Juicio Final (30 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

—No siempre, señora. —Volvió a mirar el reloj—. Podríamos hablar largo y tendido, pero el tiempo va pasando.

Cowart hizo señas hacia el vestíbulo y siguió al sargento hacia el interior de la prisión. Los dos hombres atravesaron un corredor a paso ligero. El sargento iba sacudiendo la cabeza.

—¿Qué ocurre?

—Es que no me gusta tanto desorden —contestó Rogers—. Las cosas deberían estar atadas y bien atadas antes de una ejecución. No me gustan los cabos sueltos, no señor.

—Le entiendo. ¿Adónde vamos?

El sargento lo conducía a un ala diferente de las que ya conocía.

—Sully está incomunicado en una celda contigua a la de la silla. Y muy cerca de una sala con teléfonos y todo lo demás, así que si hay prórroga lo sabremos al momento.

—¿Cómo está?

—Compruébelo usted mismo. —Señaló una celda apartada.

Había una silla delante de los barrotes. Cowart se acercó solo y vio que Sullivan estaba tumbado en una litera de acero, viendo la televisión. Le habían afeitado la cabeza, de suerte que parecía una máscara de la muerte. Lo rodeaban pequeñas cajas de cartón rebosantes de ropa, libros y documentos: las posesiones de su antigua celda. El preso se volvió repentinamente en la cama, hizo un gesto en dirección a la silla y dejó los pies colgando de la litera, estirándose como si estuviera cansado. En la mano sostenía una Biblia.

—Vaya, vaya, Cowart. Por lo que veo, ha hecho tiempo para unirse a mi fiesta.

Encendió un cigarrillo y tosió.

—Señor Sullivan, hay dos detectives del condado de Monroe que quieren verlo.

—Que los jodan.

—Quieren interrogarlo sobre las muertes de su madre y su padre adoptivos.

—Conque es eso, ¿eh? Pues que los jodan.

—Quieren que yo le pida que acceda a hablar con ellos.

Sullivan soltó una carcajada.

—Vaya, vaya. Pues que los jodan de nuevo. —Se levantó bruscamente y miró alrededor; luego se acercó a los barrotes y se aferró a ellos, dejando la cara aprisionada—. ¡Eh! —gritó—. ¿Qué coño de hora es? Necesito saberlo, ¿qué hora es? ¡Eh! ¡Vosotros! ¡Eh!

—Hay tiempo —dijo Cowart despacio.

Sullivan retrocedió, desviando la mirada hacia Cowart.

—Claro. —Se estremeció, cerró los ojos y respiró hondo—. ¿Sabe una cosa, Cowart? Uno llega a notar cómo los músculos del pecho se van contrayendo más y más a cada minuto que pasa.

—Podría pedir un abogado.

—Al cuerno con los abogados. Uno tiene que jugar la mano que le ha tocado.

—¿Entonces no va a…?

—No, por supuesto que no. Puede que esté un poco asustado y nervioso, pero qué diablos, conozco la muerte. Sí señor, es algo que conozco muy bien.

Sullivan se paseó por la celda, para acabar sentándose en el borde de la litera, inclinado hacia delante. De pronto pareció relajarse: sonrió para sí y se frotó las manos con impaciencia.

—Hábleme de su entrevista —pidió—. Quiero saberlo todo. —Señaló el televisor—. Ni la puta televisión ni los putos periódicos traen datos fiables. Sólo un montón de basura. Quiero que me lo explique usted.

Cowart se quedó frío.

—¿Detalles?

—Eso es. No se deje nada en el tintero. ¿Por qué no usa todas esas malditas palabras que tanto domina y me pinta un verdadero retrato?

Cowart respiró hondo. «Estoy más loco que él», pensó, pero empezó:

—Estaban en la cocina. Los habían atado…

—Bien. Bien. Atados. ¿De pies y manos o cómo?

—No. Con los brazos a la espalda, así… —Le hizo una demostración.

Sullivan asintió con la cabeza.

—Bien. Siga.

—Degollados.

Sullivan asintió.

—Había sangre por todas partes. Su madre estaba desnuda. Tenían la cabeza hacia atrás, así…

—Siga. ¿La habían violado?

—No sabría decirle. Había muchas moscas.

—Eso me gusta. Zumbando alrededor… ¿Hacían mucho ruido?

—Así es. —Cowart oía sus propias palabras como ajenas. Pensó que alguna parte de su ser cuya existencia desconocía se había apoderado de él.

—¿Cree que sufrieron mucho? —preguntó Sullivan.

—¿Cómo voy a saberlo?

—Vamos, Cowart. ¿Le pareció que tuvieron tiempo de contemplar su propia muerte?

—Creo que sí. Estaban atados a las sillas. Seguramente se miraron el uno al otro hasta el momento final. Supongo que uno tuvo que ver cómo moría el otro, a no ser que hubiera más de un asesino.

—No, sólo había uno —dijo Sullivan en voz baja, y se frotó los brazos—. ¿Estaban sentados?

—Ya se lo he dicho. Estaban atados a las sillas.

—Como yo.

—¿Qué quiere decir?

—Atado a una silla. Y luego ejecutado. —Rompió a reír.

Cowart notó que el frío se convertía de repente en calor.

—Había una Biblia.

—Y hay quien muere sin gloria, como si nunca…

—Exacto.

—Perfecto. Tal como tenía que ser.

Sullivan se puso en pie y se rodeó el cuerpo con los brazos, abrazándose como para contener los sentimientos que retumbaban en su interior. Los músculos de los brazos se le marcaron y una vena le palpitó en la frente, la cara enrojecida… Hasta que exhaló una larga bocanada de aire.

—Lo veo —dijo—. Puedo verlo. —Levantó los brazos, estirándose. Y los bajó de repente—. ¡De acuerdo! —dijo—. Hecho.

Durante unos momentos resolló como un atleta después de una carrera; luego clavó la mirada en sus propias manos mientras las retorcía hasta convertirlas en garras. Los dragones de los antebrazos cobraron vida. Rió para sus adentros y se volvió hacia Cowart.

—Pero ahora vayamos a otra cosa, al ingrediente que hace que todo esto valga la pena.

—¿A qué se refiere?

Sullivan meneó la cabeza.

—Saque su libreta y la grabadora. Es hora de conocer el legado, la última voluntad y testamento del viejo Sully.

Mientras Cowart lo ponía todo a punto, Sullivan volvió a tomar asiento en el borde de la litera. Fumaba lentamente, recreándose en cada larga calada.

—¿Preparado, Cowart? De acuerdo. ¿Por dónde empiezo? Bueno, empezaré por lo obvio. Cowart, ¿cuántas muertes se me han atribuido?

—Oficialmente, doce.

—Así es. Pero seamos exactos. Me han condenado y sentenciado a muerte por esos dos de Miami, aquella tía buena y su novio. Eso es lo oficial. Y luego yo confesé haber cometido otros diez asesinatos; por amabilidad, supongo. Como los casos están en manos de esos detectives, ahora no entraré en detalles. Y luego esa niña de Pachoula, la que hace trece, ¿no?

—Exacto.

—Bueno, de momento vamos a dejarla a un lado. Volvamos al número doce como punto de partida, ¿le parece?

—De acuerdo. El doce.

Sullivan soltó una carcajada.

—Bueno, ésa no es la cifra exacta. Ni por asomo.

—¿A cuántas personas ha asesinado?

Sullivan sonrió.

—He estado aquí sentado, tratando de echar cuentas, Cowart. Sumando y sumando, intentando dar con la cifra exacta, ¿sabe? No quiero que surjan dudas al respecto.

—¿A cuántas?

—¿Y si le dijera que unas treinta y nueve, Cowart? —Se reclinó en su asiento, meciéndose ligeramente. Alzó las rodillas y se las abrazó, sin dejar de balancearse—. Claro que tal vez me deje una o dos. Cosas que pasan. Algunos asesinatos son casi idénticos, no tienen esa chispa que los hace perdurar en la memoria.

Cowart guardó silencio.

—Empecemos con una ancianita a las afueras de Nueva Orleans. Vivía sola en un complejo de apartamentos para la tercera edad, en un pueblecito llamado Jefferson. La vi una tarde, iba paseando sola, tranquilamente, disfrutando del día como si le perteneciera. Así que la seguí. Vivía en una calle llamada Lowell Place. Ella creo que se llamaba Eugenia Mae Phillips. Cowart, me esfuerzo por recordar estos detalles porque cuando uno va a matar, los necesita para seguir adelante. Esto fue hace unos cinco años, en septiembre. Al caer la noche, abrí con una palanqueta una puerta que había en la parte de atrás. Era un apartamento con terraza. No había ni un pestillo, ni una luz, nada de nada. Dígame, ¿por qué vivía allí? Era muy posible que alguien la asesinara, sí señor. No hay violador, ladrón o asesino que se precie que no vea uno de esos apartamentos y entre de un salto sólo por diversión, porque no ofrecen dificultad alguna. Al menos debía haber tenido un buen perro guardián. Pero en cambio tenía un periquito, un periquito amarillo en una jaula. También lo maté. Y eso es lo que sucedió. Claro que primero me divertí un poco con ella. Estaba tan asustada que apenas se resistió cuando le tapé la cabeza con aquella almohada. Cometí violación y robo en otros cinco apartamentos de la zona. Ella fue la única a la que maté. Luego me fui de allí. ¿Sabe?, si uno se mueve deprisa, no le pasa nada.

Sullivan hizo una pausa.

—Téngalo presente, Cowart. No deje de moverse. Nunca se quede quieto ni eche raíces. Si se mueve, la policía no lo atrapará. Maldita sea, me han detenido por vagabundeo, allanamiento de morada, por sospechoso de robo, todo tipo de mierdas. Pero nunca por asesinato. Pasé un par de noches en la cárcel y en una ocasión me tuvieron un mes en un calabozo de Dothan, Alabama. Era un lugar asqueroso, lleno de ratas y cucarachas, y el hedor era insoportable. Pero nunca nadie me detuvo por lo que realmente era. ¿Cómo iban a hacerlo? Yo no era nadie… —Sonrió—. O eso pensaban.

Titubeó, mirando a través de los barrotes.

—Aunque las cosas han cambiado, ¿no? Ahora mismo, Blair Sullivan es un poco más importante, ¿verdad? —Levantó la mirada hacia el periodista—. ¿Verdad, joder?

—Sí.

—¡Entonces dígalo!

—Ahora es mucho más importante.

Sullivan pareció relajarse, porque habló más despacio.

—Eso es. Muy bien. —Cerró los ojos un momento, y cuando se abrieron rebosaban indiferencia—. Bueno, puede que ahora mismo sea el tipo más importante del estado de Florida, ¿no le parece, Cowart?

—Tal vez.

—Bueno, y todo el mundo quiere saber lo que sabe el viejo Sully, ¿cierto?

—Cierto.

—¿Entiende lo que eso significa, Cowart?

—Creo que sí.

—Estupendo. Me atrevería a decir que mucha gente estará intrigada… —alargó la palabra, dejándola rodar en la lengua como si se tratara de un caramelo duro— por lo que el viejo Sully tiene que decir.

Cowart asintió con la cabeza.

—Bien. Muy bien. Cuando pasé por Mobile, maté a un muchacho que trabajaba en un Seven-Eleven. Fue un atraco, nada del otro mundo. ¿Tiene idea de cuán difícil es que la poli te pille en pleno atraco? Nadie te ve entrar, nadie te ve salir. La mano demoníaca aterriza y ¡bingo! Alguien muere. También era un buen chico. Imploró un par de veces. Dijo: «Llévese el dinero. Lléveselo todo.» Dijo: «No me mate. Sólo trabajo aquí para ir a la universidad. Por favor, no me mate.» Claro que lo maté. Le disparé una vez en la nuca; agradable, rápido y sencillo. Me llevé unos doscientos pavos. También cogí un par de chocolatinas, unas latas de refresco y alguna bolsa de patatas fritas, y luego lo dejé tras el mostrador…

Hizo una pausa. Cowart vio que el sudor resbalaba por la frente de aquel hombre.

—Si tiene alguna pregunta, no dude en hacérmela.

Cowart espetó:

—¿Se acuerda de la hora, el día y el lugar?

—Vale, vale. Intentaré recordarlo. Necesita detalles.

Sullivan se relajó, pensativo, y a continuación soltó una breve carcajada.

—Caray, debería llevar una libreta, igual que usted. Tengo que fiarme de mi memoria.

Sullivan volvió a recostarse, evocando detalles, lugares y nombres, sin prisa pero sin pausa, revolviendo en su pasado.

Cowart escuchó atentamente, haciendo preguntas de vez en cuando, intentando sacar algún provecho de las historias que Sullivan le contaba. La fuerte aprensión del principio se desvaneció después de haber oído unas cuantas. Se sucedían en una especie de terror regular, en el que todos los horrores que una vez habían sufrido personas de carne y hueso quedaban reducidos a los recuerdos de aquel psicópata. Cowart escarbaba en los detalles del asesino y la acumulación de palabras restaba pasión a cada caso. Eran palabras sin sustancia, sin apenas conexión con este mundo. De alguna manera, el hecho de que aquellos sucesos hubieran llenado los últimos momentos de las vidas de seres humanos perdía importancia cuando Blair Sullivan los relataba con aquella maldad creciente, carente de imaginación y totalmente monótona.

Las horas transcurrían inexorablemente.

El sargento Rogers trajo comida. Sullivan le hizo señas para que se fuera. La tradicional última comida, un filete a la plancha con puré de patatas y tarta de manzana, se espesaba en una bandeja. Cowart se limitaba a escuchar.

Pasaban unos minutos de las once de la noche cuando Sullivan terminó y esbozó una pálida sonrisa.

—Esos son los treinta y nueve —dijo—. Casi nada, ¿no? Puede que no bata ningún récord, pero por ahí andará la cosa, ¿eh?

Suspiró profundamente.

—¿Sabe? Me hubiera gustado batir el récord. ¿Cuál es el récord para un tipo como yo? ¿Lo sabe usted, Cowart? ¿Soy el número uno, o es otro el que se lleva la palma? —Rió con frialdad—. Claro que aunque no sea el número uno en cifras, estoy seguro de que soy el mejor en cuanto a, ¿cómo lo diría usted, Cowart? ¿Originalidad?

—Señor Sullivan, no queda mucho tiempo. Si quiere…

De repente Sullivan se puso en pie, con ojos de maníaco.

—¿Es que no me ha oído, amigo?

Cowart levantó la mano.

—Sólo quería…

—¡Lo que usted quería no importa! ¡Lo que yo quiero, sí!

—Está bien.

Sullivan miró entre los barrotes. Respiró hondo y bajó la voz.

—Es hora de contarle una última historia, Cowart. Antes de dejar este mundo, antes de despegar en el cohete del estado.

Cowart sintió una terrible sequedad en su interior, como si el calor que emanaba de las palabras de aquel hombre hubiera evaporado toda la humedad de su cuerpo.

—Ahora le contaré la verdad sobre la pequeña Joanie Shriver. Como lo llaman en el tribunal, una prueba testifical in articulo mortis. El último testimonio antes de morir. Se supone que nadie debería irse al más allá con una mentira en los labios. —Soltó una estentórea carcajada—. Eso quiere decir que será la verdad… —Hizo una pausa, y añadió—: Si usted se la cree. —Miró fijamente al periodista—. La preciosa Joanie Shriver. La pequeña y dulce Joanie.

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