Read Juego de damas Online

Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (25 page)

XXII

Las oficinas del imperio Borghetti estaban estratégicamente instaladas en un elegante edificio de la Vía Montenapoleone de Milán, en el conocido cuadrilátero de oro, donde proliferaban las
boutiques
de fama internacional, los hoteles de lujo y las joyerías más caras del mundo. Su situación privilegiada no era casual. El viejo Borghetti, el patriarca, había entendido que la fachada del negocio era siempre garantía de éxito. De ahí sus muebles de diseño y el aspecto impecable de sus empleados.

A Stefano Ventura lo dejaron esperando en una sala muy luminosa, llena de obras de arte en las que él, preocupado como estaba por el asunto que se traía entre manos, no reparó. Sentía que pisaba territorio enemigo, que lo vigilaban cien ojos desde cien cámaras ocultas y que en el momento más inesperado caerían sobre él todos los hombres armados que acechaban entre las sombras. Por eso le resultó tan sorprendente que, al cabo de media hora larga, la puerta de aquella sala se abriera con tanto sigilo y arrojara a su interior la delicada figura y el perfume inconfundible de una mujer tan inofensiva como Margherita Borghetti.

En cuanto la vio entrar, ahora convertida en una elegante empresaria, recordó a la adolescente que bostezaba de aburrimiento en casa de los Trivulzio de Blevio. El tiempo había recorrido el cuerpo de Margherita con los dedos expertos de un artesano del barro. La había transformado en la escultura más perfecta de cuantas se habían cocido en el horno de Dios. Sus ojos transmitían un magnetismo raro, como de alma vieja embutida en carne joven, y su voz una paz sobrenatural.

—¿Stefano Ventura?

Él asintió.

—¿Qué puedo hacer por ti?

Se sentó a su derecha, las piernas cruzadas, le animó a hablar.

—Pero ¿qué te ha pasado, hombre? ¿Qué te ha hecho la vida?

A él se le aflojó un poco el nudo de la garganta.

—Vengo a ofrecerle un negocio a tu padre.

—Mi padre está de viaje —mintió Margherita tal y como le habían recomendado que hiciera los abogados de la firma—. Lo siento. Pero si te parece bien —añadió—, me explicas a mí el asunto y yo se lo cuento esta noche cuando hable con él por teléfono.

Stefano no era tonto. Enseguida se dio cuenta de que Tomasso Borghetti estaba a la escucha, al otro lado del cable de algún micrófono disimulado entre los muebles de la sala. Si el negocio era turbio pero interesante podría afirmar sin cometer perjurio que él jamás había estado presente en aquellas conversaciones.

—Está bien —respondió Stefano algo violento—, pero si me aseguras que sólo le contarás a él lo que te voy a decir.

—Trato hecho.

Stefano sacó de su cartera de piel un montón de documentos sobre los planes futuros de la empresa de su suegro, Pompeyo Cossentino, entre ellos la inminente expansión del negocio a Estados Unidos, donde las posibilidades de crecimiento del sector textil eran mucho más interesantes que las que ofrecía el mercado europeo.

—Están pensando en asociarse con un inversor norteamericano.

—Entiendo.

—La búsqueda ha dado comienzo. Ya se barajan algunos nombres.

—¿Qué nombres?

Después de un corto y tenso silencio, Stefano se lanzó.

—Ese es, precisamente, el negocio que he venido a ofrecer —confesó al fin—. Le daré a tu padre todos los detalles a cambio del puesto de director de proyectos de la compañía Borghetti.

Margherita asintió. También estaba entrenada para no mostrar sorpresa ni rechazo ni emoción alguna ante proposiciones deshonestas como aquélla. Pero en este caso, conocedora de la tragedia que ocho años atrás había sacudido a los Ventura, intuyó el mar de fondo de la situación y no pudo evitar apiadarse del hombre que lo había perdido todo.

—Las cosas no van bien con Paola, ¿verdad?

Stefano se vino abajo.

—Ha sufrido mucho —murmuró—. Paola ya no es Paola.

A aquella reunión siguieron muchas más. Tomasso Borghetti siempre permaneció en la sombra, escuchando detrás de las paredes y tomando buena nota de todo lo que se decía en aquella sala a puerta cerrada, pero, precisamente por el hecho de no asistir físicamente a ellas, no pudo percibir la atracción magnética que conectaba aquellos dos imanes; el positivo de Margherita y el negativo de Stefano: las miradas, las sonrisas y los sofocos, los cruces de piernas, los roces de manos, los movimientos de caderas, la proximidad de sus bocas y algunos silencios demasiado prolongados.

Se acabó enterando por la prensa de los amores ilegítimos de su hija Margherita con el yerno de su peor enemigo.

La encargada de airear públicamente el romance fue Francesca Ventura. Lo hizo gritándolo a los cuatro vientos; contándole a todo el que quiso escucharla que su padre había caído en un hechizo de los de bruja y filtro amoroso, pidiendo auxilio, llorando a mares, arrancándose los pelos de la cabeza. La enviaron a Florencia para apartarla del escándalo.

Paola Cossentino resurgió de su encierro voluntario hecha una fiera. Se presentó por sorpresa en la casa de Milán, abrió con su propia llave, preguntó en voz alta, a las paredes vacías, dónde estaba Stefano y, como nadie respondió, perpetró el desahucio.

Primero hizo añicos todo lo que podía romperse. Después lanzó por la ventana el resto del contenido de aquella casa, comenzando por la ropa de Stefano, sus pertenencias personales, sus pequeños tesoros y sus recuerdos marchitos, y no se detuvo hasta que apareció él al final de la calle gritándole que parara —«por favor, Paola, los cuadros no, que son muy caros»—, incapaz de detener con razonamientos la furia de la mujer despechada.

Era doble la traición de Stefano, pero de las dos caras de aquella moneda sólo una, la empresarial, preocupaba de veras a su suegro. El final de aquel matrimonio desigual entre su hija y el
hippy
de la guitarra lo había vaticinado él nada más conocer a su futuro yerno. Era cuestión de tiempo que las diferencias sociales terminaran con aquella historia de folletín.

Pues claro que Paola se había enamorado. Era joven y romántica. Poco pudo hacer él para impedir la boda. Pero sí se aseguró de proteger a su hija de cara al futuro. Diseñó un contrato prematrimonial por el que Stefano Ventura renunciaba a cualquier enriquecimiento a costa de su mujer: separación de bienes, separación de cuentas bancarias y de patrimonio, incluida la casa donde vivieron a partir de entonces en el corazón de Milán.

Nunca se fió del yerno, nunca sintió por él más que un desprecio total y absoluto, pero sí claudicó ante la súplica desesperada de Paola poco después de la muerte de la pequeña Claudia —«Papá, ayúdanos a superar esta prueba»—, y terminó por ofrecerle un puesto de cierta responsabilidad en una de las oficinas de la firma. Luego se arrepintió de aquella debilidad a la que lo habían arrastrado las lágrimas propias y ajenas, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás. Se dio cuenta de que había metido al enemigo en casa.

Siempre lo mantuvo bajo vigilancia, alejado de los secretos de la empresa, temiendo que Stefano escuchara detrás de las puertas, o le sonsacara alguna información a la confiada Paola, o entrara de puntillas en su despacho privado, en alguna de aquellas interminables sobremesas de domingo, y se hiciera con algún documento importante.

Al final sus temores se habían cumplido. Lo supo en cuanto le dijeron el nombre de la amante de su yerno: Margherita Borghetti.

Hombre de acción, perro viejo, jabalí de colmillo retorcido, Pompeyo Cossentino reunió entonces a su familia frente a la chimenea del palacio de Florencia. No eran muchos: sólo tres mujeres y él. Tres generaciones hambrientas de revancha y en lucha por la propia supervivencia: la abuela, Chiara, la hija, Paola, y la nieta, Francesca.

—No vuelvas a dirigirle la palabra a tu padre —le ordenó a la niña, incapaz de comprender las implicaciones empresariales de los amoríos de su padre.

Ella cumplió las órdenes a rajatabla y, además, para congraciarse con su madre, extendió el mandato a la mail rastra, a la cual detestaba, pero llegó a sentirse tan sola en medio de aquella guerra que un día decidió regresar a Lario; a aquel cementerio casi olvidado, a resucitar el fantasma de Claudia.

La encontró envuelta en polvo y telarañas, una niñita que no crecía más que por dentro. Con una malicia innata, una perversión disfrazada de sonrisa beatífica y unas ideas… madre mía, qué ideas, que me traigas nísperos, que vayas a la biblioteca, que este libro no lo entiendo, que me busques otro, que pisotees las flores de Margherita, que la asesines a sangre fría.

A pesar de todo, la necesitaba. Era su única confidente, su única amiga, su alma gemela. La prefirió a la soledad sin entender que a veces es mejor escoger ésta antes que la compañía destructiva del odio hecho carne.

Claudia siempre la esperaba despierta, sabía ver el futuro e ignorar el pasado y era la única capaz de leer, sin inquietarse, la historia del mundo en un libro en blanco.

XXIII

Historia romántica de Lario, un estudio

LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA

Confalonieri conocía de primera mano la tendencia hereditaria de los Fontana al patriotismo y entendía los motivos que habían llevado al joven Domenico a tomar la decisión de alistarse en la armada italiana. Por eso le resultó tan fácil reclutarlo para su Liga Patriótica Lombarda, una sociedad secreta fundada por Porro, Visconti y él mismo poco después de que Napoleón Bonaparte se autoproclamara rey de Italia.

Apareció sin anunciarse en Villa Fontana, con el pretexto de hablar con Giorgio y Alberta Fontana sobre la posibilidad de arrendar la mitad de la finca a una pareja de recién casados procedentes de Irlanda, los Morgan, que deseaban pasar los primeros meses de su luna de miel en Italia. Pero era la hora de la siesta y todavía la casa dormitaba al amparo del fresco de sus paredes. Preguntó por Domenico, lo levantó del butacón y lo invitó a acompañarle arriba y abajo del jardín, de sombra en sombra, para entretener la espera.

—Abbondia, tráenos una jarra de limonada al mirador —ordenó el chico al ama de cría.

Si la vieja hubiera sido un perro, habría gruñido al marqués porque adivinaba sus intenciones, pero, humana como era, se limitó a lanzarle una mirada amenazante y luego desapareció por la puerta de la cocina.

Una vez a solas, Gonfalonieri habló.

—Me han dicho que se ha graduado con honores en la academia militar —dijo—, que lo han nombrado ayudante de campo del general Pino —añadió—. Sea enhorabuena, Fontana.

—Gracias, señor —respondió Domenico, halagado.

—Le honra haberse enrolado en el ejército italiano. Demuestra usted un arrojo y un coraje admirables. Pero se ha equivocado de armada, joven —agregó en tono confidencial, bajando la voz—. Sin darse cuenta se ha puesto a las órdenes de un tirano que tiene el ego del tamaño de Rusia.

Domenico lo contempló, extrañado. Había oído hablar de la animadversión de Confalonieri y sus amigos por todo lo que viniera de Francia. Se declaraban patriotas nacionalistas y se rebelaban en contra de los tejemanejes de Napoleón Bonaparte por considerarle un déspota infame, enemigo de la nobleza, un esnob desleal y un loco.

—Hemos sido traicionados por el general Bonaparte —continuó Confalonieri—. Nos prometió protección contra el austriaco, capacidad de decisión e independencia, pero, ávido de poder, ambicioso y astuto como es, ahora pretende quedarse con todo lo que nos pertenece. Por eso hemos fundado la Liga Patriótica Lombarda: para poder desenmascarar las maniobras de Bonaparte y hacerle la puñeta.

En ese momento llegó Abbondia con la bandeja de la limonada. En el fondo del vaso destinado a Confalonieri había un escupitajo de babas y hierbas. El marqués rechazó con un movimiento de cabeza semejante brebaje venenoso y, una vez que la bruja regresó a casa, reanudó su discurso.

—Necesitamos jóvenes valientes como usted, Fontana, dispuestos a arriesgar la vida por su patria.

—No le entiendo —protestó Domenico—. Me pide que arriesgue mi vida por la patria y eso es exactamente lo que estoy a punto de hacer. En unos días partiré con la división del general Pino hacia Siberia.

—Donde cavarán su propia tumba.

—¡No! —protestó, enérgico—. Los italianos venceremos.

—Se equivoca, amigo —continuó Confalonieri—. El único que vencerá será Bonaparte. La sangre de nuestros jóvenes servirá para abrirle el camino hacia Inglaterra, ¿no lo entiende? Si cae Rusia, cae Gran Bretaña. No me gustaría estar en la piel de ningún inglés cuando llegue ese día. —Dejó pasar un minuto de silencio, el chismorreo de las chicharras y el arrullo de las tórtolas—. Por cierto —dijo cambiando de tercio, astuto—. Me han contado que en el baile de graduación conoció a Elisabeth King.

Domenico cayó en la trampa.

—¿Es real, entonces? ¿Usted también puede verla? —balbuceó.

—Claro. Es una belleza, sin duda. Inglesa. —Y añadió con intención—: Si Bonaparte se sale con la suya, los ingleses lo pasarán muy mal. Desde la proclamación del Reino de Italia, muchos británicos como los King han tenido que refugiarse en Suiza, e incluso allí, sus vidas corren un grave peligro.

Estas palabras del conde surtieron el efecto deseado en décimas de segundo. Fue como si Domenico Fontana se despertase de pronto de un letargo con una sacudida eléctrica.

—¡No lo consentiré! —gritó, golpeando la mesa y la limonada se derramó por el borde de la jarra.

—No se sulfure, joven —trató de tranquilizarlo Confalonieri, tomándolo del brazo—. Tengo un plan.

Un par de días más tarde, ya plenamente convencido Fontana de su necesaria intervención en el curso de la historia y habiendo amalgamado patriotismo y enamoramiento, aleación irrompible, se reunieron él y Confalonieri con Porro y Visconti a puerta cerrada y entre los tres le explicaron el proyecto.

En realidad, no se les había ocurrido ninguna idea revolucionaria. El plan consistía en el viejo truco de espiar al bando contrario desde el interior de las filas enemigas. Domenico habría de hacerse con los documentos secretos en los que se recogían los planes militares de las tropas italianas en Rusia y entregárselos a un emisario que se los haría llegar al Alto Mando inglés. Una vez decapitado el traidor, los italianos se declararían independientes tanto de Francia como de Austria y harían por fin realidad el sueño de una Italia unida y libre.

Cuando aquella tarde Domenico les comunicó a sus padres que pronto, muy pronto, partiría hacia el frente ruso, Abbondia, que siempre escuchaba detrás de las puertas, lo agarró por las solapas de la camisa y lo sacó en volandas a la calle. Tenía una conexión mágica la bruja con las criaturas del
piccolo popolo
; un sexto sentido que la avisaba cuando peligraba el equilibrio establecido por la naturaleza entre los dos mundos.

Other books

CRUISE TO ROMANCE by Poznanski, Toby
The Cloud Roads by Martha Wells
Offside by Kelly Jamieson
Mr. And Miss Anonymous by Fern Michaels
Ring Roads by Patrick Modiano
New Markets - 02 by Kevin Rau
Fallen by Callie Hart