mente humana, contra su propio ímpetu salvaje y temerario, contra el miedo al amor y a la dependencia.

Era un espíritu libre que necesitaba tanto aire para respirar que jamás encontraba suficiente en la burbuja que la rodeaba.

Ahora entendía quién era Charles. No el tapón de la botella, sino el corcho que salía disparado llevándola de la mano al cielo. El que aflojaba las riendas, el que canalizaba sus energías, el que la permitía ser, y pensar, y equivocarse, y reír, y llorar, porque él, Charles, era el timón de su máquina descontrolada, no el freno.

Salvaron juntos, como dos náufragos, la corta distancia hasta la orilla. Unas veces era Charles quien sostenía a Sydney y otras Sydney quien empujaba a Charles. Cuando Domenico y la vieja Abbondia los encontraron, agotados pero vivos, estaban enredados de tal manera que parecía imposible separarlos. Para entonces ya la vieja había recuperado sus ochenta años y al joven le resbalaban las lágrimas mezcladas con las gotas de agua. Desde ese día, Fontana no supo distinguir las unas de las otras: la lluvia siempre le supo a sal y el llanto a charca.

El resto de la historia transcurrió en doce horas trepidantes. Lo primero fue encender un buen fuego alrededor del cual Charles, Sydney, Domenico y Abbondia relataron a cuatro bandas las diferentes perspectivas de la misma trama. No lograron desenmarañar del todo el embrollo, pero sí quedaron claras algunas cosas: que los nobles habían puesto tierra de por medio, que el general Pino perseguía a Sydney para acusarla de alta traición y que Elisabeth King, contra todo pronóstico, había conseguido llegar a Londres cumpliendo de este modo su temeraria misión.

—Amo a Elisabeth —dijo el joven Fontana apretando las mandíbulas y los puños—. Y me detesto por haberle contagiado la viruela.

—No podemos saber quién contagió a quién —replicó el doctor Morgan—. Y no debemos culparnos por aquello que escapa a nuestra condición humana. Sólo a Dios corresponde decidir sobre la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, la condena eterna o la salvación del alma.

Regresaron a Villa Fontana turnándose el único caballo.

La noche, tras la tormenta, resultó ser la más clara que se recuerda en toda la historia de Lario; el cielo cubierto de estrellas, la luna inmensa, el aire limpio y el viento en calma.

Acostaron a Sydney en la cama. Abbondia le untó en la cara un ungüento de hierbas que intensificó su palidez, Morgan se sentó en la mecedora y se columpió de delante atrás toda la noche y parte de la mañana. Contaron a todos la verdad del naufragio y la mentira del ahogamiento y lady Morgan contuvo la respiración mientras el general Pino presentaba sus respetos al desconsolado viudo. Aún tuvo la desfachatez de preguntarle si estaba seguro de que su esposa estaba realmente muerta.

—Por desgracia, su corazón ha dejado de latir y sus pulmones están anegados —respondió Charles con formalidad de médico, y si la situación no hubiera sido tan tremenda, a Sydney se le habría escapado la risa.

—Puedo encargarme del sepelio —propuso Pino—. Imagino que deseará que su esposa descanse junto a la tumba de su hija nonata, en Lario.

—Se equivoca usted, amigo —respondió lord Morgan fingiendo esta vez su característica flema inglesa—. A Sydney le hubiera gustado abandonar esta vida rodeada por las verdes colinas de Irlanda. Ya sabe cuánto adoraba su patria. La llevaré de vuelta a Dublín, donde yacen sus antepasados. Ya he dado aviso a su padre y a su hermana Olivia. Nos esperan.

Los Fontana pusieron a su disposición el carruaje de la casa y un cochero que los acompañaría hasta el puerto de Dunkerque, donde cogerían un barco con destino a Dover. Hasta varias horas más tarde no les extrañó la ausencia de Domenico, porque sabían cuánto dolor anidaba en sus entrañas por culpa de esa muerte. Imaginaron que se habría refugiado en algún claro del bosque, a cubierto de todas las desgracias, y no quisieron ahondar más en su pena con una orden de búsqueda que no daría fruto.

A media mañana se despidieron del triste viudo, que atravesaría Francia junto al cadáver de su esposa cubierto con una manta y atado con unas cinchas al asiento. Morgan insistió en que le taparan bien la cabeza porque le espantaba contemplar el rostro tan bello, tan amado y tan vacío de vida de Sydney.

También acudieron los Pino a despedirse de él, apoyándose el uno en el otro, incapaces de soportar la escena de la partida fúnebre.

Vittoria Peluso depositó un ramo de flores a los pies de su amiga y, al tocar con el pulgar la planta de aquellos pies diminutos, tuvo la sensación de que aún se estremecía Glorvina. Desde aquel día, se aficionó a caminar descalza porque cada vez que notaba el roce de la hierba húmeda bajo los dedos recordaba con exactitud cada una de las poesías y las canciones y las historias de la salvaje princesa de Innismore.

En lo alto de las montañas, muy cerca ya de la frontera suiza, el cochero, que no era otro que Domenico Fontana en persona, se despegó el bigote y la barba de su disfraz, se desanudó el pañuelo con que se cubría el cuello, se quitó el sombrero y la capa y, con dos toques secos en el frontal del carruaje, avisó a los Morgan de que la costa estaba clara, el peligro lejos y la libertad a un paso.

Entonces Sydney se incorporó en su asiento y se acomodó en el regazo de Charles. Él la acarició la frente, los párpados, los labios y el resto de su carne de gallina mientras, poco a poco, aquella berlina desbocada se perdía otra vez entre las nieblas del pasado e iba dejando atrás el paisaje sobrenatural del lago pespuntado de villas y pueblecitos de pescadores, con sus aguas habitadas por hadas y brujas, sus fantasmas y sus amantes prohibidos. Domenico Fontana, con la imagen de Elisabeth entre ceja y ceja, azuzaba a los caballos, consciente de la urgencia de los pasajeros por llegar a puerto.

XXXI

Tan ensimismada estaba Francesca con el desenlace de esta historia que brotaba directamente de su imaginación y fluía a través de los labios de Claudia que no oyó llegar a Tom. No reparó en las luces de los faros del coche al girar en la rotonda, ni en el sonido de la llave, ni en los pasos firmes con los que atravesó el
hall
y la galería, ni en el crujido de la puerta al abrirse de par en par y descubrir el macabro espectáculo de Greta desmayada con la cabeza abierta y Francesca hablando sola, manteniendo una conversación con un interlocutor invisible, la cordura perdida y las manos manchadas de sangre.

Tom Bouvier corrió a su encuentro. Le arrebató la carta que aún sostenía entre sus dedos temblorosos, se hizo con una servilleta, la empapó de agua y la utilizó para detener la hemorragia que manaba de la cabeza de su madre, llamó a gritos a Rosa Fe madre, a Rosa Fecita, a Norberto y a todo el que quiso oírle. Entre todos levantaron a Greta del suelo y la acostaron en el sofá.

—¡Llamen al doctor Sontag! —gritó Tom fuera de sí.

Francesca pareció regresar por fin del mundo de fantasía al que había huido y donde nada de todo aquello había tenido lugar y, al volver a la realidad y darse cuenta de lo que había hecho, se tambaleó primero, se dejó caer en el suelo después y, por último, se acurrucó en una esquina del salón, escondida parcialmente por aquellas pesadas cortinas de seda, sin dejar de parlotear en voz baja, con la mirada perdida.

Una débil voz dentro de su cabeza insistía en repetirle que había sido su mano la que había levantado la botella en alto, la que había golpeado con todas sus fuerzas a la dama para librarse de su picotazo. Igual que si fuera una avispa o una araña peluda. No debería sentir remordimientos por haberse defendido. Pero esa voz era despiadada. La llamaba asesina. La señalaba con el dedo y ella, Francesca, sentía una mezcla de vergüenza y terror. Y culpa.

A pesar de que entre las palabras inconexas en italiano que pronunciaba Francesca desde el rincón intercalaba de vez en cuando la frase «la he matado yo», Tom se negó a creer que aquel crimen fuera obra suya. Achacó el delirio a un
shock
traumático y llegó a la preferible aunque equivocada conclusión de que una banda de delincuentes organizados, los mismos que habían telefoneado para dar el falso aviso de la enfermedad de Bárbara Rivera, se habían introducido en la casa aprovechando su ausencia para cometer un robo. Así se lo hizo saber a todos los perplejos habitantes de la mansión, que rápidamente llamaron a la policía.

—Seguramente creyeron que encontrarían a mi madre a solas y no esperaban que Francesca los atacara con la botella de coñac —les contó—. Pobrecilla, miradla, está en estado de
shock.

Sin embargo, su teoría se demostró falsa en cuanto llegó el doctor Sontag a medio vestir, con la camisa del pijama, el pantalón de pinzas y el abrigo de paño. Traía el hombre la cara desencajada y el pelo revuelto, el maletín con los enseres de primeros auxilios y un frasco de sales gracias a las cuales, mal que bien, logró devolverle el color a Greta Bouvier. A Tom le bastó con cruzar una mirada con su madre para notar cómo el corazón entraba en combustión hasta quedar reducido a cenizas.

—Por favor, no hable ni se mueva —le recomendó el médico—. Ha sufrido usted un traumatismo craneal con pérdida de consciencia y herida abierta —explicó mientras le exploraba las pupilas con una linterna y el corazón con un estetoscopio. Después se volvió hacia Tom y le pidió que vaciara aquella habitación de gente—. Que se quede la chica —le pidió.

Las dos Rosa Fe y Norberto salieron inmediatamente del salón al tiempo que un coche patrulla hacía su aparición en la rotonda precedido por un escándalo de luces y sirenas. Esta circunstancia inesperada tuvo un efecto mucho mayor sobre la salud de Greta que las sales del doctor. La dama pareció regresar de repente del mundo de los muertos con un alarido más intenso que el llanto de un recién nacido.

—¡Tom! —gritó desde su lecho de muerte—. ¡Diles a los agentes que, por favor, apaguen las luces del vehículo antes de que todo Park Avenue se despierte y venga a curiosear!

Estas palabras, pronunciadas con un ímpetu y una claridad asombrosos, confirmaron al médico y al hijo que, a pesar del golpe, Greta aún conservaba intactas sus facultades mentales.

«Genio y figura», pensó Tom, que conocía muy bien la lucha enfermiza de su madre por guardar las apariencias.

Pero aquella resurrección repentina también demostró a Francesca que la víctima había sobrevivido a su ataque. Consciente de que su crimen estaba a punto de ser descubierto, la chica entró en un estado de histeria tal que tuvo que ser tratada enseguida por el doctor con una inyección de algún somnífero, a juzgar por el sueño pesado en el que acabó sumida.

A pesar de las recomendaciones del doctor Sontag, Greta se incorporó en el sofá. Tenía un ojo amoratado, un corte en la frente y otro en el cráneo, pero la mirada era fiera, la voz firme y las ideas claras.

—Tu novia —dijo— no sólo está mal de la cabeza, sino que además es peligrosa.

—¿De qué hablas, madre?

Tom no podía asimilar lo que estaba sucediendo. Hasta ese momento seguía creyendo que Francesca era inocente. La teoría de la banda criminal le parecía mucho más convincente que la terrible acusación lanzada por su madre.

—Hablo de que Francesca ha intentado asesinarme esta noche y lo habría logrado si no llega a ser por lo dura que tengo la cabeza.

Cuando unos segundos más tarde los dos policías del coche patrulla hicieron su aparición en el salón, Greta no necesitó más que una mirada y un guiño de complicidad con su hijo y con su médico de cabecera para echar por tierra cualquier iniciativa de aquellos agentes.

—Explícales tú, Tommy, lo torpe que soy —dijo la dama—. Vaya golpetazo tan tonto que acabo de darme. Doctor Sontag —añadió—, quédese usted conmigo mientras mi hijo acompaña a estos amables señores a la puerta. Siento mucho que hayan tenido que venir hasta aquí para nada. Tal vez puedas invitarles a un café o algo, Tom, ¿no te parece?

Avergonzado hasta del eco de sus palabras, Tom Bouvier se vio obligado a explicar a los agentes que lo ocurrido allí esa noche había sido un desafortunado accidente. Según su versión, corroborada por la víctima, su madre, Greta Bouvier, había tropezado con la alfombra y se había golpeado la cabeza contra la mesa de cristal. Francesca había tratado de ayudarla, pero la visión de la sangre había provocado que se desmayara.

—Mírenla, está ahí tumbada, en el otro sofá —dijo.

—Entonces —quiso saber el policía—, ¿no interpondrán ninguna denuncia?

—No, agente. Aquí no ha ocurrido nada. No hay robo, ni crimen, ni culpable.

—¿Seguro que no es necesario que avisemos a una ambulancia?

—No —respondió por él el doctor Sontag—. Yo me haré cargo de todo. Me quedaré aquí esta noche, aunque, realmente, lo considero innecesario. Créanme, la señora Bouvier está perfectamente y la joven despertará enseguida.

Dicho esto, guiados por Tom de vuelta a la puerta, los policías abandonaron la casa rascándose la cabeza y los miembros del servicio de la mansión Bouvier se retiraron a sus dormitorios.

Frente a la chimenea, Greta, Tom y el doctor Sontag velaron durante toda la noche el sueño desapacible de Francesca, que entre delirios y espasmos se revolvía en el sofá. Antes del amanecer ya habían dibujado entre los tres el mapa del futuro de la joven: un porvenir que debería suceder a varios miles de kilómetros de distancia de allí.

Tal y como el doctor había supuesto, cuando Francesca despertó de su desmayo no recordaba nada de lo sucedido la noche anterior. Por la mañana, el color regresó a su rostro y la inocencia a su espíritu de niña buena.

En cambio, Tom había perdido de una vez para siempre su confianza en la bondad de las mujeres después de que su madre le pusiera al corriente de todos sus descubrimientos sobre el pasado de Francesca.

Era magnánima Greta o, al menos, capaz de perdonarlo todo con tal de no ver su nombre mezclado en ningún escándalo.

—Es por tu bien, Tommy —le explicó con paciencia—. ¿Qué necesidad hay de que todo el mundo se entere de este desagradable incidente? Al fin y al cabo, no ha ocurrido ninguna desgracia. Además, los periodistas son gente muy cruel. Están ávidos de encontrar trapos sucios y esqueletos en los armarios. Piensa en tu futuro, hijo, en lo que un asunto como éste supondría para tu historial intachable. Inventarán mentiras, te perseguirán, pondrán en tela de juicio nuestro estilo de vida, sacarán a la luz cualquier pequeño error que encuentren en tu camino o en el mío… No nos conviene, Tommy, no nos conviene. Déjame pensar un poco. Verás cómo se me ocurre alguna idea para resolver todo este embrollo.

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