Juicio Final (33 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

—¿Por qué no dice sí o no?

Cowart procuró no sentirse incómodo.

—Amigos, Sullivan era un caso especial. No se explicaba con un sí o un no. No utilizaba términos absolutos, ni siquiera durante la confesión.

—¿Qué dijo de Ferguson?

Cowart respiró hondo.

—Que sólo sentía odio hacia él.

—¿Tiene Ferguson algo que ver en todo esto?

—Creo que Sullivan también lo habría matado si hubiese tenido ocasión de hacerlo. —Exhaló lentamente y los asistentes volvieron a centrarse en Sullivan. Al incluir a Ferguson en la lista de víctimas potenciales, Cowart había conseguido darle una categoría distinta de la que se merecía.

—¿Nos proporcionará una transcripción de lo que le dijo?

Cowart negó con la cabeza.

—Yo no soy un periodista testimonial.

—¿Qué va a hacer usted ahora? ¿Va a escribir un libro?

—¿Por qué no comparte lo que sabe?

—¿Acaso cree que ganará otro Pulitzer?

Cowart negó con la cabeza. Dudaba que tuviera por mucho más tiempo el que ya había ganado. «¿Un premio? Estaré de suerte si mi premio es superar todo esto.» Levantó la mano.

—Ojalá pudiera decir que la ejecución de esta noche pone fin a la historia de Blair Sullivan, pero no es así. Hay que atar muchos cabos sueltos. Hay unos detectives esperando para hablar conmigo, y también yo tengo que llegar a tiempo a la hora de cierre. Lo siento, pero las cosas funcionan así. No más preguntas. Gracias.

Bajó del estrado, seguido por las cámaras, preguntas a viva voz y una creciente tensión. Notó manos que lo agarraban, pero se abrió paso entre la multitud, alcanzó las puertas de la prisión y salió de allí para internarse en la oscuridad de la noche. El grupo contrario a la pena de muerte estaba apostado al pie de la carretera, con velas, pancartas y cánticos. El tono de sus voces lo envolvió y lo arrastró, como un viento borrascoso, lejos de la cárcel.

—¡Jesús es nuestro amigo! —entonaban.

Una estudiante que llevaba una sudadera con capucha, como si se tratara de un extravagante sacerdote de la Inquisición, le gritó «¡Fuera! ¡Asesino!», palabras que cortaron como una cuchilla la agradable letanía del cántico.

Cowart se dirigió a su coche.

Buscaba a tientas las llaves cuando Andrea Shaeffer lo alcanzó.

—Tengo que hablar con usted —le dijo.

—No puedo. Ahora no.

Ella lo agarró por el brazo.

—¿Y por qué no? ¿Qué pasa, Cowart? Ayer no podía. Hoy no podía. Esta noche no puede. ¿Cuándo nos dirá la verdad?

—Oiga —exclamó Cowart—, esos ancianos están muertos, ¿no lo entiende? ¡Él los odiaba, los hizo asesinar y no hay nada que hacer! Usted no necesita una respuesta ahora mismo. Puede esperar hasta mañana por la mañana. ¡Nadie más va a morir esta noche!

La detective se quedó mirándolo fijamente, como si fuera a decirle algo, pero apretó los labios con la mandíbula bien encajada. A continuación le dio tres fuertes toques en el pecho con el dedo índice, antes de apartarse para dejarlo subir al coche.

—Por la mañana —dijo Shaeffer.

—De acuerdo.

—¿Dónde?

—En Miami. En mi despacho.

—Allí estaré. Y asegúrese de no faltar a la cita.

La detective se alejó del coche y de pronto exclamó:

—Vale, maldita sea, en Miami.

E hizo un breve gesto con la mano, como si le costara dejar que Cowart se marchase. Pero entornó los ojos, reflejando sospecha, y se contuvo.

Cowart se puso al volante, metió la llave en el contacto y cerró la puerta de un golpe. Encendió el motor, puso la marcha atrás y reculó. Entonces los faros del coche iluminaron la burlona chaqueta a cuadros rojos de Wilcox. El detective estaba de pie en la calzada, con los brazos cruzados, observando a Cowart y cerrándole el paso. Sacudió la cabeza con exagerada lentitud, imitó una pistola con la mano y le disparó. Luego se apartó.

El periodista apartó la mirada. Ya no le importaba adónde se dirigiera, mientras fuera lejos de allí. Pisó el acelerador, girando el volante hacia la verja de salida y desapareció en la penumbra a toda velocidad. La noche lo perseguía.

SEGUNDA PARTE
EL FELIGRÉS

Llegará el día en que bailaré sobre tu tumba,

Si no puedo bailar, me arrastraré sobre ella,

Si no puedo bailar, me arrastraré.

GRATEFUL DEAD,
Hell in a Bucket

12
El insomnio del teniente

A las doce menos diez de la noche en que Blair Sullivan iba a ser ejecutado, el teniente Tanny Brown miró nervioso su reloj, con el pulso acelerado al pensar en el condenado. Frente a él, sentada en un sofá raído, una mujer lloraba desconsoladamente.

—Ay, Jesús, por el amor de Dios, ¿por qué, Dios mío, por qué? —se lamentaba.

Su voz se iba elevando y retumbaba en la pequeña caravana repleta de objetos y baratijas, con paredes revestidas de madera de imitación, y salía al espeso calor de la oscura noche, impasible ante el ajetreo humano. Cada pocos segundos, las luces giratorias azules y rojas de los coches patrulla aparcados en semicírculo iluminaban la parte trasera, de la que colgaba la talla de un crucifijo junto al recorte enmarcado de una bendición sacada del periódico. Los destellos parecían marcar el regular goteo de los segundos.

—¿Por qué, Dios mío? —sollozó de nuevo la mujer.

«Esa es una pregunta que Él nunca parece dispuesto a responder —se dijo Brown cínicamente—. Especialmente en los asentamientos de caravanas.»

Se llevó la mano a la cabeza, con el deseo de imponer un poco de sosiego. De hecho, tras soltar un último quejido, los gritos de la mujer se fueron apagando.

Brown se volvió hacia ella. La mujer se había acurrucado en un rincón, había levantado los pies del suelo, como un niño, y se había sentado sobre ellos. En tanto que asesina, su aspecto era ridículo, su pelo castaño era áspero y despeinado y su figura frágil y esquelética. Tenía un ojo morado y un vendaje elástico envolvía una de sus huesudas muñecas. Llevaba una bata rosa deshilachada y remangada, lo cual permitía apreciar los moratones de los brazos. Brown iba tomando nota de todo ello mentalmente. Se fijó en las manchas de nicotina de los dedos en el momento en que ella se llevó las manos a la cara para enjugarse las lágrimas que resbalaban sin cesar por sus mejillas. Cuando se miró las manos húmedas, la expresión de su rostro hizo pensar al policía que esperaba encontrarlas manchadas sangre.

Tanny Brown miró fijamente a la mujer, dejando que el silencio fuera calmándola del todo. «Es mayor —pensó, pero rectificó—: No; es más joven que yo.» Los años habían pasado por ella a fuerza de palos, haciéndola envejecer más rápido que el propio transcurso del tiempo.

El policía se acercó a uno de los agentes uniformados apostados en la parte trasera de la caravana, tras la división de la cocina.

—Fred —dijo en voz baja—, ¿tienes un cigarrillo para la señora Collins?

El policía se acercó y ofreció a la mujer su paquete de tabaco. Ella cogió un cigarrillo y murmuró:

—Estoy intentando dejarlo.

Brown se inclinó para darle fuego.

—Está bien, señora Collins, tranquilícese y cuénteme qué sucedió cuando Buck llegó del turno de noche.

Fuera se oyó un chasquido y un breve fogonazo. «Mierda», pensó el teniente al ver pánico en los ojos de la mujer.

—Sólo es un fotógrafo de la policía, señora. ¿Le apetece un vaso de agua?

—Bebería algo más fuerte —contestó. Se llevó el cigarrillo a los labios con mano temblorosa y le dio una larga calada que acabó en un breve acceso de tos.

—Un vaso de agua, Fred. —Cuando el agente trajo el agua, Brown oyó voces en el exterior. Se levantó bruscamente—. Señora, espere aquí un momento. Vuelvo enseguida.

—¿Va a dejarme aquí? —De pronto parecía aterrorizada.

—No, sólo voy a comprobar una cuestión ahí fuera. Fred, quédate aquí.

Al ver la mirada asustada de aquella mujer, a punto de derrumbarse y romper a llorar de nuevo, deseó que Wilcox estuviera allí. Su compañero, sólo por instinto, sabría cómo tranquilizarla. Bruce tenía mucha mano con los marginados con que bregaban a diario, sobre todo si eran blancos. Era su gente. El mundo en que él se había criado no era tan diferente de aquél. Él sabía mucho de palizas y de crueldad, y conocía el amargo sabor de la esperanza en los barrios de caravanas. Era capaz de sentarse frente a una mujer como aquélla, cogerle la mano y conseguir en pocos segundos que lo contara todo. Brown suspiró, se sentía incómodo y fuera de lugar. No quería estar allí, en medio de todas aquellas
Airstreams
plateadas con forma de proyectil.

Bajó de la caravana y observó al fotógrafo de la policía, que estaba agachado, buscando otro ángulo para retratar la silueta oscura que yacía sobre la hierba y la tierra endurecida que rodeaba la caravana. Algunos agentes inspeccionaban la zona. Otros contenían a los mirones que intentaban asomarse, impulsados por la curiosidad de ver al último y odiado marido de aquella pobre mujer. Brown se acercó y contempló al hombre tendido en el suelo. Tenía los ojos abiertos, una expresión grotesca entre la sorpresa y la muerte, la mirada inerte clavada en el cielo nocturno. Una gran mancha de sangre se extendía en la zona del pecho. La sangre había creado un halo en torno a la cabeza y los hombros. Sobre el suelo había dejado caer, tras recibir el disparo de escopeta, una botella de whisky barato y una pistola vieja. Dos de los hombres que examinaban la escena del crimen se rieron y él se volvió hacia ellos.

—¿Algún chiste?

—Un trámite de divorcio rápido —dijo uno de ellos, agachándose para introducir en una bolsa la botella de whisky—. Mejor que en Tijuana o Las Vegas.

—Supongo que ese Buck creyó que podría darle una paliza a su mujer, estuvieran casados o no. Y resulta que se equivocó —susurró otro de los agentes de la científica.

Se oyeron algunas carcajadas.

—Oye —dijo Brown con gravedad—. Si tenéis opiniones al respecto, guardáoslas. Al menos hasta que hayamos despejado la zona.

—Claro —dijo el fotógrafo mientras sacaba otra instantánea del cuerpo—. No estaría bien herir los sentimientos del tipo.

El propio Brown contuvo la risa y el otro policía se percató. Hizo un gesto de fingida indignación a los hombres que analizaban el cadáver, lo cual les hizo seguir sonriendo unos momentos más.

Brown había visto montones de cadáveres: víctimas de accidentes de tráfico, de asesinato, de guerra, de infartos y de accidentes de caza.

Recordaba a su anciana abuela en el ataúd abierto, su oscura piel frágil y tersa como la corteza crujiente del pan tostado, sus manos entrelazadas sobre el pecho como en actitud de oración. La inmensa oquedad de la iglesia parecía invadida por el llanto. Se acordaba de la presión que sentía en la garganta a causa del cuello blanco y almidonado de su nueva y única camisa de vestir. Tenía tan sólo seis años y lo que más recordaba era la mano de su padre apretándole el hombro para tranquilizarlo y dirigirlo hacia el ataúd. Le había dicho al oído: «Dile adiós a la abuela, venga, date prisa, se irá de viaje a un lugar mejor; pero se irá enseguida, así que date prisa, antes de que ya no pueda oírte.»

Brown sonrió. Durante años había pensado que los muertos nos oían, como si sólo estuvieran dormidos. Le admiraba lo poderosas que podían llegar a ser las palabras de un padre. Se recordaba a sí mismo en ultramar introduciendo en bolsas de plástico negras los cuerpos de hombres con los que había mantenido una relación tan breve como intensa. Al principio siempre procuraba decirles algo, unas palabras de consuelo, como para tranquilizarlos en su viaje hacia la muerte. Pero a medida que fue aumentando la cifra, y la frustración y el agotamiento se apoderaron de él, se limitó a pensar unas cuantas frases hasta que, cuando sólo le quedaban semanas y días de estancia allí, dejó de hacerlo y desempeñó su labor sumido en un amargo silencio.

Miró la hora. Las doce. Estarían entrando en la habitación de la silla. Se imaginó los nervios y el sudor de los guardias, las caras lívidas de los testigos, una ligera vacilación, luego los movimientos precipitados de los guardias al atar las muñecas y los tobillos de Sullivan.

Esperó un minuto.

«La primera descarga es ahora», pensó.

Otra pausa.

«Y ahora la segunda.»

Se imaginó al médico acercándose al cuerpo. Se inclinaría sobre él para auscultarle el corazón. Luego levantaría la cabeza y diría «Está muerto» y miraría su reloj. El alcaide daría unos pasos al frente y, de cara a los funcionarios, pronunciaría también en tono ritual: «La sentencia y condena del tribunal del undécimo distrito judicial del estado de Florida ha sido ejecutada conforme a la ley. Que en paz descanse.»

Brown sacudió la cabeza. «No descansará en paz —pensó—. Y yo tampoco.»

Volvió a entrar en la caravana. La mujer al fin se había serenado.

—Está bien, señora Collins, ¿quiere contarme qué ha ocurrido? ¿Quiere esperar a su abogado? ¿O prefiere hablar ahora y aclarar todo esto?

La voz de la mujer era una especie de sollozo.

—Él me llamó, ¿sabe?, desde ese maldito club deportivo, donde iba siempre al salir de su trabajo en la fábrica. Me dijo que no iba a permitir que yo le hiciera esto. Dijo que se iba a encargar de mí sin juicio ni abogados de divorcio. Eso dijo, señor.

—¿Le dijo que llevaba un arma?

—Sí, señor Brown, me lo dijo. Me dijo que tenía la pistola de su hermano y que esta vez iba a usarla contra mí.

—¿Esta vez?

—Ya había venido el domingo, como una cuba, aunque se tenía en pie, pero estaba muy borracho y disparó a las luces de fuera. Se reía y me insultaba. Luego empezó a pegarme, sí señor, a pegarme. Mi niño, el mayor, que sólo tiene once años, intentó defenderme y acabó con un brazo roto. Yo creí que nos iba a matar a todos. Estaba muy asustada; por eso mandé a los niños con sus primos. Los metí a los tres en el autobús esta mañana.

La mujer cogió un álbum de fotos de una mesita. Lo abrió y se lo mostró a Tanny Brown, que vio las tres caras impolutas en las fotos del colegio.

—Son buenos niños —dijo ella—. Me alegro de que no hayan visto todo esto.

Él asintió con la cabeza.

—¿Por qué no llamó a la policía el domingo?

—No hubiera servido de nada. Si hasta tenía una orden de alejamiento del juez, pero ya ve. Nada servía de nada cuando estaba borracho. Lo único, esa escopeta. —Comenzó a temblarle el labio superior y las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos—. ¡Ay Dios mío!, ¡ay Dios! —sollozó.

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