Juicio Final (53 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

—¿Shaeffer?

—Una muy mona con unos ojazos que cuando te mira parece que antes de hablar contigo preferiría guisarte a trocitos.

—La misma.

—Pues vino aquí y se la sacudieron de mala manera, o sea que te lo tendrá en cuenta.

—Tomo nota.

—Bueno, zanjemos ya el caso. Ingéniatelas para saber quién se cargó a los ancianos. A ver si te dan otro premio, ¿vale?

—Lo dudo.

—Bueno, soñar no cuesta nada, ¿no?

—Supongo que no.

Colgó jurando para sus adentros, aunque sin saber exactamente contra quién o contra qué blasfemaba. Empezó a marcar el número del jefe de redacción, pero se detuvo. ¿Qué iba a decirle? En ese momento oyó un ruido procedente de la puerta y al levantar la vista se encontró con un Bruce Wilcox demacrado.

—¿Dónde está Tanny? —preguntó.

—Por ahí. Me ha dicho que le espere aquí. Creía que había ido a buscarle. ¿Ha averiguado algo?

Wilcox sacudió la cabeza.

—Aún no puedo creer que todo esto sea por mi culpa —murmuró.

—¿Ha habido suerte en el laboratorio?

—Aún no puedo creer que no mirara en la puta letrina la primera vez. —Wilcox arrojó un par de folios sobre la mesa—. No hace falta que los lea —dijo—. Han encontrado restos que podrían ser de sangre en la camisa, los vaqueros y la alfombrilla. Que podrían ser de sangre, por el amor de Dios. Eso después de analizarlo con el microscopio. Todo está tan deteriorado que casi no se aprecia. Tres años de mierda, basura y tiempo. No ha quedado mucho. He visto cómo el técnico del laboratorio extendía la camisa y casi se le desintegra al manipularla con las pinzas. En cualquier caso, no hay nada determinante. Van a mandarlo todo a otro laboratorio más moderno en Tallahassee, pero quién sabe con qué nos saldrán. El técnico no parecía muy optimista. —Hizo una pausa y respiró hondo—. Naturalmente, usted y yo sabemos qué hacía todo eso ahí dentro, pero de aquí a poder presentarlo como prueba de algo hay un trecho largo de cojones. ¡Joder! Si yo lo hubiese encontrado hace tres años, cuando todo estaba fresco… Los del laboratorio habrían encontrado la sangre enseguida. —Miró a Cowart—. La sangre de Joanie Shriver. Sin embargo, ahora no son más que jirones de ropa vieja. Mierda. —El detective echó a caminar por el despacho—. No puedo creer que la haya jodido tan estúpidamente —repitió—. La he jodido, la he jodido, la he jodido. Mi primer gran caso de los cojones.

Abría y cerraba los puños. Abrir, cerrar. Abrir, cerrar. Cowart percibió la tensión del detective, como un luchador momentos antes del combate.

Tanny Brown, sentado a una mesa libre en un despacho vacío, estaba haciendo llamadas. La puerta a su espalda estaba cerrada y delante tenía una libreta de notas y su agenda de teléfonos personal. Tuvo que dejar mensajes en los tres primeros números. Marcó el cuarto número y esperó a que descolgaran.

—Policía de Eatonville.

—Con el capitán Lucious Harris. Soy el detective teniente Theodore Brown.

Esperó hasta que en el aparato resonó un vozarrón.

—¿Tanny? ¿Eres tú?

—Hola, Luke.

—Vaya, vaya… Cuánto tiempo sin oírte. ¿Qué tal?

—Un poco de todo. ¿Y tú?

—Bien. Podría irme mejor, pero tampoco me va tan mal; supongo que no tengo quejas.

Brown visualizó al hombretón al otro lado de la línea. Debía de llevar puesto un uniforme demasiado estrecho allí donde sus ciento treinta kilos no pudieran disimularse y alrededor del cuello, de manera que la cabeza parecía nacer directamente del cuello almidonado con insignias doradas. Lucious Harris sentía esa animadversión a la violencia propia de los hombres corpulentos y, por su aspecto siempre afable, se diría que su vida era un festín en el que jamás escaseaba la comida. A Tanny le gustaba llamarle porque, pese a lo cruel que pudiera llegar a ser la vida, se mostraba siempre enérgico y pronto a resistir. Tanny Brown reparó en que no le había llamado en mucho tiempo.

—¿Qué tal van las cosas por Eatonville?

—¡Ja! Bueno, habrás oído que esto empieza a convertirse en un hervidero de turistas. La gente viene por la atención que la difunta Miss Hurston le prestó a la ciudad. No le haremos la competencia a Disney World o a cayo Vizcaíno, pero no está mal ver caras nuevas por la zona.

Brown trató de imaginarse Eatonville. Su amigo se había criado allí, sus ritmos se plasmaban en la cadencia de su voz. Era una ciudad provinciana con un sentido del orden muy particular. Casi todos sus habitantes eran negros. Se había vuelto relativamente conocida gracias a los escritos de Zora Neale Hurston, la más famosa de sus habitantes. Eatonville fue descubierta al mismo tiempo que, los académicos primero y la gente del cine después, descubrieron a Hurston, pero jamás había dejado de ser una pequeña ciudad de negros gobernada por negros.

Hubo una breve pausa antes de que Lucious Harris dijera:

—Ya no me llamas. Quién diría que somos amigos. He visto que te has hecho bastante famoso, pero me da que no es la clase de notoriedad que uno desearía, ¿me equivoco?

—No te equivocas.

—Y ahora, pasado un siglo, me llamas, pero no para contarme por qué no me has llamado en tanto tiempo, sino para tratar alguna cuestión delicada, ¿me equivoco?

—Estoy dando palos de ciego, Luke. He pensado que quizá tú puedas ayudarme.

—Bueno, tú dirás.

Brown respiró hondo y dijo:

—Desapariciones sin resolver, homicidios, niñas, adolescentes… negras. ¿Habéis tenido algo así en el último año?

Harris no contestó de inmediato. Brown notó cierta incomodidad en su interlocutor.

—Tanny, ¿de qué va esto?

—Tengo…

—Tanny, dime la verdad. ¿De qué va?

—Luke, ya te he dicho que estoy dando palos de ciego. Tengo un mal presentimiento y estoy intentando cerciorarme.

—Pues has dado en el clavo, hermano.

Brown sintió un escalofrío.

—Cuenta —pidió.

Advirtió que el vozarrón flojeaba, languidecía, como si ahora las palabras fueran más pesadas.

—Una joven descarriada —dijo Harris despacio—. Se llamaba Alexandra Jones. Trece años, aunque en parte parecía tener ocho y en parte dieciocho, ya me entiendes. Era una chica muy cariñosa, mi mujer y yo la teníamos a veces de canguro, pero de repente un día me la encuentro fumando a la puerta de un autoservicio, haciéndose la chica mayor, la tía dura.

—Cualquiera diría que hablas de una de mis hijas —dijo Brown impulsivamente.

—No, tus hijas no son unas desarraigadas y ésta sí lo era. No tenía las ideas claras y empezó a ir por el mal camino. Pensaba que esta ciudad se le quedaba pequeña. La primera vez que se escapó de casa su padre salió en su busca y la encontró a unos cinco kilómetros con una maleta. Su padre es uno de mis hombres, así que todos estábamos al corriente de todo. La segunda vez que se escapó la encontramos cerca de Lauderdale, en Alligator Alley, haciendo autoestop. La encontró un coche patrulla y la trajo de vuelta a casa. Hace tres meses se escapó por tercera vez. Su padre y su madre peinaron todas las carreteras posibles, creían que esta vez iría hacia el Norte, hacia Georgia, donde tienen familia y la chica tiene una prima con la que se lleva muy bien. Expedimos una orden de búsqueda, di parte a los departamentos de todo el estado, colgamos carteles y todo eso. Pero jamás apareció en Georgia, ni en Lauderdale, Miami, Orlando o cualquier otro lugar, sino en la ciénaga de Big Cypress, donde la encontraron unos cazadores hace tres semanas. Bueno, lo que quedaba de ella, unos pocos huesos. El sol, los animales y los pájaros los habían dejado bien pulidos. No fue nada agradable. Tuvieron que identificarla a partir del historial dental. ¿Causa de la muerte? Múltiples heridas por arma blanca, opina el forense, pero sólo porque algunos huesos presentan muescas y cortes. Ni siquiera eso es concluyente. No se encontró su ropa. Quienquiera que lo hiciese escondió la ropa en algún lugar. Quiero decir que lo que le pasó ya no es ningún misterio, ¿entiendes? Ahora bien, saber quién lo hizo ya es otra historia. —Brown no dijo nada. Oyó cómo Harris tomaba aliento—. Este caso no lo cerraremos nunca, no señor. ¿Sabes a cuántas personas hemos entrevistado, Tanny? A más de trescientas. Y sólo yo y mi jefe de detectives, Henry Lincoln, ya lo conoces. Nos han ayudado un par de tipos de homicidios del condado. De todos modos no sirve de nada, ni los testigos, porque nadie la vio subir a ningún coche, ni los forenses, porque apenas quedan restos de ella. Tampoco hay sospechosos, aunque hemos visto algunas fichas y hemos arrestado a los sospechosos habituales. Nada de nada. Al final opta uno por ayudar a los padres a intentar hacerse a la idea y, en mi caso, frecuentar la iglesia más a menudo, por ver si con un par de oraciones puedo cambiar algo. ¿Sabes qué le pido a Dios, Tanny?

—No —contestó con voz ronca.

—No le pido atrapar a ese cabrón. No, creo que ni siquiera el Todopoderoso sería capaz de resolver este caso. Lo único que le pido es que quienquiera que lo hiciese se dirija a otro lugar, a otra ciudad, a un lugar donde pueda haber testigos y donde dispongan de equipos forenses modernos y todas esas cosas tan sofisticadas, y que el tipo cometa un error y le pillen. Eso le pido. —El capitán de policía se quedó en silencio, como pensativo—. Porque esa chica debió sufrir lo indecible. Dolor y miedo, Tanny. Dolor, miedo y un terror inimaginable, y parece que a nadie le importa. —Hizo otra pausa—. Y ahora me sales tú con esa pregunta y yo quiero saber a santo de qué.

Otro silencio.

—¿Te acuerdas del tipo que salió del corredor? —preguntó Brown.

—Claro. Robert Earl Ferguson.

—¿Ha estado alguna vez en Eatonville?

Lucious Harris no reaccionó. Brown lo oyó inspirar al otro extremo de la línea antes de contestar.

—Creía que era inocente. Eso dicen en la prensa y la tele.

—¿Ha estado en Eatonville? ¿Más o menos cuando la desaparición de la chica?

—Sí, estuvo aquí —contestó Harris.

Brown no pudo reprimir una mezcla de gruñido y gemido, con las mandíbulas fuertemente apretadas.

—Pero hace tiempo. Tres o cuatro meses antes de la desaparición de Alexandra. Vino a dar una charla en una iglesia. Por Dios, pero si hasta yo fui a verlo. Fue interesante. Dijo que Jesucristo está con nosotros y que aunque el mundo parezca oscurecerse Él nos iluminará.

—¿Dijo algo…?

—Se quedó un par de días. Un sábado y un domingo, creo, luego se marchó. A una escuela, me dijeron. No creo que estuviera por aquí cuando desapareció Alexandra Jones. Comprobaré si estuvo en algún hotel o motel, no lo sé. Podría haber vuelto, claro, pero ¿qué te hace pensar…?

Brown se apoyó sobre la mesa, sintiendo una palpitación en las sienes.

—Compruébalo por mí, Luke. Confirma que no estaba en la zona cuando desapareció la chica.

—Lo intentaré. Pero me temo que no servirá de mucho. ¿Me estás diciendo que no es inocente?

—Yo no digo nada. Tú compruébalo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, Tanny. Lo haré. Quizá luego podamos tener una conversación distendida, porque no me gusta tu tono de voz, hermano.

—A mí tampoco —contestó Brown, y colgó.

Se acordó de Pachoula en los momentos siguientes a la desaparición de Joanie Shriver. Podía oír las sirenas, ver los grupos que se formaban en las esquinas para partir en su busca. Los primeros equipos de televisión llegaron aquella misma noche, no mucho después de que las llamadas de los periódicos empezaran a colapsar la centralita. Una niña blanca desaparece en el camino de la escuela a casa. Una pesadilla que conmociona a todo el mundo. Pelo rubio. Sonrisa. No pasaron ni cuatro horas antes de que su foto se emitiera por televisión. A cada minuto se estrechaba más el círculo.

«¿Qué aprendió de eso Ferguson?», pensó Brown. Aprendió que un hecho como ése podía pasar inadvertido, nada de cámaras ni micrófonos, nada de voluntarios y Guardia Nacional peinando las ciénagas; sólo había que cambiar uno de los factores de la ecuación: una niña negra por una blanca.

Se levantó y fue a buscar a Cowart. De una pared de la oficina de homicidios colgaba un gran plano de Florida. Brown buscó Eatonville y luego Perrine. «Hay docenas de pequeños guetos negros en todo el estado», pensó. El olvidado Sur, al que la historia y la economía habían convertido en un conglomerado de núcleos con diversos grados de prosperidad o pobreza, pero con algo en común: no entraba en las prioridades de nadie. Todos contaban con escasos cuerpos de policía, a veces incluso mal adiestrados, con la mitad de los recursos que las comunidades blancas y el doble de casos de drogadicción, alcoholismo, atracos, frustración y desesperanza.

Buenos cotos de caza.

21
La conjunción

Andrea Shaeffer regresó tarde a su habitación del motel. Cerró la puerta con doble llave, comprobó el baño y el pequeño armario, miró debajo de la cama, detrás de las cortinas, y finalmente se aseguró de que la ventana seguía bien cerrada. Reprimió el impulso de abrir el bolso y sacar la pistola de 9 mm. Una sensación de miedo distorsionado la perseguía desde que saliera del apartamento de Ferguson. Desde que la luz del día empezó a menguar se sentía constreñida, como si la ropa le fuera varias tallas más pequeña.

«¿Quién era él?», se preguntó.

Rebuscó en su pequeña maleta hasta encontrar el papel con esencia a lavanda que utilizaba para escribir las cartas a su madre que nunca enviaba. Encendió la lamparita que había sobre una mesita en un rincón de la habitación, se sentó en una silla y comenzó.

«Querida mamá: ha sucedido algo», escribió, y se quedó mirando fijamente las palabras. «¿Qué había dicho Ferguson? —se preguntó—. Había dicho que él estaba a salvo. ¿A salvo de qué?»

Mordió el extremo del bolígrafo como una estudiante que busca la respuesta en un examen. Recordaba que la habían llevado a una sala para la rueda de identificación, a pesar de que ella había insistido en que no podría reconocer a los dos hombres que la habían agredido. Habían atenuado las luces y ella estaba flanqueada por dos detectives cuyos nombres ya no recordaba. Luego había observado atentamente a los dos grupos de hombres que habían entrado y se habían colocado en fila contra la pared. Siguiendo las órdenes, se habían vuelto primero hacia la derecha y luego a la izquierda, para que ella viera sus perfiles. Se acordaba de los comentarios que los detectives le susurraron: «Tómese su tiempo» y «¿Alguno de ellos le resulta familiar?». Pero ella no había logrado identificar a nadie. Había negado con la cabeza y los detectives se habían encogido de hombros. Recordó sus miradas de desánimo, y que en aquel instante había decidido que no se quedaría de brazos cruzados, que jamás volvería a permitir que alguien saliera impune después de haber causado tanto dolor.

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