—La número cuarenta —señaló Cowart.
Sullivan hizo un gesto de negación.
—No. —Sonrió—. Yo no la maté.
A Cowart se le hizo un nudo en el estómago.
—¿Qué quiere decir?
—Yo no la maté. Maté a todos los demás, pero a ella no. Es cierto que estaba en el condado de Escambia. Y desde luego, si la hubiera visto me habría gustado hacerlo. No me cabe ninguna duda; si hubiera estado aparcado a la salida del colegio, habría hecho exactamente lo que le hicieron. Habría bajado la ventanilla y le habría dicho: «Ven aquí, pequeña…» Se lo aseguro. Pero no lo hice, no señor. Yo no cometí ese crimen. —Hizo una pausa y concluyó—: Inocente.
—Pero la carta…
—Cualquiera puede escribir una carta.
—Y el cuchillo…
—Bueno, en eso tiene razón. Ése fue el cuchillo que mató a la pobre niña.
—Pero no entiendo…
La carcajada de Sullivan se convirtió en un acceso de tos áspera que retumbó en el pasillo.
—He estado esperando que llegara este momento —dijo casi lagrimeando de tanto reírse—. Deseaba ver esa cara.
—Yo…
—Es inolvidable, Cowart. Parece confundido y crispado. Como si fuera usted al que fueran a sentar en la silla y no a mí. ¿Qué está pasando aquí? —Se dio un golpecito en la frente.
Cowart clavó su mirada en aquel asesino burlón.
—Creía que lo sabía todo, ¿eh, Cowart? Se creía usted muy listo. Pues ahora, señor Premio Pulitzer, déjeme decirle una cosa: no es usted tan listo.
Siguió riéndose y tosiendo.
—Cuéntemelo —dijo Cowart.
Sullivan levantó la mirada.
—¿Hay tiempo?
—Sí, lo hay —dijo Cowart entre dientes.
El reo se puso en pie y empezó a pasearse por la celda.
—Tengo frío —dijo.
—¿Quién mató a Joanie Shriver?
Sullivan se detuvo y sonrió.
—Usted lo sabe —respondió.
Cowart sintió que el suelo se le abría bajo los pies. Se agarró a la silla, a la libreta, al bolígrafo, intentando no perder la compostura. Observó que el cabezal de su grabadora giraba, registrando el súbito silencio.
—Dígamelo —susurró.
Sullivan rió de nuevo.
—¿De verdad quiere saberlo?
—¡Dígamelo!
—Está bien. Imagínese a dos hombres en dos celdas contiguas del corredor de la muerte. Uno de ellos quiere salir porque tuvo la mala suerte de caer en desgracia con un detective que hizo lo imposible por incriminarlo, porque fue condenado por un jurado racista que posiblemente lo consideraba el asesino negro más despiadado de la última década. Por supuesto, hicieron bien en condenarlo. Pero todas las razones en que se basaron eran falsas. Así pues, este hombre está lleno de ira e impaciencia. En cambio, el otro hombre sabe que nunca se librará de su cita con la silla eléctrica; puede posponerla un poco, pero sabe que le llegará la hora. Y lo que más le jode es que todavía queda odio en su interior. Todavía hay algo que le gustaría hacer antes de morir, aunque tenga que hacerlo a las puertas de la muerte. Algo muy importante para él. Algo tan malvado y descabellado que sólo hay una persona en este mundo a la que podría pedirle que lo hiciera.
—¿A quién?
—A alguien como él. —Sullivan se quedó mirando a Cowart, que se quedó petrificado en la silla—. Alguien exactamente igual que él.
Cowart guardaba silencio.
—Entonces descubren que tienen mucho en común. Como que habían estado en el mismo lugar al mismo tiempo, conduciendo el mismo tipo de coche. Y se les ocurre una idea, ¿sabe? Una idea muy buena. La clase de plan que no habría concebido ni el mismísimo ayudante del demonio. El hombre que jamás saldrá del corredor de la muerte se atribuirá el crimen del otro. Y a cambio, el otro hombre hará algo por su socio cuando salga en libertad. ¿Me sigue?
Cowart permanecía inmóvil.
—¿Lo ve, maldito cabrón? Nunca se lo habría tragado si las cosas hubiesen sido al revés. Por un lado, el pobre e inocente hombre negro, injustamente condenado; la gran víctima del racismo y el prejuicio. Por otro, el tipo blanco, malo y despiadado. Nunca habría funcionado si hubiera sido al contrario, no costaba tanto imaginárselo. Y lo más importante: todo lo que tuve que hacer fue hablarle a usted del cuchillo y escribir esa carta en el momento oportuno para que pudieran leerla en la vista. Pero lo mejor fue que sólo hizo falta negar la autoría del crimen, decir que yo no tenía nada que ver en el asunto. Lo cual era verdad. La mejor manera de hacer que una mentira funcione, Cowart, es añadirle un poco de verdad. Sabía que si yo confesaba, usted habría encontrado la manera de demostrar mi inocencia. Así que me limité a hacerle creer a usted y a todos sus colegas de la televisión y los periódicos que yo era el culpable; sólo hice que pareciera que ésa era la verdad. Luego dejé que la naturaleza siguiera su curso. Todo lo que tuve que hacer fue abrir apenas la puerta… —volvió a soltar una carcajada— para que Bobby Earl se colara por la rendija en cuanto usted la abriera del todo.
—¿Por qué iba yo a creerlo?
—Porque hay dos cadáveres sentados en el condado de Monroe. Los números cuarenta y cuarenta y uno.
—¿Y por qué me lo cuenta?
—Bueno. —Sonrió una vez más—. Esto no forma parte del trato que hice con Bobby Earl. Él cree que el trato se acabó cuando el otro día fue a Tarpon Drive a hacer ese trabajito por mí. Yo le doy la vida, y él, a cambio, me da la muerte. Así de sencillo. Cerramos el trato con un apretón de manos y nos despedimos. Al menos eso cree él. Pero ya le dije que el viejo Sully llega a todas partes… —Soltó una estridente carcajada. La luz de la bombilla que colgaba del techo se reflejó sobre su cráneo afeitado—. Y ¿sabe una cosa, Cowart? Yo no soy el tipo más honrado del mundo.
Sullivan se puso en pie y estiró los brazos.
—A lo mejor de esta manera consigo que Ferguson me acompañe de camino al infierno. El número cuarenta y dos. Le saldría el tiro por la culata. Sería un buen compañero de viaje, por así decirlo. Viajaríamos juntos al infierno, a paso ligero. —De pronto dejó de reír—. ¿No es una buena broma para antes de morir? Él jamás pensó que se me pudiera ocurrir.
—¿Y si no me lo creo?
Sullivan soltó una risotada.
—Quiere pruebas, ¿eh? ¿Qué cree que el viejo Bobby Earl ha estado haciendo desde que usted lo puso en libertad?
—Ha estado en la universidad, estudiando. También da charlas en algunas parroquias…
—Cowart —lo interrumpió Sullivan—, ¿sabe lo estúpido que suena eso? ¿Le parece que Bobby Earl aprendió algo positivo de la pequeña experiencia que vivió en nuestro sistema de justicia penal? ¿Cree que ese muchacho es tonto?
—No lo sé…
—Eso es. Usted no lo sabe, pero será mejor que lo descubra. Porque le apuesto a que se han derramado muchas lágrimas a raíz de lo que Bobby Earl ha estado haciendo. Y si no, vaya a comprobarlo usted mismo.
Cowart se tambaleó ante aquel torrente de palabras. Trataba de lidiar con aquella inquina indescriptible.
—Necesito pruebas —repitió con escasa convicción.
Sullivan silbó y dejó que los ojos se le pusieran en blanco al mirar hacia el techo.
—¿Sabe, Cowart? Es usted como uno de esos chiflados monjes medievales que se pasaban el día buscando pruebas de la existencia de Dios. ¿No reconoce la verdad cuando la oye, amigo?
Cowart negó con la cabeza.
Sullivan sonrió.
—Yo diría que no. —Guardó un momento de silencio, recreándose antes de continuar—. Soy más listo de lo que cree. Por eso, cuando Bobby Earl y yo lo planeábamos todo, descubrí algo más. Tenía que guardarme un as en la manga, para asegurarme de que Bobby Earl cumplía su parte del trato. Y también para guiarlo a usted por el camino de la verdad.
—¿Qué es?
—Bueno, hagamos de esto algo emocionante, Cowart. Présteme atención. No escondió sólo el cuchillo. También escondió otras cosas… —Reflexionó un momento antes de dedicar una sonrisa burlona al periodista—. Bueno, supongamos que esas cosas están en un lugar realmente asqueroso, sí señor. Y que usted sólo podrá verlas si es muy pero que muy listo, Cowart. —Soltó una carcajada grotesca.
—No lo entiendo.
—Recuerde mis palabras exactas cuando vuelva a Pachoula. El camino de la verdad puede ser de lo más sórdido. —La dureza que emanaba de aquella voz retumbaba en torno a Matthew Cowart, que permanecía inmóvil, estupefacto—. ¿Qué me dice, eh? ¿He conseguido matar también a Bobby Earl? —Se inclinó hacia delante—. ¿Y qué me dice de usted? ¿He acabado con su vida? —Se recostó bruscamente—. Eso es todo. Final de la historia. Final de la charla. Adiós, Cowart. Es hora de morir, pero nos veremos en el infierno.
Se levantó y volvió lentamente la espalda al periodista, cruzó los brazos y clavó la mirada en una pared; los hombros le temblaban de miedo y emoción. Por un momento, Cowart se sintió incapaz de mover las piernas, como un anciano achacoso, como si el peso de lo que acababa de oír le oprimiera los hombros. Su cabeza estaba a punto de estallar y tenía la garganta reseca; la mano le tembló ligeramente cuando la alargó para recoger la libreta y la grabadora. Al ponerse en pie, se tambaleó. Dio un paso, luego otro, y finalmente se alejó a trompicones de aquel psicópata implacable que miraba absorto la pared. Se detuvo al fondo del pasillo y procuró respirar hondo. Estaba nervioso, sentía náuseas, y luchaba por contenerse. Levantó la cabeza cuando oyó pasos. Vio a un adusto sargento Rogers y a una partida de guardias fornidos acercarse por el otro pasillo. También había un sacerdote con alzacuellos y la frente perlada de sudor, así como varios funcionarios de prisiones que consultaban inquietos sus relojes. Cowart levantó la mirada y vio un enorme reloj eléctrico en la pared. El segundero avanzaba inexorablemente. Quedaban diez minutos para la medianoche.
Cowart temió desvanecerse. Le pareció que se tambaleaba, que avanzaba a trompicones hacia un agujero negro.
—¿Señor Cowart?
El periodista respiró hondo.
—Señor Cowart, ¿se encuentra bien?…
Se derrumbó estrepitosamente y notó que el cuerpo se le hacía añicos.
—¡Eh, Cowart! ¡Venga, despierte!
Cowart abrió los ojos y vio el semblante pálido del sargento Rogers.
—Ahora tiene que ocupar su lugar, Cowart. Aquí no esperamos a nadie, y los testigos tienen que estar sentados antes de medianoche.
El sargento hizo una pausa, y se pasó una manaza por el corto pelo en un gesto de cansancio y tensión.
—Esto no es como el cine, que uno puede llegar tarde. ¿Puede moverse? Vamos, intente levantarse.
—Allí estaré —dijo Cowart con voz ronca.
—No es tan duro como cree —dijo el fornido guardia. Pero luego negó con la cabeza—. No, no es cierto. Es más duro de lo que parece. Y si no se le revuelve el estómago, es que no es humano. Pero usted es fuerte, ¿verdad?
Cowart tragó saliva.
—Estoy bien.
Rogers lo observó.
—Sully debe de haberle dicho algo muy duro. ¿De qué diablos le habló durante tanto rato? Tiene aspecto de haber visto un fantasma.
«Lo he visto», pensó Cowart, pero respondió:
—De la muerte.
El sargento gruñó:
—Él la conoce mejor que nadie. Y esta noche va a verla con sus propios ojos, en directo. La muerte no espera a nadie.
El periodista sabía de qué estaba hablando y sacudió la cabeza.
—¡Bah! Claro que sí —dijo—. Se toma su tiempo.
Rogers lo miró de hito en hito.
—Bueno, no es usted el que va hacer el trayecto final. ¿Seguro que se encuentra bien? No quiero que nadie se desmaye o monte un numerito ahí dentro. Tenemos que comportarnos con decoro cuando electrocutamos a alguien. —El guardia intentó sonreír con aquella ironía.
Cowart dio un paso vacilante y dijo:
—Descuide, sabré comportarme.
Era tal la paradoja de esas palabras que tuvo ganas de reírse. «Te has comportado muy bien, Matthew —habló una voz en su interior—. Desde luego que sí. Estupendamente. Has logrado poner a un asesino en libertad. Todo un éxito, muchacho.» Entonces tuvo una horrible y repentina visión de Robert Earl Ferguson riéndose de él en la puerta de aquella casita en los cayos, antes de entrar a cumplir su parte del trato. La voz del asesino retumbaba en su cabeza. Luego recordó las fotografías que habían sacado a Joanie Shriver en el pantano donde yacía muerta. Recordó que resbalaban entre las manos sudorosas, como si estuvieran manchadas de sangre. «Estoy muerto», pensó. Pero obligó a sus pies a seguir adelante. Entró en la sala a las doce menos dos minutos.
Los primeros ojos que vio fueron los de Bruce Wilcox. El irritable detective estaba sentado en primera fila y llevaba una chaqueta a cuadros que parecía una morbosa y cómica irreverencia. Sonrió a regañadientes y le indicó con la cabeza el asiento vacío que tenía al lado. Cowart echó una ojeada a las dos docenas de testigos sentados en dos hileras de sillas plegables que miraban fijamente al frente como tratando de grabar cada detalle del acontecimiento en su memoria. Todos parecían figuras de cera. Nadie se movía.
Una mampara de cristal los separaba de la sala de ejecución, de modo que parecían estar presenciando la acción en un escenario o en algún extraño televisor tridimensional. Había cuatro hombres en la sala: dos funcionarios de prisiones con uniforme; un tercer hombre, el doctor, que llevaba un pequeño maletín médico, y otro hombre con traje, de quien alguien susurró que venía «del despacho del fiscal general del estado», que esperaba bajo un reloj eléctrico de pared.
Cowart vio cómo el segundero guadañaba el tiempo.
—Siéntese, Cowart —susurró el detective—. El espectáculo va a empezar.
Cowart vio a otros dos periodistas del
Tampa Tribune
y del
St. Petersburg Times
. Parecían serios y anotaban los detalles en sus libretas. Detrás de ellos había una mujer de un canal de televisión de Miami; sus ojos miraban al frente, hacia la todavía vacía silla eléctrica; en el puño llevaba enroscado un pañuelo blanco.
Cowart casi tropezó en el asiento que tenía reservado, y el rígido metal de la silla le escaldó la espalda.
—Una noche dura, ¿eh, Cowart? —susurró el detective.
El aludido no respondió.
—Aunque para otros es mucho más dura —gruñó Wilcox.
—No esté tan seguro de ello —contestó Cowart—. ¿Qué pinta usted aquí?
—Tanny tiene amigos. Quería comprobar si el viejo Sully mantenía su palabra. Seguimos sin creernos esa mierda que usted escribió, donde decía que él había matado a la pequeña Joanie. Tanny no sabía muy bien qué pasaría si Sullivan no se retractaba; pero pensó que si no lo hacía y yo venía a verlo con mis propios ojos, eso me enseñaría a respetar el sistema judicial. Tanny siempre intenta aleccionarme. Dice que saber lo que puede ocurrir al final hace de un hombre un mejor policía. —Los ojos del detective irradiaban humor negro.